Empecé a sentir en
ella una pulsión, un latido que surgía, profundo, de sus entrañas y que me
arrastraba a acompasarme con él, que crecía poco a poco en intensidad y me
envolvía como una telaraña que me privaba de libertad, como unas fauces que se
aproximaban sigilosamente y amenazaban con engullirme. Se abalanzaba sobre mí,
me inundaba irremisiblemente con su hechizo, haciéndome su prisionero, su
esclavo, dueña de mi voluntad, palpitando los dos en total sintonía,
aprisionándome cada vez más entre sus encantos, jugando conmigo a su absoluto
albedrío, cautivándome con sus requerimientos, seduciéndome con sus caprichos.
Mis sentidos se precipitaban en una vorágine de apetencias, todo mi cuerpo se
tensaba como un arco que ansía el momento del disparo, pero ella se recreaba
una y otra vez aumentando y disminuyendo esa tensión de forma enloquecedora,
tremenda y, a la vez, embriagadora, irresistible.
El tiempo corría despacio, cada segundo se me hacía eterno,
anhelaba llegar a la cúspide de esa fascinante travesía que ella sembraba de
senderos serpenteantes y se obstinaba en que no alcanzara, espoleaba mi
anhelante locura. Y de repente, estalló sobre mí en un aluvión, un alud
desbordado de pasión contenida, un torrente de lava ardiente. Era ahora una
galerna encolerizada, un mar de olas embravecidas, una jungla de algas
retorciéndose entre vigorosas corrientes submarinas, todas las fuerzas del
infierno congregadas para hacerme perder la razón. Ni un solo rincón de mi piel
dejaba de sentir su ardor, su fuerza, su magnetismo. Me transportó en un vuelo
majestuoso, como en alas de un águila imperial, a la cima de la más alta
montaña, al aire afilado de los riscos, y supe que había vivido la belleza en
su forma más apasionada y más plena.
Me dio una tregua. Su latido se hizo imperceptible y, juntos,
nos deslizamos por una senda maravillosa que descendía hasta un remanso de paz
y sosiego. Sentía su abrazo, pero ya tranquilo, plácido, sereno. De vez en
cuando parecía querer rebrotar, pero era como un toro de lidia que lleva ya el
hierro de muerte hundido hasta la empuñadura y que, bravo, quiere aún alzarse
sobre sus cuatro patas que, sin embargo, ya no le aguantan y se hunde; y lo
intenta de nuevo, y se rinde.
Llegó una calma infinita en la que me regalaba sutiles
caricias, carantoñas distraídas, arrumacos de amante. Sentía, ahora mansamente,
su rítmico palpitar y, por un instante, temí que se rompiera la magia del
momento y que toda aquella pasión desbordada, de hacía tan sólo unos instantes,
se diluyera en un mar monótono de hielo, en un desierto plúmbeo de arena. No
quería que se acabara, no tenía bastante, quería más, no soportaba la idea de
que diera la llama por extinguida, que no apagara hasta el último de los
ardientes rescoldos que aún me abrasaban. Y, como si hubiera entendido mi
callada súplica, como si mi deseo hubiera activado algún oculto resorte en
ella, despertó de su efímero letargo y volvió a abalanzarse sobre mí en una
explosión de furia desbocada, con toda su renovada energía, con toda su
hambrienta avidez, como un viento huracanado que surgiera del vientre de la
tierra, envolviéndome y oprimiéndome, hasta que nuestros pulsos encabritados se
doblegaron y los dos, finalmente, nos abandonamos a una capitulación feliz, a
un abrazo satisfecho, a una felicidad sin reservas, a un amor eterno.
*****
Beethoven estrenó su séptima sinfonía en un concierto a
beneficio de los soldados heridos en una batalla. Su segundo movimiento, que el
propio compositor reconocía ser una de sus creaciones favoritas y en el que se
inspira mi anterior relato, fue tan bien acogido que le obligaron a repetirlo a
fuerza de aplaudirle a rabiar hasta que accedió a ello. El día que lo descubrí,
hace ya muchos años, creí que no podía haber música más bella. Ella, esa música
sublime, ha sido, es, mi más desprendida y pródiga amante.
José-Pedro Cladera ©