Llovía a mares. Él había ido a
buscar el coche al aparcamiento y ella le esperaba al lado de la puerta
giratoria de cristales, junto a una pequeña maleta con ruedas, resguardándose
del aguacero bajo la gran marquesina dispuesta para que los vehículos pudieran
dejar o recoger a la gente sin que se mojara. Los rótulos de neón proyectaban
sobre el asfalto mojado de la calle una luz lechosa salpicada de colores.
Detuvo el automóvil frente a la
puerta, salió y, mientras ella se acomodaba en el asiento junto al del
conductor, recogió la maleta y la metió en el maletero. Miró un momento al
interior del edificio a través de la gran cristalera. No se veía más que a un
par de personas junto al mostrador de la recepción y un par más que deambulaban
aburridos por el amplio vestíbulo, como esperando a que alguien les llamara.
Apretó fuertemente los labios y meneó la cabeza con un gesto de resignación.
Entró en el coche, lo puso en marcha y arrancó.
―¡Vaya noche de perros! Tengo el
frío metido en los huesos. Creía que daban de alta a la gente por las mañanas,
no a estas horas. Deben andar muy mal de habitaciones.
Ella no contestó. Se había
acurrucado en el asiento, con el abrigo bien cruzado, el cuello levantado, y
había escondido las manos en las mangas para mantenerlas calientes, pues no
llevaba guantes. Miraba a través del parabrisas, sin el menor interés, las
siluetas borrosas y las luces rojas de los coches que les precedían. El agua
golpeaba fuerte sobre el techo del vehículo, produciendo un sonido que se
mezclaba con el ronroneo del motor y que le resultaba relajante. Se sentía a
gusto en la intimidad oscura del pequeño habitáculo. Al fin se había acabado
todo y volvía a casa.
―Han dicho en el informativo de
la tele que esto va para un par de días más. Después, parece que vendrá buen
tiempo. Ya era hora, ¿no?
Hizo como que no le oía. Sólo sus
ojos, que se cerraron como si le pesaran los párpados y que tardaron unos
segundos en abrirse, habrían delatado que le molestaba que le hablara, pero él
no lo percibió. Siguió absorta en el ronroneo del motor y el repiqueteo de la
lluvia.
―¿Estás bien?
―Sí, estoy bien.
―No te han hecho daño, ¿verdad?
―No. No es agradable, pero no me
han hecho daño.
Se arrepintió de haberlo
preguntado. Se había propuesto no hablar de nada relacionado con el asunto
salvo que lo iniciara ella. Había sido una torpeza. Condujo un par de minutos
en silencio.
―¡Vaya mierda ser mujer!
Le cogió desprevenido. Esperaba
algo así, pero, conociéndola, creía que llegaría más tarde, quizás mañana. Se movió,
incómodo, en el asiento.
―No creo que sea buena idea
hablar ahora de eso. Hay que dejar que las cosas reposen. Ya habrá tiempo.
Ella asintió de forma mecánica,
como hipnotizada por el vaivén monótono del limpiaparabrisas:
―Sí, ya habrá tiempo.
De nuevo, el silencio. Se
hallaban detenidos ante un semáforo y él tamborileaba nervioso con los dedos
sobre el volante y miraba suplicantemente al disco rojo para que cambiara a
verde. Cuando al fin lo hizo, se sintió aliviado.
―Los hombres lo tenéis todo más
fácil. No es justo que siempre seamos nosotras las que tengamos que llevarnos
la peor parte.
―¡Por el amor de Dios! Me vas a
poner nervioso y no es bueno estando al volante en una noche así. ¿A qué viene
ahora esto? El mundo es como es y no lo vamos a cambiar ni tú ni yo. ¿No
tomaste una decisión? Pues déjalo ya. Mañana será otro día.
―Sí, claro, mañana será otro día.
