miércoles, 18 de noviembre de 2015

NOSTALGIA


Hay una frase que dice. ”Mirar para atrás, ni para coger impulso”. En yoga la frase es “Vivir el aquí y el ahora”. Y es verdad, en cierta medida, si estás pensando en el pasado o en el futuro, no vives el presente; pero no cabe la menor duda que somos lo que hemos vivido, y la mente se nos va muchas veces sobre todo al pasado y sentimos nostalgia sobre todo de las personas queridas que ya no están, y de cosas estupendas y maravillosas que nos hayan ocurrido. Recordar es volver a vivir.

Otras veces puedes tener simplemente nostalgia de un olor. Yo recuerdo a veces el olor maravilloso a “jara” y a “tomillo” de cuando vivimos en la Sierra de Madrid. Era un olor penetrante, sobre todo al anochecer. Las noches de Molino decíamos, y era un privilegio estar en el jardín, y se juntaba con el olor de mis lavandas.

Sin embargo, añoraba mucho el mar, sus olas batiendo fuertes, o quieto como un plato, y ese olor a algas y a salitre que se nos queda metido hasta el tuétano, cuando vivimos lejos de él. A veces me metía en las escaleras de la piscina, daba patadas con todas mis fuerzas para hacer olas, y luego con los ojos cerrados escuchaba el sonido como si pequeñas olas golpearan las rocas. Sonrío…

Otro olor que nos suele gustar mucho a todos, es el que queda después de segar en el campo, o a tierra mojada tras un chaparrón en verano.
Siento nostalgia del olor a pan de verdad que traía el viento por las mañanas cuando vivía en Torrelavega del “Horno San José”. Ahora el pan no huele a nada.

Seguiremos teniendo todos días de muchas  añoranzas y de sueños irrealizables, pero no desperdiciemos la vida que nos queda; la tenemos que vivir con sus alegrías y tragedias; además nunca vamos a ser más jóvenes que “hoy”.

  Mª Eulalia Delgado González ©
                                                        

FIESTA MAYOR




Las casas del pueblo se habían quedado desiertas en la noche cálida de verano. Salvo unos pocos enfermos de guardar cama, todos los vecinos se hallaban arracimados en la plaza del Ayuntamiento, de bote en bote, donde un enjambre de mesas colocadas sin orden ni concierto dificultaban el movimiento y contribuían a agudizar el ingenio en los insultos e improperios de quienes recibían codazos y coletazos de los que se movían entre ellas. El ruido era ya ensordecedor y la gente se hablaba a gritos. Había serpentinas por todas partes, globos de colores atados con cordeles a las farolas, farolillos de papel. Los niños corrían por entre las mesas tirando confeti, haciendo sonar pitos y carracas, incordiando consus matasuegras al personal y recibiendo guantazos de los parroquianos, que en el pueblo siempre fueron poco proclives a la solidaridad con la tierna infancia. En un rincón de la plaza, parapetadas detrás de un improvisado mostrador, La Genara y La Esperanza se encargaban de vender botellas de cerveza y jarras de vino tinto a una hilera desordenada de hombres que se peleaban y se daban empujones para evitar que se les colaran los espabilados de turno. De vez en cuando, por encima del jolgorio generalizado de la plaza, se alzaba, potente, orgullosa, alguna voz estridente y mal afinada de una improvisada soprano, voluntariosa pero poco aventajada, que cantaba una copla, y todos coreaban con palmas y vivas. En general, los hombres se sentaban juntos en mesas separadas de las de sus mujeres, que sabido era que no estaban ellas hechas para participar en las sesudas conversaciones de los varones, ni éstos para desperdiciar su excelsa mollera con las tonterías que las hembras gustaban hablar. Salvo los mozos, claro, que esos sí se arrimaban a las mozas y se sentaban con ellas, cuanto más pegados mejor, a ver si conseguían algún rozamiento furtivo bajo la mesa, que sabido ha sido siempre que en la mocedad tienden los varones a ser muy pacientes con las tonterías de las que hablan las mozas mientras consientan éstas en alguna que otra licencia epidérmica.

