La anciana, si por anciana se
puede decir de Asunción que teniendo ochenta años, todavía andaba con cierta
soltura ya que sus carnes añejas no la pesaban
y los achaques propios de su avanzada edad los sobrellevaba bastante
bien. Miraba y miraba el jarrón que tenia puesto encima de la chimenea con dos
velas encendidas. ¡Aquello era lo que quedaba de su Antonio!
Hacía de eso una semana y a su
mente venía una y otra vez como una película interminable todo lo dramático que
conlleva la muerte. Ahora, después de tanta enfermedad y sufrimiento quedaba
paz, pero mucha pena, y sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas, primero
suaves y luego sollozos convulsos. ¡Se había quedado sola, con hijos y nietos
pero sola y además muy mayor!
Ahora le quedaba por hacer su
última voluntad. -¡Por favor Asun, no me metas en un nicho, quiero que mis
cenizas las esparzas en nuestro bosquecillo!
Y eso era lo que pretendía hacer
en esta mañana primaveral. Les había dicho a sus hijos que quería hacerlo sola,
que era su intimidad más profunda.
Salió al jardín y cortó unas
cuantas rosas. Se acercó a la chimenea y con sumo cuidado cogió el jarrón y lo
metió en una pequeña mochila, junto a las rosas que sobresalían por un lado
cuando cerró la cremallera. Se puso su “uniforme de andariega”; pantalón cómodo
y sus “Chirucas”, una cazadora desgastada pero muy querida y así cerró la
cancela de su casa y enfiló por el camino tantas veces hecho. Habían sido
buenos caminantes, y efectivamente, cerca del pueblo donde vivían había un bosquecillo
de hayas y siempre hacían una parada en aquel sitio a descansar y charlar. Allí
resolvieron muchos problemas sobre los hijos y sobre ellos mismos; y como
Antonio quería así lo haría.
Se internó en el bosquecillo. Las
ramas ese día le parecían fantasmagóricas, pero decidida se fue hacia el sitio,
su sitio. Aquel haya grande les había servido de respaldo y debajo de sus
ramas, por donde se colaban los rayos del sol el suelo se veía blando y
musgoso, parecía como si hubieran pasado una segadora de lo igualado que se
veía.
Con sumo cuidado abrió aquel
jarrón y esparció sus cenizas poco a poco, después cogió las rosas y besándolas
las dejó allí como símbolo de su amor y cariño. EL jarrón quedó detrás
semiescondido entre las raíces. Se quedó ensimismada recordando la vida en
común, con sus alegrías y sus penas, sus enfados y sus noches de pasión.
De pronto escuchó voces y risas.
De un salto se escondió detrás de otro gran tronco olvidando el jarrón. Era un
grupo de jóvenes alegres con sus mochilas al hombro.
Se acercaban. Uno dijo:- ¿No os
parece este un sitio estupendo para comernos los bocadillos? Era perfecto,
plano, mullido y alegre, tenía colorido…
Se quitaron las mochilas, sacaron
sus bocadillos y sus cervezas y allí se quedaron contando chistes entre risas y
bocados.
Asunción no podía dar crédito a
lo que veía. No se atrevió, mayor como era a enfrentarse a ellos, y sus quedos
sollozos con las manos tapándose la boca casi no se escuchaban, pensaba ella,
pero se equivocaba.
Alguien dijo -¡Me ha parecido escuchar
sollozos!-. -¡Tu sueñas! –dijo otro.
-¡Y estas rosas? Parecen frescas
y aquí no hay rosales, por algo nos pareció un sitio alegre-. Otro se levantó y
al dar la vuelta al árbol descubrió el jarrón.
-¡Levantaros!, -Me parece que ya
se donde nos hemos sentado, y les enseñó el jarrón.
Presa de pánico se levantaron, y
efectivamente un polvillo gris estaba pegado en sus pantalones botas y
mochilas. No paraban de sacudirse unos a otros y huyeron de aquel lugar
asustadísimos.
Asun lo vió todo. La mayor parte
de lo que quedaba de Antonio estaba allí todavía, pero otra parte de él iba
pegado a aquellos muchachos. Puede que sus pantalones no se atreviesen a
ponérselos jamás, pero seguro que serían lavados en lavadoras junto a otras
prendas sucias y parte se quedaría por el camino; pero su alma que notaba
seguiría junto a ella. Esa no se había quemado
María Eulalia Delgado ©
Febrero 2014