Para ti es muy fácil. Tú, con pagar la factura, problema resuelto, ¿no? ¡Qué
cómodo! ¡Hala, a otra cosa, mariposa, y aquí no ha pasado nada!
Dio un golpe violento sobre el
volante y alzó la voz:
―¡Hay que tener la cara muy dura
para decirme esto! ¿Tú crees realmente que a mí no me afecta? ¿Qué crees que
soy: un bloque de hielo? Nadie te ha obligado a hacer nada que no hayas
decidido tú. Yo te he apoyado porque eso es lo que has querido, pero podías
haber decidido lo contrario y te habría apoyado igual. No me quieras hacer
quedar ahora como el malo de la película.
―No grites, por favor. No tengo
la cabeza para aguantar gritos.
Bajó el tono de la voz:
―Si no estabas segura, podías
haber esperado un poco más. No corría tanta prisa, ¿no?
―¡Pues claro que estaba segura!
Pero eso no quita que sea una mierda. Tres candidatos y yo soy la única mujer.
¿A quién crees que iban a escoger si se enteran de esto? ¿A mí? Ocho años
trabajando como una negra para que ahora se lleve el puesto un desgraciado que
no me llega ni a la suela del zapato. ¡Justo ahora, también es mala suerte!
―Si tienes razón, no te lo estoy
negando, pero hay que mirar adelante. Corrimos riesgos y nos pilló el toro. Has
tomado una decisión difícil, pero la has tomado y ya está hecho. No hay que
darle más vueltas.
Ella asintió de nuevo con la
cabeza. Tenía los labios muy apretados. Miraba ahora por la ventanilla lateral,
volviendo la cara de forma que él no la viera. No lloraba, pero no quería que
le viera la cara. Sentía cómo, de nuevo, le invadía la rabia. Se consideraba
una mujer pragmática, capaz de tomar decisiones, capaz de dirigir a personas
para que fueran eficientes, para que alcanzaran objetivos. Se había dicho a sí
misma una y otra vez las cosas que ahora él le recordaba. Tenía razón: una vez
tomada la decisión, no servía de nada echar la vista atrás. Como decían los
ingleses: de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Él tenía razón.
―Es verdad: no hay que darle más
vueltas.
―Creía que estabas muy segura de
lo que hacías.
―Lo estaba. Lo estoy. Pero eso no
quita que esté rabiosa porque a las mujeres nos salgan tan caras las cosas que
a los hombres os salen gratis.
―¿Gratis? A nosotros tampoco nos
regala nadie nada, a ver si ahora va a resultar que nosotros no estamos
peleando en la misma jungla que vosotras. Además, las mujeres podéis optar por
otra clase de objetivos: la vida no consiste sólo en competir en las empresas.
Hay mujeres que son muy felices con otras miras.
―Sí, claro. Podría dedicarme a
cambiar pañales y hacer comidas mientras tú sales al mundo a la pelea y vuelves
a casa por las noches, al descanso del guerrero, ¿no? ¿Esa soy yo? ¿Así de bien
me conoces? ¡Menudo capullo!
Él no respondió. Comprendía cómo
debía de sentirse tras la tensión de estos últimos días y no iba a enfadarse
con ella. Miró el reloj del salpicadero. Sus números anaranjados, que parecían
flotar en la oscuridad, indicaban las ocho menos cuarto.
―Antes de las ocho estaremos en
casa. Te prepararé algo caliente y nos iremos a dormir pronto. Te conviene
descansar. Mañana estarás mejor. Estarás bien, ya lo verás.
Giraron por la avenida principal
y se encaminaron a la entrada de la autovía. En diez minutos habrían llegado.
El chaparrón arreciaba. Cada vez había menos visibilidad y ahora conducía más
lento, prácticamente guiándose sólo por las luces rojas que llevaba delante.
Los limpiaparabrisas apenas conseguían evacuar la capa de agua que se formaba
entre cada dos pasadas de las escobillas.
