sábado, 28 de diciembre de 2013

ALGÚN DÍA...


Algún día encontraré una isla
sin leyendas ni tesoros.
Una isla sin ratones ni piratas
rodeada solamente por el mar
que tanto añoro.

Y ese día, en esa isla,
buscaré el embrujo de los cielos por el día
y en la noche el encanto tan sutil
de las estrellas.

No es preciso que recuerde a Peter Pan
y su periplo en otra isla, cuyo nombre
no recuerdo,
con el tiempo detenido y congelado,
en una edad siempre constante
y tan ajeno a los vaivenes de la vida
y de la historia
que vivía solamente entre sus sueños
infantiles e inmortales.

Yo no quiero renunciar
a mi pasado ni a mi historia
y tampoco a los momentos de grandeza
y de miseria que he vivido.
Y no quiero renunciar porque es la vida,
y es mi vida,
y si ha sido buena o mala
no es momento de rechazo y de repudio,
porque vida y poesía van unidas,
y sus lágrimas y risas tan mezcladas
que es difícil separarlas y buscar
su nacimiento, en una causa
y un origen.

Solo espero el gran consuelo de los tontos,
el de estar en una isla rodeado de mis sueños
y añorando el gran milagro de la paz
y la concordia entre las gentes,
la ilusión de ver los ojos infantiles
sonriendo
y llevando, con sus manos, alimentos
a su boca,
el poder saborear el gran placer
de la derrota de las armas y los campos
de batalla,
el sentir que las personas son capaces
de ayudar y de entregarse, sin reservas,
no teniendo como lema las consignas
del político de turno
y sacando de muy dentro ese acto generoso
que los hombres solicitan sin palabras.

Yo sé bien que las personas precisamos
muchas islas en la vida,
y queremos ver en ellas
la razón de nuestra huida,
de esa fuga de la propia realidad
en que vivimos,
amparándonos, sin más, en el silencio
y soledad de nuestras almas.

Pero obviamos la razón, que es más sencilla.

Esa isla que buscamos está cerca
y va siempre con nosotros.
Es la rosa que florece en primavera,
es el mar, siempre bravío, con sus olas,
en la playa,
es el bosque con su magia y ese mundo
encantador que le rodea,
es la tarde que se acaba y el eterno
flamear de los ocasos,
es la noche en que se asoman las cigarras,
es la inmensa melodía que nos dejan las estrellas,
es el ritmo presuroso del latido,
que en los pechos se aceleran
cuando ven al ser amado,
es la música, sin nombre, de la brisa
que nos roza y que nos besa los cabellos,
es la frágil poesía que estremece
los sentidos, anunciando que la vida continúa,
porque yo soy esa isla,
la que busco y que preciso,
la que ansío en mi delirio,
sin saber, ni darme cuenta,
que ese mar, ¡inmenso mar, que me rodea!,
es la vida simplemente y es la hermosa
poesía tan buscada, desde siempre.

...Más yo sé que algunas vez,
y en algún día, sin pensarlo,
encontraré esa isla misteriosa
y tan buscada,
y será cuando detenga mi camino,
cuando mire simplemente los rincones
de mi alma,
cuando encuentre los ratones y los libros
con los sueños tan ansiados,
cuando sienta el dulce beso entre los labios
que una tierna mariposa me ha dejado.

Rafael Sánchez Ortega ©
16/12/13

LA ISLA... MISTA.



 

Verdad es que mucho interés no tiene esta historia. Pero como “La Isla” es el tema obligado para el trabajo de los miembros del Taller de Escritura en este mes de noviembre, no más informarnos Rafael del tema, el radar de mi cerebro voló sobre cuantas islas  conozco, y de repente quedó parado sobre la más pequeña de todas ellas: la Isla del Congreso cuya superficie solo mide 0.256 kilómetros cuadrados.

