sábado, 25 de octubre de 2014

NO SÉ CÓMO PASÓ...


No sé cómo pasó, no lo recuerdo,
pero sentí el amor de otra manera.

Yo era una barcaza debilucha,
entre chalanas perdidas muy diversas,
tenía un cuerpo frágil y alargado,
y los marinos me llamaban "su trainera".

De noche madrugaba entre los cantos
y aquel rumor de voces y sirenas,
con el bogar pausado de los remos,
trazando sobre el agua mil piruetas.

De pronto sucedió, sin yo saberlo,
y me encontré que el mar y su grandeza
tenía sensaciones muy extrañas
y yo las recibía, en mi inocencia.

Y aquella retahíla de armazones,
formada por los clavos y maderas,
sintió la sabia nueva de la sangre
y el grito que nacía de mis venas.

Sintió la brisa fresca del nordeste
cual beso revolviendo su melena,
la lucha de feroces remolinos
y vientos que dejaban las galernas.

Pero sintió, también, el roce suave
del labio de ese mar que me contempla,
el tierno balanceo de las olas
y el bello despertar de las estrellas.

Y así, me enamoré, lo reconozco,
del agua de ese mar y sus mareas,
de playas y resacas que llegaban
con sueños que dejaban en la arena.

Con cuentos de piratas y marinos,
que mueren, sin dudar, en las tabernas,
con humo de tabaco en las esquinas
y sombras de las luces tan inquietas.

Más yo me conformaba simplemente
volviendo hasta la mar de otra manera,
a impulsos de los remos de los hombres
bogando sin cesar, con su paciencia.

Sentía la ternura de los brazos,
el roce de las olas como seda,
los ojos que miraban dulcemente
la proa precediendo a mi silueta.

...Y yo que me encontré tan orgullosa,
de pronto me olvidé ser cenicienta,
la pobre embarcación de unos marinos
y aquella que llamaban "su trainera"

Las lágrimas vinieron a mis ojos,
al verme abandonada y sin defensa,
cubierta por las algas y el olvido
en una bajamar sin remo y velas.

Los sueños se quedaron con los sueños,
las voces olvidadas en cubierta,
los cantos se perdieron y, las sombras,
cubrieron sin cesar tanta tristeza.

Entonces comprendí cuanto te amaba,
y entonces entendí lo que no era,
la barca soñadora de los cuentos
y un verso que quería ser poema.

Por eso reconozco mi delirio
y digo entre palabras incompletas,
aquello que en mi mente se repite,
y cruje con el tiempo en las cuadernas:

"¡Qué locura más grande he cometido,
amarte yo a ti mar, siendo trainera...!"

Rafael Sánchez Ortega ©
13/10/14

PARECE QUE FUE AYER...



 

Parece que fue ayer cuando crucé aquella gran puerta de madera blanca, estaba tan nerviosa que al intentar llamar, la abrí de un portazo.

Intenté recomponerme lo más rápido posible para que nadie se diera cuenta, pero no hacía falta, unos grandes ojos ocultos, tras unas gafas de pasta, habían capturado toda la escena.

- ¿Eres Noelia? -Me preguntó con tono de 
afirmación.

- Sí, aunque casi me quedo en la puerta pegada
–dije, riéndome de mi misma.

- Tranquila yo el primer día, me tiré una taza de café por encima, aquí tienes el formulario para que nos des algunos datos personales -tras esto, me dio una hoja, un bolígrafo y desapareció de aquella… entrada/recepción.

Miré a mi alrededor, no parecía un estudio normal o como yo me le había estado imaginando desde el mismo instante que me llamaron para la entrevista y no había nadie mas ¿solo me iban a entrevistar a mí?, eso me parecía imposible.

Respiré profundamente, como siempre me recordaba mi amiga Marta (adicta al yoga y la meditación), abrí los ojos y me dispuse a rellenar aquel formulario: nombre, apellidos, dirección… y así más de media hoja de preguntas muy comunes pero de repente…

-¿Piensas que has llegado al final de tu sueño profesional? Si es así ¿Por qué lo crees?

- ¿Qué querías ser de mayor?