El Chato estaba afanado. Pequeño y patizambo, con unas enormes cejas que iban de sien a sien sin discontinuidad alguna, sus orejas de soplador, una chaqueta raída que le llegaba casi hasta las rodillas, el pantalón sujeto a la cintura con una cuerda, y unos zapatos por los que asomaba, repulsivo, un dedo gordo coronado por una enorme uña mugrienta, El Chato se sentía importante aquella noche. Sus ojos parecían los de un pájaro, sin parar de dar vueltas a diestra y siniestra, como si estuviera siempre temiendo que le atizaran por algún lado en el momento menos pensado. Tenía una risita nerviosa que molestaba hasta al más pintado, como una nota corta seguida de una larga, luego dos cortas y una larga y luego otra vez una corta y una larga: ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii. A cambio de una perra gorda por botella, o dos por jarra, iba a por las bebidas para los que no querían hacer cola, y de esta forma, mientras los demás gastaban sus cuartos, él aprovechaba la oportunidad, que raramente se le presentaba, de obtener alguna ganancia.

En una mesa pegada a un rincón de la plaza, jugaban al dominó los cuatro hermanos Heredia, cuyas respectivas mujeres se sentaban en torno a otra mesa en la que se habían reunido como una docena de hembras y de donde procedían grandes risotadas.

―¡Eh, Chato, ven pacá! ―gritó el mayor de los Heredia con su voz atronadora y autoritaria.

El patizambo se acercó presto, echando ya cuentas por el camino de las perras que se iba a ganar a cuenta de los Heredia:

―Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

El mayor de los Heredia era claramente quien llevaba la voz cantante, así que ejerció sus innatas dotes de macho alfa organizador:

―A ver, ¿qué vais a beber vosotros: cerveza o vino?

―Vino, coño, que sale más barato ―no tuvo ni que pensárselo el hermano menor, que tenía, de natural, una tendencia al ahorro.

―Vino bebemos todos los días, joder. En un día así, hay que echar la casa por la ventana. Yo quiero cerveza ―espetó el hermano que le precedía inmediatamente en la jerarquía, poniendo en evidencia la disparidad de opiniones entre ellos cuando se trataba de asuntos serios.

El macho alfa tomó inmediatamente las riendas, captando de inmediato, con su fino olfato para identificar las soluciones a los problemas, qué era lo que el momento exigía de él:

―A ver, Chato: ¿a cómo van las bebidas?

El Chato adoptó una pose formal y se puso tieso, como siempre veía hacer al centinela que hacía guardia frente al cuartelillo de la Guardia Civil cuando entraba o salía el sargento. Cuando recitaba los precios, siempre se ponía grave, sintiendo el peso de la responsabilidad.

―Seis reales cada cerveza y cuatro pesetas cada jarra de litro de vino. Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.
―¡Me cago en la leche, qué ladronas! ―no pudo contenerse el Heredia benjamín, que siempre fue un hombre sensible ante las injusticias sociales.

―Ya se sabe, hombre. Es fiesta mayor, ¿qué esperabas?  ―volvió a mediar el hermano precedente, que parecía obstinado en llevarle siempre la contraria.

El segundogénito aún no había abierto la boca. El segundogénito de los Heredia era hombre de pocas palabras. Lo suyo era observar, sopesar, meditar, reflexionar. Sólo después de un riguroso proceso mental, dejaba escapar una sentencia. Era hombre de mucho pensar y poco hablar. Con la cabeza gacha, sus ojos escrutaban a sus tres hermanos y a El Chato. Sacaba conclusiones.

―Bueno, va, no nos hagamos mala sangre ―resolvió, dando una vez más muestras de quién llevaba allí la voz cantante, el hermano mayor, que no estaba dispuesto a que nadie le amargara una noche así por cuatro cuartos de nada.―Que sean cuatro cervezas y no se hable más. Le dices a La Genara que me apunte los veinte reales en la cuenta.

El Chato se quedó pensativo, rascándose la cabeza. Algo no le acababa de encajar en su limitada, pero no del todo estéril, sesera.

―¿Veinte… reales? ―preguntó, inseguro.

―¡Pero qué burro eres, coño! ¿Cómo van a ser veinte reales? ―recriminó al primogénito su hermano pequeño, que obviamente había salido con más luces.

―¿Y pues? ―no acababa de entender el de las cuentas.

―Pues que si fueran cinco reales por cerveza sí que serían veinte en total, digo yo; pero es que son seis reales por cerveza, la madre que te parió. ¿Pero es que se te ha olvidado todo lo que aprendiste en la escuela?

El otro cayó en la cuenta:

―Ah, sí, es verdad, joder. Es la falta de práctica. Ya me acuerdo, claro: de los veinte reales, llevamos dos; así que en total son veinte, más los dos que llevamos: veintidós.

―Eso, hombre, si es que tampoco cuesta tanto, leches. Hay que pensar antes de hablar.
―Vale, vale, ya lo he pillado. Hala, Chato: que sean cuatro cervezas y que me apunten los veintidós reales en mi cuenta ―ordenó, generoso en la invitación, el Heredia mayor.

