sábado, 18 de enero de 2014

LA PLAZA





            La fortificada. La del pueblo. La de abastos. La de toros. La del garaje de la comunidad.  La que sale a concurso público, y todo el mundo corre que pierde el culo para poder ocuparla…

            Pues verás: Esta es la historia  transmitida de forma oral, de una saga  que nació en aquél  tiempo, y que murió  anteayer.  Nació arriba, en lo más alto de la PLAZA FORTIFICADA que había en su pueblo, y fue el hidalgo  más hidalgo de todos los hidalgos.  Me explico: Fue Hidalgo de Cuatro Costados: Porque hidalgos fueron sus padres y sus cuatro abuelos. Fue  Hidalgo de Quinientos Sueldos: Título que le concedió el Rey, para recompensarle de alguna forma de los insultos, e “hijoputeos” que sus plebeyos le dedicaban cada vez que este les reclamaba para su señor el Rey, la mitad de cuanto producían con el sudor de su frente. Fue Hidalgo de Bragueta:  Por haber tenido siete hijos varones consecutivos, y aunque siempre fue del título que más orgulloso estuvo, nunca acabó de estar totalmente satisfecho  pensando él que  para mayor conocimiento del pueblo bajo, debieron haberle condecorado con un blasón  colgando de semejante sitio.

            El mayor de aquellos siete hijos que fue   quien  por derecho de primogenitura heredó la hidalguía, se fue a vivir extramuros, y con parte  de los quinientos sueldos de su afortunado padre, saltó la muralla, y   se construyó una mansión blasonada en el lugar más soleado de la PLAZA DEL PUEBLO. Como él no tuvo que exigir  a nadie diezmos y primicias para su señor el  Rey porque los que vivían en torno suyo nada tenían, ni dispuso de una bragueta tan activa y acertada como para fabricar siete hijos varones  consecutivos, tampoco gozó de los privilegios de su señor padre. Por ello no le quedó otro consuelo  más que dedicarse con verdadero interés a favorecer cuanto pudo a los hijos de sus vasallos  cuando estos contraían matrimonio, y   practicó  con entusiasmo y verdadero denuedo   el derecho de pernada.   Los avasallados se sintieron todos sobradamente alagados, porque  ni siquiera las más fea y desdentada de las novias que se casó con el hijo medio idiota  de su cuidador  cerdos, fue despreciada por el hijo mayor del Hidalgo de Quinientos  Sueldos y Bragueta. El hijo del cuidador de cerdos supo lo que era la dicha cuando a la mañana siguiente su señor le devolvió a su dama con los caminos  suficientemente abiertos para que se moviera por ellos a su antojo, y encima les regaló la tierra necesaria para que pudieran plantar…  ¡un geranio en un tiesto!

            Tras dos o tres   generaciones de hidalgos “pernadeando” sus derechos a diestra  y siniestra, sin despreciar ni una sola criatura de cuantas de cintura para arriba tuvieran dos glándulas mamarias, y con el único fin de alagar  con ello a los hombres que perdían el sudor y la salud trabajando para estos, llegó el hidalgo que se hizo responsable de la PLAZA DE ABASTOS.

            Como ya eran  muchas generaciones comiendo del presupuesto del Hidalgo de la bendita Bragueta, este descendiente, que de tanto menguar, en lugar de ser “hijo de algo”, ya casi era “hijo de nada”, se inventó un derecho que años más tarde le copiaron los ayuntamientos de todo el mundo: Por si los míseros labriegos  no eran ya bastante pobres que tenían que quitarse la comida de la boca y venderla en la PLAZA  para obtener un dinero con el que comprarse un jubón   y unos calzones que cubrieran sus vergüenzas, en derecho a que era un descendiente de aquél  de los siete hijos varones, y que como él vivía en la PLAZA DEL PUEBLO que ellos habían convertido en PLAZA DE ABASTOS donde vender sus mercancías y le molestaban con tanto ruido de carros y carretas, les obligó a pagar un canon por cada producto a vender.  Como la cosa le fue bien, también creó, y también se lo copiaron los ayuntamientos, lo que se le dio por llamar “Subida de Impuestos”, que desde aquél momento y hasta nuestros días, no ha dejado de crecer.