Tampoco serán muy claros los detalles con que describa la historia, porque son confusos los recuerdos. Pasaron desde entonces sesenta largos años, y hasta hoy, permanecieron perdidos en el fondo de mi subconsciente. Fue en la época en que cumplí  mi Servicio Militar en la Base Aérea de Villa Nador en Tauima, Marruecos.  Los amigos de la mili son entrañables, como supongo lo serán los de un  internado o residencia, porque en esos tiempos el mayor egoísmo que puede atarnos a ellos no suele pasar del deseo de la invitación al vino blanco de  la mañana, o el  café  de la tarde, y al día siguiente  la invitación se hace recíproca. Yo conservo hoy en día  amistades de entonces, de los que hemos tenido la suerte de sobrevivir a los vendavales de una vida prolongada. A la cabeza de todos ellos está  mi amigo Ángel, un melillense tan español como yo, pero que en aquel entonces jamás había pisado tierra Peninsular.

Tan auténtica llegó  a ser nuestra mistad, que muchos  fines de semana me fui con “permiso de pernocta” a su casa de Melilla donde sus padres me trataron siempre como a un miembro más de la familia. Fue uno de aquellos fines de semana cuando un amigo de Ángel que tenía un pequeño barco, (y cuyo nombre olvidé, como habré olvidado otros detalles),    nos invitó a un viaje a las Islas Chafarinas.

Yo de marinero, ni el gorro tuve en mi vida, y de decidido tampoco tuve mucho, pues siempre estuve muy  de acuerdo con el refrán de “vale más decir aquí corrió un cobarde, que aquí murió  un valiente”; y en cuanto me vi a un kilómetro  mar adentro, dentro de una cáscara de nuez movida por un motor fuera borda a una velocidad que a mi se me antojó suicida, sentí como si en mi garganta se hubieran instalado unas glándulas cuyo lugar no me cabía duda,  se encontraba como un metro más abajo.

Tan inseguro iba yo en aquel viaje que apenas me enteraba de las explicaciones que nuestro anfitrión nos daba sobre las islas; Se llaman Chafarinas, que al parecer en alguna lengua quiere decir “tierra de  ladrones”, y quien se lo puso lo hizo pensando en los piratas que en algún tiempo  tuvieron en ellas su sede, que entre las tres miden poco más de medio kilómetro cuadrado, que se llaman Isla del Congreso, Isla de Isabel II e Isla del Rey, que en algún tiempo sirvieron como prisión de militares y políticos, y que carecen de agua dulce por lo que la primera preocupación de la madre de Ángel, fue recomendarnos llevar agua y cervezas en abundancia, además de las tortillas de patatas y los embutidos que nos puso en un paquete.

Pensé que nos íbamos a estrellar  contra  la base de los   acantilados, y que la inmensa masa pétrea que formaba la Isla  se desmoronaría sobre nosotros hundiéndonos para siempre en aquellas aguas que tan poca simpatía me ofrecían, pero no fue así. El piloto conocía su trabajo y bordeó el islote hasta el lugar donde debía atracar. Se quitó los pantalones, saltó sobre las piedras y arena cubiertas  con un metro de agua, y cuando sujetó el barco con la maroma, le imitamos.

Como tampoco soy pescador, mientras ellos preparaban las cañas, los cebos y demás parafernalia “pescantil”, me dediqué a husmear los alrededores en tanto que fumaba un cigarrillo “Toledo” de fabricación melillense,  hasta que me decidí a trepar riscos arriba para conocer la superficie de nuestra tierra conquistada.  Pisé un suelo de piedra resquebrajada abrasado por el sol, al  tiempo que sobre mi cabeza planearon mil gaviotas  como queriendo protegerme de sus rayos  con las sombras de sus alas extendidas. Me sorprendieron dos conejos que a saltos se alejaron rápidamente de mi,  e instintivamente busqué con la mirada donde pudiera crecer una sola brizna de hierba con la que se pudieran alimentar aquellos bichos, y solo pude encontrar algas secas y pajas traída sin duda del continente  por los miles de gaviotas y palomas que anidaban en el lugar, a juzgar por los restos de nidos viejos que había por todos los rincones.

