LA BRUMA.
Sara quedó con su hija Béa en llevarla por la tarde para
volver a observar a los extraños diminutos del encinar. La niña estuvo todo el
día emocionada. Iba a ver seres de cuento pero reales y su pequeña cabecita
componía y recomponía con imaginación juegos como si realmente los pudiese
hacer.
Sara comenzó a preparar la merienda para su hija. Quedaba
bizcocho del día anterior. Cortó un trocito, cogió un plátano del frutero y
unas onzas de chocolate. Su hija que la
miraba con ansias de salir dijo: -Mamá. ¿Podemos llevar un trocito para ellos?
-No sé si comerán estas cosas, pero probaremos-. Cortó otro
pedacito, lo envolvió en una servilleta de papel grande y roja y junto a un
botellín de agua lo metió todo en la pequeña mochila de Béa.
La tarde otoñal era hermosa y sin viento, así que decidieron
ir andando para dar un paseo.
-¿Falta mucho mamá?
¡Me canso!
-Ya falta poco, -dijo su madre, y pensó que quizás fuese
mucho trecho para ella, pero recordando que era un torbellino de la mañana a la
noche, no creía que fuese para tanto la caminata. No obstante hicieron un
pequeño descanso; se sentaron en unas
piedras al borde de la carretera y contemplaron el paisaje con sus
grandes montañas y valles.
Por fin llegaron. No había manzanas en el suelo, ni seres
extraños pululando entre la hierba, solo vacas pastando en la parte alta de la
finca.
-¡Yo quiero verlos! ¡Yo quiero verlos! -decía la niña.
Fueron derechas hacia las rocas con las encinas, y en la
penumbra vieron a los pequeños seres acurrucados en el tronco vacío, y al ver a
quién les había ayudado, salieron de su escondrijo. Se conoce que tenían miedo
de las vacas.
Béa estaba asombrada y dichosa.
-¡Hola! ¿Queréis merendar conmigo? Y sin pensárselo dos veces
sacó la merienda de su mochila y el trozo de bizcocho para ellos, que relucía
en medio de la gran servilleta.
Los diminutos seres se pusieron alrededor mirando como comía.
-¿Veis? Esto se come, está muy rico. Lo ha hecho mi mamá.
Uno de ellos, el más alto y atrevido dio con su manita un
pellizco, se lo llevó a la boca y se lo comió. Al rato fueron todos los demás y
poco a poco la servilleta grande y roja se quedó vacía. Ahora parecía una gran
alfombra para ellos en la que mostraban su contento levantando sus bracitos,
cual alegre baile.
De repente, todos se fueron hacia el montón de bellotas y se
pusieron a trabajar. Al rato pusieron con gran alboroto en la muñeca de Béa una
graciosa pulsera hecha con los frutos ensartados en un trozo de junco.
-¡Mamá, mamá, mira qué bonita! La niña estaba encantada con
el regalo.
La tarde iba pasando. De pronto el sonido de los campanos se
escuchaba cada vez más y más cerca. Eso significaba que las vacas estaban
bajando hacia donde ese encontraban ellas.
Salieron del recinto y contemplaron estupefactas que una
bruma algodonosa se acercaba vertiginosamente y por eso los animales se ponían al resguardo en la zona
baja. En pocos segundos todo quedó blanquecino.
-¡Mamá, qué miedo! No veo y ahora hay vacas.
Aquello, que comenzó como una bruma, se había convertido en
una espesa niebla, y lo peor era que habían venido andando.
-Será mejor llamar a tu padre para que venga a recogernos. Me
imagino que ya habrá venido del trabajo.-dijo Sara echando mano al bolsillo en
busca del teléfono móvil, y sacando la mano vacía. ¡Se lo había dejado en casa!
Sara no tuvo más remedio que coger a su hija en brazos.
¡Cómo pesas, que grande estás ya! –la dijo, estrechándola
entre sus brazos y dándole un sonoro y largo beso.
Menos mal que las vacas eran tranquilas; algunas estaban ya
tumbadas y pudo ir esquivándolas hasta llegar al camino que enlazaba con la
carretera.
-Bueno cariño, ya estas a salvo, pero me temo que tendrás que
caminar agarrada de mi mano hasta llegar a casa.
Béa miró a su madre con cara compungida y se apretó contra
ella. Iban despacito y por la orilla, encima de la raya blanca para no tener un
susto.
Ya comenzaba a oscurecer y vieron en ese momento que la verja
de casa se abría y salía un coche.
-¡Es papá! –dijo Béa- Y efectivamente su padre se estaba
preocupando un poco al ver que anochecía y que el móvil se había quedado en el
mueble de la entrada.
Su hija se tiró en sus brazos…
-¡Papá, papá! Tenemos que contarte una aventura. Existen unos
seres muy diminutos…
Mª
EULALIA DELGADO GONZÁLEZ
Noviembre
2014