            Como el hambre agudiza el ingenio, al “hidalgucu” de la  quinta o sexta generación  se le iluminó una vela de sebo en el cerebro, (y digo vela de sebo porque entonces no existían las bombillas que años más tarde dieron luz con mucha más intensidad),  y se quedó boquiabierto viendo como un toro de su propiedad, envistió a una vieja que vestía un refajo colorado,  y la dejó colgando de las ramas más altas de un  castaño cercano. “¡Pues coño! Si yo le quito el refajo a la vieja, y engaño con él al toro, a lo mejor me divierto un rato. Así descanso un poco de ejercer tanto “derecho de pernada”, que me está pareciendo a mí que  los jóvenes estos de nueva generación, están empezando a torcer un poco el morro, en lugar de estar agradecidos como hasta ahora lo estuvieron sus antepasados. Y sin más,  se inventó la PLAZA DE TOROS.

            Bordeó con carros la PLAZA, y después se fue hasta el castaño  para descolgar a la vieja y quitarle el refajo colorado. Mientras lo hacía, tuvo un acceso “perneal”, pero se contuvo al no descubrir bajo el refajo más que huesos y pellejos,  y olvidándose del asunto mandó encerrar al toro bravo  dentro de la empalizada hecha con los carros, a la que desde aquel  momento todos llamaron PLAZA DE TOROS.

            Ocurrió que un día de aquellos pasó por allí Goya, en busca de viejas con refajos y de majas sin ellos para pintarlas en sus cuadros,   se quedó mirando como el Hidalguín jugaba con el toro y el refajo, le encantó la fiesta y aplaudió a rabiar. Volvió al día siguiente y al otro día  corriendo y de prisa, acompañado siempre de la   maja con pintas de duquesa,  a quien para tal evento  había vestido con el  único fin de que no se le acatarrara, y como quiera  que los plebeyos del pueblo sintieron curiosidad por el juego, por el pintor y por su modelo, llamaron al festejo Corridas Goyescas, a consecuencia de las carreras del pintor.   El sucesor de la hidalga bragueta vio en semejante afluencia de gente  un negocio, y   puso un precio de entrada a la fiesta. Sus descendientes vivieron del toreo hasta tres generaciones más.  La cadena se rompió el mismo día que tomó la alternativa  “Hidalguete IV”, quien para el momento  se había mandado  hacer una capa colorada, al haber terminado con la colección de refajos rojos  requisados  de entre todas las ancianas  del lugar.  El citado hidalguete  intentó arrimarse al toro  mientras le engañaba con su capa flamante, y cuando finalmente le mató a base de sablazos que le dio por un lado y por el otro hasta dejarle hecho un santocristo, el pueblo entero se tiró al ruedo y entre todos le sacaron a hombros. “!He triunfado,  he triunfado!”,  Gritaba Hidalguete IV. Pero al poco tiempo se desengañó cuando el más anciano  del pueblo le advirtió a tiempo:  “Chaval, bájate de ahí, que a donde te llevan es a tirarte de cabeza el río”….

            Para entonces el mundo se fue modernizando. Los hidalgos se fueron quedando sin hidalguía, se fueron quedando  también sin los impuestos porque se hicieron  cargo de ellos los ayuntamientos que son muy listos. Los abusos, (que estos nunca fallan),  cambiaron de dueño y de formas, por lo que,  como consecuencia de esto y de algunas cosas más, el descendiente de Hidalguete IV que a la sazón vivía ya, eso sí,  (en un moderno  bloque de edificios), se encontró tan faltos de recursos,  que tuvo que vender al mejor postor la PLAZA DE GARAJE que  tenía en el sótano. Con el producto de esta venta comió la familia una temporada, y  él  acudió a una academia  donde se preparó  concienzudamente  para opositar a ocupar una PLAZA de auxiliar,  en la  oficina  de recaudación de hacienda que había en el pueblo, porque necesitaba trabajar, y porque además  siempre fue  vocación  de su familia recoger dinero ganado con el sudor ajeno.