Durante la mañana también nos había dicho el amigo de Ángel  que en algún tiempo aquella isla había sido prisión de militares y políticos sancionados, y buscando vestigios que pudieran confirmarlo divisé al fondo de mi derecha las ruinas de una edificación. A medida que me acercaba levantaban el vuelo gaviotas que protestaban   con desagradables graznidos, y palomas que se iban en silencio. Cuatro metros antes de llegar a las ruinas descubrí en su interior una imagen que me hizo parar en seco y frotarme los ojos para comprobar si era realidad lo que estaba viendo.  Sentada en el suelo, y recostada sobre la pared derruida, dormía una mora.

Me alejé en silencio y bajé donde mis amigos continuaban sin lograr un pez, y no dieron crédito a mi información:

-¡No puede ser! ¿Una mora? ¿Una mujer sola?  ¡Es imposible!

Nos acercamos los tres, y nuestros murmullos espabilaron a la mujer que se empezó a levantar lentamente resbalando la espalda contra la pared de piedra. Treinta, cuarenta, cincuenta años… Imposible calcular la edad en un rostro cobrizo en el que el cincel del sol había esculpido mil surcos entrecruzados. Avanzamos dos pasos hacia ella, y ella los reculó sin dejar de mirarnos como aterrorizada.

-No tengas miedo, Fátima; somos amigos.-Le dijo Ángel.

 Pero la mujer no comprendía el castellano.  Con la velocidad de una centella  su mirada se fijó durante unos segundos en el botellín de cerveza que Ángel llevaba en la mano,  y de inmediato recuperó su postura defensiva. Ángel le ofreció la botella, y la mujer no se pudo resistir; se la arrebató de las manos y bebió con avidez hasta agotarla. La supervivencia  pudo con las  convenciones religiosas. Era la primera vez que veíamos consumir alcohol a una mujer mahometana.  Con gestos la invitamos a seguirnos, pero no se movió. Habíamos desandado  una docena de metros, y cuando nos volvimos para observarla comprobamos  que se había envuelto en sus ropas blancas y se nos acercaba guardando siempre  la distancia que consideraba prudente.

Descendimos hasta la proximidad del barco haciendo mil cábalas  sobre la estancia en solitario de aquella mujer en semejante lugar, sin hallar una respuesta convincente.  Se había parado diez metros más arriba de donde nosotros estábamos y se quedó quieta como una estatua de sal. Había tomado con la diestra el filo del manto blanco que cubría su cabeza,  y escondido tras él el rostro salvo los ojos negros.  Otra vez fueron inútiles los gestos que le hicimos para que se acercara,  porque ni se inmutaba. Pero la sed y el hambre están por encima de todos los miedos.  A la vista  del agua fresca, no se lo pensó dos veces, y si nos descuidamos un poco, da fin al suministro que aportábamos.

O no lo conocía, o el hambre le había anulado los sentidos de la vista y el gusto, porque no hizo ascos al jamón ni a los embutidos. Ocurrió lo mismo que con la cerveza una hora antes. La “isla…. mista” que encontramos  en  la Isla del Congreso, hacía oídos sordos a los mandatos de Mahoma, y tragó “jalufo” con una disposición increíble, aunque  en honor a la verdad he de decir que para comer siempre se puso de espaldas a nosotros. Lo de tragar tortilla lo hizo ya de forma más amistosa; lo comió estando un metro más cercana a los suministradores de víveres, y nos permitió observar como lo empujaba hacia adentro con los dedos índice y corazón para seguir retacando la cavidad de aquella boca  medio desdentada, y procurar así  espacio libre para nuevos trozos de tortilla.