El Chato hizo un saludo que había copiado del que hacían los civiles y desapareció a por las bebidas. Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

El hermano segundogénito hizo ademán de que iba a decir algo y todos callaron. Sus tres hermanos siempre callaban cuando el segundo de los Heredia iba a abrir la boca, genuflexos ante su superioridad intelectual. Y, finalmente, sentenció:

―¡Cacho burros sois todos, cagondiez! ¡La madre que os parió!

En el centro de la plaza había un grupo de mozos y mozas bailando y algunas mujeres, ya más mayores, que lo hacían entre ellas y reían. De pronto, las mesas de los hombres enmudecieron y todas las miradas se concentraron en La Tomasa, que había salido a mostrar su pericia en el arte de la danza. Ninguna moza del pueblo se movía como La Tomasa. Su cuerpo se cimbreaba, insinuante y sensual, a los compases de la música del tocadiscos del alcalde, que generosamente prestaba para estas ocasiones. Los hombres acompañaban las evoluciones de La Tomasa con expresiones de júbilo, y las mujeres, con comentarios mordaces. A veces, en alguna girada del baile, el vestido revoloteaba y se alzaba por encima de las rodillas, exacerbando las exclamaciones de admiración entre los varones, que pedían más brío en los giros, dando con ello buena muestra de que, aún sin saberlo, conocían bien los principios de la física. Sólo uno, el Heredia segundogénito, se hallaba, de nuevo, absorto en sus pensamientos, aunque con la mirada siguiendo los arabescos de la falda de La Tomasa, en profunda reflexión filosófico-nutricionista:

―Buenas carnes, la jodía.

―Lo que yo te diga: a esa la alimentan con bellotas ―asintió su hermano tercero, a quien, en esta ocasión, no le costó coincidir con el parecer del otro.

―Cagondiez. Los mozos de ahora ya no son como en nuestros tiempos. A nosotros nos enseñaban carnes y nos poníamos como toros ―el segundogénito, contrariamente a lo que solía ser su natural proceder, parecía haberse vuelto insólitamente locuaz, espoleado por las fugaces visiones de los muslos de La Tomasa.

―Ahora los mozos están amariconaos, hombre. No reaccionan a nada.

―¿Y de las mozas de ahora qué me decís, eh? Pedazo golfas, me cagontó. Un poco más y nos enseña el culo, no te jode. Así pasan las cosas que pasan. Que no somos de piedra, coño.

―Si a mi hija la veo yo hacer eso, le parto el cayado en la cabeza y se le quitan las ganas de enseñar ni el tobillo. ¡Por éstas! ―Espetó el Heredia primogénito, que, por eso de tener más años, era más tradicional en materia de relaciones entre hombres y mujeres.

―Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

El Chato estaba de vuelta; pero traía las manos vacías, lo que sumió a los cuatro hermanos en la inquietud.

―¿Qué pasa con las cervezas? ¿Se han acabado o qué?

El Chato habló como a la defensiva, sabiendo que, con esos paisanos, los contratiempos solían acabar en algún que otro coscorrón que casi siempre recaía sobre él.

―Que dice la Genara que no se fía. Que hay que llevar la pasta o no hay bebidas. Y además, que son veinticuatro reales, no veintidós. Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

―¡La madre que parió a la Genara y a toda su familia! Encima de no fiarme, dos reales más. Seguro que uno es para el alcalde y otro para el cura. 

―Venga, ¡qué más da! Dale los veinticuatro reales y que nos traiga las cervezas de una vez.

―¿Que yo le dé los veinticuatro reales? ¡Y una mierda! Aquí soltamos cada uno seis reales y si no, a beber agua del botijo.

―¿Pero no querías que te lo apuntaran en tu cuenta? Pues entonces, ¡qué más te da!

―Eso es diferente. Una cosa es que te lo apunten en la cuenta y otra es pagarlo. No me jodas, no me jodas, que vas tú muy listo.

A regañadientes, sacaron todos sus seis reales y se los entregaron a El Chato, que volvió otra vez a la cola de las bebidas.

―Es que no sé a dónde vamos a llegar. Ahora resulta que no te fían ni en tu propio pueblo.

―Hombre, tampoco es que sea tan raro, la verdad ―barruntó el benjamín.― ¿Cuándo es la última vez que pagaste la cuenta del bar, eh?

―Anda, anda, vamos a seguir jugando al dominó, que aquí se está rifando una hostia y tú tienes todos los números.

