sábado, 31 de mayo de 2014

ES POSIBLE.


Yo tenía la esperanza
de encontrar en mis papeles
una estrella,
un recuerdo ambibalente de mi infancia,
pero no, allí no estaba.
Y al final tuve que ir a los rincones
del pasado a buscarla,
a encontrar en las cenizas agridulces
de mi vida ese ocaso prolongado
y la agonía de otra vida y un suspiro
que nació, no sé muy bien,
ni en qué lugar ni con que objeto,
y con deseos de grandezas
a buscar a las estrellas y sirenas
de una playa indefinida.

Sin embargo me encontré las marejadas
con las olas tan gigantes y robustas,
ese líquido bravío que salpica
y que se estrella por las costas,
destrozando los navíos
y llevando hasta la muerte
tantas vidas inocentes.

Pero todo se conserva en los cuaderno
que yo digo,
en los cientos de cuartillas
que destacan con su tinta
y proclaman mil palabras
y hasta hacen que las páginas sagradas
tomen forman y sus latidos
rompan siempre ese silencio prolongado
en que se encuentran.
Porque todo es poesía en ese acto,
en ese estado,
en el letargo inconfundible en que quedaron
tras formar tantas palabras
que decían muchas cosas coherentes
y en romper tantos cristales de las almas.

Hay un blanco al que disparan
y un objeto al que señalan.
Y es a mí,
a mi persona,
al presunto sabedor de tantas cosas
que confiesa su ignoracia
por aquellas más sencillas,
al sombrero de una humilde marioneta
que se mueve con el viento,
al pasayo que pasea por el circo de la vida,
con su eterno balbuceo,
proclamando las verdades
en que nadie ya se fía,
porque son frases sesgadas de una lengua
que es de trapo
y que pudo ser el canto del malvís
en un suspiro que trazaron los poetas.

Pero no, todos mis sueños se esfumaron
y bajé sin mis papeles a la calle,
a buscar en los rincones
las humildes lagartijas que buscaban los calores
de un verano que no llega.
El otoño que persigue con empeño
a mis pisadas
y me sigue tras las huellas,
como un hada más bien negra,
que no quiere separarse de mis huesos.

Y aquí estoy, con las tijeras
y el remiendo de unos trajes en desuso,
intentanto componer una esperanza,
unas frases sin sentido,
el esbozo sin igual de una locura,
un poema que no suene y que se muera
en poco tiempo,
ya que nadie es el culpable de esta suerte
que me toca.

¿Me pedías que te hablara sin pasión
y sin careta?...
Eso hago, no lo dudes,
y aquí están estas palabras,
estas frases,
y este aroma que no lleva ni esperanzas,
ni te habla del ocaso,
ni tampoco te menciona marejadas,
y se quedan con su tinta en la despensa
y ese vino, con aroma de tomillo,
que es el blanco que me tomo en un suspiro
mientras fumo mi cigarro y te contemplo.

Rafael Sánchez Ortega ©
26/05/14

LA ESPERANZA




Eran tiempos sin televisión ni teléfonos móviles. De hecho, tampoco había teléfonos fijos en las casas. En la plaza del pueblo, bajo un rótulo que rezaba Centralita Telefónica, se hallaba un cuchitril donde una operadora metía y sacaba clavijas en un cuadro lleno de agujeros mientras un par de sufridos parroquianos esperaban pacientemente a que les pusieran sus conferencias. La vida transcurría sin prisas en Cantalejos del cruce.



El alcalde Melitón, de pequeño, había sido enviado a estudiar a Madrid, a casa de unos parientes. Con los veinte cumplidos, consiguió el angelito acabar el bachillerato y, en plena euforia intelectual, se matriculó en primero de Derecho. Cuando suspendió todas las asignaturas, su padre se presentó en Madrid, le dejó el cayado marcado en la espalda y se lo llevó para el pueblo, a trabajar y dejarse de perder el tiempo.



Melitón había perdido su deje andaluz y hablaba fino. Las gentes del pueblo se quedaban boquiabiertas por su forma de darle al pico, al tiempo que le consideraban un fantasmón de mucho cuidado. No obstante, al cabo de los años, como había estudiado en la capital y “sabía de leyes”, fue elegido alcalde por aclamación.