- ¿Cómo llegaste a estudiar diseño?

- ¿Es muy importante el color en tu vida?

-Si pudieras diseñar cualquier cosa, ¿qué diseñarías? 

-¿Diseñarías algo precioso pero efímero a la vez?

-¿Tienes miedo a volar?    En caso afirmativo ¿crees que lo podrías superar?

-Si tuvieras que volar habitualmente en globo ¿te importaría?

Las preguntas parecían sacadas de un cuento de hadas o peor aun, escritas por un niño de 5 años que siempre esta: ¿y porqué…?

En el mismo instante que puse el punto y final a mi interrogatorio apareció de nuevo la “tira cafés”, le di mi hoja y le pregunté donde estaba el servicio. Pero nunca llegué a ir, porque de camino me di cuenta que en aquel impresionante edificio blanco no había nadie trabajando. Decidí marcharme, aquello no era normal. Estaba esperando a que alguien saliera de alguna esquina diciendo… "vas a morir con un cuchillo en la mano" (lo sé tengo que dejar de ver pelis de miedo).

Cogí mi bolso, me coloqué el pañuelo y al girarme ahí estaba “la tira cafés” 

- Noelia, la señora Millán la está esperando sígame -y su tono fue más de orden que de amabilidad, voy a morir lo noto, el aire está muy cargado.

Llegamos a una puerta de color azul oscuro que ponía dirección, y tras ella un despacho sacado de un sueño, una gran cristalera recorría toda la estancia y el blanco dominaba sobre la habitación, parecería un trozo de cielo. “La tira cafés” nos abandonó diciendo que estaba a nuestra disposición, (sería a la de la señora)

El sillón blanco se giró y delante de mí se encontraba una señora de unos cuarenta años de mirada decidida con una pizca de tristeza, un moño que no tenía ningún pelo fuera de su sitio y unas uñas color añil.

- Señorita Mortero ¿se encuentra bien? Es que creo que ha dejado de respirar.

- ¡Sí, si, discúlpeme! es que la estancia me ha dejado fascinada y puede llamarme Noelia, señora Millán.

- Noelia la veo muy sorprendía 

- Lo estoy, -(No lo sabe usted bien)

- Noelia  antes que nada ¿usted sabe qué diseñamos aquí?

- Me lo llevo preguntando desde que pasé la puerta blanca.

-Aquí lo fabricamos… Nubes. ¿empezamos por la entrevista?

Jezabel Luguera©

ETAPAS EN EL PERIPLO



                                                 

  Hace unos meses, esquilaron a Platero.  Al privarle de su  vellocino, pensé que le llamarían Ceniciento, pero no, ser el asno específico por antonomasia, de la Literatura española le ha salvado.   Y  cuando vi que la dueña le confeccionaba  un tapiz  vistoso como las prendas peruanas, me afligí.   Una mantita multicolor con las alforjas acopladas, a ella.   ¡Y si lo vendían…!  Luego, me confeccionó una mantita listada con las  alforjas que casaban con el cobertor.  A la cabritilla no pudo cubrir su lomo delgado, pues cada vez que ella lo intentaba la “Chata” alargaba su morro y la  pisoteaba.  ¡Por fin!, se me iluminó el cerebro: salíamos de excursión.  Vi sobre la mesa de la terraza, mapas, una brújula, balbos de ostras y mochilas.  El agroturismo seguía repleto, pero allí quedaban el capataz y doña Rosalía.

 Salimos de Hendaya, después de desayunar y hacer nuestras necesidades.  No era cuestión de usar la pala cada dos por tres. ¡Guau! Pero antes, Juan Ramón, el encargado, dejó plasmado aquel evento tan esperado por unos y tan inquietante para otros.  El dueño con las riendas de Platero en la mano,  La Chata sujeta a la alforja derecha y yo a atada  a la izquierda del borrico;  Amor se colocó un sombrero de paja, aunque era septiembre, sobre  su rubia cabellera. Y una hermosa mochila sobre su espalda. La verdad, es que era un amor, no había cargado todo el peso sobre mis espaldas.  La etapa duró hasta bien entrado el atardecer, pues el vientre me molestaba.  Platero había cambiado del trote al paso ligero, luego lento… y  sonaba como un tambor.  La chata emitía beees cansados. Gozamos de una agradable cena, a base de cereales y de agüita fresca de bidón térmico.  El Cicerone y Amor abrieron una lata de Fabada Asturiana( el resto fue a vaciado en nuestros platos .)  Yo relamí el jugo que resbalaba sobre la falda de la abuela.)  Platero fue el primero en cerrar los ojos; yo me acurruqué entre sus ancas, lejos de la nerviosa y ruidosa Chata.

