sábado, 1 de marzo de 2014

EL REGRESO



Me hallaba dolorido en el Aeropuerto. Miré el RELOJ, dentro de tres horas estaría en CASA.

¡Me parecía increíble! De qué manera tan tonta, (casi siempre las cosas ocurren así). Mi sueño de ganar Pódiun en los “Juegos Olímpicos de Invierno” se esfumó. Bajaba bien en el “Slalon Gigante”; mi cuerpo se concentraba para no perder la “posición huevo” y puedo asegurar que lo había conseguido, hasta que cerca de la meta, en un viraje sentí un dolor agudo en la rodilla derecha, mi pierna no me respondió, salí despedido hasta darme de bruces contra la empalizada y quedar conmocionado.

Lo que vino después fue todo como entre nebulosas: gente, camilla, ambulancia, hospital… Después mi móvil no paraba de sonar. Mis padres, hemanos, amigos y mi querida Sílvia. Todos pensando en la distancia si no se habrían quedado sin mí, al verlo todo por televisión.

Me acordé de ella, del último día en que estuvimos juntos, de cómo me deseó suerte entre besos y arrumacos debajo de aquel ARBOL, y de cómo me dijo entre risas.- ¡No te muevas! Sacó su móvil y me hizo una fotografía. Del árbol bajaba una ARAÑA gorda y negra y justo la tenía encima de mi cabeza colgando del hilo brillante a la luz del sol.

Miré por el ventanal, mi AVIÓN se acercaba para posicionarse. Cojo mis muletas; de momento no me dejaban los médicos pisar y me puse a la cola.

Me había tocado ventanilla, y pude ver como el paisaje se iba difuminando al ir tomando altura hasta no ver más que nubes y más nubes. Eran blancas, muy blancas, se asemejaban a montículos nevados, no parecía que estuviésemos en el aire.

Me quedé adormilado, hasta que nos dijeron que en unos minutos tomaríamos tierra. Ya estábamos cerca del Aeropuerto. Los montes y las praderas con sus casas diseminadas parecían un nacimiento, todo de un verde esmeralda y el tiempo lúcido y con un sol esplendoroso. Solo que el avión comenzó a traquetear al perder altura. Era el viento sur y aquello se ponía un tanto peliagudo para aterrizar.

Miré por la ventanilla, los BARCOS en el Puerto se veían cada vez más cerca. Todos en el avión conteníamos la respiración. Al fin sentimos las ruedas en la pista de aterrizaje e irrumpimos en aplausos sinceros.

Allí estaban todos esperándome. Silvia, tan impulsiva ella, se abalanzó sobre mí sin casi darse cuenta de que con las muletas mi estabilidad peligraba tanto como el avión que acababa de dejar.

De vuelta a casa, el coche paró en un paso a nivel y un TREN azul y color crema largo y precioso tardó en pasar; era el famoso Transcantábrico. Silvia y yo nos miramos. ¿Algún día podríamos hacer un viajecito en el?

María Eulalia Delgado Gonzalez ©
Febrero 2014

EL REGRESO



                                                       

Salvattore Di Cannio  sobresalía por sus aptitudes mentales así como por sus cualidades personales.  Desde que era un bambino, le encantaban las Matemáticas, la Dialéctica, la expresión Artística… Poseía una memoria fotográfica y un trato apacible.  Sus maestros le apreciaban porque, además, era el Salomón de las peleas.  Sus hermanos eran camorristas por naturaleza, siempre andaban a la gresca con los miembros de otros clanes, y muy dados a los golpes bajos.  Antes de que los educadores se pusieran en contacto con  Don Salvattore,  su hijo Salvattore junior propinaba unos derechazos a sus congéneres, y susurraba “perdón” a los hijos de otras familias mafiosas.

Durante los años de instituto fue cuando el Don Salvattore, el Consiglieri,  -el consejero- y el Avvocato, en un triángulo cerrado, decidieron que el  puesto de sottocapo  -sustituto de Don-  lo ocuparía Salvattore junior.

