sábado, 22 de febrero de 2014

LA ANCIANA

                 

La anciana, si por anciana se puede decir de Asunción que teniendo ochenta años, todavía andaba con cierta soltura ya que sus carnes añejas no la pesaban  y los achaques propios de su avanzada edad los sobrellevaba bastante bien. Miraba y miraba el jarrón que tenia puesto encima de la chimenea con dos velas encendidas. ¡Aquello era lo que quedaba de su Antonio!

Hacía de eso una semana y a su mente venía una y otra vez como una película interminable todo lo dramático que conlleva la muerte. Ahora, después de tanta enfermedad y sufrimiento quedaba paz, pero mucha pena, y sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas, primero suaves y luego sollozos convulsos. ¡Se había quedado sola, con hijos y nietos pero sola y además muy mayor!
Ahora le quedaba por hacer su última voluntad. -¡Por favor Asun, no me metas en un nicho, quiero que mis cenizas las esparzas en nuestro bosquecillo!

Y eso era lo que pretendía hacer en esta mañana primaveral. Les había dicho a sus hijos que quería hacerlo sola, que era su intimidad más profunda.

Salió al jardín y cortó unas cuantas rosas. Se acercó a la chimenea y con sumo cuidado cogió el jarrón y lo metió en una pequeña mochila, junto a las rosas que sobresalían por un lado cuando cerró la cremallera. Se puso su “uniforme de andariega”; pantalón cómodo y sus “Chirucas”, una cazadora desgastada pero muy querida y así cerró la cancela de su casa y enfiló por el camino tantas veces hecho. Habían sido buenos caminantes, y efectivamente, cerca del pueblo donde vivían había un bosquecillo de hayas y siempre hacían una parada en aquel sitio a descansar y charlar. Allí resolvieron muchos problemas sobre los hijos y sobre ellos mismos; y como Antonio quería así lo haría.

Se internó en el bosquecillo. Las ramas ese día le parecían fantasmagóricas, pero decidida se fue hacia el sitio, su sitio. Aquel haya grande les había servido de respaldo y debajo de sus ramas, por donde se colaban los rayos del sol el suelo se veía blando y musgoso, parecía como si hubieran pasado una segadora de lo igualado que se veía.

Con sumo cuidado abrió aquel jarrón y esparció sus cenizas poco a poco, después cogió las rosas y besándolas las dejó allí como símbolo de su amor y cariño. EL jarrón quedó detrás semiescondido entre las raíces. Se quedó ensimismada recordando la vida en común, con sus alegrías y sus penas, sus enfados y sus noches de pasión.

De pronto escuchó voces y risas. De un salto se escondió detrás de otro gran tronco olvidando el jarrón. Era un grupo de jóvenes alegres con sus mochilas al hombro.

Se acercaban. Uno dijo:- ¿No os parece este un sitio estupendo para comernos los bocadillos? Era perfecto, plano, mullido y alegre, tenía colorido…

Se quitaron las mochilas, sacaron sus bocadillos y sus cervezas y allí se quedaron contando chistes entre risas y bocados.

Asunción no podía dar crédito a lo que veía. No se atrevió, mayor como era a enfrentarse a ellos, y sus quedos sollozos con las manos tapándose la boca casi no se escuchaban, pensaba ella, pero se equivocaba.

Alguien dijo -¡Me ha parecido escuchar sollozos!-. -¡Tu sueñas! –dijo otro.

-¡Y estas rosas? Parecen frescas y aquí no hay rosales, por algo nos pareció un sitio alegre-. Otro se levantó y al dar la vuelta al árbol descubrió el jarrón.

-¡Levantaros!, -Me parece que ya se donde nos hemos sentado, y les enseñó el jarrón.

Presa de pánico se levantaron, y efectivamente un polvillo gris estaba pegado en sus pantalones botas y mochilas. No paraban de sacudirse unos a otros y huyeron de aquel lugar asustadísimos.

