martes, 20 de noviembre de 2012

EL TELÉFONO





Con  pasos cortos y arrastrando los pies cogió su pequeña silla de madera y la fue acercando hasta la mesa del estragal. Sus nietas le habían dicho que hoy podría hablar con su hija mayor. No entendía muy bien cómo  podría hacerlo si  tal hija estaba en la otra punta del mundo desde hacía casi treinta años. En un principio su agitado  corazón se sobrecogió ante la idea de poderla abrazar de nuevo pero le explicaron que no, que no iba a venir, que simplemente le haría una llamada telefónica y podrían conversar  durante un rato. Aún sin entender muy bien cómo podría ser lo que le estaban diciendo era tal la ilusión que le hacía volver a escuchar  la voz de su añorada hija antes de que la muerte, que presentía  ya cercana, la llevase de este mundo, que desde muy temprano estuvo contando las horas primero, y los minutos después, que  le quedaban, para que en el reloj de campana de la sala diesen las seis de la tarde, hora señalada para el evento.

Por la mañana, bien temprano, ya se había acicalado con sus ropas de domingo, aunque fuese viernes para ella aquel era un día de fiesta. Peinó con esmero su larga y blanca melena y la enroscó con suma agilidad en un moño que sujetó a la altura de su nuca con largas horquillas. Se colocó el negro pañuelo cubriendo su cabeza y lo anudó al cuello con un rápido movimiento de sus manos, ya habituadas a hacerlo desde hacía tantos años.

Decidió que hoy era el mejor día que podía encontrar para estrenar la saya que le habían traído los Reyes por Navidad,  junto con la bata de  negro percal que le había confeccionado la vecina, que se ganaba unos durillos extra cosiendo para los vecinos de los alrededores. 

Lo cierto es que, a menudo, era tema de conversación entre sus coetáneas su preocupación por cómo habrían de vestirse cuando esa modistilla dejase la aguja. Las mujeres de ahora ya no visten igual y es imposible encontrar en las tiendas las batas y mandiles que llevan usando durante décadas. Ella, por si acaso, había tomado la precaución de encargarle una de más que tenía guardada por si, en cualquier momento, la modista cesaba en su labor sin previo aviso. No estaba dispuesta, a sus años, a cambiar su modo de vestir.

Acabó de vestirse embutiendo sus, todavía, bien formadas piernas en unas tupidas medias negras de espuma que sujetó a la altura de sus muslos con las ligas que tanto llamaban la atención de su nieta pequeña, y que en más de una ocasión la había sorprendido usándolas para sujetarse las coletas del pelo.

Habitualmente usaba un mandil desde que se levantaba  hasta que se acostaba, aunque ya era más por costumbre que por evitar manchas en la ropa porque sus quehaceres hacía tiempo que habían quedado reducidos a la nada. Desde que su hijo y su nuera se empeñaron en que dejase su casa de toda la vida y se fuera a vivir con ellos para mayor tranquilidad de todos, ya ni cocinaba, ni fregaba, ni tan siquiera la dejaban hacer su cama, por si le daba algún mareo, le había dicho su nuera, pero estaba convencida  de que era porque no sabía manejar con soltura esas colchas que usaban ahora las modernas y que llamaban edredones. Con esas cosas es imposible que una cama quede hecha como Dios manda. En su casa, otra cosa no, pero las camas bien hechas, sin una sola arruga, siempre habían sido motivo de orgullo para ella y de envidia para sus vecinas pues no entendían como con un colchón relleno con lana de oveja podían quedar las camas tan uniformes  y lisas como una tabla. Ahora con esos modernos colchones que tiene su nuera hasta una niña podría dejar la cama perfectamente hecha si pusiesen un poco de interés. Pero a esta juventud de hoy en día no le importa si quedan o no arrugas en la cama. 

Si es que no entiende de qué se quejan ahora las mujeres que meten los platos sucios en un cacharro y los sacan limpios y secos, lo mismo que hacen con la ropa sucia. Y ni un simple pañuelo de los mocos son capaces de lavar a mano como hacían ellas. Pero ¡qué pañuelos, ni qué narices!, si ahora se limpian  los mocos con papeles. 