En el rincón opuesto de la plaza, donde un par de escalones alzaban el nivel un poco sobre el resto, en torno a una mesa un poco aislada de todas las demás, se sentaban, dominantes, las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, su mujer, el sargento de la Guardia Civil y el cura. Con gesto severo y sin apenas cruzarse palabra, miraban con distancia a la multitud sintiendo el peso de sus respectivos altos magisterios, asumiendo estoicamente la soledad del mando y tomando buena nota mental de los cabrones que a veces los miraban y se reían con algún chistecillo que debían de contarse a cuenta de ellos.

El Chato volvió con dos cervezas metidas en cada bolsillo de la chaqueta, siendo recibido con entusiasmo por los cuatro hermanos sedientos.

―¡Hombre, ya era hora, trae pacá!

El Chato retrocedió un paso:

―Primero mis perras. Ya sabéis: a perra gorda por cerveza, cuatro perras gordas ―advirtió el patizambo, haciendo ostentación de sus habilidades para el cálculo.― Ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.

Entre insultos y blasfemias, sacaron cada uno una perra gorda y se la dieron. El otro ―escarmentado por las no inhabituales maniobras de sus paisanos para recuperar sus perras una vez obtenida la mercancía― las puso a buen recaudo antes de sacar las cervezas de los bolsillos y dejarlas sobre la mesa.

―Anda, vete a tomar pol saco, que te vas a hacer rico con tantas perras. ¡Abrase visto! Y parece tonto.
La mujer del Heredia mayor, que volvía del gallinero, pues la cola que se había formado ante el baño del bar auguraba prematuros e indeseados alivios, se les acercó.

―¿Qué pasa, cómo va la juerga? ¿De qué habláis tan serios?

―Nada, ya sabes: cosas de hombres. De política, de finanzas y cosas así. Vosotras, las mujeres, ya se sabe que no entendéis de estas cosas ―la despachó su marido, que, a su edad, ya era tarde para que absorbiera las modernas corrientes de la igualdad de género.

―Sobre todo de lo que roban aquí con las bebidas ―apostilló el benjamín―. Cagonlaleche, ¿dónde se ha visto cobrar seis reales por una cerveza? Pues lo que decimos, que una parte es para el alcalde y otra para el cura, eso fijo. Si es que la política y las finanzas es eso, no hay más.

La mujer los miraba con conmiseración.

―¿Y quién coño os ha cobrado seis reales? Allí en la pizarra lo pone bien claro: a peseta la cerveza.

Los cuatro hermanos se miraron unos a otros con incredulidad. Luego, ya no con incredulidad sino con expresión asesina, miraron a ver si daban con el patizambo, que, a esas alturas de la noche y habiendo recogido ya su particular cosecha, se hallaba en paradero desconocido.

―¡Me cago en la madre que parió a El Chato! ¿Dónde se ha metido? ¡Que lo mato!

La mujer, viendo el sofoco que le estaba cogiendo a su marido, no quiso perder la oportunidad de mostrarle un poco de amor conyugal:

―Si es que un poco más tonto y naces oveja. Hasta El Chato os ha timado, hay que ser burros. ¿Pero es que no sabéis leer lo que pone en la pizarra?

―Si es que desde aquí no se ve, leches ―se disculpó su amado cónyuge, previendo que esa noche iba a dormir caliente. ¡Menuda era la parienta para dejarle perder así los cuartos!

Las mujeres de los otros tres, oliendo la ocasión de unirse a la demostración de solidaridad con sus maridos, se apuntaron al revuelo y se mostraron apenas algo más comprensivas:

―¡Imbécil! ¡Con lo que cuesta ganar el dinero!

―¡Desgraciado! ¡A caldo una semana entera! ¡A mí ni te me acerques!

El Heredia segundogénito no abrió la boca hasta que las cuatro mujeres se hubieron alejado. Entonces, dejó caer su sentencia, largo rato meditada:

―¡Zorras!

Las existencias de cervezas y vino estaban ya acercándose a su fin. Las de dinero en los bolsillos de los paisanos, ya habían llegado a ese punto crítico hacía rato. Así que, como La Genara y La Esperanza, escarmentadas tiempo ha por las enseñanzas que da la vida, no fiaban, la fiesta se fue acabando.

Poco a poco, la gente fue abandonando la plaza y, dando bandazos de un lado a otro por las callejuelas, se fue encerrando en sus casas. La noche engulló las últimas risas y balbuceos de los embriagados concurrentes. Se apagaron los faroles y el pueblo se sumió en un sueño etílico. Como todas las noches del verano, sólo el sonido agudo y monótono de los grillos rasgaba el profundo silencio.