            Le  dieron el formulario de treinta y siete  folios  y medio que rellenó con toda corrección. Sacó la mejor puntuación entre  los ocho mil quinientos opositores, y… ¡Suspendió! Fue a reclamar cargado de razones, y le aseguraron que de chanchullos ¡nada! Simplemente no había leído la letra menuda. Allí lo tenía todo clarísimo: Había que haber nacido entre las seis y las ocho de la tarde,  de un veinte de junio, y tener en el glúteo derecho una peca con forma de dos lentejas y media. Él no reunía estos requisitos, y daba la casualidad de que el hijo del primo de la novia del director de la oficina, sí los reunía. ¡Más claro, ni el agua!

            El Hidal…nada,  salió tan desconsolado de aquella justa injusticia, que se tiró de cabeza al mar, y como el “Hidal…nad”a, no nadó, sepultó la saga y su  historia en el fondo del mar, matarile-rile-rón ¡Chimpón!

Jesús González ©

LA PLAZA DEL LOCO





Acababa de cumplir ocho años cuando a mi padre, oficial de Artillería, le destinaron a Mahón. Vivíamos en unos pabellones militares junto a una amplia plaza ajardinada, donde nos encontrábamos los amigos después del colegio y los domingos. Los niños jugábamos partidas de canicas, le dábamos al balón o intercambiábamos cromos. Si teníamos algunas perras gordas, comprábamos chucherías y nos las apostábamos a ver quién daba antes la vuelta a la plaza en bicicleta. Las niñas jugaban en los columpios y toboganes, se contaban cosas del colegio y siempre se reían, y nunca sabíamos por qué. La plaza era donde más a gusto estábamos y pasábamos allí todo el tiempo que nuestros padres nos permitían.

Como todas las plazas importantes de cualquier ciudad por aquel entonces, tenía el nombre de algún personaje decisivo de la guerra civil. Pero de eso no fui consciente hasta muchos años más tarde, porque, en aquella época, nunca nos referíamos a ella por su nombre. Para nosotros, era la “Plaza del loco”.

“El loco” era inseparable de la plaza. Sentado siempre en una esquina donde, si había sol, daba todo el día, apoyado contra la pared, miraba pasar a la gente sin inmutarse. Su mirada era desconcertante, porque cuando la dirigía hacia ti, sus ojos, muy abiertos, parecían enfocar a algún lugar por detrás de tu cabeza, de manera que no tenías nunca la certeza de a dónde miraba. Si alguna vez, cosa rara, soltaba alguna palabra, no se le entendía, porque tenía el labio inferior como descolgado hacia un lado y no articulaba bien. Era delgado, algo mayor que mi padre, pero no recuerdo mucho más de su aspecto físico. Lo que sí me quedó grabado, supongo,  que porque uno esperaría justo lo contrario, es que no tenía pinta de vagabundo, ni iba sucio, ni pedía nada. Simplemente, estaba.

La gente del lugar no le hacía ni caso; pero nosotros, los niños de la plaza, sí. Éramos crueles y, a menudo, nos divertíamos gritándole alguna impertinencia: ¡loco!, ¡zumbado!, ¡te falta un tornillo! y cosas por el estilo. El desdichado simulaba que no nos oía y seguía en su limbo, como si tal cosa. Se limitaba a mirarnos con sus ojos trastornados que nos daban miedo, pero no recuerdo una sola vez que contestara a nuestras insolencias o hiciera ademán de salir corriendo tras nosotros ni nada por el estilo.

Cuando se ausentaba, supongo que para irse a comer o cuando tenía ganas de orinar, lo que hacía en un bar cercano donde no se oponían a que usara los lavabos, marcaba su territorio, ¡pobre necio!, no fuera que a alguien se le pasara por la cabeza quitarle el sitio. Para ello, dejaba en su rincón cualquier cosa que se le ocurriera, como algunas flores que arrancaba de los jardinillos de la plaza o, si rondaba por allí el municipal, algún trasto que sacaba de las papeleras: una caja de cartón, una botella vacía, cualquier cosa. La gente del lugar, que estaba ya acostumbrada, se encogía de hombros y ponía los ojos en blanco, como diciendo ¡qué le vamos a hacer!
El loco era casi como una estatua, así que a veces te olvidabas de que existía. No hablaba, apenas se movía, no reaccionaba ante las burlas, no se enfadaba con nadie. Miraba a la gente, pero se diría que no la veía. No mostraba emociones, parecía no tener sangre en las venas. Sólo una cosa le sacaba de su estado casi vegetativo: cuando pasaba cerca de él alguna niña, el loco se transformaba.