Lo que debíamos hacer, lo tuvimos claro los tres desde el primer momento,  y después de comer, de beber la última cerveza, y de  fumar tranquilamente un cigarrillo, recogimos los bártulos para regresar a Melilla. Para lo único que no hizo falta invitarla fue para que se subiera  al barco; lo hizo con más ligereza y habilidad que lo hubiera hecho una cabra, suponiendo que allí hubiera cabras y quisieran montar en barco. Fue entonces cuando me fijé en sus pies descalzos de plantas duras como cascos de caballo, y supuse que era una campesina de cualquiera de las muchas cábilas  de por allí. Se puso nerviosa cuando vio que no navegábamos hacia el Cabo del Agua, que era el lugar más cercano al continente,  pero al poco pareció conformarse  cuando tomando rumbo a babor empezamos a cruzar la amplia dársena  que se extiende hasta Melilla. Nada más atracar saltó a tierra con la mismísima facilidad que lo hubiera hecho  la cabra de antes, y desapareció de nuestra vista como una exhalación. Por eso empecé escribiendo que mucho interés, no tiene esta historia.


            Jesús González González ©

TU TE QUIERO





Le contaba a un buen amigo que tengo trastornos transitorios de sensatez, bien es verdad que temporales, y que son islas que me salvan de otras historias y que me hacen inventar otros vuelos en el aire de la vida. 

Me deshacen las veredas tortuosas
que me llevan a las cimas
donde llego hasta el silencio,
y a un entorno tan cercano al mismo cielo
que comprime mi vergüenza,
la tristeza,
la mentira... 

Es verdad que, allá en lo alto, sueño aislada,
pero creo ser amiga de las nubes
que me abrazan delicadas,
y me tientan a quedarme
en ese mundo inaccesible,
tan cercano a nuestra luna
que me afecta su presencia.

Mas, regresa la locura
y se instala en mis adentros
y con ella, en mi memoria,
la mirada del amante que me espera,
el trabajo, los amigos,
y me bajo de la cima
desandando la vereda
de ese olvido momentáneo. 

Y me encierro en tus abrazos,
en tus besos apretados
y el azul de tu mirada,
y mi alma se hace nube
y no escalo a ningún sitio
ni deseo ser la isla
ni la luna…
Solo busco tu te quiero.

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
9-XII-2013

LA ISLA DE...


                                            


En verano nos fuimos los cuatro y la abuela Mamen de vacaciones a las islas Baleares, mamá tenía ganas de regresar a Mallorca, la última vez que estuvo fue de viaje de estudios del cuarto año de Bachillerato, le hacía ilusión volver con su familia. Le comentaba a papá en el barco, rumbo a la isla, que para ese viaje trabajaron mucho ella y sus compañeras vendiendo periódicos y revistas viejas para que les saliera más barato. Papá nos dijo:

- A ver si vosotros dos aportáis algo a este viaje vendiendo algo viejo también, -y rieron mamá y el. 

"Okupaguillermo", al lado, jugaba, parece que no, pero oye ya que orejas tiene, ¡y grandes!, parece un Seat Seiscientos con las puertas abiertas. Okupa mira como cuando... ¿a un perro le hablas y parece que te entiende con las orejas alerta?  pues igual, pone ojitos tiernos bajo sus cejijuntas cejas negras que parecen un desfile de hormigas y te dan ganas de darle un achuchón ¡a veces,  eh! porque  prefiero guardar las distancias, que no me vea débil y gane terreno ¡hay que educarle desde cachorro!