Aunque aquella noche, los grillos se veían de vez en cuando acompañados de otro sonido que procedía de un pajar solitario en el arrabal del pueblo. Algo así como un ji-jiii, ji-ji-jiii, ji-jiii.


José-Pedro Cladera ©








lunes, 16 de noviembre de 2015

PUEDO ENTENDER LA NOSTALGIA


 


 Puedo entender la nostalgia
como un poso de recuerdos,
donde las almas suspiran,
por situaciones y tiempos.

Unas serán agradables
y otras sabor a veneno,
porque los tiempos pasados
tienen azules y negros.

Siempre es difícil la vida
cuando te abraza el silencio,
y más si hay ramas ocultas
con la nostalgia al acecho.

Pero el recuerdo revive
la juventud y el deseo,
como renacen, sin duda,
aquellos largos inviernos.

Puedo entender la nostalgia
como un dolor en el pecho,
que va sembrando jirones
y te conduce al destierro.

La soledad es la clave
para ofrecer tantos miedos,
porque las almas que dudan
buscan en ella, su puerto.

Por eso mira adelante,
busca la luz en el cielo,
sigue soñando, cual niño,
y no marchites tus besos.

Porque unos labios te buscan
para besarte con celo,
labios que son de la tierra,
pero también de otro cuerpo.


"...Puedo entender la nostalgia
como yo a ti, ya te entiendo,
porque te miro y te abrazo
y simplemente te quiero..."

Rafael Sánchez Ortega ©
28/10/15









NOSTALGIA



 Se puede decir que fui una lectora superdotada.   Aunque me tachen de engreimiento: con las letras de mi nombre, con las de mi hermano, con las de mis padres y ¡cómo no! con los slogans de carteles… me hice con la lectura natural; sin necesidad de catones; sin ayuda de las directrices de mis progenitores  -qué palabra más completita-  a una edad muy temprana,   ¿me permiten decirlo?: Sí, a los tres años.  Mi abuelo fue el primero en percatarse de que tenía una nieta prodigio –quizá porque también lo fue él.  Cada semana, cuando nos despedíamos, me pasaba con el puño semicerrado, un billetito de cien pesetas.  Corría a mi habitación y nerviosa,  introducía el tesoro en mi hucha de barro –era la hormiguita que introducía la hoja entera para alimentarse cuando la despensa estuviera repletita. 
               



                 Y compré el primer libro: “Los Cinco  y el misterio de la isla”  Las nubes se difuminaron; el sacrificio que me supuso tan avaro ahorro se fue suavizando según lo leía, lo releía, lo hojeaba, memorizaba párrafos enteros y con los ojos cerrados, los repetía para mis adentros  en el camino hacia el caserón del abuelo.  Le mostré mi adquisición y él se quedó un rato –muy largo para mi gusto- ojeando la portada.  Los ojos mendigantes y los adinerados se encontraron.  Su generosa mano hizo el recorrido del bolsillo al resguardo de la tapa, con todo secreto… Un sonoro beso en su áspera pero sedosa tez  vidriaba sus hermosos ojos de terciopelo verde.  Shhhhi y llevaba su dedo índice derecho a los labios.  Y el vínculo de amor y secretismo fue extendiéndose durante años.  Llegó mi Primera Comunión y con el tesoro acumulado me hice con casi los diecinueve tomos de la colección. Y  cuando mi abuelo enfermó de muerte, entonces,  heredé sus cientos de libritos de bolsillo de Corín Tellado; a los  cuales  nadie ha osado echarles  el guante.          
                                     
              A los nueve años, nos mudamos a la ciudad.   Ya íbamos menos al pueblo,  pero mi adoración por los libros era tan grande que me montaba en el autobús y acudía a la Casa de Cultura.  El conserje se habituó a mi presencia y yo a la suya  Me  decía fascinado:  “niña, que cualquier día te caes por las escaleras con ese tomazo”  Los sábados, acudíamos los cuatro.  Mi hermano a la sección de animales.  Mi madre se quedaba conmigo hasta que cerraban la biblioteca.  El conserje les hablaba de mí como si fuera mi abuelo.  De camino a casa, notaba el tirón de mi madre al llegar a los semáforos.  Siempre he sentido la voz de algún transeúnte ante un atropello inminente.
Les pedía a mis padres que me adelantaran la paga para completar la colección  del  Señor de los Anillos… Luego, vino la colección de Harry Potter… Y como necesitaba espacio en las estanterías para” El Ocho” …”El último Catón”…más los tomos de los Clásicos  que nos exigieron en el Bachillerato,  en una caja hermética, para que no perdieran su olor a nuevos, la brillante visualización, el suave tacto, las risas de la pandilla,  -sin pensar en otro inminente incidente-   subimos todo el primer trabajo de Enid Blyton al camarote.  E instalé,  en el lóbulo del  cerebro, las historias fascinantes de “Los Cinco” 

               De la carrera de Periodismo guardo infinidad de carpetas.    De la de Magisterio horrorosos pero prácticos archivadores llamados “De la A a la Z.  También guardo libros de  Cela, de Borges, de Saramago, de Virginia Wolf y de tantos y tantos.        