Buenas gentes las de Cantalejos del cruce: sencillas, solidarias, con esa alegría de vivir que se da en Andalucía más que en cualquier otra región de España. Sentían por su alcalde un singular afecto y nunca faltaba quien le despidiera cariñosamente cuando iba a la ciudad en su automóvil, el único del pueblo y que se arrancaba dándole vueltas a una manivela.



―¡Cómpratun burro y no te cansará dándole a la manivela, coño!



―¡Hala, a la siudá a haserte er señorito mientra tu muhé cuida la oveja, cabrón!



Expresiones, todas, hechas sin ánimo de ofender, por supuesto.



La Herminia y la Jesusa, armadas con sus respectivas cestas, iban al huerto para recoger tomates. Como negras sombras recortadas contra el azul violáceo del ocaso, las dos ancianas andaban penosamente por el camino polvoriento cuando, al pasar junto al pajar de Policarpo, oyeron unos gemidos. Se miraron la una a la otra y, sin cruzarse palabra, se lanzaron al interior con brío legionario.



El culo peludo y salpicado de granos de Fermín, los pantalones en los tobillos, apareció ante ellas en todo su repulsivo esplendor. Como serpientes constrictoras enrolladas a la cintura del mozo, unas piernas blancas y desnudas se contraían y expandían al ritmo de una gimiente marejada. Enfrentado al asalto de las dos octogenarias, Fermín dio un brinco y salió corriendo. La hembra de las serpentinas piernas se bajaba presto las faldas y recogía sus prendas íntimas esparcidas sobre la paja.



―¡Pero si éh la jodía de la Ehperansa! ¡Te vi a matá, degrasiá! 

―espetó Herminia, arreándole con la cesta en la cabeza.



―¡Se lo vi a contá a tu padre y te va tú anterá, joputa! ―le enjaretó Jesusa al mozo, que corría dando saltos hacia la puerta, cubriéndose con una mano la cabeza de los cestazos, mientras con la otra se afanaba en subirse los pantalones, complicada maniobra dado su estado de excitación.



―¡Ay, Dióh mío del amor hem-moso! ¡Qué vamo hasé contigo, perdía, máh que perdía! ―se lamentaban Herminia y Jesusa, mientras Esperanza, recuperada la compostura, les suplicaba que no se lo contaran a sus padres.



Las viejas, a sus años, hacía tiempo que habían aprendido cómo guardar un secreto. Lo habían aprendido, pero nunca lo habían puesto en práctica, así que se lo contaron a los padres de Esperanza. El padre, como tenía por costumbre, la molió a palos con el cayado, y la madre, como estaba mandado, la encerró una semana entera a pan y agua.


Y es que Esperanza, la pobre, tenía furor uterino. En Cantalejos del cruce sólo quedaban tres mozos: el ya presentado Fermín, que, además de tener el culo salpicado de granos, era bizco; Conrado, que era pelirrojo y se parecía mucho a un irlandés que veinte años atrás estuvo en el pueblo escribiendo una novela; y Sinforoso, hermano menor del cura, que era muy guapo y se echaba laca en el tupé. Con los tres se la había pillado en tan desenfrenados ayuntamientos. Por más que la castigaran, la naturaleza se imponía a los palos y Esperanza, pobrecilla, siempre acababa abriendo las piernas.



Las gentes de esos pueblos, a lo largo de los siglos, han acumulado una sabiduría natural, sin tinta ni papel, pragmática, que les permite diagnosticar este tipo de trastornos con sorprendente comprensión y finura de matices:



―Éh máh puta que lah gallina ―sentenciaron los vecinos junto a la fuente de la plaza.



―¿Ca pasao? ―quiso saber Adolfina, que se acercaba al corro de viejos con su cántaro para llenarlo de agua fresca.



―¡Poh qué va sé! La Ehperansa. Can vuerto a regal-le la maseta.



―¿Pero otra vé? Esa mushasha vacabá preñá, te lo dise la Adorfina. ¡Ojú!



Y así ocurrió, claro. Tanto fue el cántaro a la fuente, que Esperanza acabó encinta. Y como se puede perder todo menos la vergüenza, había que casarla antes de que le engordara la panza y los cabrones de los pueblos vecinos se cebaran contra la moralidad de Cantalejos del cruce. El problema era: ¿con quién? Ella decía no saber quién era el padre, pero no la creían. Lo único que se sacó en claro es que apenas pasaba semana sin que los tres zagales contribuyeran con su desinteresada aportación a apaciguar la sed de tan hidrófila maceta.