Asun lo vió todo. La mayor parte de lo que quedaba de Antonio estaba allí todavía, pero otra parte de él iba pegado a aquellos muchachos. Puede que sus pantalones no se atreviesen a ponérselos jamás, pero seguro que serían lavados en lavadoras junto a otras prendas sucias y parte se quedaría por el camino; pero su alma que notaba seguiría junto a ella. Esa no se había quemado
                                                                                        
                                                                                                       María Eulalia Delgado ©
Febrero 2014

LA PLAZA





Elsa tenía sobre su cama el vestido de fiesta para el Cotillón de Reyes. Era de moaré rojo con un gran cinturón negro y sus pendientes preferidos, una cascada de pequeñas perlitas que hacían juego con la gargantilla. Su novio pararía a buscarla temprano, así que se dispuso a entrar en el baño.

Sonó el teléfono. Era la tía Maru. –Por favor Elsa, tengo que ir a casa de mi hija que ha roto aguas y no tengo a quien recurrir en estos momentos para que se quede con la abuela.

No tuvo más remedio que acudir y quedarse sin fiesta que tanto le gustaba. Se montó en el coche y enfiló al pueblo de la abuela. Iba cabreada, muy cabreada.

Llegó ya oscurecido. La abuela vivía en un caserón de piedra en el centro del pueblo junto a la plaza que ahora se veía iluminada con cientos de luces y en el templete del centro La Virgen, San José y el Niño esperaban la cabalgata y los presentes de los Reyes Magos.

Fue directa a la habitación de la abuela, y al verla allí, tan desvalida y frágil, (con lo que había sido ella), su corazón dio un vuelco y le dijo: -¡Abuela, que esta noche vienen los Reyes Magos!- Y la cubrió de besos. Ya no se levantaba y la costaba hablar, pero sus ojos se le iluminaron al verla. -¡Qué guapa estás!– susurró.

-Gracias por venir-, le dijo su tía, -dentro de un rato le das la cena. Ya está cambiada-. Y se marchó.

Entró en el salón, que era grande y espacioso, con muebles clásicos y una chimenea de mármol, cuya repisa se hallaba llena de piñas y bolas de colores. En otra esquina, el árbol con sus luces parpadeantes le hacían guiños, así como el Niño Jesús que estaba debajo entre algodones y blondas.

Se fijó en otro ángulo del salón, allí estaba el piano negro, pero con un ramo de rosas blancas (las preferidas de de la abuela). Fue hacia el y subió la tapa. Sus dedos resbalaron y teclearon sin ton ni son y recordó su época de niña, en que le gustaba que le tocase “En un mercado persa” (Había sido profesora de piano en el colegio).

En la plaza se escuchaban villancicos. Abrió el balcón y contempló las carrozas congregándose alrededor y los niños vestidos de pastores se apiñaban  para saludar a los Reyes Magos. Ilusionados escucharon las palabras y pusieron sus manitas para recibir caramelos.

No tardó mucho en quedar todo de nuevo en silencio. Los niños, en la noche más mágica no necesitan que les digan que hay que irse a dormir temprano, Soñarán con la incertidumbre de si los Magos les dejarán los juguetes pedidos.

Llamó a su novio y se les pasó el tiempo charlando y diciéndose lo mucho que se querían. Estaba cansada. Se asomó otra vez al balcón. La noche estaba tranquila y templada para la época en que estaban. La luna daba ese toque plateado entre nubes. Contempló de nuevo la plaza, ahora desierta y se acordó de cuando era pequeña de nuevo. Se vio jugando al escondite en el templete de la música, detrás de los grandes plátanos que la adornaban. De lo que había patinado en ella y de las charlas con su pandilla de verano en aquellos bancos entre parterres de flores...

Miró hacia abajo y contempló las hortensias ya bastante mustias, pero todavía con ramas de un verde reluciente, y hasta alguna rosa perdida entre los rosales casi desnudos en el pequeño jardín que bordeaba la casa.