¡Cuánto ha cambiado el mundo y sus gentes en tan corto espacio de tiempo! Y ahora le dicen que con ese aparato  que tienen encima de la mesa del estragal va a poder conversar con su hija, que está a miles de kilómetros, como si la tuviera a su lado. ¿Cómo va a ser eso posible si cuando le escribe una carta tarda casi dos meses en recibir la contestación? Todavía no está muy convencida de que todo eso del raro aparato no sea alguna broma que le quieran gastar, pero, por si acaso, y como no tiene nada mejor que hacer, decide colocar su silla al lado del aparato y sin quitarle la vista de encima esperar sentada a ver lo que ocurre.

Sus nietas ya le explicaron que hay que esperar a que suene un  riiinnggg y después hay que coger parte del aparato y arrimarlo a la oreja y a la boca teniendo mucho cuidado de que cada extremo vaya colocado en el sitio que le corresponde. La parte que tiene un cordón colgando va junto a la boca y el otro pegado a la oreja, y ya solo hay que esperar a que te hablen y tu contestas lo que quieras.

Ya llevaba un rato esperando y sus manos entrelazadas sobre su regazo empezaban a sudarle y un ligero temblor le hacía dudar de si sería capaz de cogerlo como debía. Ya les había advertido a todos que ella sola no sería capaz de hacer que aquello funcionase bien pero las ocupaciones de unos y otros les había impedido estar allí  para ayudarla. Como para ellos era tan fácil hacerlo ni tan siquiera habían intentado buscar un hueco en sus quehaceres para acompañarla e indicarle como usar aquel artefacto.

Hacía ya un rato que habían dado las seis y de aquello no parecía que fuese a salir ningún sonido. Ya iba a levantarse  para marchar cuando un sonoro ¡¡RRIIIINNNNGGG!! le hizo saltar de la silla. Dejó que sonaran algunos más hasta que con manos temblorosas y  con sumo cuidado en recordar las instrucciones recibidas acercó aquella cosa a su oreja derecha y esperó a ver qué ocurría.

Tras un breve instante sin oír nada y cuando ya iba a posarlo  en su sitio de nuevo escuchó una voz alta y clara que le hablaba:

-¿Aló….?¿Mamá….?¿Estás ahí…….? ¿Me  oyes……?

La fuerte impresión recibida al escuchar la voz de su hija hizo que el auricular del teléfono se le cayese de las temblorosas manos quedando balanceándose en el aire mientras, sin poder reaccionar, lo miraba atónita.

Laura González Sánchez ©

jueves, 15 de noviembre de 2012

EL TELÉFONO


Echando la mirada hacía atrás, nos damos cuenta de lo que ha evolucionado la vida. Aunque no sea más que con el ordenador o el teléfono móvil, sería difícil para quien lo usa en la actualidad, volver unos cincuenta años para atrás. La comunicación era entonces por medio de conferencias o cartas, que tardaban en llegar a destino una semana, aproximadamente, y otra semana hasta retornar a ti tales notificaciones; era divertido y emocionante abrir aquellas cartas tan esperadas y si llegaban buenas noticias, mejor. Hoy las cartas son de las facturas de la luz, gas, agua, teléfono, contribuciones, el seguro de la vivienda, y pobre del que tenga que pagar una hipoteca, como la mayoría de la gente de hoy en día. Se les oye decir que si pagan la casa no pueden alimentar a la familia. 

Con la crisis y tantas personas en el paro no sé como se arreglará esto, pasando más necesidades que en la posguerra. Más vale que no sea así. 

Empecé hablando del teléfono y voy a continuar. El vicio que hay con el teléfono, siempre pegado a la oreja, de adolescentes y los niños de corta edad, no debe ser bueno ni para el bolsillo, que lo tienen que pagar sus padres. 

 El teléfono o el ordenador son dos cosas imprescindibles hoy en día, no tener cualquiera de ellas, sería como si te faltara un brazo o una pierna. 