El 13 de marzo de 1946, Salvatorre Di Cannio recibió una carta de su hermano Silvester Di Cannio desde New York: su Sottocapo o subboss había sido asesinado en un ajuste de cuentas y necesitaba urgentemente a Salvatore junior para ocupar su lugar, así como para restituir la famar y fortalecer la economía maltrecha.

Salvattore junior pudo despedirse de su novia Carlotta  Papalopus en la casita del árbol, de su padre Marcelo.  Las velas extendían una luz tenue desde la alfombra roja  hasta el techo.  Salvattore y Carlotta se entregaron al amor tanto tiempo esperado.  Las caricias y besos húmedos se extendieron sobre cada poro de sus cuerpos.  La melena azabache y ajazminado de ella iba soplando, cual brisa, sobre  el sudor de su amor.  Sus lenguas iban  enrollándose cual víboras constrictoras.  Los ronroneos, los jadeos, los ayes se entrecortaban.  Los roces, las contorsiones les llevaron a una unión perfecta.  No se percataron de los flashes que entraban de entre las tablas de las maderas.  Tampoco sintieron las patitas de la araña que recorrió sus cuerpos pletóricos.

Su padre le encontró vestido aún con la piel de Carlotta.  Le ofreció un café y un pasaje en el ferry “Sicilia”.  Quería que su hijo gozara de unas semanas de asueto y total libertad antes de retomar sus estudios, y, sobre todo, de hacerse cargo de su escalafón en  la Cosa Nostra.

Cada mañana, se ataba el arnés de su arma y en un auto blindado acudía a una universidad privada.  Como alumno modélico, en dos años llevó a cabo los estudios de Ciencias Exactas y los de Clásicas.  

Los plantíos de cítricos, con los injertos más novedosos fueron dando esplendor a sus frutales.  La economía abrió nuevos mercados –en parte también, a los fajos de billetes que llegaban del Cappi di tutti capi – Salvattore.  La fama del clan Silvester Di Cannio se espumó en parte por el parné pero, sobre todo, porque, en su día, no tomaron la justicia por su mano por la muerte del  subboss Silvester junior. 
 
El porte galante, la faz antaño galante se cubrió de una careta inexpresiva.  Aunque las pequeñas luchas callejeras, los robos de pequeño calibre eran resueltos  por el  Capo regime  -capitán al mando de numerosos soldados;- los casos de asesinatos eran atajados por el Boss, el Subboss y el Consiglieri.  Los  Dons menos sanguinarios eran obligados a confesar los crímenes y luego encarcelados.  Sus familias pasaban a la tutela  de Silvester Di Cannio, Salvattores Di Cannio y el Consiglieri.  Todas las familias de la Cosa Nostra estaban dispuestas a preparar miembros duros, valientes, leales para lanzarse como “quebrantahuesos” sobre los clanes más débiles.

Con una economía boyante y los clanes equilibrados en su poder,  Salvattore junior pudo hacer  sus maletas.  Con dos billetes,  uno de tren y otro de avión  para despistar a los de la Cosa Nostra llegó a su casa en Sicilia.  Sólo recibió el abrazo de Consiglieri y, así con el brazo del anciano sobre su hombro, se dirigió a la cámara de Don Salvattore -  ahora Capi di tutti capi.  Le había dado un Ictus y estaba catatónico.y,  tuvo que cambiar la máscara inexpresiva por otra lúgubre.


El día de su boda, le nombraron Don.  Su bella desposada, era siciliana y desempeñaba el cargo de Sottocapo.  Era una unión perfecta que alejaría a todos los carroñeros.  El anciano Don Papalopus  -empalagoso y resentido hasta la médula,  guardaba el rollo fotográfico en el bolsillo interior de su chaqueta-   convidó a los novios a su mansión y él mismo dio las directrices para adornar la cámara nupcial: Velas suaves, pilares de Carrara,  sedas, organdíes, bordados; pétalos de rosas rojas sobre ellos, champán francés en la cubitera.
Salvattore se despojó de su careta funeraria y se entregó a su amada en cuerpo y alma.  Su brazo derecho de almohada bajo la bella cabeza. 