Mis hermanas, uno y dos años menores que yo (eran otros tiempos y, a mis ocho años, era ya el mayor de una familia numerosa), tenían prohibido, al igual que todas sus amigas, acercarse a aquella esquina. Nuestros padres les advertían que, si las atrapaba, podía hacerles “cosas feas”, así que mucho cuidado con él. Cuando alguna, por malicia o por descuido, se le acercaba, el loco se alteraba mucho, agitaba los brazos llamándola con gestos para que se acercara más y, con su expresión alelada, balbuceaba palabras que nadie entendía. Las niñas corrían asustadas y nosotros, si éramos testigos de la escena, insultábamos al loco para que las dejara en paz. De hecho, nunca pasó nada y la cosa siempre acababa con el pobre desgraciado regresando, resignado, a su ensimismamiento.

A veces, cuando se incorporaba un nuevo miembro a nuestro grupo de amigos, algún recién llegado a los pabellones militares, algún nuevo compañero del colegio, había que “iniciarle”, así que provocábamos la reacción del loco valiéndonos de un par de niñas que accedieran a pasar cerca de él. Invariablemente, se repetía el ritual: su repentino despertar al mundo, sus intentos de acercar a las niñas, la salida de éstas a la carrera y las risas y burlas de todos nosotros. Éramos perversos.

Al cabo de dos años, mi padre recibió otro destino y nos fuimos de Mahón. Tardé casi cuarenta en volver, esta vez de vacaciones con quien era entonces mi pareja. Naturalmente, después de tanto tiempo, contaba con que los sitios donde había vivido no serían ya tal y como los recordaba, pero, de hecho, los pabellones militares seguían casi exactamente igual y la plaza no estaba tan diferente como cabía esperar tras cuatro décadas. Había más tiendas, claro, y muchos más coches, y semáforos y mucha más gente, pero nada de todo eso había cambiado sustancialmente la plaza. Lo que sí la había cambiado es que el loco no estaba y, sin él, aquel lugar me resultaba raro, incompleto. Era como mirar un cuadro muy familiar al que, de repente, le hubieran borrado un personaje. Sin aquel enajenado en su rincón, era una plaza más, como tantas que he conocido en otras ciudades. Había perdido su singularidad: no era ya la “Plaza del loco”.

Aquella noche, en la cama, en la oscuridad, repasaba las experiencias del día y no conseguía apartar el recuerdo de aquel infortunado. Me preguntaba qué habría sido de él, si habría acabado en algún manicomio, si habría estado loco desde siempre, si alguna vez habría tenido una familia, si habría muerto de viejo o de alguna enfermedad… Faltaba un final para aquel episodio de mi niñez que, súbitamente, había resucitado después de tantos años. 

A la mañana siguiente, con el consiguiente enfado de mi pareja, decidí que iba a dedicar el día a intentar averiguar qué había sido del loco. Y, ¡lo que son las cosas!, apenas me costó esfuerzo, ya que me dirigí de entrada a unos ancianos que vivían por los alrededores y resultó que lo recordaban muy bien. Me enteré por ellos de que tenía una hermana, y me proporcionaron suficientes datos para poder encontrarla. Por lo visto, fue ella quien le cuidó desde que enloqueció hasta que una neumonía se lo llevó hacía ya bastantes años.

