lunes, 11 de noviembre de 2013

LA FIEBRE DEL AMOR



Gracias por quererme,
por amarme eternamente,
gracias por soportarme
y mirarme con ternura.

Carson resplandeciente
que derramas esta fiebre,
gracias por hacer que siempre
estemos alegres en la vida.

Tu mirada me fascina
me da fuerza y energía,
tu eres el faro que en la
noche me guía.

Es ese amor el que vence
los obstáculos de la vida
amor que la llama enciende,
se revive día a día.

El amor todo lo puede.
El amor todo lo sabe
en la humilde comprensión
de cariño y confianza.
Felicidad eterna.

El amor es una fuerza
y sin él no somos nada,
seas padre o seas hijo,
seas esposa o anciana.


Blanca Santos ©
15-X-2013

LA MIRADA DE HIELO.



No, no quiero volver a verte, oírte, ni siquiera respirar el mismo aire.

Nunca imaginé que una simple mirada produjera esa sensación, de vacío mezclada con olvido, me sentí menos que un suspiro, más triste que una lágrima.

Ahora suplicas mi intención, pero ya es tarde, el daño ya está hecho y el reloj sigue marcado los minutos.

Atropellas las palabras, porque piensas que ellas me harán entender que fue un error y siento decirte que eso es imposible, no hay un botón de retorno.

No me queda nada, los sentimientos se deshicieron entre mis lágrimas y ahora solo queda el recuerdo de tu mirada de hielo.

No busques más escusas o palabras perfectas, porque una mirada lo dice todo, y esa mañana de marzo me gritaste en silencio que había llegado el fin del mundo, que todo lo que habíamos construido se deshizo con una sola caricia de alguien desconocido.

Sé que no me crees pero no siento rencor, simplemente no siento, y ahora necesito encontrar mi propio espacio y continuar creando mis sueños pero sin ti.

Jezabel Luguera ©

HE BAJADO, SIN DUDA, A LOS INFIERNOS...


He bajado, sin duda, a los infiernos,
a beber en su fiebre desatada,
y encontré la pasión que allí existía
con el hielo y cristales de esperanza.

He sentido el azote de la bestia,
el fugaz sarpullido de las llamas,
y también el temblor inexplicable
de ese frío que cruza las espaldas.

Pero el miedo que cunde a todas horas,
el que sube la fiebre y la desata,
es también ese hielo erosionado
como un témpano fiel en la balanza.

Tengo miedo, lo digo y lo confieso,
de ceder a chantajes y patrañas,
de caer en las redes tan tupidas
de febriles y heladas emboscadas.

Yo sé bien lo que sienten los poetas
y también lo que ansían las cigarras,
pero sufro la sed de tanta fiebre
y el sudor de ese hielo que me atrapa.

Es pasar del amor y del cariño,
a ser pasto del fuego entre las llamas,
y de ser esa gota del rocío
a la gota, en la rosa, con la helada.

Es posible que digan tonterías
estos labios ardientes y sin agua,
y que piensen borrosas sensaciones
este pecho helado en sus entrañas.

Pero sé que el amor sin condiciones,
el que das y el que entregas sin palabras,
es un fuego y un hielo derretido,
un volcán de intrincadas telarañas.

"...He bajado, sin duda, a los infiernos,
porque así decidió que yo bajara,
una fiebre ardorosa y muy cobarde
que cubría de hielo sus pestañas..."

Rafael Sánchez Ortega ©
04/11/13

FRIALDAD



(De mis silencios IV)

La mudez es el enfado
entre tu miedo y mi miedo,
y angustias que, sin palabras,
hablar quisieran de nuevo.
Silencio de amor, silentes,
de un partir hasta el regreso,
pues hice cuando marchaste
en mis palabras destierro.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©

sábado, 9 de noviembre de 2013

¡ H I E L O !