Su escultural cara yacía inerte sobre su bíceps  El reloj señalaba las cinco de la madrugada.


Se vistió de negro, como la careta.  Llegó a la habitación de Papalopus.  El bebé se despertó al cosquilleo de las patas peludas de la tarántula;  la boca de la pistola en la sien, despertó al Don Papalopus.  Las carnes emergieron., explotaron  Los ojos eran péndulos horrorizados, viscosos de delante a  izquierda, de izquierda…  
                                                     
      San Vicente de la Barquera, a 24 de febrero de 2014
                      Isabel Bascaran ©

REGRESO...


Regreso nuevamente hasta tu lado,
cansado corazón que en mí confías,
te llevo mis palabras y poemas
y aquello que tu anhelas y suspiras.

Te llevo la promesa de quererte
y amarte mucho más y cada día,
llevarte a pasear a la alameda
y hacerte muy feliz con mi sonrisa.

Regreso confiado y complaciente
buscando ese candor de tus pupilas,
las mismas que suplican en la noche
y piden a la luna su caricia.

Por eso las estrellas se entristecen
y pasan los cometas muy deprisa,
en medio del silencio y de las sombras
llevando el corazón que allí suspira.

Regreso por caminos y riberas
y muros donde crecen las encinas,
un bosque, con su magia y con sus robles,
me dice que adelante y no desista.

Me dice que tu casa está muy cerca,
en medio de un hayedo y su colina,
con una huertecita de colores
y un prado donde crecen margaritas.

Regreso del destierro, porque quiero,
decirte que te amo todavía,
gritarte todo aquello que en el alma
yo quiero transmitirte con la brisa.

Te digo que te amo, como siempre,
y sueño con llevarte hasta la cima,
allí, de donde vengo, en las montañas,
tan llenas de hermosura y tan bonitas.

"...Regreso nuevamente hasta tu lado,
mi dulce mariposa estremecida,
regreso con mis labios a tus labios
queriéndote besar y hacerte mía..."

Rafael Sánchez Ortega ©
24/02/14

REGRESO EN LA TORMENTA





Llovía a mares. Él había ido a buscar el coche al aparcamiento y ella le esperaba al lado de la puerta giratoria de cristales, junto a una pequeña maleta con ruedas, resguardándose del aguacero bajo la gran marquesina dispuesta para que los vehículos pudieran dejar o recoger a la gente sin que se mojara. Los rótulos de neón proyectaban sobre el asfalto mojado de la calle una luz lechosa salpicada de colores.

Detuvo el automóvil frente a la puerta, salió y, mientras ella se acomodaba en el asiento junto al del conductor, recogió la maleta y la metió en el maletero. Miró un momento al interior del edificio a través de la gran cristalera. No se veía más que a un par de personas junto al mostrador de la recepción y un par más que deambulaban aburridos por el amplio vestíbulo, como esperando a que alguien les llamara. Apretó fuertemente los labios y meneó la cabeza con un gesto de resignación. Entró en el coche, lo puso en marcha y arrancó.

―¡Vaya noche de perros! Tengo el frío metido en los huesos. Creía que daban de alta a la gente por las mañanas, no a estas horas. Deben andar muy mal de habitaciones.

Ella no contestó. Se había acurrucado en el asiento, con el abrigo bien cruzado, el cuello levantado, y había escondido las manos en las mangas para mantenerlas calientes, pues no llevaba guantes. Miraba a través del parabrisas, sin el menor interés, las siluetas borrosas y las luces rojas de los coches que les precedían. El agua golpeaba fuerte sobre el techo del vehículo, produciendo un sonido que se mezclaba con el ronroneo del motor y que le resultaba relajante. Se sentía a gusto en la intimidad oscura del pequeño habitáculo. Al fin se había acabado todo y volvía a casa.