Era cosa de irse a dormir. Subió las escaleras y se fue directa a la habitación de invitados. Puso música y pensó de nuevo en su amor. ¡Ahora mismo ya tendrían que estar en el Cotillón con sus amigos pasándolo alegremente! Poco a poco sus ojos se fueron cerrando hasta quedar plácidamente dormida.

De pronto se despertó sobresaltada. Algo sonaba. ¿Qué era aquello?

¡Plim… plim… plim…! ¡El piano estaba sonando!

El terror se apoderó de su cuerpo. La abuela no, por supuesto, y allí no había nadie más que ella.

¡Plim… plim… plim…!

Estaba a punto de llamar al 112, cuando escuchó un ligero maullido. ¿Un gato? Bajó las escaleras y abrió la puerta del salón. Un gato blanco se paseaba de un lado a otro por el teclado. ¡Un gato músico!, ja, ja,ja…

¡El balcón, se había olvidado de cerrarlo bien, y no había bajado la tapa del piano!

                                                                                                       María Eulalia Delgado ©
Febrero 2014                    

LA ISLA





¡Su despacho de casa era un caos! Aquel fin de semana se propuso, sin obsesionarse, tirar todo lo innecesario. Ahora, con las nuevas tecnologías sobraban muchos papelorios.

Llevaba ya dos horas. Al abrir uno de los cajones se dio cuenta de que ese estaba muy ordenado y que casi no había nada en él. Una revista, como guardada con sumo cuidado, lo que más sobresalía. Era de viajes y en la portada se podía leer en letras grandes, “Isla de Capri”. Su corazón dio un vuelco y el dolor se abatió sobre él, mezclado con pensamientos voluptuosos que no se cumplieron. ¡El viaje de sus sueños! –En cuanto podamos hacemos el viaje-, le decía su mujer. Nos lo tenemos ganado y más que merecido, nuestros hijos ya han volado y tú ya estás jubilado.

Cogió la revista y la abrió con manos trémulas. Allí aparecían las fotos del Golfo de Nápoles en el mar Tirreno y su isla de Capri, tan soñada. El gran peñón imponente y sus casas diseminadas por los acantilados. La Piarella en el centro, la Villa S. Michele, museo con edificios de artistas, el parque Monte Barbarrosa, protección de aves migratorias, la Gruta Azul tan maravillosa, las casas de colores junto al puerto y los peñones en el mar emergiendo bravíos.

Cerró la revista. -¿Y si se la enseño?-, pensó. Decidido fue hacia el salón. Ella estaba allí, todavía bella a pesar de que la zarpa de los años iba dejando su huella. Lo miró y siguió mirando después como hacia el infinito. -¡Maldito alzehimer!

Pero estaba dispuesto y quería saber si aquello provocaría en ella alguna reacción; no en vano a veces tenía pequeños momentos lúcidos. La enfermedad todavía no era demasiado profunda.

Vacilante le acercó la revista poniéndosela en su regazo. Ella la tocó y sus dedos resbalaban por ella. Luis la alzó para que pudiese ver la portada, y en ese momento el rostro de Luisa se transformó; hizo ademán de querer abrirla y luego la apretó contra su pecho. Le miró y en sus ojos apareció un brillo especial, su boca dibujó una leve sonrisa y dijo con voz desfallecida -¡Vamos, vamos!

Aquella noche no durmió. Sería capaz de arriesgarse a llevarla en ese estado? Lo consultó con sus hijos que pusieron el grito en el cielo. -¡Cómo te vas a llevar a mamá estando asi!

Pero estaba decidido y no iba a hacer caso de sus sugerencias. Había pensado en un crucero, pero eso serian muchos días, así que decidió que cogerían un avión hasta Nápoles, y desde allí les llevarían en un barco turístico. También hizo reserva en un Hotelito caro pero enclavado en un sitio estratégico en la zona alta con unas vistas de ensueño y una gran terraza donde podrían disfrutarlas mientras desayunaban. ¡Merecía la pena un poco de despilfarro! Divisarían el mar con las estelas de los barcos, grandes y pequeños que lo surcaban sin cesar. Alquilarían un coche y la llevaría a recorrer la Isla, llena de chalecitos blancos con sus jardines llenos de flores subiendo por la carretera a lo alto del acantilado. Pasearían por el centro entre los demás turistas por sus callejuelas, llenas de colorido con comercios y bares. Comprarían  algún recuerdo. Por la noche, en alaguna terraza junto al Puerto cenarían pescado fresco y sabroso y luego irían a alguna boat y se tomarían la típica bebida de Nápoles. “El limoncello” y la cogería en sus brazos y bailaría con ella cuando notase en sus ojos uno de esos momentos lúcidos.