¡El cura! ¡Seguro que al cura se lo había dicho! ¡El cura tenía que saber quién era el sinvergüenza que la había preñado! Consultaron con él, pero el pastor de almas, poniendo los ojos en blanco y cara de superior conocimiento, dijo que sus labios estaban sellados por el secreto de la confesión.



―¡Pero qué coño dise uhté, padre, si la Ehperansa no sa confesao en su puta vida! ―le espetó Policarpo, el dueño del pajar devenido en lupanar, a quien nunca se le escapaba detalle.



―Bueno, pero si lo hubiera esho, tampoco oh lo diría, queso éh sagrao ―intentó escurrirse el cura entre el general abucheo de la concurrencia.


Cuando Cantalejos del cruce tenía un problema gordo, recurría a su alcalde, que para eso cobraba. Éste convocó a los vecinos al bar del pueblo el domingo, después de la misa, con el compromiso de resolver el entuerto ante los ojos de todos.



El bar estaba de bote en bote. Melitón se hacía esperar, una astucia que, decía él, había aprendido en su época de ‘jurista’ en Madrid. “La espera” ―aleccionaba a sus convecinos, alzando el dedo índice cuando les regalaba retazos de su sabiduría― “aumenta la avidez del conocimiento y, por ello, cuando éste finalmente llega, es mayormente absorbido”.



―¡Pero qué cohone dise, que no se tentiende ná!



―¡Habla en crit-tiano, cagon dié!



Era inútil hablar con propiedad al populacho, se decía. No estaba hecha la rica miel de su oratoria para oídos tan palurdos.



Enmarcado en la cortina de ganchos colocada en la puerta del bar para mantener a raya a las moscas, apareció, solemne, el alcalde Melitón. Se abrió paso entre la selva de boinas con rabillo hasta un lugar prominente. Dio varios golpes autoritarios sobre una mesa para llamar al silencio a los parroquianos que, con vasos en ristre, formaban corrillos y se contaban chismes.



―Queridos vecinos: Nos hemos reunido hoy aquí para…



―¡Epifania, joé, me va poné esse vino que te pedío o qué!



―¡No empuhe, que me pied-do y te doy una ohtia que te güervo la cara der revé!



―¡Ay, que man tocao er culo! ―se revolvió la Ramira, generosa en carnes, mientras trataba inútilmente de descubrir al transgresor entre hombretones que fumaban mirando al techo.



―¡Orden, coño, que ehtá hablando el arcarde!



―Nos hemos reunido, os decía, porque a Esperanza hay que casarla ya. Uno de estos tres granujas es el padre, pero ni ella sabe quién es, así que pido un voluntario para salvar la honra del pueblo.



La multitud rompió en sonoras risotadas. Los tres aspirantes forzosos no parecían estar por la labor. El vino volvió a bañar los gaznates. La rechifla iba en aumento.



―¡Poh vaya con er plan del arcarde! Má impresionao, tío.



―Un voluntario, dise. ¡Ay, que me meo!



―¡Otra vé man tocao er culo! ―gritó la Ramira, atizándole un guantazo al primero que encontró.



―¡Que yo no eh sío, Ramira, coño! ¡A vé si mira a quién le reparte lah ohtia!


―¡Orden, joé, cabla la autoridá!



El alcalde Melitón se volvió hacia los tres candidatos al casorio, con aires de abogado dirigiéndose a un jurado:



―Parece que os tomáis esto como un castigo. ―Sonrió histriónicamente:― ¡Qué tontos sois! 



Miró a Fermín:



―¿No se te ha pasado por tu corta sesera que, si Esperanza fuera tu mujer, ya no tendrías que esconderte más por los pajares para darte un revolcón? ―Los ojos bizcos de Fermín comenzaron a dar vueltas, desbocados ante tan placentera como inadvertida idea.



Miró a Conrado:



―¿No has caído, infeliz, en que, si te casas con Esperanza, ya no tendrás que compartirla con estos otros dos golfos? ¡Toda para ti! ―El pelirrojo se sonrojó al notar una tensión en el pantalón que delataba su gran entusiasmo por tan egoísta como atractiva propuesta.



Miró a Sinforoso:



―¿No te gustaría tenerla todas las noches en tu cama? Piénsalo, que eres muy corto: t-o-d-a-s las noches en tu cama… ―Los ojos de Sinforoso se tiñeron de rojo, al tiempo que reguerillos de saliva le caían, libidinosos, por las comisuras de los labios.