―Han dicho en el informativo de la tele que esto va para un par de días más. Después, parece que vendrá buen tiempo. Ya era hora, ¿no?

Hizo como que no le oía. Sólo sus ojos, que se cerraron como si le pesaran los párpados y que tardaron unos segundos en abrirse, habrían delatado que le molestaba que le hablara, pero él no lo percibió. Siguió absorta en el ronroneo del motor y el repiqueteo de la lluvia.

―¿Estás bien?

―Sí, estoy bien.

―No te han hecho daño, ¿verdad?

―No. No es agradable, pero no me han hecho daño.

Se arrepintió de haberlo preguntado. Se había propuesto no hablar de nada relacionado con el asunto salvo que lo iniciara ella. Había sido una torpeza. Condujo un par de minutos en silencio.

―¡Vaya mierda ser mujer!

Le cogió desprevenido. Esperaba algo así, pero, conociéndola, creía que llegaría más tarde, quizás mañana. Se movió, incómodo, en el asiento.

―No creo que sea buena idea hablar ahora de eso. Hay que dejar que las cosas reposen. Ya habrá tiempo.

Ella asintió de forma mecánica, como hipnotizada por el vaivén monótono del limpiaparabrisas:

―Sí, ya habrá tiempo.

De nuevo, el silencio. Se hallaban detenidos ante un semáforo y él tamborileaba nervioso con los dedos sobre el volante y miraba suplicantemente al disco rojo para que cambiara a verde. Cuando al fin lo hizo, se sintió aliviado.

―Los hombres lo tenéis todo más fácil. No es justo que siempre seamos nosotras las que tengamos que llevarnos la peor parte.

―¡Por el amor de Dios! Me vas a poner nervioso y no es bueno estando al volante en una noche así. ¿A qué viene ahora esto? El mundo es como es y no lo vamos a cambiar ni tú ni yo. ¿No tomaste una decisión? Pues déjalo ya. Mañana será otro día.

―Sí, claro, mañana será otro día. Para ti es muy fácil. Tú, con pagar la factura, problema resuelto, ¿no? ¡Qué cómodo! ¡Hala, a otra cosa, mariposa, y aquí no ha pasado nada!

Dio un golpe violento sobre el volante y alzó la voz:

―¡Hay que tener la cara muy dura para decirme esto! ¿Tú crees realmente que a mí no me afecta? ¿Qué crees que soy: un bloque de hielo? Nadie te ha obligado a hacer nada que no hayas decidido tú. Yo te he apoyado porque eso es lo que has querido, pero podías haber decidido lo contrario y te habría apoyado igual. No me quieras hacer quedar ahora como el malo de la película.

―No grites, por favor. No tengo la cabeza para aguantar gritos.

Bajó el tono de la voz:

―Si no estabas segura, podías haber esperado un poco más. No corría tanta prisa, ¿no?

―¡Pues claro que estaba segura! Pero eso no quita que sea una mierda. Tres candidatos y yo soy la única mujer. ¿A quién crees que iban a escoger si se enteran de esto? ¿A mí? Ocho años trabajando como una negra para que ahora se lleve el puesto un desgraciado que no me llega ni a la suela del zapato. ¡Justo ahora, también es mala suerte!

―Si tienes razón, no te lo estoy negando, pero hay que mirar adelante. Corrimos riesgos y nos pilló el toro. Has tomado una decisión difícil, pero la has tomado y ya está hecho. No hay que darle más vueltas.

Ella asintió de nuevo con la cabeza. Tenía los labios muy apretados. Miraba ahora por la ventanilla lateral, volviendo la cara de forma que él no la viera. No lloraba, pero no quería que le viera la cara. Sentía cómo, de nuevo, le invadía la rabia. Se consideraba una mujer pragmática, capaz de tomar decisiones, capaz de dirigir a personas para que fueran eficientes, para que alcanzaran objetivos. Se había dicho a sí misma una y otra vez las cosas que ahora él le recordaba. Tenía razón: una vez tomada la decisión, no servía de nada echar la vista atrás. Como decían los ingleses: de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Él tenía razón.