Ya tenía en sus manos los billetes de avión... ¡Mañana, sería mañana!

Se fueron a la cama. Quería estar sereno pero no podía. Tenía el ánimo sobreexcitado, no sabía cómo salir airoso de semejante aventura en la que se había embarcado, pero iba a intentarlo. Una inesperada serenidad lo invadió. Junto a él estaba Luisa, despierta; lo miraba y miraba. La besó y notó que su cuerpo reaccionaba a sus caricias. ¿Sería el comienzo de unos días bellos que la vida parecía querer regalarles?

                                               Mª Eulalia Delgado González
                                               noviembre 2013

jueves, 13 de febrero de 2014

LA ANCIANA

                           

 Sonó el teléfono, cogió mamá, era mi vieja, que no anciana, (como ella dice) abuela:

 -¿Si?

-!Hola, hija!, llamo para comunicaros que vuelvo a la casa de campo, echo en falta el contacto con la naturaleza. Aquí, en la ciudad, tengo la plaza enfrente de casa, oigo los pájaros, doy de comer a las palomas, pero no es lo mismo hija, el aire no huele igual, y la televisión ha dicho que viene buen tiempo y me ha animado a decidirme.

-Estupendo, -dijo mamá-, se lo diré a tu hijo.

-Venid cuando queráis, un beso a los cuatro.

-Otro para ti Mamen, cuídate.

Al volver del trabajo, mamá se lo comentó, le puso muy contento:

-!Estupendo! iremos este fin de semana; desde hace tiempo tengo ganas de reparar la casa de madera sobre la anciana encina de mi niñez frente a la casa de mi madre.

El viernes por la tarde papá, comenzó a coger del garaje como poseído, sierra de calar, taladro, lijadora, clavos, el equipo completo para la casa del árbol. A mamá, todo esto le incomodaba pues en el maletero faltaría espacio. Es de las de “porsiacasollevo”... otro pantalón, ¿dos? no, tres jerseys, las botas marrones, ¿y las negras? bolso, pañuelo ¿y si llueve? gabardina, gorro, ¿y qué llevo puesto?. Luego al ver el bulto de lo que llevaba...

-!Fíjate Pablo, la que lías para un fin de semana!, tú vete con lo puesto, al fin y al cabo solo necesitas el mono de trabajo azul. En cambio, yo tengo que llevar lo mío y lo de los niños.

-Sí querida tienes razón, pero tú con cualquier cosa que te pongas... -(tomándole de la barbilla y dándole un beso).

Ahí, papá ganó por goleada y espacio en el maletero ya que mamá sacó algunas cosillas del mismo. Cuando llegamos, nos recibió la abuela y ¡sorpresa! Marta, la prima de papá, su marido y su hijo Tito de Eladito, pero sin hache, es seis meses mayor que el okupa, pelirrojo, pecoso y retaco, como su madre. Sin salir del coche, mamá comentó entre dientes:

-Fíjate Pablo, cómo está tu prima vestida, ¿no te parece un árbol de Navidad, dónde piensa que va?, ¡por dios que estamos en el campo! tenía que haberme traído la chaqueta austriaca, pero claro, no había espacio en el maletero según tu, así cabían tus cositas, y los niños y yo sin ropa que ponernos.

-!Sorpresa!,  -dijo la prima Marta, mostrando una amplia y blanca sonrisa.
-Y tanto, -respondió mamá con ironía, enseñando sus dientes aún más blancos-. ¿Os ibais ya ¿ ¡Qué pena!