 La segunda jornada, nos despertamos con el alba.  El soberano desayuno me asustó.  Temblé ante la seguridad de un largo  y duro trabajo.  ¡Y así fue!  Pateamos horas y más horas.  La gente ya se retiraba de la playa.  La indiferencia fue recíproca.  ¡Arre, Platero!, no frenes Chata, levanta el rabito “Pintxo”, nos exhortaba Amor.Junto a los tironcitos del guía.  Yo empecé a renquear.  Apenas disfrutamos de la cena; unos largos sorbos de agua y lametazos para refrescar el cuerpo.  Me dormí junto  a Platero sobre el heno oloroso de una finca.  Me despertaron los graznidos inoportunos de los cuervos.  El guía nos desinfectó las pezuñas con Betadine.  Dimos buena cuenta de lo que no habíamos cenado.  Dejamos el lugar tan limpio como lo habíamos encontrado; un poco mullido y oliendo a animal, el heno.

 La tercera etapa, fue agradable desde el comienzo.   Había caído algo de rocío y nuestras albardas fueron acogidas con dulzor. ¡Qué hermosos se veían los ojos del puente!  Entraba el perfume del mar y su brisa aligeraba nuestros pasos.  Llegamos a un parque embellecido por frondosas palmeras que extendían su sombra por doquier. Yo me sentía feliz, disimulaba la cojera y saludaba con mi cola al aire a todos los turistas que con sus vermouths o “zuritos en la mano, nos saludaban con complacencia.  Oí los clis- clis de las cámaras.

 -¡Oh, qué perrito!  ¿Puedo acariciarlo?

 Manos pequeñas pero confiadas se extendieron sobre mi lomo, otras se dirigieron al hocico baboso de Platero.  Las orejitas nerviosas de Chata también fueron acariciadas.

 -¿Podría sentar a mi hijita sobre el lomo del borriquito?

 Ante el asentimiento del guía, Platero inclinó su cabeza para que  auparan al bebé  Risas, aplausos sentidos del pueblo turístico se mezclaron con los Aaaas, Beees Guauaus de los artistas.  (La fuente del Manantial nos ofreció su borbotante líquido).

 -Quizá vayan hacia Belén  - comento un niño de unos diez años.

 -No, hermanito. ¿Qué ves sobre la mochila de la mujer?

 - Una bandera roja.

 -¡Ah, ya!,  llaman a un veterinario.    

  -Ojalá te equivoques.

   Cientos de manos nos acariciaron caras, lomos y rabos.  Sería el recibimiento y el adiós que nos fortalecería y sanaría anímicamente en nuestra aventura.

                                           
 San Vicente de la Barquera, a 8 de octubre de 2014
                        Isabel Bascaran ©

LAS FOTOGRAFÍAS




Decides hacer limpieza general, y de repente tus ojos se van al mueble donde guardas tus tesoros. (Las fotografías). Esas que se fueron guardando haciendo álbumes y más álbumes con la historia de tu vida; y te  sientas y abres el primero y lloras y te ríes, y te emocionas. Muchos ya no están. Pero merece la pena seguir. Te ves con mofletes en brazos de tu madre cuando eras un bebé. Sí, todos hemos sido bebés y hemos ido al Colegio vestidos con o sin uniforme, y seguro que muchos tenemos la consabida foto familiar con padres y hermanos, muy vestiditos y en el estudio del fotógrafo que más fama tenía de “hacer fotos bonitas”. Luego te sorprenderás viéndote con tu vestido de lorzas o de marinerito en tu Primera Comunión, y el recuerdo de tus padres, abuelos, tíos y primos en ese día. Vuelves a vivir tu niñez, y de ahí vas pasando a tu juventud. Fotos de excursiones del colegio, fotos de la pandilla, de cuando nos pusieron de mujercitas con bolsos y zapatos de medio tacón, (parecía que nunca íbamos a cumplir los veinte), o pantalón largo si eras un jovencito.