―Es verdad: no hay que darle más vueltas.

―Creía que estabas muy segura de lo que hacías.

―Lo estaba. Lo estoy. Pero eso no quita que esté rabiosa porque a las mujeres nos salgan tan caras las cosas que a los hombres os salen gratis.

―¿Gratis? A nosotros tampoco nos regala nadie nada, a ver si ahora va a resultar que nosotros no estamos peleando en la misma jungla que vosotras. Además, las mujeres podéis optar por otra clase de objetivos: la vida no consiste sólo en competir en las empresas. Hay mujeres que son muy felices con otras miras.

―Sí, claro. Podría dedicarme a cambiar pañales y hacer comidas mientras tú sales al mundo a la pelea y vuelves a casa por las noches, al descanso del guerrero, ¿no? ¿Esa soy yo? ¿Así de bien me conoces? ¡Menudo capullo!

Él no respondió. Comprendía cómo debía de sentirse tras la tensión de estos últimos días y no iba a enfadarse con ella. Miró el reloj del salpicadero. Sus números anaranjados, que parecían flotar en la oscuridad, indicaban las ocho menos cuarto.

―Antes de las ocho estaremos en casa. Te prepararé algo caliente y nos iremos a dormir pronto. Te conviene descansar. Mañana estarás mejor. Estarás bien, ya lo verás.

Giraron por la avenida principal y se encaminaron a la entrada de la autovía. En diez minutos habrían llegado. El chaparrón arreciaba. Cada vez había menos visibilidad y ahora conducía más lento, prácticamente guiándose sólo por las luces rojas que llevaba delante. Los limpiaparabrisas apenas conseguían evacuar la capa de agua que se formaba entre cada dos pasadas de las escobillas.

―Tendríamos que cogernos una semana libre en cuanto podamos y desaparecer por ahí. Podríamos ir a Inglaterra, me dijiste que te gustaría volver a ver El fantasma de la ópera. Tomamos el barco hasta Plymouth y de allí nos plantamos con el tren en Londres. Nos vendrían muy bien unas vacaciones allí. La otra vez te quedaste con ganas de volver, ¿no?

―¡Sólo me faltaba ahora un viaje en el ferry, con lo que me mareo! Ya sé que lo haces con buena intención, pero piensas con los pies.

―Es un decir. En barco, en avión, ¡qué más da! La cosa es alejarnos de aquí unos días, cambiar de aires. Es lo que te convendría.
―Ya veremos. La verdad, ahora mismo no me apetece nada. Ahora lo que quiero es volver al trabajo y estar ocupada. Si quieres que te diga la verdad, unas vacaciones es lo último que se me pasa por la cabeza en estos momentos.

Él se encogió de hombros. La autovía era sólo una cinta negra con luces que se movían frente a ellos entre chorros de agua. Habría querido poner algo de música para no tener que seguir hablando, pero no lo hizo por si ella se lo tomaba a mal.

―No se lo vas a contar a nadie, ¿verdad? Júramelo.

―Pues claro que no se lo voy a contar a nadie, menuda estupidez. Y no tengo por qué jurar nada, ¿desde cuándo no te basta con mi palabra?

Tomó la salida de la autovía. Condujo hasta la rotonda y giró en dirección hacia el centro. No hablaban. Los dos deseaban llegar de una vez, pero con esta lluvia, no parecían llegar nunca. Entre la cortina de agua, divisó finalmente el gran castaño de Indias del jardín del Ayuntamiento, iluminado por un potente foco colocado sobre el césped, a nivel del suelo. Recordó el trivial debate que se armó entre los concejales cuando decidieron qué árbol plantar, cuando unos abogaban por una encina y otros por el que al final se impuso. ¡Lo que se debatía con el dinero de los contribuyentes, como si no tuvieran cosas más importantes que hacer! O a lo mejor es que no las tenían, vaya uno a saber.