―Tendríamos que cogernos una
semana libre en cuanto podamos y desaparecer por ahí. Podríamos ir a
Inglaterra, me dijiste que te gustaría volver a ver El fantasma de la ópera. Tomamos el barco hasta Plymouth y de allí
nos plantamos con el tren en Londres. Nos vendrían muy bien unas vacaciones
allí. La otra vez te quedaste con ganas de volver, ¿no?
―¡Sólo me faltaba ahora un viaje
en el ferry, con lo que me mareo! Ya
sé que lo haces con buena intención, pero piensas con los pies.
―Es un decir. En barco, en avión,
¡qué más da! La cosa es alejarnos de aquí unos días, cambiar de aires. Es lo
que te convendría.
―Ya veremos. La verdad, ahora
mismo no me apetece nada. Ahora lo que quiero es volver al trabajo y estar
ocupada. Si quieres que te diga la verdad, unas vacaciones es lo último que se
me pasa por la cabeza en estos momentos.
Él se encogió de hombros. La
autovía era sólo una cinta negra con luces que se movían frente a ellos entre
chorros de agua. Habría querido poner algo de música para no tener que seguir
hablando, pero no lo hizo por si ella se lo tomaba a mal.
―No se lo vas a contar a nadie,
¿verdad? Júramelo.
―Pues claro que no se lo voy a
contar a nadie, menuda estupidez. Y no tengo por qué jurar nada, ¿desde cuándo
no te basta con mi palabra?
Tomó la salida de la autovía.
Condujo hasta la rotonda y giró en dirección hacia el centro. No hablaban. Los
dos deseaban llegar de una vez, pero con esta lluvia, no parecían llegar nunca.
Entre la cortina de agua, divisó finalmente el gran castaño de Indias del
jardín del Ayuntamiento, iluminado por un potente foco colocado sobre el
césped, a nivel del suelo. Recordó el trivial debate que se armó entre los
concejales cuando decidieron qué árbol plantar, cuando unos abogaban por una
encina y otros por el que al final se impuso. ¡Lo que se debatía con el dinero
de los contribuyentes, como si no tuvieran cosas más importantes que hacer! O a
lo mejor es que no las tenían, vaya uno a saber.
Nada más rebasar el Ayuntamiento,
tomó la primera calle a la izquierda y detuvo el coche frente a la puerta del
garaje, que ya se abría gracias al mando a distancia. Ella esperó a que él
saliera del vehículo y fuera a ayudarla. Se sentía muy cansada, sobre todo por
los nervios de los últimos dos días.
Entraron en la casa. Estaba fría.
La lluvia golpeaba fuerte en los cristales. Él activó el interruptor y la gran
lámpara de araña, con un sinfín de bombillas, inundó súbitamente de luz la
estancia. Ella se cubrió los ojos, acostumbrados a la oscuridad durante el
viaje, con una mano:
―Por favor, apaga esas luces. Me
duele la cabeza.
De nuevo en la penumbra,
esperaron los dos unos instantes, de pié, uno frente al otro.
―Échate un rato en el sofá
mientras te preparo algo. Mañana deberías tomarte el día libre. Te irá bien
dormir nueve o diez horas seguidas, todo lo que puedas, y pasar el resto del
día tranquila. Estarás nueva, ya verás.
―Me voy a la cama. No tengo ganas
de tomar nada y necesito dormir, es verdad, pero mañana me voy a trabajar
temprano. A las ocho tengo una reunión importante en la empresa y no puedo
faltar. Estarán los otros dos candidatos y no asistir sin una buena razón sería
como decir adiós a mis posibilidades.
Iba a insistir, pero se contuvo.
Sabía que era inútil. “Sin una buena razón…”
―De acuerdo, como quieras. En
cualquier caso, mañana estarás mejor.
―Sí, supongo que sí: mañana
estaré mejor. Buenas noches.
―Buenas noches.
José-Pedro Cladera ©