              El pasado invierno, nevó unas seis veces; nevadas que llegaron hasta los cuarenta centímetros, incluso se interrumpió el servicio al Centro de Enseñanza por su ubicación en las afueras de la ciudad.  Con tantas horas libres, horas para dedicarlas a la contemplación del paisaje bucólico: una alfombra nívea, sin estrenar, que ni el mismo  Yetti  había osado hollar, el cerebro  - que recorre los caminos más extraños y de forma tan  escalofriante -   se acordó de “Los Cinco”.   Y sentí el afilado cuchillo rasgando mi corazón.  Mi madre, pedagoga indiscutible, pero insensible,  había regalado cada tomo de “Los Cinco”  a sus pupilos.  ¡Nunca la he perdonado!

                             Hace unos días,  vi  en la mesa del comedor dos tomos de Enid Blyton,  pero pertenecen   al segundo tipo de obras  que escribió  la autora.  Se desarrolla en internados femeninos.  Pertenecen a las series Santa Clara y la Torres de Malory.   No, No  los voy a leer, pero  Sí, me gusta que, después de veinte años,  su cerebro, quizá, la siga atormentando…            

San Vicente, a 9 de noviembre de 2015
 Isabel Bascaran ©






jueves, 12 de noviembre de 2015

¿POR QUÉ TE GUSTAN LOS DOMINGOS?

El día, comenzó en mi rincón de pensar, donde realmente soy yo, donde no necesito aparentar que soy fuerte o simplemente no quiero ser yo durante un tiempo, por debajo de la puerta se colaba los primeros acordes de una canción de Vanesa Martín.
Era la señal para abandonar la cama y enfrentarme al domingo que me esperaba. Tras poner los pies en el frio parquet, el olor a tostadas me hizo salir corriendo a la cocina, el lugar de reunión de todas las familias o por lo menos  de la mía.
Además de tostadas y una taza de cola cao me encontré con una sonrisa acompañada de varios ladridos y lametones que tenían como final tirarme al suelo y darme los buenos días con estilo.
Decidí no encender la radio, no quería que alguna catástrofe me quitara esta sensación de felicidad; preferí escuchar como mi vecina  intenta cantar acompañando a la radio y saber que ella también es feliz las mañanas de domingo.
Decidí ponerme las mallas y disfrutar de un paseo en la mejor compañía, “Tango”, (que así se llama mi perro),  no paraba de pegar tirones a la correa cada vez que escuchaba un cencerro y Hugo iba dando bandazos detrás de él.  Yo solo podía reírme sin parar y sacarles fotos para capturar esa felicidad, lo que provocaba que ambos se quedaran mirándome con cara de… ¿Por qué?
La mañana siguió consumiendo los minutos y dio paso a la tan añorada tarde de domingo tan bien pensada durante el resto de la semana y planeada hasta el más mínimo detalle.
Las cortinas echadas, el sofá adornado con los cojines más mullidos de casa y una manta vieja que no cambiarías por nada del mundo porque siempre te ha acompañado en las tardes de domingo y una de las peores películas que algún guionista soñó en su cabeza e imaginó que ganaría miles de premios con ella, y en cambio solo llegó a ser la elección de Hugo para formar parte de nuestra tarde de domingo. (El mejor premio que nosotros podíamos otorgar al guionista).
Y como si fuera magia el día pasó sin ni siquiera darme cuenta dejándome esa sensación de felicidad incompleta que todo el mundo ha sentido.
                -Y todavía me preguntas, ¿por qué me gustan los domingos?
            -¡No porque ahora yo también añoro tus domingos!

Jezabel Luguera ©



NOSTALGIA....

    


“De sentirme abandonado,
y pensar que otro a su lado
pronto, pronto le hablará  de amor…”


   Así decía una canción de cuando yo era joven, y es que seguramente, cuando uno es joven, las únicas nostalgias  que le arrugan a uno el espíritu, son las de amor. Pero como éramos jóvenes, no pasaban de ser simples nostalgiucas de poca monta, porque a continuación nos agarrábamos al dicho de que a rey muerto, rey puesto,  y enseguida descubríamos otra moza de buen ver, que nos mitigaba en un santiamén las penurias  de la otra.

