La
fortificada. La del pueblo. La de abastos. La de toros. La del garaje de la
comunidad. La que sale a concurso
público, y todo el mundo corre que pierde el culo para poder ocuparla…
Pues
verás: Esta es la historia transmitida
de forma oral, de una saga que nació en
aquél tiempo, y que murió anteayer.
Nació arriba, en lo más alto de la PLAZA FORTIFICADA que había en su
pueblo, y fue el hidalgo más hidalgo de
todos los hidalgos. Me explico: Fue
Hidalgo de Cuatro Costados: Porque hidalgos fueron sus padres y sus cuatro
abuelos. Fue Hidalgo de Quinientos
Sueldos: Título que le concedió el Rey, para recompensarle de alguna forma de
los insultos, e “hijoputeos” que sus plebeyos le dedicaban cada vez que este
les reclamaba para su señor el Rey, la mitad de cuanto producían con el sudor
de su frente. Fue Hidalgo de Bragueta:
Por haber tenido siete hijos varones consecutivos, y aunque siempre fue del
título que más orgulloso estuvo, nunca acabó de estar totalmente
satisfecho pensando él que para mayor conocimiento del pueblo bajo,
debieron haberle condecorado con un blasón
colgando de semejante sitio.
El
mayor de aquellos siete hijos que fue
quien por derecho de
primogenitura heredó la hidalguía, se fue a vivir extramuros, y con parte de los quinientos sueldos de su afortunado
padre, saltó la muralla, y se construyó
una mansión blasonada en el lugar más soleado de la PLAZA DEL PUEBLO. Como él
no tuvo que exigir a nadie diezmos y
primicias para su señor el Rey porque
los que vivían en torno suyo nada tenían, ni dispuso de una bragueta tan activa
y acertada como para fabricar siete hijos varones consecutivos, tampoco gozó de los privilegios
de su señor padre. Por ello no le quedó otro consuelo más que dedicarse con verdadero interés a
favorecer cuanto pudo a los hijos de sus vasallos cuando estos contraían matrimonio, y practicó
con entusiasmo y verdadero denuedo
el derecho de pernada. Los
avasallados se sintieron todos sobradamente alagados, porque ni siquiera las más fea y desdentada de las
novias que se casó con el hijo medio idiota
de su cuidador cerdos, fue
despreciada por el hijo mayor del Hidalgo de Quinientos Sueldos y Bragueta. El hijo del cuidador de
cerdos supo lo que era la dicha cuando a la mañana siguiente su señor le
devolvió a su dama con los caminos
suficientemente abiertos para que se moviera por ellos a su antojo, y
encima les regaló la tierra necesaria para que pudieran plantar… ¡un geranio en un tiesto!
Tras
dos o tres generaciones de hidalgos
“pernadeando” sus derechos a diestra y
siniestra, sin despreciar ni una sola criatura de cuantas de cintura para
arriba tuvieran dos glándulas mamarias, y con el único fin de alagar con ello a los hombres que perdían el sudor y
la salud trabajando para estos, llegó el hidalgo que se hizo responsable de la
PLAZA DE ABASTOS.
Como
ya eran muchas generaciones comiendo del
presupuesto del Hidalgo de la bendita Bragueta, este descendiente, que de tanto
menguar, en lugar de ser “hijo de algo”, ya casi era “hijo de nada”, se inventó
un derecho que años más tarde le copiaron los ayuntamientos de todo el mundo:
Por si los míseros labriegos no eran ya
bastante pobres que tenían que quitarse la comida de la boca y venderla en la
PLAZA para obtener un dinero con el que
comprarse un jubón y unos calzones que
cubrieran sus vergüenzas, en derecho a que era un descendiente de aquél de los siete hijos varones, y que como él
vivía en la PLAZA DEL PUEBLO que ellos habían convertido en PLAZA DE ABASTOS
donde vender sus mercancías y le molestaban con tanto ruido de carros y
carretas, les obligó a pagar un canon por cada producto a vender. Como la cosa le fue bien, también creó, y
también se lo copiaron los ayuntamientos, lo que se le dio por llamar “Subida
de Impuestos”, que desde aquél momento y hasta nuestros días, no ha dejado de
crecer.
Como
el hambre agudiza el ingenio, al “hidalgucu” de la quinta o sexta generación se le iluminó una vela de sebo en el cerebro,
(y digo vela de sebo porque entonces no existían las bombillas que años más
tarde dieron luz con mucha más intensidad),
y se quedó boquiabierto viendo como un toro de su propiedad, envistió a
una vieja que vestía un refajo colorado,
y la dejó colgando de las ramas más altas de un castaño cercano. “¡Pues coño! Si yo le quito
el refajo a la vieja, y engaño con él al toro, a lo mejor me divierto un rato.