Que sigamos progresando, aunque mal lo veo con la crisis que afecta a todo y a todos. Esperemos que sea en un tiempo demasiado largo, se vayan arreglando las cosas; es una pena para los jóvenes que habrá en paro, con las historias terminadas y en espera de su primer trabajo, aunque, muchos se marcharán a otros países para poder colocarse. Así sucedió de los años cincuenta hasta los setenta. Bueno, a cada uno lo que le toca vivir, situaciones mejores y peores; lo que hay que hacer es tirar para adelante lo mejor que se pueda. Ya vendrán tiempos mejores. Ánimos para todos, especialmente a la juventud. A mí, como abuela, también me toca parte de preocupación. 

Blanca Santos Gutiérrez © 
10-11-2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

EL TELÉFONO

 
        El teléfono si, pero qué teléfono: ¿El fijo o el móvil? Porque para hablar con precisión, hace falta saber  a que atenerse. Pero bueno ante la imprecisión con que Lines nos lazó a todos el mensaje emitido por Foncho, haré una semblanza de ambos teléfonos:
        Yo nací cuando los que éramos de inteligencia media, en mi pueblo, nos comunicábamos con señales de humo como los indios. Los más torpes,  ponían una tartera vieja boca abajo, y la aporreaban con un buen par de palos de acebo, y los más listos metían en la boca el dedo corazón junto al índice de cada mano, aspiraban hasta casi reventar los pulmones, y soplaban con fuerza produciendo un silbido fuerte y prolongado, que ya quisieran para sí las locomotoras que en aquellos tiempos se movían en el Ferrocarril Cantábrico.
        Claro que esto no era precisamente un teléfono, pero como decía el cura de mi pueblo cuando desde el altar predicaba a las parejas de novios: “Cuidadito  con los besos, que los besos no hacen chiquillos, pero tocan a vísperas”,  así los “chiflíos”  que para comunicarnos lanzábamos  por los prados de mi tierra, fueron un preludio del teléfono que había de llegar.
        Los primeros  teléfonos que vi, eran como catafalcos  negros encima de una mesa, o pegados a un muro como si quisieran emparedar al difunto.  No les faltaba más que un Cristo crucificado y un par de cirios encendidos a cada lado. Tenían dos cordones: uno con lo que parecía un embudo de hacer morcillas, que se acoplaba a la oreja para escuchar, y el otro un micrófono al que los viejos sin dientes, (que era lo normal en aquellos tiempos), escupían al tiempo que hablaban, porque  no había barrera de marfil  que retuviera la humedad de las palabras.
        Después estas dos piezas se unificaron en las dos puntas de  una barra de baquelita por donde se agarraba, con unos agujeros  que pegábamos a la oreja, y otros que nos quedaban frente a la boca por donde entraban una tras otra las palabras que íbamos soltando.
        Pero para ello, para poder hablar, teníamos que ir a la ciudad, llegarnos a Telefónica,  que era un lugar muy amplio, y tenías que esperar a que quedara libre alguna de aquellas cabinas  cerradas lo mismo que un probador de esos donde entran las mujeres a probar  sujetadores.
        En la pared enfrente de donde estaban las cabinas  había como veinte o treinta cajones pegados a ella, y frente a los cajones, veinte o treinta sillas donde se sentaban veinte o treinta señoritas, cada una de ellas con unas orejeras parecidas a las que tenían los cabezales de los burros de mi pueblo,  y se entretenían metiendo y sacando unas clavijas metálicas en los agujerucos que había en aquellas cajoneras.
        En otro lugar había una mesa y tras la mesa una silla idéntica a las sillas de las telefonistas, pero la señorita que se sentaba en ella no tenía orejeras como los burros de mi pueblo ni agujerucu a la vista por donde meter y sacar clavijas. Estaba allí únicamente para que todo aquél que iba llegando le dijera el número de teléfono y provincia   con quien quería hablar. Ella enseñaba como sonrisa una dentadura postiza de dientes blanquísimos y largos como fichas de dominó, y encías de pasta roja como la sangre, daba el número correspondiente, y advertía que cuando nombrasen tu número, atendieras para saber a que cabina te enviaban.
        Después de esperar el tiempo que hiciera falta esperar, la señorita de la permanente aplastada por los alambres que sostenían sus orejeras, metía de nuevo la clavija con la mano izquierda mientras que con la derecha daba vueltas y más  vueltas a una manivela como si estuviera embutiendo chorizos, al tiempo que gritaba para que la oyera todo el mundo:
        -“Número veintidós, por favor pase a la cabina número siete.”
        Cuando descolgabas y aplicabas a la oreja los agujeros redondos de la baquelita negra,  la primera impresión que notabas era como si te hubieras colado  en una pajarería de loros.  Pero no eran loros. Eran ellas, las telefonistas. Después se conoce que quien a ti te atendía terminaba de dar el último manivelazo, y entonces ya escuchabas a la persona con quien querías hablar, que con una voz metálica respondía. “Diga…?”
        Y mientras hablabas, mirabas como corría el segundero de un relojón grande y negro como el teléfono que tenías en la mano, que estaba colgado en medio de aquél local, y de pensar en las pesetas que te iba a costar aquella conversación, casi ni te enterabas de lo que te decía tu interlocutor.
        Así fueron los primeros teléfonos que yo conocí Y desde entonces hasta hoy, cambiaron  cien veces los modelos y colores. Se automatizaron las llamadas, se corrigieron interferencias, y se llevaron los tendidos hasta el último rincón de la tierra. Lo único que no ha cambiado es la desazón final por la preocupación  del importe de la factura a final de mes. Eso suponiendo que no halla errores, que si los hay, infaliblemente  es en detrimento  de tu bolsillo.
        Puede que otro día, hable del teléfono móvil, que para hoy ya fue bastante.
 