            Pero deja correr el tiempo, y verás cómo cambia la cosa. El amor, en su más carnal sentido de la palabra, se disuelve en la nada lo mismo que se disuelven los azucarillos en el café. Y todas aquellas cosas que en la juventud fueron inquietudes, pasiones malamente contenidas, y empujones de la propia naturaleza, que como te descuidaras un poco, hasta por los oídos podías reventar,  sin saber cómo, le dejan a uno  sentado en un sillón, sin más aspiración que esperar a que Rafael Sánchez Ortega le diga cuál es el tema sobre el que ha escribir para la próxima reunión del Taller de Escritura. 

            Entonces es cuando se vuelve nostalgia todo recuerdo del pasado, porque sabes que nada de aquello ha de volver. Y  rememoras únicamente cosas hermosas porque el subconsciente, al menos el mío, olvidó con facilidad las partes desagradables que hubo en mi vida. Decía otra canción  de mi juventud, “recordar es volver a vivir el tiempo que se fue…” Por eso los viejos nos volvemos nostálgicos, porque…

            Vamos a ver; dime tú a mí, como coño puedo yo darle sentido por ejemplo a las palabras “emprender”, “ilusión”, “esperanza”, “proyecto”, “futuro”, y un sinfín de ellas más, que si las quisiera escribir todas, no encontraría papel suficiente sobre el que hacerlo… 

            Uno, cuando es consciente de su situación, sabe que no es más que un yogur con la fecha de caducidad  ya pasada, y se siente sumamente agradecido al sepulturero del pueblo por permitirle pasear cuando no hace frío, aunque sea acompañado de un bastón comprado por cuatro perras en los chinos.

            La nostalgia es eso, recordar lo bello del pasado, pero sin hacerte esclavo  de los recuerdos, porque entonces  se transformaría en  angustia, y los amagaría.  En la nostalgia encontré yo,   (de momento),  el entretenimiento de la vejez, escribiendo los recuerdos simples del pasado, y cuando se  terminen, (si aún no tiraron el yogur al cubo de la basura), a lo mejor me decido y estrujo un poco el caletre para inventar historias.

Jesús González ©
03/11/15







TEMA LIBRE



              Desapareció la dentadura de la abuela Mamen. Sí, dicho así, suena raro ¿verdad?, ¿cómo va a desaparecer una dentadura? Las dentaduras no lo hacen, pero en este caso sí. Porque es...¿cómo decirlo? es de ¡quita y pon! tal y como suena, (aún entro en estado de shock, al recordarlo).

         Cuando por primera vez lo descubrí, fue una noche en que entré en la habitación de la abuela con mi muñeca favorita Eva, lo hice para pedirle que me hiciera una bufanda azul para ella. Abu, estaba leyendo un libro, como cada noche, recostada en su almohada, y le dije:

           -Abu, ¿me haces una bufanda para Eva, por favor? anda Abu.

           -Fsi, hija,fsi, manana.

          -¿Qué te pasa en la boca Abu, por qué no tienes labios? en la cena los tenías y hablas muy raro, ¿llamamos al médico?

           Ella, extendió su mano derecha, hacia la mesita de noche y ¡oh Dios mío, no! en un vaso de cristal con agua, estaba su dentadura, ¡toda, todita entera, completa!, con todos los dientes y muelas, los de arriba y los de abajo. En una rápida maniobra ¡zas! sus dientes y labios volvieron a su sitio.

          -¡Es magia abuela!, ¿cómo lo haces?

          -No , hija no, vete a dormir, te haré la bufanda, acércate y dame un beso.

          -Uff, mejor mañana Abu, tengo pis, -(no me fiaba).

           Salí corriendo, hacia el cuarto de baño, me planté frente al espejo y comencé a darme tirones con la mano a mis dientes, por más que me empeñaba, nada ¡no salían, menos mal! No pegué ojo esa noche (un tiempo más tarde me lo explicaron).Osea, nacemos sin dientes, nos empiezan a salir y las pasamos canutas, eso creo, no me acuerdo. Luego se van cayendo y viene el ratoncito Pérez y por último, de ancianos, volvemos a perderlos, pero esta vez, no salen más ¡esto no hay quien lo entienda! Otra cosa que no entiendo, mi padre, un día, se agachó para atarme los cordones de mis zapatos, visu cabeza y horrorizada le dije:

          -¡Papá, tienes carne en la cabeza!