Los tres mozos se rascaban la cabeza ante las halagüeñas perspectivas que su alcalde les acababa de desvelar. Se miraban unos a otros, deslumbrados por el resplandor de la revelación:



―¡Éh verdá, mira que semo burro! ―se psicoanalizaba Fermín, con filosófica profundidad.



―Y cuidao, caquí, si no éh poh la Ehperansa, sólo noh quéan lah oveha ―razonaba Conrado, inquieto por tan poco sugerente alternativa.



―Tóah lah noshen tu cama… ¡Éh pa ponesse como loh coneho! 

―especulaba meditabundo Sinforoso, sumido en conmovedor trance romántico.



―¡Yo, yo me caso con la Ehperansa! ¡La quiero! ―saltó con súbito júbilo Fermín, cuyos ojos bizcos habían adquirido, con la excitación, una mayor convergencia.



―La Ehperansa éh pamí y no sable má. Éh mi hiho er que lleva en lah entraña, me lo diser corasón ―argumentó con una responsabilidad paternal que le honraba el pelirrojo Conrado.



―¡Y tú qué coño vasabé quién éh er padre, si aquí hemo regao tóo lo mim-mo! Ademá, yo ehtoy enamorao de verdá de la Ehperansa y no como vosotro, que sólo la querei pa follá ―motivó Sinforoso, cuya vehemencia le hacía lanzar ráfagas de proyectiles salivares a la multitud, que reculaba como una marea en reflujo.



La parroquia volvía a rugir y a retorcerse de risa. Melitón, de pie, con los ojos entornados, extendía ambas manos hacia la muchedumbre en gesto bíblico de apaciguamiento.



―Bien, queridos vecinos. Ahora resulta que los tres golfos quieren casarse con Esperanza. Como cualquiera puede ser el padre de su hijo, lo razonable es que ella misma elija.



Esperanza vacilaba. Tan trascendente decisión la abrumaba, pero no tenía escapatoria. Sopesó detenidamente los méritos de sus tres pretendientes. Difícil elección: Fermín era más trabajador; Conrado tenía más ovejas; Sinforoso le decía cosas tan bonitas… Estaba hecha un lío. Pero Esperanza era, en el fondo, más lista que el hambre. Con un suspiro, emitió su sentencia:



―Er Fem-mín, que la tiene má grande.



La muchedumbre prorrumpió en vítores y aplausos, ahogados por el mayor estruendo de las carcajadas. Los padres, con los ojos húmedos por la emoción, se abrazaron con el alcalde. Conrado y Sinforoso le hacían cortes de manga a Fermín, humillados ante sus vecinos por la desfavorable comparación de sus partes nobles. El triunfante candidato saltaba alborozado celebrando su recién descubierto amor por la cosa paternal. El pueblo era feliz: su honra estaba a salvo. El bar agotó sus reservas de vino.



Esperanza tuvo una niña, a la que pusieron su mismo nombre y a la que todos llamaban “Peransita”. Un día, cuando Peransita tenía ocho años, su mamá la sorprendió jugando en el pajar con la pilila de Joselito, nieto del alcalde. Le pegó tal somanta de palos que la pobre niña llegó a casa, arrastrada por una oreja, sangrando por las narices y llorando como una Magdalena.



―¡Hahta ahí podíamo llegá! ―le decía a la criatura.― ¡Pero a quién coño habrá salío tú tan gorfa!





José-Pedro Cladera ©

ESPERANZA






            Esperanza, Esperanza, solo sabes bailar cha, cha, chá… Pero no creo que Rafael se refiriera a la Esperanza del cantar, cuando nos dio esa palabra como tema obligado para el escrito de este mes de mayo.



            Conozco por ahí alguna otra Esperanza, pero es de forma tan superficial,  que me impide escribir  sobre ellas cosa que merezca la pena. 