                               Jesús González González ©

TELÉFONO

 
BIOGRAFIA:  
Nació el 24 de Febrero de 1876, a las 2 de la tarde en Washington, hijo de ALEXANDER  GRAHAN BEEL. (lo patentó dos horas antes que Elisha Gray, de Chicago).
 
Etimológicamente se compone de dos palabras. TELE = LEJOS    y PHONE = VOZ. Y se componía  de transmisor con micrófono de carbón, hilo conductor y receptor con placa electroimanada. Es un instrumento de comunicación, diseñado para la transmisión de la voz y demás sonidos hasta lugares remotos.
 
Según va creciendo, va evolucionando de manera insólita. Así mismo se multiplica tanto que hoy hay teléfonos hasta en los bolsillos y ha llegado a ser un aparato imprescindible. 
 
SERVICIOS: 
 
Este instrumento sirve para dialogar. ¿Quién no ha entablado alguna vez una buena conversación y,  a veces, bien extensa? ¿Quién no se ha sentado para hablar con el jefe o con un cliente, a veces conversaciones no tan dialogantes?... Para dialogar nació el teléfono de la esperanza cuya finalidad es hablar con el otro para la vida.
 
Así mismo sirve para entablar una amistad. ¿Quién, por medio de él, no ha hecho un amigo o una amiga y para siempre?
 
También sirve para avisar. ¿Quién no ha recibido alguna vez algún aviso?. Unos tristes, cuales son la enfermedad o muerte de alguien querido. Otros alegres, como que has sido abuelo o que te ha tocado un buen premio. ¡No fuera malo!.
 
A su vez sirve para hacer propaganda, dándonos bien la lata. Para espiar, de ahí nace el teléfono pinchado. Y…, tantos y tantos servicios más.
 
Incluso yo tengo un teléfono inalámbrico para ocasiones especiales. No tiene hilo conductor, ni número, ni aparato. Y ahora mismo hago uso de él:
 
-¡Señor, Dios mio….! 
-¡Eh!, ¡Eh! Maximino, te he estado llamando y no me has contestado.
-¡Oh, Señor! No lo oí. No tendría cobertura o habría mucho ruido. 
-¡Quizá, Quizá, Maximino!. Pero, ¿me ibas a decir algo?
 
-Pues sí, Señor. Es que mi amigo, ese niño, esas jóvenes,no lo entiendo muy bien y te iba a preguntar… ¿por qué?...
 
-Maximino, sabes que os necesito y no quiero nada más que lo de siempre:  ¡que os améis!
 
-¡Vale, Señor!  Lo haré o lo procuraré.
 
Al momento hago uso del teléfono que me queda y que llamo universal. Tampoco se necesita marcar, pero al momento suenan muchas voces: "¡Dígameeeeeeeee!".
 