-¿Irnos?, nos quedamos el fin de semana, ¿no es fantástico?

-Si, qué bien, -fingió, apeándose del coche-. ¿Te encuentras bien Marta?

-Muy bien, ¿por qué?

 -No sé, te encuentro algo más rellenita, como hinchada, ¿estás embarazada, querida Marta?

-!No por favor!, con nuestro Tito, tenemos bastante, no somos tan prolíficos como vosotros, querida. -(y se dieron dos besos de compromiso). En eso estuve de acuerdo con Marta, dos son multitud.

La abuela se excedió en cocinar, como siempre, estaba contenta de tenernos allí. Cenamos, en una mesita aparte, Guillermo, Eladito sin hache y yo, soportando sus guarrerías. Okupa, haciendo gárgaras con el agua, Tito, riéndole las gracias fingiendo repugnantes eructos y ambos, con la boca abierta, mostrando lo que engullían. Por la mañana, desperté tarde tras la velada con los trogloditas, miré por la ventana, papá, estaba en la casita de la anciana encina, con su mono de trabajo azul, muy atareado martilleando y haciendo taladros, estaba casi lista.

Nos reunimos a la hora de comer, el marido de Marta, estaba haciendo barbacoa, que según ella era un experto y según mamá, un experto en achicharrarla. Los niños no estaban, ella aún se encontraba en su habitación frente al espejo, su enemigo, conjuntando la poca ropa, según ella, que había traído para poder competir con Marta.

Ya estábamos todos sentados a la mesa excepto los niños. Marta al ver a mamá, dijo:

-!Qué chaleco más mono llevas querida, puesto en ti parece de marca!

A mi madre se le encresparon las cejas y las pestañas y entrando al quite dijo papá:

-¿Un vinito señoras?

En esta fuerte tensión, oímos un ¡Ay! y al rato, otro ¡Ay!, venían de la casa del árbol. Subimos corriendo por las escaleras recién reparadas por mi padre. Mi hermano y Tito, sentados en el suelo, okupa martillo en mano, al vernos dijo:

-!Mira, mira, a Tito cada ves que le doy en la cabesa con el martillo, abe la boca y dise ¡Ay, mira!, y le atizó un martillazo, -y sí, sí, Tito dijo, ¡Ay! Papá, corrió para confiscarle el arma, y zarandeándole del brazo, le dijo:

-!Guillermo! ¿qué haces?

Marta se enfadó con mis padres, la carne de la barbacoa se chamuscó más de lo habitual, la abuela, sofocando las llamas con el extintor en mano, decía:

-!No os vayáis, termino enseguida!

Marta, cogió en brazos a su Eladito sin hache y antes de llevarlo a Urgencias, ya que es una exagerada, dijo:

-Tenéis, tenéis, el hijo que os merecéis, habrase visto cosa igual, que diferente a Cris! –(eso, eso Marta, dales caña, y pensé, que esta Marta, cada vez me cae mejor).

La abuela estaba aun con el extintor en la mano, el cabello lleno de cenizas que parecían mechas y hasta iba favorecida, les despidió con la otra mano que le quedaba libre, diciendo:

-!Volved, volved el próximo fin de semana!, ¿a qué lo hemos pasado bien?, los niños son la alegría de este mundo, ha sido cosas de niños.

-Abuela, -(le pregunté)-, ¿lo dices en serio, te va la marcha verdad?

Mi moraleja, okupa más Eladito sin hache... ¡“ME DOY EN ADOPCIÓN”!



                                            Ana Pérez Urquiza ©

LA ANCIANA





            Tampoco a mí, los árboles me dejaron ver el bosque. Tal como mandaba el tema que Rafael nos puso para este mes,  di  mil vueltas al asunto buscando una anciana para escribir sobre ella, hasta que de pronto me di cuenta de que, casi siempre conmigo, igual que si fuera mi sombra, tenía la anciana más conocida de cuantas pueda conocer: mi mujer.