Nada más rebasar el Ayuntamiento, tomó la primera calle a la izquierda y detuvo el coche frente a la puerta del garaje, que ya se abría gracias al mando a distancia. Ella esperó a que él saliera del vehículo y fuera a ayudarla. Se sentía muy cansada, sobre todo por los nervios de los últimos dos días.

Entraron en la casa. Estaba fría. La lluvia golpeaba fuerte en los cristales. Él activó el interruptor y la gran lámpara de araña, con un sinfín de bombillas, inundó súbitamente de luz la estancia. Ella se cubrió los ojos, acostumbrados a la oscuridad durante el viaje, con una mano:

―Por favor, apaga esas luces. Me duele la cabeza.

De nuevo en la penumbra, esperaron los dos unos instantes, de pié, uno frente al otro.

―Échate un rato en el sofá mientras te preparo algo. Mañana deberías tomarte el día libre. Te irá bien dormir nueve o diez horas seguidas, todo lo que puedas, y pasar el resto del día tranquila. Estarás nueva, ya verás.

―Me voy a la cama. No tengo ganas de tomar nada y necesito dormir, es verdad, pero mañana me voy a trabajar temprano. A las ocho tengo una reunión importante en la empresa y no puedo faltar. Estarán los otros dos candidatos y no asistir sin una buena razón sería como decir adiós a mis posibilidades.

Iba a insistir, pero se contuvo. Sabía que era inútil. “Sin una buena razón…”

―De acuerdo, como quieras. En cualquier caso, mañana estarás mejor.

―Sí, supongo que sí: mañana estaré mejor. Buenas noches.

―Buenas noches.


                                              José-Pedro Cladera ©

EL REGRESO





Reloj
Casa
Árbol
Araña
Avión
Barco
Tren.
(Palabras que obligatoriamente
han de aparecer en el escrito).

            El día uno de marzo me marcho a Mallorca en uno de esos  viajes que  promueve el Inserso.  Será la quinta vez que visito la isla, y la “vigésimo no sé cuantas” que viajo con el Instituto de Mayores  y Servicios Sociales, que es como realmente se llama esta organización dedicada a desempolvar  y  cambiar de aires a los cientos de cuerpos  que en estado  casi “vegetativo y vejectativo”  esperamos la llegada del día del  juicio final. (El primer estado es porque vegetamos sin producir, y lo que aún es peor, sin fuerzas para reproducir, y el “vejectativo” no necesita explicación; basta con mirarnos las caras).

            Y como Rafael ha dicho que el tema obligatorio del Taller de Escritura esta vez es “EL REGRESO”, pues me le voy a imaginar, y si realmente regreso, (que también los hay que lo hacen embalsamados y ya no se enteran de nada), os contaré de palabra y con detalle cuantos tropiezos y cuantas torpezas tuvo mi imaginación.

            Vamos a suponer que ya pasaron los diez días. (Antes podían ser quince, e incluso un mes; pero ahora, con la tan cacareada crisis de la que los políticos dicen que estamos saliendo, y los que no somos políticos tememos que no hemos acabado de entrar,  no sólo aprietan el cinturón de las personas, sino que también aprietan los días del calendario).  Vamos a seguir suponiendo que lo pasamos tan bien, que ninguna gana teníamos de volver a “CASA” todavía. Un día cogimos el “TREN” para ir al mercado de Inca donde los campesinos mallorquines exponían para su venta la gran variedad de productos que se cosechan en las Baleares. Otro día  nos llevaron a visitar las Cuevas del Drach, para que viéramos el lago interno y escucháramos al violinista que se pasea por él en un “BARCO”  minúsculo tratando de poetizar el momento. Es lo mismo que te lleven a las de Drach, que te lleven a las de Artá: No es más que una “ARAÑA” que te envuelve en su tela, y que donde realmente te suelta es en Manacor ofreciéndote la gentileza de visitar gratuitamente su fábrica de perlas Majórica con la sana intención  de que las señoras no puedan resistir   la tentación de llevarse un recuerdo.  Durante el viaje a esta zona oriental de la isla, muchos de los excursionistas se extrañaron de ver una variedad de “ÁRBOL” desconocido para ellos,  que salpicando los campos llanos cercanos a la carretera daban un toque especial al paisaje. No eran más que  preciosos algarrobos desconocidos en nuestra  tierra.