Y les digo:
 
-Como ésta es una ocasión especial: ¡os quiero a todos!
 
Y así lo hago todos los días, mientras pienso: ¡qué suerte de invento: EL TELEFONO! 
                                                              
Maximino Fernández Sierra ©

FANTASÍA

 
Despertó sudando a mares debido a una pesadilla. Su corazón palpitaba, o más bien, golpeaba sus costillas dolorosamente y esos pálpitos se esparcían en oleadas hasta su cabeza. Temblaba enteramente, tanto como lo hacía el ganado al mover alguna parte de su piel para ahuyentar a los tábanos y moscas picajosas.
 
El cielo estaba aún en penumbras. Al poco, amaneció con un tímido colorido veraniego.
 
El relincho de su montura acabó por acomodarle en la realidad.
 
Su oficio de cartero real le llevaba de camino al Palacio Episcopal; portaba un documento del rey para su Eminencia, el Cardenal Mendoza. Era la misión más importante que le habían encomendado. Debía llegar lo antes posible, proteger ese documento con su vida si fuera necesario y volver con la respuesta.
 
Subió al caballo.
 
Su antecesor en el cargo de cartero real, le había aconsejado que pasara por el Valle Escondido. Siempre le dijeron que hiciera caso a los mayores puesto que la experiencia es un grado. Era un lugar por el que pocos osaban atravesar. Según los viejos del lugar, allí permanecía a la espera de comer, algún viajero despistado, un monstruo antediluviano que gruñía y silbaba como un millar de cobras.
 
Ante mis reservas y miedos, que fueron los culpables de la pesadilla, el anciano cartero dijo que le había recorrido infinidad de veces para ahorrar dos días en ese trayecto, y que los ruidos de los que hablaban los habitantes del lugar, eran producidos por las corrientes de aire que se encallejonaban entre los elevados salientes de las peladas rocas.
 
El viejo emisario le sugirió que lo transitara despacio pues, el suelo tenía un tramo cubierto de la carbonilla erupcionada de un volcán y, escondía agujeros que podrían hacer caer a caballero y caballo. El otro trecho, sin embargo, podría compararse a un oasis.
 
La entrada del camino estaba adornada de rocas. Su temor se volatilizó al ver aquel paisaje. Ante su vista, un bosque inmenso al que adornaban preciosas flores que podrían enamorar a cualquier doncella; había árboles de todo tipo, frutos abundantes y unas grosellas que se deshacían en la boca. Los aromas que desprendían aquellos espacios asilvestrados, eran más delicados que los rosales de los cuidados jardines palaciegos en las primaveras.
 
Todo cambió al doblar un recodo. Ahora era un paraje rocoso y desértico que le llenó de congoja y de aislamiento. Los prominentes roquedales le parecían dientes inmensos, nacidos de los caminos teñidos de oscuro y que en su imaginación, podrían ser los accesos que llevaran al mismísimo infierno. El eco de los cascos de su caballo estaba acompañado por los silbidos del viento entre las elevadas rocas. Aquel paisaje era escalofriante y optó por pensar en otra cosa.
 
Se inventaría otra de sus historias que contaría a sus hijos en las noches veraniegas, bajo las mágicas estrellas. Comenzaría así:
 
“Había una vez un lugar donde no existían caballos y se llegaba a los lugares lejanos a bordo de unos artefactos brillantes sobre cuatro ruedas, similares a los carros de transportar el grano, y que rodaban sin necesidad de los tiros de bueyes o caballerías. En esa época, los carteros eran diferentes; solamente repartían pliegos y mensajes en las ciudades o en los pueblos e, iban encaramados a esos y otros instrumentos rodantes, que curiosamente, tenían apariencia de escuálidos caballos de patas redondas. Cuando caminaban, en lugar de las mochilas guardadas bajo la ropa, llevaban arrastrando carros azules y amarillos muy pequeños y a la vista de todos. Las demás noticias o encargos, se hacían de viva voz por medio de aparatos unidos por cordones o simplemente, a través del aire y que llegaban con precisión a cada vivienda o persona.
 
Es más, podrían verse imágenes desde un lado a otro, tan claras como nuestro reflejo en los espejos o como las pinturas de los cuadros...”
 