La boda había transcurrido hasta esos momentos, entrañable. Luís y Carmen se dieron el “SÍ QUIERO”  en la ermita junto al acantilado, llena de margaritas y rosas blancas. Lo peor, llegar hasta ella para las señoras con sus tacones de aguja entre los guijarros del camino, pero es que ellos, los protagonistas se habían conocido en una playa, así que la novia parecía un poco una sirena, con su vestido ceñido, su escote palabra de honor, su gran flor blanca a un lado de su melena larga y lisa y su collar de conchas de nácar. Pero en vez de cola de pez, el vestido se abría con otra cola, esta de pequeños volantes que arrastraba por el suelo.

El Restaurante, no podía ser de otra manera, también estaba junto al mar, sobre otro acantilado, desde donde habían contemplado muchas puestas de sol mezcladas son sus besos.

El banquete estaba tocando a su fin. La tarta había sido cortada y servida junto con el cava y era la hora de pedir “ALGO CON HIELO, CON MUCHO HIELO”. Las bandejas de los camareros iban dejando bebidas y más bebidas en vasos grandes y gordos o largos y finos, pero siempre con esos trozos de agua dura que derritiéndose poco a poco refrescaba la bebida mientras se alargaba la sobremesa.

Las dos parejas de amigos íntimos estaban enfrascados en una tertulia, recordando historias alegres de sus años de colegio y andanzas juveniles. De pronto Cesar se quedó absorto mirando el hielo de su vaso y dijo: -Acabo de ver por Internet un Outlook que me han enviado sobre los hielos del Ártico y me he quedado de piedra. Montañas y más montañas; praderas y más praderas, de un verde verdísimo que antes eran blancas blanquísimas. Parece ser que en 30 años se ha perdido en verano superficie de hielo como cinco veces España.

-Si, es tremendo ver que cada vez hay más inundaciones terribles al borde del mar. Ya hasta se están tomando medidas para salvar Venecia de una vez por todas de las cada vez más altas y frecuentes crecidas, pero ¿Cuántas Venecias hay? Se habían puesto transcendentes.

De pronto sonó la música. El baile comenzaba. Carmen se agarró la cola del vestido y tiró de su reciente marido para bailar su vals y así abrir la segunda etapa de la fiesta. Daba gusto ver a los tortolitos mirándose con arrobo y notando que en esos momentos el mundo de alrededor no existía para ellos.

La pista se fue animando, la música era alegre y los bailarines –muchos con su bebida en la mano- hacían piruetas y más piruetas.

-Bailamos? –Dijo Clémen a su marido.

-Por supuesto contestó Cesar agarrando su whisky.

Bailaban a lo suelto, de pronto vieron que a alguien se le caía un vaso al suelo, y los hielos corrían entre los cristales por la pista. Cesar cogió a su mujer para hacerse a un lado pero sintió un codazo y su bebida salió volando también y Clémen cayó al suelo. Pero por lo visto ya más gente había patinado y en un momento aquello se convirtió en una  pista de hielo. Los vestidos de fiesta todos pringosos, piernas y brazos mezclados, zapatos de tacón altísimos por el suelo, melenas desmelenadas, alguna que otra contusión y hasta  sangre por  haber caído sobre trozos de cristal cortantes  mientras que otros vasos se habían multiplicado en mil trocitos estallando. ¡Qué era aquello!.

Había niños pequeños que lloraban al ver a sus padres en el suelo, pero uno más travieso, cogió dos vasos con hielos de la mesa y los llevó corriendo a la pista de baile. Su padre estuvo “al quite” y lo cogió “al vuelo”

-¡Más hielo, más hielo! Decía. Consiguió cogerle los vasos, pero un empujón por detrás hizo que se desparramara la bebida. En ese momento los novios querían salir de la pista, pero patinaron y de pronto el vestido blanco de la novia y el negro del novio se movían como si nadasen, pero esta vez en vez de en el agua nadaban en hielo.  