            Lo  curioso es que jamás la consideré una anciana, hasta este momento de ponerme a escribir. Y más curioso aún, es descubrir que el escribir sirve para conocerse mejor uno así mismo, porque en este instante he descubierto también, que yo soy otro anciano.



            La palabra, al referirse a nosotros mismos, me suena horrible tanto en un  género como en el otro. La ancianidad me suena al menos, como un grado  más de la vejez. Que soy viejo lo admito de buen grado;           que lo es mi mujer, me cuesta un poco más admitirlo. Pero lo de que somos ancianos… ¡Anda ya, hombre…!



            Según mi teoría, anciano es aquél que además de viejo, está deteriorado. Vamos, que camina encorvado, que arrastra los pies, o que el corazón se le sale por la boca cuando sube una cuesta. A este punto, a punto estoy yo de llegar. Y como para caminar me han recomendado que lleve un bastón, presiento que lo de arrastrar los pies, lo tengo a la puerta de casa.  ¡Pero no, todavía!



            De todas formas el tema es “La Anciana”, y no “El Anciano”. Y ella, aunque es anciana según el diccionario de la Real Academia, (que no da más explicaciones que lo es una persona de mucha edad), está mucho más pizpireta que yo. y por ello, a mí no me parece lo que realmente es: anciana.



            Según mi experiencia, a la ancianidad se llega tontamente, casi sin darse uno cuenta. De repente, cuando pienso que hace  unos pocos años doblé la esquina de los ochenta,  me suelo preguntar: ¿Pero cuando coño  pasé yo por las décadas de los sesenta y los setenta, si  no  recuerdo nada  de nada? ¿Será el Alzheimer que empieza a atrofiar mis neuronas, o será la anciana que vive conmigo que me ha hecho la vida tan agradable  que se esfumó como en sueños?



            Lo primero no lo creo, y lo segundo igual es demasiado decir, pues la convivencia diaria no es cosa fácil: (Ya lo decía allá cuando yo era joven, Gonzalito el de Lamadrid, que “cada uno piensa con la su cabeza”). Y esto  de tener que pensar dos cabezas sobre un mismo asunto, lo quieras o no, siempre acarrea enfrentamientos.



            Me da la impresión de que ahora cada vez más gente, por menos de un quítame de ahí esas  pajas,  arroja por la borda todo un proyecto de vida, y  las parejas tiran cada uno para un lado, y luego vuelven a empezar de nuevo con resultados tan inciertos como el primero.



             En mis tiempos no lo hacíamos así; en mis tiempos en lugar de separarnos,  nos íbamos enfadados a la cama, y nos quedábamos dormidos cada uno sobre un larguero  dándonos la espalda. Solía ocurrir  que la mayor parte de las veces nos despertábamos desnudos abrazados uno al otro, y casi sin darnos cuenta nos poníamos de acuerdo en aquello  que la noche anterior nos había separado. Otras veces el enfado duraba dos días, y puede que a  veces hasta tres. Pero de ahí no solía pasar. Y no pasaba porque no nos  resistíamos al encanto de la reconciliación; que a veces, creo yo, discutíamos solamente con el fin de tener  una reconciliación tan apasionada siempre,  que uno se olvidaba de Ogino, del preservativo y de la marcha atrás, que eran los únicos medios anticonceptivos de mi época. El resultado solía ser otra boca nueva que alimentar, pero que traía una sonrisa tan angelical, que terminábamos dándole gracia a Ogino por haberse quedado aquella noche en su Japón natal.



            Con la ancianidad no es que las cosas mejoren, pues a veces con el tiempo se acentúan los defectos, y hasta si quieres nos ponemos más tercos. Lo que ocurre es que con los años aprendes a no dar importancia a discusiones  que no la tienen. Y cuando como por ejemplo, ahora, tienes que escribir sobre una anciana, y tomas de modelo a la que tienes en casa, la balanza se inclina de forma tan positiva, que estás seguro de que si volvieras a nacer,  volverías a tropezar con gusto sobre la misma piedra…



             Jesús González ©