Pero sí que crecimos y luego ya son fotos de noviazgo y llegas al "álbum de la boda", y seguro que nos reímos y nos emocionamos. Ahora ya son fotos de tu vida adulta, de la familia que hemos creado y si hay hijos los verás riendo, llorando, dormidos, en la playa, rebozados de tierra o de chocolate. Y luego serán sus "primeras comuniones". Y así volverás a recordar tu vida que se repite en tus hijos, y serán sus bodas y tus nietos. "Pero a estos solo los verás por pantalla". Se acabó lo de hacer álbumes. Esta ya es otra vida, a la que tenemos que adaptarnos, pero que también tiene su lado positivo, y es que nunca se han hecho tantas fotos como ahora. Con los móviles no paramos. Cuando hace sol no se sabe ni lo que sacas, pero es muy fácil borrar y sacar más.


Los álbumes ya se quedarán ahí, de una época pasada y siempre tendrá su encanto perder de vez en cuando un rato con ellos.

                                                                                    
     Mª Eulalia Delgado González ©                                  
     Octubre 2014

COMER




Pocas experiencias hay en la vida más insoportables que observar a la gente comer. Nótese que todo organismo vivo es, en esencia, un tubo intestinal que comienza en una boca y termina en un ano. Todo lo demás, no son más que órganos adicionales para ayudar a que ese intestino sea más fuerte, pueda defenderse de los peligros que le acechen, sea más listo y obtenga más alimento, almacene y dosifique mejor la energía de lo que procesa para no tener que comer incesablemente, etc. Pero lo básico, lo esencial, desde una miserable lombriz de tierra hasta un orgulloso miembro de un taller de escritura, pasando por los peces, pájaros, comadrejas, ratas, gatos, perros, vacas, elefantes…; lo esencial de cualquier ser vivo es un tubo más o menos largo, que empieza en una boca, por la que engulle trozos de animales o vegetales, y acaba en un ano que expulsa al exterior lo que queda después de haber extraído toda la sustancia útil durante su tránsito por el intestino. Eso somos en esencia: una guarrería, porque la boca y el ano no son más que los dos extremos de la misma cosa.

Desde el mismo momento que alguien se lleva un trozo de alimento al hocico, comienza un proceso que, si bien lo pensamos, es tan necesario como repugnante. Y sin embargo, la contemplación de esa parte del proceso, el comienzo, a casi nadie parece suponerle ningún problema. La gente incluso disfruta con tan degradante espectáculo, hasta tal punto que se reúne para practicarlo en comunidad. A nadie le gustaría que una serie de personas se congregaran a su alrededor para, juntos, compartir el acto de la finalización de tan cotidiano proceso digestivo; que todos juntos departieran sobre sus actividades diarias, o hablaran de sus negocios, o se contaran chistes, mientras los unos se encendieran en apretones titánicos por ayudar a acelerar la, a veces, resistente culminación de la digestión mientras otros acompañaran con fétidos acordes intestinales sus fructíferas labores deyectoras. A nadie se le ocurriría, efectivamente, porque todos sentimos una innata aversión a compartir los momentos finales del proceso.