Mª Eulalia Delgado González ©
Noviembre 2013

LA FIEBRE

                                            

Papá abrió el capó del coche ¿Por qué todos los hombres, cuando el coche falla hacen lo siguiente: colocan las manos en la cintura y con cara desafiante, frunciendo el entrecejo, contemplan al motor un rato, después van al maletero y cogen la linterna, del en su mayoría intacto maletín de herramientas?  ¡eso de la linterna les da seguridad! Alumbran y... ¿esperan al genio para que les conceda tres deseos?

El primero de Papá seguro que deje llover, ya que manejar paraguas y linterna a la vez...

El segundo, dar con la avería, ¡claro!

Y el tercero y más importante, quedar ante mamá como  “unmanitasarreglatoheroefamiliarmaridoperfecto” .

Íbamos a pasar un fin de semana a casa de la abuela Mamen, era pleno invierno, vive en un pueblo entre montañas, es la madre de papá, enviudó y se retiró al campo. Al ver que mi padre no daba con la avería, salimos del coche mamá y yo;

-¿Por qué no llamas a la grúa? -dijo mi madre-, ya que no das con la avería. -Eso es ser práctica, pensé. Pero no se daba por vencido, sacaba y metía varillas del motor sin ton ni son. Por fin para quedar bien ya que el genio no aparecía , dijo:
  
-Ahora como todo es electrónico a estos motores no hay quien los entienda.
  
-¡Claro, claro querido! -respondió mamá, acariciándole el brazo-, ¿llamamos a la grúa?
  
Esperando a que llegara se nos olvidó el “oku“... ¡perdón Guillermo, mi hermano, el recién bautizado!, es que me cuesta el nombrecito.

-¡Cris! ¿y tu hermano? no está en su asiento.
  
-A mí, no me mires, lo deje diciendo ¡BURRUMMM... BURRUMMM! con un cochecito.
  
-¡Guillermo , Guillermo!
  
Apareció mojado de la cabeza a los pies, hasta el reno del dibujo del jersey que le había tejido la abuela Mamen estaba calado. Los dos tenían muy mala pinta la verdad.

-¿De dónde sales con esas pintas? vas a coger un resfriado.

Mamá lo envolvió en la manta de viaje. Llegamos con la grúa. Él encantadito de la vida ¡BURRUMMM...
BURRUMMM! continuaba.

La abuela nos estaba esperando inquieta y nos dio abrazos y abrazos de oso.

-Pero... ¡este niño esta empapado, hay que cambiarlo!
  
-¡Eso, eso vamos a cambiarlo! -deseé, pero se referían a la ropa.
  
Cenamos plácidamente en el comedor al calor de la chimenea al “oku“..., a mi hermano, tras el baño y leche caliente le acostaron y después de cenar nos fuimos todos a dormir. Al día siguiente ¡silencio, no había niño! acostumbrados a sus festivos amaneceres... era raro no se le oía, mi muñeca no estaba decapitada.

Efectivamente, el “okupa“ ahora si me apetece decirlo con todas las letras, tenía fiebre de treinta y ocho grados y como mamá tiene “FIEBREFOBIA“, llamaron al médico.

-¡La fiebre no fríe el cerebro! -le dijo mi abuela-, y menos a él, pensé, a juzgar por el diámetro de su cabeza...y llegó el médico.
  
-¿Qué le pasa al niño?
  
-Que tiene fiebre, treinta y ocho.

-¡No!, que ¿qué síntomas tiene?
    
-Nada, solo eso.
  
-Señora, el niño está bien, sólo es un resfriado, la fiebre es una defensa del organismo. Le recetare algo para la incomodidad de ésta. ¡Ay las madres! Si pasa de cuarenta o cuarenta y dos grados y tiene convulsiones eso si es para preocuparse.
  
A mamá la puso firme este DOG ¿eh? ¿La abuela se quedó con el “febril “ en la habitación y le puso colonia infantil en la cara.