Se dio cuenta de que se estaba extralimitando con la fantasía; ni su hijo más pequeño creería semejante barbaridad. Debieron hacerle efecto de locura los aromas del inmenso bosque que atravesó. La historia era tan fantasiosa como aquel otro cuento que inventó sobre cocinar sin fuego gracias al calor del sol. Sus hijos se aburrieron, y esta historia, también podría decepcionarles...
 
Despertó de su ensimismamiento; sin apenas darse cuenta, había atravesado el Valle Escondido.
 
Veía a lo lejos el palacio del cardenal y los huertos que le rodeaban.
 
Era cierto, el camino señalado por el viejo cartero le llevó directamente a su destino.
 
Entregó el documento al ayuda de cámara del Cardenal Mendoza. Pronto regresaría con la respuesta de su Eminencia.
 
Mientras tanto, pagó para asearse en un baño caliente y se dirigió a la taberna. Cenó añorando la compañía de su familia.
 
Durante el camino de regreso con la contestación del prelado al rey, recordó aquella historia que inventó, decidió poner un nombre al aparato con el que se hablaba desde lejos: “Teléfono” le sonaba bien.
 
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
25-X-2012

TELÉFONO

 
¿Quién nos iba a decir que casi no podríamos prescindir del teléfono móvil, cuando, no ha tantos años, en pocas casas tenían uno fijo? Y no te digo cuando querías poner una conferencia. Tenías que esperar a que te llamasen. “Su conferencia. Ya puede Vd. hablar con Madrid”.
Pero para eso existía la correspondencia, que ya pasó de moda por supuesto. La única correspondencia que recibimos hoy son los sustos de las facturas que el Banco nos manda, y las felicitaciones,  (cada vez menos), por Navidad. Yo sí que tengo ya mal acostumbrada a la familia y amigos de lejos, y es que me gusta  también recibirlas y tenerlas alrededor en Noche Buena.
Pero todo tiene sus ventajas e inconvenientes. Ahora debemos contestar al segundo; pero es innegable lo práctico que es el móvil en ciertos trabajos, en situaciones difíciles o para avisar de que no se alarmen en casa con imprevistas esperas.
Cuando se puso de moda a ver quién tenía al móvil más pequeño, parecíamos tontos hablando solos por las calles; también un tanto ridículo y embarazoso tener que escuchar conversaciones ajenas en trenes, autobuses, o en la cola de la pescadería. En eso hemos ganado en discreción. “Luego te llamo, estoy con gente”.
También es difícil de acordarse a veces de apagarlo en actos públicos, sonando por ejemplo en la Consagración de la Misa o en medio de una conferencia. ¡Eso tiene que ser por sistema de concienciación!
Es maravilloso poder escuchar las voces de la gente que queremos y nos importa en cualquier momento. Esta vez la ciencia ha avanzado para bien. Y no te digo cuando lo tengamos todos con esa maravilla de grafeno, domables, no pesan, no se rompen, y como ya están conectados con Internet… pues ¡Viva la Ciencia!
 
                                                      
Mª Eulalia Delgado González ©
                                                               Noviembre 2012