            Visitamos otro día la Cartuja de Valdemosa donde un señorín vestido de esmoquin    pulsó las teclas de un piano para deleitarnos con  unas notas de los Preludios de Chopin, y no os cuento el resto de visitas que hicimos, porque si lo hago me quedaré sin papel para describir “EL REGRESO”, que en realidad  era lo único importante de este relato.

            Miramos el “RELOJ”,  y tuvimos que subir deprisa y corriendo a nuestras habitaciones en busca de las maletas porque el autobús nos esperaba a la puerta del hotel para llevarnos al aeropuerto. Otras veces salíamos después de comer, pero la mencionada crisis  convirtió la tranquilidad del comedor en una bolsa blanca de plástico con un panecillo minúsculo que en su interior guarda otro plástico color carne que llaman mortadela, un botellín de agua, y una manzana de las que entran cien en un kilo. A esto le llaman “picnic”; realmente es un “pic-ná” de lo que yo sólo como el pan y el agua, lo mismo  que comían antiguamente los condenados a galeras.

            Facturamos sólo con el D.N.I. porque son aviones contratados especialmente  para los contrarios de los cocodrilos, y ya nos conocen.  (¿Lo de los cocodrilos? Bueno, esto no es mío; lo leí y estuve muy de acuerdo con ello. “¿Una cosa con dos ojos y muchos dientes? Un cocodrilo. ¿Una cosa con dos dientes y muchos ojos?  Un avión del Inserso”). Después la gente corre que se mata  para subir al avión, como si volaran con Ryanair que despacha las tarjetas de embarque  sin número de  asiento. Todo el mundo quiere ventanilla para luego taparse los ojos a la hora de despegar el avión. A mí siempre me dio la sensación de que el aparato no lleva el impulso suficiente para elevarse, pero he comprobado que sólo es eso, una sensación, porque al final siempre se eleva. El día que tenga razón yo, no os lo podré contar, pero vosotros diréis: “Mira esta vez tuvo razón Jesús. El avión no se elevó”.

            Ya a velocidad de crucero  solo me pone en tensión un cambio de ruido en los motores o un moviendo brusco, que siempre suele haber. Pero pasado ese momento me quedo tranquilo hasta que la sobrecargo manda ajustarse los cinturones porque iniciamos la maniobra de aproximación al aeropuerto de Bilbao, que es hasta donde nos traen. El aeropuerto de Bilbao me simpatiza muy poco, y no es por aquello del “Gran Bilbao” con que los bilbaínos tienen fama de llenar la boca; es porque le veo encallejonado y porque una vez que regresaba de Lanzarote el avión hizo una toma de tierra sobre una sola rueda, que al que más y al que menos, le cambió de lugar ciertas glándulas. Al final me pone malo la costumbre de algunos viajeros de aplaudir al piloto en cuanto las ruedas del avión tocan tierra. Pero so idiota, no aplaudas hasta que se apaguen los motores, que la mayor parte de los aviones que se estrellan lo hacen cuando las ruedas ya está rodando. Y aplaudir, por qué? Yo he llevado en coche a mucha gente, y a mí nadie me aplaudió cuando llegamos a nuestro destino. Después nos quedan dos carreras más: Desde el aeropuerto hasta coger el mejor sitio del autobús que nos trae a Santander, y de ese autobús al que nos traerá a San Vicente. Claro todo esto puede suceder así suponiendo que el avión se eleve en Mallorca, o que los amigos de los aplausos lo puedan hacer en Bilbao…

                      Jesús González ©