-Así te sentirás más fresquito -(cosas de abuelas supuse)

Y dejó el frasco en la mesilla. No recuerdo cuanto tiempo pasó, pero de pronto oímos unos canturreos extraños desde el piso de arriba y subimos todos, la imagen era... mi hermano, el muy loco, subido en una silla con el frasco de NENUCO en ristre cantando en su idioma ... ¡La canción del GORILA! “Las manos hacia arriba, las manos hacia abajo, como los gorilas uh, uh, uh...”

Resultado el “okupaortera“ se había metido entre pecho y espalda medio frasco de colonia y tenía un colocón que si le hacen soplar le quitan todos los puntos del carnet. Y decía:

-¡Eztoy, fesquito fesquito abelita.
  
Claro como la abuela le dijo que estaría fresquito con la colonia, él ni lo dudó y lingotazo al cuerpo diría para su cerebro. Esta vez papá no dijo la típica frase de “va para“... pero seguro que pensó:

¡Dios mío tengo un cachorro de “macarrabotellonero“!


Ana Pérez Urquiza ©

FIEBRE HELADA.



Con este título, dime tú a mí ahora, qué es lo que yo puedo escribir. A este hombre que nos dirige, se la antojó eso, que escribiéramos sobre la fiebre o sobre el hielo, y como no encontraba nada que decir de lo uno ni de lo otro, fundí ambas palabras en una oración para ver si así salía algo. ¡Pero, que si quieres  arroz, Catalina!

Primero pensé titularlo al revés: “Hielo con fiebre”, pero no le encontraba sentido. Además, a poca fiebre que tuviera el hielo, este dejaba de ser hielo para convertirse en agua, que hasta los humanos cuando recibimos un poco de calor ajeno, enseguida nos derretimos. ¿O no? El caso es que cómo vi  que con ese título no iba a ninguna parte, me decidí por el que el que ves.  Pero como si nada, que tampoco arranco.

¡Y mira lo que son las cosas! Aburrido con tanta duda, apagué el “ordenata” y me fui dando un paseo hasta la biblioteca para preguntar a Samuel si había nuevas noticias sobre el viaje del miércoles a Oviedo, y en el camino  creo que encontré tema sobre el hielo y hasta sobre la fiebre.

Verás: Subí por las escalerucas que dan al Callejón del Carbonero, pero no fui por el Callejón del Carbonero, porque este, según tengo entendido, es el que va dar al colegio de las monjas. No, yo subí por el que va a dar a la calle del Castillo, justo entre el juzgado y la biblioteca.  (Pregunté a media docena de personas  como se llama este camino, y saqué en consecuencia, que no lo debe  saber  ni el alcalde del pueblo, porque todo el mundo se quedó con las ganas de informarme, pero nadie lo pudo hacer).  El camino es empinado,  está muy bien empedrado, y es  lo que podría definirse como un híbrido entre calle y escalera. Para más señas de identificación, a mí me costó un huevo subirle.

Así que hice tres o cuatro paradas, para descansar recostado sobre las paredes de las huertas que hay a la izquierda. En la parada primera advertí que empezaban a subir tres señoritas, y que lo hacían con mucha más ligereza que yo; en la segunda parada ya supe por su acento que eran de Madrid para abajo porque ceceaban  y se comían las eses. Y en la tercera, dejé que me pasaran.

¡Oye! ¡Como si pasaran delante de un perro! Peor aún, que a un perro por lo menos se le mira por ver si es guapo o feo, y a mí me ignoraron como una basura más de las que había por el suelo. Entonces las “chité”; ellas se pararon, se volvieron, y yo les pregunté:

-¿Queréis que os cuente una historia muy corta?

Y les narré lo que ya he contado alguna vez más:

-Cuando yo era niño, en mi pueblo  todos los animales domésticos andaban sueltos por las callejas del pueblo, y los “chones”, que son los que vosotras conoceréis sin dunda  por cochinos o por cerdos, cuando uno tropezaba a otro,  le acercaba el morro y gruñían los dos. Quiero deciros que en aquellos tiempos hasta los guarros se saludaban.