En cambio, por alguna razón misteriosa, a casi ningún mortal le representa un problema compartir el inicio de ese mismo proceso, cuando esta fase temprana es casi igualmente vomitiva que la fase tardía. Tener enfrente a un organismo que abre la boca y mete en ella un trozo de alimento; ver cómo sus mandíbulas lo trituran produciendo nauseabundos sonidos pastosos; contemplar con horror cómo se afana en hablar mientras come, mostrando en la negrura de su cavidad bucal, sobre una lengua rosada, fragmentos de comida a medio deglutir, en un incipiente y repulsivo bolo alimenticio aglutinado por una masa salivar que ya ha comenzado su implacable proceso de disgregación; sufrir el bombardeo ocasional de  pequeños perdigones de alimento y saliva que aterrizan en platos ajenos, esparciendo su cochina contaminación; ser testigo de la metamorfosis de esas mejillas que se van sonrosando por el ejercicio muscular deglutorio y la simultánea ingestión de vino, esos ojos que se van tornando vidriosos por la gula, ese en grado extremo infamante ascender y descender de la prominencia laríngea que llamamos “nuez de Adán” y que delata el despacho a las interioridades del tubo digestivo de otro lote de material orgánico ya listo para su procesamiento… ¿No es todo ello igualmente abyecto que la actividad que tiene lugar al otro extremo del intestino? ¡Y qué decir de la amenaza de unas mejillas que se hinchan por la presión de incontenidos eructos que, ascendentes por el garguero, aun amortiguados por unos labios sibilantes, son expelidos a un aire que no pueden evitar respirar los demás comensales que comparten tan asquerosa experiencia gustativa! Y sin embargo, todo el mundo parece disfrutar comiendo en público, sin el más mínimo pudor. Si la humanidad retuviera un resquicio de sensibilidad, si no hubiera perdido ya todo vestigio de recato y decencia, mantendría con respecto a la ingestión de alimentos la misma actitud reservada y recoleta que tiene para su defecación. 

De hecho, hay escasas noticias de gente lo suficientemente sensible y refinada como para haber comprendido esto. Es sabido que los papas solían comer solos, aunque ignoro si también en eso se han doblegado a las vulgares costumbres de la plebe. En cualquier caso, era una inteligente actitud. ¿Cómo esperar sentidas y genuinas reverencias de quienes les hubieran visto en tan estomagante y mundana actitud? Supieron entenderlo y ocultarse al mundo en tan infamantes labores, ya fueran de inicio como de conclusión del proceso digestivo. Asimismo, he tenido noticia de algunos máximos dirigentes militares que obraban de igual forma, por mantener el respeto de sus subordinados. Pero son una minoría tan insignificante que, a todos los efectos prácticos, no existen. La humanidad permite, con descaro e insolencia, que se le vea comer, aunque sea como cerdos, dicho esto con el debido respeto hacia los porcinos, ya que, en definitiva, no hacen ni más ni menos que lo mismo que nosotros, con ligerísimas variantes gestuales y acústicas que, en lo esencial, nada cambian.

En una sociedad realmente civilizada, los restaurantes deberían estar dispuestos de tal forma que nadie viera ni oyera a los demás, sino que cada comensal efectuara su ofensivo cometido en la más absoluta privacidad. Estarían, pues, dispuestos a modo de enormes colmenas compuestas de minicomedores individuales, los cuales, exteriormente, en poco se diferenciarían de los cubículos privados que nos son tan familiares para realizar las igualmente necesarias tareas excretoras. En las casas, las mesas de comedor tendrían la forma de una herradura, sentándose todos los comensales en la parte interior, de tal forma que nadie viera a los demás. Se puede objetar que, si bien es cierto que tan ingeniosa disposición evitaría a todos el inmundo espectáculo visual de la deglución ajena, no impediría, sin embargo, que se oyeran los ultrajantes sonidos inherentes a tan vergonzosa labor, pero, al ser todos miembros o amigos de la familia, podría excusárseles tal falta de pudor. 

De esta forma tan sencilla, podría la raza humana elevarse un peldaño más en la carrera evolutiva y ennoblecer un poco sus hábitos de convivencia. Mire cada uno a su vecino: ¿no sentiría más respeto por él si nunca le hubiera visto en el infecto acto de masticar y tragar? ¿Si nunca hubiera visto su boca ocupada en otro cometido que no fuera el de hablar? Aunque…, bien pensado, incluso el acto de hablar puede resultar bastante fétido y ahuyentador, pero eso escapa ya al objeto de este modesto ensayo sobre la dignificación del acto de comer. Señoras y señores: ¡buen provecho!

José-Pedro Cladera ©