REPORTAJE

 
El día comenzó como todos los demás, un buen café y unas tostadas, tras la dura batalla de qué ponerme, los vaqueros fueron los vencedores frente a los pantalones de vestir.
La chaqueta, las llaves, la bufanda para el frio, la cabeza… creo que lo llevo todo, un último vistazo al espejo de la entrada y un… “qué guapa estás, el mundo te espera”
Cerré la puerta con la suavidad de un tornado y emprendí mi viaje al trabajo, como todos los días, al llegar a mi destino me recibieron con un cálido “llegas tarde y Robert a preguntado por ti”, dejé todo encima de mi mesa y rauda voy a ver que necesita Robert.
-¿Has preguntado por mi? ¿Qué ha pasado ahora? No me lo digas, un grupo de extraterrestres nos tienen bajo su control y necesitan que les hagamos un reportaje fotográfico, para enviárselo a sus pariente lejanos como felicitación de navidad.
- Alex, no sé si reír o… no parar de gritar hasta que tu imaginación deje paso a la razón.
-Creo que antes de que mi razón apareciese, tu garganta sacaría el pañuelo blanco y diría “piedad, piedad”.
- No puedo contigo, con esa imaginación que tienes, el mundo se está perdiendo las mejores películas de ciencia-afición.
-Robert eres afortunado nadie más conoce que debajo de esta apariencia de hierro, reina la imaginación de una niña.
-Bueno, ahora en serio, te llevo llamando toda la mañana, ¿dónde narices tienes ese raro artilugio llamado teléfono móvil?
-Creo que en el bolso, pero sin sonido
- “Como siempre”
-Claro que no, ¿para qué me querías?
- Ha llamado Samuel, que necesita un reportaje fotográfico, muy especial y quiere que lo hagas tú.
-De acuerdo. Pero, necesitó más información. ¿No?
- (Con sonrisa de niño travieso), -todo lo que necesitas saber te lo han enviando por sms, recalcado varias veces que es un secreto, que solo tú sabrás quien es y “espera mucho de ti”. Yo creo que es…George Clooney.
-Deja de vacilarme, y dime la verdad, ¡que la que escribía guiones  de cine era yo!
-Es la verdad, y lo necesita para esta tarde. Así que, estás tardando.
Salí del despacho de Robert lo más tranquila que mis nervios me permitieron, dejando atrás risas y algún que otro extraterrestre.
Me abalancé sobre mí bolso, como un león sobre su presa, pero en mi caso la presa era el móvil pero mi búsqueda fue en vano, allí no estaba.
Y ahora, ¿qué hago?, no puedo llamarme porque claramente está en silencio o... igual no. Tras escuchar el último pitido y sentirme idiota, colgué el teléfono cogí mis cosas y le dije Robert que me iba a preparar el reportaje.
Me dirigí al Lucas, necesitaba un buen café y Ana me daría un buen consejo o eso esperaba. Tras contarle lo que me pasaba y ella no parar de reírse conmigo, y yo saber que era de mí, me dijo -y ¿por qué no vas a casa seguro que está allí?.  Le di un beso de estos sonoros en toda la frente, y dándole las gracias me dirigí a por mi móvil.
Metí la llave en la cerradura,  convencida de que el móvil estaría encima de mí cama… y allí estaba, presidiendo mi cuarto; me sentí  igual que Indiana Jones cuando encontró el arca perdida.
Vi las llamadas de Robert siete en total y dos sms.
“abrir mensaje de texto”
1 sms:
Seguro que te has dejado el móvil encima de la cama.
Ponle en sonido.
2sms:
Espero que el vestido sea de tu talla, póntelo.
“Robert esta…” no me dio tiempo a acabar la frase, el sonido estridente de mi móvil me interrumpió.
-¿Sí?
-Veo que le has puesto sonido al móvil, menos mal.
-¿Pablo?
-Hola cariño, ¿sorprendida?
-Más bien cabreada, ¿me puedes explicar qué pasa?
-Que tienes que hacer un reportaje ¿No te lo dijo Robert? ¿Qué tal el vestido?
-Sí, ¿Qué vestido?...
 Pi, pi, pi, pi…  “¿pablo? ¿Pablo?...”
Tiré el móvil encima de la cama porque no podía tirar a Pablo por la ventana, claro ¿de qué vestido…? Al levantar la vista, frente a mí se encontraba un vestido, palabra de honor, azul marino con zapatos a juego y una nota.
A las 6 en el Lucas no se te olvide la cámara.
A las 6 menos cinco me encontraba enfrente del Lucas y en la puerta ponía:
“EL LUCAS PERMANECERA CERRADO HASTA MAÑANA”.
Al abrir la puerta me encontré el bar a oscuras y tras encender la luz mis ojos no podía creer lo que veían: una mesa para dos con velas incluidas, un cartel que decía “feliz aniversario”, Pablo de traje, con su mejor sonrisa y una rosa roja en sus manos.
- Veo que has traído tu cámara.
-Sí, aunque no haré ningún reportaje, por lo que veo.
-Estás equivocada, la famosa acaba de llegar por la puerta, pero shhh… es un secreto.
-Tranquilo mis labios están sellados.
-Me encanta que te olvides el móvil.
-Y a mí que me des sorpresas.
 
Jezabel Luguera ©