            Y esperanza, como estado de ánimo que  me haga pensar que sean posibles  las cosas que deseo… pues, ¡como que no!  No ves que a estas alturas de mi vida, ya no puedo  esperar casi nada. La esperanza se usa de continuo en la juventud, que es cuando uno sueña con  comerse el mundo, y a cada fracaso se le encuentra una justificación para a continuación soñar con otro imposible en el que poner de nuevo la más ilusa de las esperanzas… 



            Porque a la esperanza es a lo último que todos nos agarramos cuando por el camino de lo práctico, las ilusiones se nos escurren de entre los dedos como auténticas anguilas. La esperanza es la droga  que en la vida  mantiene latentes nuestros sueños más imposibles, lo que la convierte a mi juicio en la única de las adicciones beneficiosa  para el cuerpo, pero muy especialmente para el espíritu…



            ¡Joer…!  Que sin darme cuenta, se me escapan las letras por la filosofía de pacotilla, y eso no  me gusta.  Así que vuelvo a lo mío, que al fin y al cabo es lo que mejor conozco: Yo la única esperanza que tengo  la pongo en práctica todos los días, y es la de llegar vivo a mañana.  Soy  un yogur con la fecha de caducidad cumplida, pues según parece, la esperanza de vida en España es de 81,9 años, y yo hace tiempo que doblé esa esquina. No lo digo como lamento, sino como cántico a lo que ya he vivido, pues la realidad lejos de preocuparme, me hace vivir con más intensidad cada minuto del presente.



            En secreto te digo que aún conservo una de mis últimas esperanzas: La de ver un libro impreso con una selección de poemas y relatos de todos los miembros del Taller de Escritura… Estoy seguro que la cosa se realizará, pero ya no lo estoy tanto de que yo lo llegue a ver. Pero, eso. Que aún mantengo encendida la llamita de  esa esperanza…

           

            (P.D.  Acabado de escribir lo presente, y cuando estaba a punto de enviárselo a Rafael, recordé lo de las cinco palabras obligadas, así que sigue leyendo por favor, que me lo invento sobre la marcha para no desbaratar lo hecho):           



            Es el OCASO de mi vida quien de momento había borrado de mi mente las cinco palabras obligadas. (No te rías, que allá llegarás y me darás la razón, suponiendo que entonces estés en condiciones de razonar Pero de momento, no pierdas esa esperanza). En esta MAREJADA de palabras que debemos escribir para cumplir con lo ordenado por nuestro director,  tengo la esperanza de gastar la TINTA necesaria para dejar  las cosas claras sobre el tema que nos ocupa, y no dejar el papel en BLANCO. Si lo consigo, escucharás un SUSPIRO  de alivio. Más si consideras que la cosa te dejó así como ni fu ni fa, me lo dices, y no pierdas la esperanza, que soy capaz de rehacerlo, hasta dejarte satisfecho…



                           Jesús González ©

LA ISLA DEL AMOR.





Aquel ocaso
y el silencio,
me curaban de ti,
de la inútil pasión
que nació muriendo
en tu pozo de amor.

Nada estaba en su sitio
tras la cruel marejada.
Ni la espera
ni el beso,
ni siquiera la tinta
donde escribí tu nombre…,
desmayado
entre líneas borrosas.

Y el frío
regresó en tu distancia
y se ahogó
entre mi cuerpo
y el tuyo…
Separó la ternura
de un después,
del abrazo silente
en gemidos
vestidos de blanco
que parieron relojes
sin tiempo,
convirtiéndome en isla
rodeada de tu inmensa marea
que partía en influjos…

No quería amarrarme
a tu barca.
Ni tú lo querías.

El amor
se ha quedado
a solas conmigo,
porque el tuyo
está entre dos aguas,
y se apodera de mí
en el flujo, esperanza,
en el mar de tu olvido,
porque espero
y me ahogo
entre miedos
y dudas. 

Me he subido a la duna
y te veo partir;
tu silencio
me hace morir…

Ahora  sé que no debo esperarte
y, por fin,
he cruzado esta isla.
Encontré un manantial
que ha calmado mi sed,
un amor especial,
el que siempre anhelé,
y dejé de otear esa barca…
y a ti.

Comprendí,
que tan solo llegaste a perder
tus caricias en mí,
que buscabas
a la otra mujer
y sus ojos añil.
Ya no habrá seducción
en tus manos
de poemas de abril,
advertí que era solo mi amor
y no quise vivirle…
sin ti.

Ya olvidé tu canción,
ya dejé de ser isla
y aquel canto de una letra
sin fin:

“Juntos, un día entre dos…
Juntos, amor para dos
en una buena compañía
cualquier situación…
juntos…”
Ya eres solo… un suspiro.

Ángeles Sánchez Gandarillas ©
26-V-2014