Así descanso un poco de ejercer tanto “derecho de pernada”, que me está
pareciendo a mí que los jóvenes estos de
nueva generación, están empezando a torcer un poco el morro, en lugar de estar
agradecidos como hasta ahora lo estuvieron sus antepasados. Y sin más, se inventó la PLAZA DE TOROS.
Bordeó
con carros la PLAZA, y después se fue hasta el castaño para descolgar a la vieja y quitarle el
refajo colorado. Mientras lo hacía, tuvo un acceso “perneal”, pero se contuvo
al no descubrir bajo el refajo más que huesos y pellejos, y olvidándose del asunto mandó encerrar al
toro bravo dentro de la empalizada hecha
con los carros, a la que desde aquel
momento todos llamaron PLAZA DE TOROS.
Ocurrió
que un día de aquellos pasó por allí Goya, en busca de viejas con refajos y de
majas sin ellos para pintarlas en sus cuadros,
se quedó mirando como el Hidalguín jugaba con el toro y el refajo, le
encantó la fiesta y aplaudió a rabiar. Volvió al día siguiente y al otro
día corriendo y de prisa, acompañado
siempre de la maja con pintas de
duquesa, a quien para tal evento había vestido con el único fin de que no se le acatarrara, y como
quiera que los plebeyos del pueblo
sintieron curiosidad por el juego, por el pintor y por su modelo, llamaron al
festejo Corridas Goyescas, a consecuencia de las carreras del pintor. El sucesor de la hidalga bragueta vio en
semejante afluencia de gente un negocio,
y puso un precio de entrada a la
fiesta. Sus descendientes vivieron del toreo hasta tres generaciones más. La cadena se rompió el mismo día que tomó la
alternativa “Hidalguete IV”, quien para
el momento se había mandado hacer una capa colorada, al haber terminado
con la colección de refajos rojos
requisados de entre todas las
ancianas del lugar. El citado hidalguete intentó arrimarse al toro mientras le engañaba con su capa flamante, y
cuando finalmente le mató a base de sablazos que le dio por un lado y por el
otro hasta dejarle hecho un santocristo, el pueblo entero se tiró al ruedo y
entre todos le sacaron a hombros. “!He triunfado, he triunfado!”, Gritaba Hidalguete IV. Pero al poco tiempo se
desengañó cuando el más anciano del
pueblo le advirtió a tiempo: “Chaval,
bájate de ahí, que a donde te llevan es a tirarte de cabeza el río”….
Para
entonces el mundo se fue modernizando. Los hidalgos se fueron quedando sin
hidalguía, se fueron quedando también
sin los impuestos porque se hicieron
cargo de ellos los ayuntamientos que son muy listos. Los abusos, (que
estos nunca fallan), cambiaron de dueño
y de formas, por lo que, como
consecuencia de esto y de algunas cosas más, el descendiente de Hidalguete IV
que a la sazón vivía ya, eso sí, (en un
moderno bloque de edificios), se
encontró tan faltos de recursos, que
tuvo que vender al mejor postor la PLAZA DE GARAJE que tenía en el sótano. Con el producto de esta
venta comió la familia una temporada, y
él acudió a una academia donde se preparó concienzudamente para opositar a ocupar una PLAZA de
auxiliar, en la oficina
de recaudación de hacienda que había en el pueblo, porque necesitaba trabajar,
y porque además siempre fue vocación
de su familia recoger dinero ganado con el sudor ajeno.
Le dieron el formulario de treinta y siete folios
y medio que rellenó con toda corrección. Sacó la mejor puntuación entre los ocho mil quinientos opositores, y…
¡Suspendió! Fue a reclamar cargado de razones, y le aseguraron que de
chanchullos ¡nada! Simplemente no había leído la letra menuda. Allí lo tenía
todo clarísimo: Había que haber nacido entre las seis y las ocho de la
tarde, de un veinte de junio, y tener en
el glúteo derecho una peca con forma de dos lentejas y media. Él no reunía
estos requisitos, y daba la casualidad de que el hijo del primo de la novia del
director de la oficina, sí los reunía. ¡Más claro, ni el agua!
El
Hidal…nada, salió tan desconsolado de
aquella justa injusticia, que se tiró de cabeza al mar, y como el “Hidal…nad”a,
no nadó, sepultó la saga y su historia
en el fondo del mar, matarile-rile-rón ¡Chimpón!
Jesús González
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