Llegamos a Palma de noche, subimos al coche y nos dirigimos hacia la casa rural que habíamos alquilado en un pueblecito. Debí quedarme dormida pues desperté en una habitación luminosa y confortable con una gran ventana mirando al mar y a una pequeña cala. Era un pintoresco y blanco pueblecito aun en esa época sin mucho turismo. Me despertó una bocina, era la furgoneta del panadero que pasaba todos los días vendiendo. La abuela compró y cuando bajamos a desayunar estaba todo dispuesto en la mesa sobre un mantel rosa: pan, mantequilla, mermelada y un oloroso café recién hecho. Nos sentamos a desayunar, faltaba ya os imaginareis quien... oímos unos altavoces frente a la puerta que decían:

-¡Chatarrero, compro cosas viejas, chatarra vieja!  

 Justo cuando mamá me daba una crujiente rebanada de pan, sonó la campanilla de la puerta: ¡tilín...tilín...! Papá fue a abrir.

 -Buenos días.
      
-Mu buenos, -respondió un hombrecillo moreno  con la boina metida a rosca hasta las cejas. Se llamaba Bienvenido,  (¡anda como el felpudo de mi abuela, pensé yo!)
      
-Usted dirá, -dijo papá.
       
-No, ¡dígame usté a mí! -contestó Bienvenido, (con las manos a la cintura)
       
-¿Perdón?
      
-Que le perdone ¿Qué?, no comprendo.
  
-Ni yo, -dijo Bienvenido, -a mos a ver si nos entendemos. Desa ventana ma avisao un niño moviendo las manos con medio cuerpo pa fuera mu entusiasmao... que venga paca... y aquí estoy.
       
-¿Un niño?, ¡Guillermo  baja inmediatamente!
       
Éste bajó las escaleras como pudo, agarrándose a la barandilla con pasos inseguros.
  
-Guillermo ¿tú has llamado a este señor desde la ventana?
       
-Zi, he zido yo.
       
Estaba junto a papá con las manos entrelazadas a la espalda y balanceando el pie derecho atrás y adelante, cabeza baja con su pijama de dibujos de la familia TELERIN.
  
-¿Para qué? -dijo papá.
       
-Puez para vender a la abela Mamen que ez vieja, -y gritó: -¡llevezela zeño, que ez vieja! ¿uzte no compa cozaz viejaz? puez ze la vendo, y azi hazemoz como mamá que vendía cozaz viejaz y tenemos dinerito, -mientras se frotaba sus dedos indice y pulgar.
      
-¡Demonio de crio!  -dijo Bienvenido desenroscándose la boina y lanzando una gran risotada.
       
Papá se llevo la mano a la boca para disimular la risa al igual que mamá. La abuela frunció el entrecejo meneando la cabeza como la niña de el Exorcista, ya que ella no se consideraba vieja sino mayor, pero sucumbió al encanto del “okuparepipihermano“ ¿Yo? como la INQUISICIÓN, imaginando qué castigo recaería sobre él, "¡que le corten la cabeza,  que le corten la cabeza!" ya que es tan aficionado a hacerlo con mis muñecas ...
  
El castigo fue lo primero pedir perdón a la abuela y una semana sin ver la tele ¡pero qué más le dará a él, si la mira como una vaca al tren!


    Ana Pérez Urquiza ©

LA ISLA DE LA FELICIDAD.





Es una isla muy bella

junto a un parque natural

y los separa un puente pequeño.


El parque es inmenso

con muchos árboles centenarios,

numerosos pájaros en libertad

y otros en cautividad como pueden ser

aves de varias especies y animales

diversos, hay murciélagos enormes

y mariposas gigantes.

Este parque tiene anchos paseos

de varios kilómetros

y lo recorren unos trenes

que van sostenidos por unos cables

aéreos y las vías están a varios

metros del suelo y hay varias estaciones.

Se llama parque botánico de orquídeas

de muy variados colores

y diversas plantas de otras especies.

Al fondo del parque se encuentra

un brazo de mar con peces

y tortugas enormes que salen a la orilla

para tomar el sol.

En un recodo más distante un gran

número de flamencos y por otra parte,

rebaños de patos

jugueteando por la orilla.





(Parque de Singapur)



Blanca Santos ©

12-12-2013