El piso de la hermana del loco estaba a unos diez minutos andando desde la plaza. Me encontré con una anciana amable, de mirada bondadosa, con buen aspecto y a la que su avanzada edad no parecía haber hecho mella en su memoria ni en sus ganas de hablar. En esencia, esto es lo que me contó:

"Se llamaba Felipe. A los veintidós años, era un joven apuesto, guapo, simpático, trabajador y sobre todo, insistía, una buena persona. Un buen día conoció a una chica, unos cuantos años mayor que él, que había llegado de Dinamarca de vacaciones, y se enamoraron apasionadamente. La cosa les cogió tan fuerte que la danesa no quiso ni regresar a su país, así que se quedó a vivir con él, para escándalo de muchos lugareños, que, por aquel entonces, consideraban aún ese comportamiento como ignominioso.

Tuvieron una niña preciosa. El cruce de sangres de los padres proporcionó a la pequeña una belleza, mezcla de rasgos mediterráneos y nórdicos, que resultaba exótica en la isla, lo que daba a la criatura un encanto especial. Felipe la adoraba y, como trabajaba desde temprano hasta muy tarde y siempre la veía dormida los días laborables, esperaba ansioso los fines de semana y los días festivos para no despegarse de ella, para saborearla todas las horas del día. Nada en el mundo podía hacerle más feliz que llevarla en brazos, jugar con ella, leerle cuentos en la cama para que se durmiera. Se sentía muy afortunado.

Un día, cuando la niña acababa de cumplir cinco años, Felipe, al volver del trabajo, se encontró con que ella y la madre habían desaparecido. Nunca más volvió a saber de ellas. La policía de la isla siguió su rastro hasta Copenhague, pero ahí lo perdió. La policía danesa no tenía constancia de que estuvieran en Dinamarca, debían de vivir en algún otro país. No hubo forma de encontrarlas. Felipe gastó en buscarlas todo cuanto tenía y, en su empeño, se le fueron sus ahorros, su crédito, su piso, su trabajo… Lo perdió todo.

El muchacho alegre y enérgico de antes fue cediendo paso a un hombre envejecido, agotado, taciturno, nostálgico, doliente. No saber dónde estaban, ni siquiera por qué no estaban, era un tormento que no pudo soportar. Y un día, como si alguien hubiera activado un interruptor en su cabeza, se volvió loco.

De no haber sido por su hermana, habría muerto en las calles de Mahón como un perro abandonado; pero ella se ocupó de él, de que fuera aseado, de que comiera todos los días, de que durmiera en casa. Tenía la esperanza de que, con sus atenciones y con el paso del tiempo, algún día su hermano recuperaría la cordura. Nunca ocurrió.

No hablaba ya con nadie, ni con su hermana. Se pasaba el tiempo en su esquina de la plaza, mirando embobado a la gente, perdido en sus tinieblas mentales, cayendo cada vez más hondo en un pozo de oscuridad y de vacío. En su mente enferma, el tiempo se había detenido y su hija, por más años que pasaran, seguía y seguiría por siempre teniendo la edad, el aspecto, la voz y la risa de la última vez que la vio.

Entonces me contó la anciana algo que me heló la sangre y me quedó grabado como a fuego. El pobre infeliz, en su rincón de la plaza, sólo emergía de su pozo de tinieblas cuando veía a una niña cerca. En algún lugar profundo de su mente trastornada se encendía una chispa, sus ojos se abrían aún más, sus brazos se agitaban en dirección a la niña tratando de atraerla hacia sí… para preguntarle si había visto a su hija. Simplemente quería saber si había visto por ahí a su hija"

El día que acababa mi estancia en Mahón, antes de dirigirme al aeropuerto, pedí a mi compañera que detuviera un momento el coche de alquiler frente a la esquina de aquel hombre a quien ya nunca recordaría sin que me asaltara un sentimiento de amargura. Unos transeúntes me miraban con recelo cuando me bajé del coche, arranqué una flor de un jardinillo y la deposité en el suelo en un rincón de la plaza. No podían saber a quién pertenecía aquel rincón ni, de haberla oído, habrían comprendido mi despedida: “Felipe, perdóname”. Debieron pensar, simplemente, que estaba… loco.

José-Pedro Cladera ©

DE LA PLAZA...



De la plaza se escribe en un momento
y diría, que casi en un instante,
porque hay plazas que están en el silencio
mientras otra destacan por las tardes.

Son las plazas tranquilas de los pueblos
con rincones perdidos y con parques,
donde crecen los árboles diversos
y marchitan susurros las edades.