Creo que se quedaron heladas. ¡Mira, ya escribí sobre el hielo! Me pidieron disculpas, y continuaron andando.  Pero no paró ahí  la cosa. Llegadas a la calle del Castillo las vi paradas y dudando si seguir para arriba, o ir hacia abajo. Las volví a “chitar”.

-Esperar un  segundo a que suba.

Las encontré a las tres más coloradas que si tuvieran 40 de fiebre.  ¡Hablé del tema!  Se esforzaban por sonreír.

-¿Veis de qué vale que seamos conocidos?  Ahora me necesitáis para preguntarme, y yo os informo con mucho gusto. Bajáis hasta el Castillo, pagáis euro y medio que cuesta la entrada, y le visitáis, que merece la pena. Si os gusta la fotografía, desde las almenas tenéis unas panorámicas, que ni en sueños las habéis visto mejores. Luego subís todo recto hasta la Iglesia, pagáis otro euro y pico, y la visitáis por dentro, que también merece la pena. Ya quisieran muchas catedrales tener esas arcadas.

Me dieron veinte veces las gracias, y se fueron. Samuel me informó que salíamos el miércoles a las diez de la mañana, y luego me encontré con Nieves, a quien le conté lo ocurrido con las andaluzas de marras.

-Pues escribe sobre ello. –Me dijo.

Gracias Nieves, me sacaste del apuro. Ya encontré tema.


Jesús González ©

LA FIEBRE.



Extiendes tus tentáculos cada vez que paso cerca del revistero.

Mi madre solía recalcarnos que el domingo era día dedicado al Señor; que por lo tanto, no se debía trabajar. Por eso te di la espalda y me senté a tomar el sol. La temperatura rondaría los 23 º centígrados. Los intervalos silenciosos eran inundados de gratos aromas. El reloj de la iglesia irrumpió con tres campanadas. El abejorreo también se unió a las desapacibles ondas acústicas. (Recordé el aguijonazo que recibí hace ya años –por ser demasiado altruista- y me cubrí  rápidamente.  El cirujano tuvo que hacer una incisión y el veneno putrefacto salió como un surtidor)  Según me dirigía hacia casa, la fiebre fue cediendo.

Tras el graznido exabrupto de las urracas volví a mirarte de frente y como tantos otros días, volví a prometerte: ”Mañana”…, para lo mismo repetirte mañana.

-¿Por qué me has cubierto con la mantita?

-Porque noto que me envías décimas de fiebre.

-Por qué me has cubierto con la mantita?

-Porque como el avestruz, afirmo: “ojos que no ven corazón que no siente” es decir, sin décimas, sin cefalalgias

-¡Ay, cuántas excusas vanas!


-Tu actitud pertinaz, tu deseo enfermizo de verte ornado… ¿me creerás esta vez?

Siempre me he tenido por una persona  leída, mas… ¿qué sé yo de los clásicos universales?  Y para escribir hace falta poseer un vasto bagaje de los literatos.  Esto afirmaba hace poco el nuevo Príncipe de Asturias de las Letras: D. Antonio Muñoz Molina. Y yo solo había leído un único libro suyo.

Entre cientos, miles… de buenas plumas yo me siento una analfabeta.

-No te exijo que me embellezcas de insignes relatos, de magistrales lecciones de propiedad y exactitud de lenguaje, tampoco que te suba el mercurio por aportar al diccionario nuevos vocablos; solo te pido sinceridad, amenidad, humildad, sin aspiraciones a codearte con literatos cervantinos.

-Baja de las nubes y confórmate con el privilegio que tienes de que me ofrezca para que emborrones mis hojas, incluso te dejo que garabatees en mis sufridos e inmaculados folios.  Aunque tus letras no sean más que logros de principiantes yo te valoraré como si fueras DON ANTONIO MUÑOZ MOLINA.

San Vicente de la Barquera, a 28 de octubre de 2013
Isabel Bascaran ©