Porque siempre. en la plaza, manda el tiempo,
el reloj de los niños irreales,
el juguete de ancianos, tan traviesos,
que divide sus pechos en mitades.

Corazón de la plaza, y de los pueblos,
es la fuente cubierta de saudades,
donde mojan las niñas sus pañuelos
y sus labios de seda virginales.

Más no olvido la plaza y el albero,
donde el toro se muestra desafiante,
y un torero, con pinta de maestro,
planifica, con él, cualquier detalle.

Una capa que luce con el viento,
una linda muleta para el aire,
un traspiés y una ofrenda al universo,
dedicado a ese público que aplaude.

Porque todo en la plaza es movimiento,
y hasta tiemblan palillos y timbales,
cuando llega la hora y un lucero
atraviesa el espacio con su sangre.

Ya se cubre la plaza por el fuego
y el rubor encendido de la calle,
marabunta de tontos y de genios
con aplausos marchitos que les salen.

Otra plaza me espera en el talego,
es de piedra y de formas triangulares,
entre muros de artistas muy someros
con almenas altivas, principales.

Es allí donde callan los pañuelos,
donde crece la angustia de la carne,
donde surge la duda y el tormento
y se elevan banderas a los ángeles.

Más hay plazas carentes de remedios
que se buscan y piden, por mitades,
cual si fueran limosna y entretiempo
de un mendigo, tal vez, o de un feriante.

Más tu plaza en la vida es un misterio,
como es la del niño que ahora nace,
sin saber si la calma y el sosiego
estarán a su lado y a su alcance.

"...De la plaza se escribe en un momento
aunque hay una muy fuerte y sin retales,
porque yo la conservo aquí, en mi pecho,
para ti, deseando que la alcances..."

Rafael Sánchez Ortega ©
14/01/14

TARDE DE REENCUENTROS.

 
Me puse el abrigo rojo de todos los días. Cogí mis botas de agua, la bufanda y ya estaba lista para mi paseo diario.

Es el mejor momento del día. Solo escucho mi voz. El mundo se vuelve mudo. Reflexiono sobre lo que ha acontecido en el día y los problemas que no he solucionado. Es mi momento y de nadie más.

Pero hoy no parece un día cualquiera. Lorezo me acompaña esta tarde para iluminar mis pasos, o eso imagino yo. Voy mirando las líneas que forman las baldosas del parque y dejo que ellas me guíen. El viaje ya está marcado.

Somos ellas y yo. No me juzgan, no me piden explicaciones ni si he tardado en visitarlas, solo se alegran de mis visitas y son amigas fieles, pero mudas.

De repente escucho una voz conocida. Cierro mis pensamientos y de forma silenciosa me despido del parque. Levanto la vista y me encuentro con miradas de cariño, con sonrisas cómplices. Nos saludamos como cada lunes que tenemos Taller, alegres de reunirnos y de compartir un poco de nuestros sueños que solo el parque conoce.

Jezabel Luguera González ©

EL TREN DE LA NADA






Llegaste a mi andén
y mi alma se desbordó contigo
empapándose de alegría al nacer a ti,
y trajiste la calma a mis mañanas de desasosiego
y a mis noches sin nada
que me sonaron a…
¡vida…
aliento…
vida…!

Pero, la confusión se ensañó de nuevo conmigo
y mi enlace a ti
se volvió distancia,
porque todo me entregaste
y nada supe dar
¡nada…
vacío…
nada…!

Volví de nuevo a la estación
y me perdí entre las sombras
para buscar la ternura
a través del reflejo hipnotizante
de mis lágrimas,
aunque sabía de tu marcha…
¡distante…
ausencia…
distante…! 

Y miré aquellos raíles
eternizándose tras el final de un convoy
que marcaba la frontera
por donde dejé escapar, otra vez,
ese tren que me trajo el amor.
Y guardé el inerte billete,
con el número de asiento 494,
cerca de mi corazón dolorido
que palpitaba en una lejana reverberación
¡dilatándose…
contrayéndose…
dilatándose…!

Sigo yendo al andén.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
Navidades 13-I-2014