Esto no le gustó, a juzgar por su mirada, yo creía que teníamos solo pelo, ¿es como los dientes, cae y vuelve a salir, se ponen debajo de la almohada y viene el ratón? A la abuela, le debe dejar una pasta todas las noches ¡claro! por eso se da viajes con sus amigas, porque siempre dice que con su pensión, no le llega para nada. Le tengo que decir a papá, que ponga pelos debajo de su almohada.

            Le conté al okupa lo de los dientes de la abuela y el ratón, se quedó tal cual, me miró con cara de interrogación, bueno, como siempre que tengo un monólogo con él, frunce el ceño, sus dos pobladas cejas negras se funden en una y abre la boca. Al día siguiente, Abu le dijo a mamá que no bajaba a desayunar, le había desaparecido la dentadura, ¡claro, la primera sospechosa era yo! fui la última en verla.

           -Cris, -dijo mamá-¿qué has hecho con la dentadura?

           -Nada, anoche estaban en su boca.

           -Por tu bien, espero que sea verdad.

           Buscaron por toda la habitación, no aparecía, pero al hacer la cama del okupa...!la dentadura estaba bajo la almohada!

            -¡Guillermo, ven inmediatamente!-dijo mamá-¿qué significa esto?

            -Yo...yo...quiero dinerito, Cris me explicó lo del ratoncito ese, -(aquí levantó la voz), -lo quiero ¡para irme a Disneyland París, a Cris no se le caen y a mí tampoco.



Ana Pérez Urquiza ©

viernes, 17 de julio de 2015

A LAURA... (IN MEMORIAM)


Hoy te vas y aquí queda tu legado
en forma de sonrisa permanente,
un clavel y un suspiro conveniente
pueden ser el regalo tan ansiado.

Te atreviste a venir y, con cuidado,
nos dejaste leyendas que, tu frente,
desgranaba de forma irreverente,
para luego esperar el resultado.

Pero debo decir, querida amiga,
que lograste escribir con confianza,
y lo hiciste a pesar de tu fatiga.

Hoy apena el recuerdo y la añoranza
al sentir esa silla, sin espiga,
aunque oculte tu huella en lontananza.

"...Seguiremos, sin duda, los senderos,
y los pasos señeros de tu danza,
para ser, de las letras, marineros..."

Rafael Sánchez Ortega ©
16/07/15

sábado, 13 de junio de 2015

LAS VENTAJAS DE SER VIEJO






(Escrito para el Taller de Escritura
de la Biblioteca Municipal, como
tema “Libre”).

            La edad avanzada tiene varias ventajas; pero hay una que es primordial: Llegar. Porque miro hacia atrás, y de mi quinta como se decía en aquellos tiempos de la mili, quedamos muy pocos.

            Pero estoy convencido de que si aguanto catorce o quince años más, ya no me muero. Lo digo porque suelo leer las necrológicas de los periódicos, y no veo ninguna de más de cien años. Digo yo que será porque llegado a esa edad, uno vive eternamente.

            Lo que no sé es si compensará vivir tanto tiempo. Nietos, biznietos, tataranietos… Se hará tan grande la familia y se desparramará tanto, que habrá que tener un libro de contabilidad donde anotar las altas y bajas con los correspondientes recordatorios de nombres, cumpleaños,  santorales, y demás acontecimientos dignos de tenerse en cuenta.  Otra preocupación del eternamente vivo, será la sucesión de amigos; porque como no des con otro eterno como tú, eso de cada ochenta u ochenta y cuatro años tener por narices que hacer nuevas amistades, no dejará de ser un trabajo añadido a lo habitual…

            Mientras no pasen esos años, los amigos no son un trabajo. Son una bendición que te cae encima sin saber cuándo ni en dónde. Lo único que se sabe es que sin buscarlo, te encuentras  con cualquier desconocido, y  surge una comunión de ideas y pensamientos, (que aunque lo parezca, no es la misma cosa), que hace que en su compañía te sientas mucho más realizado. Pero claro, cuando esta selección de amigos “la palme”, ¿qué?  A mí, hasta ahora, unos se han ido y han llegado otros, así,  por las buenas. Sin buscarlos, y hasta sin darme cuenta. Pero  claro, en cuanto pase de los cien o ciento veinte años, será más difícil  encontrarlos a mi medida por aquello de la edad descompensada…

            Otra ventaja de los muchos años, es que dejas de preocuparte por cantidad de cosas;  por ejemplo: Como ya no estás en edad de presumir, te olvidas de las modas, que al fin y al cabo no son más  que un invento de cuatro vivillos para sacarle el dinero  a cuatrocientos tontillos.  Con tal de ir mediamente aseado, (que tampoco somos la patena, para que tengamos que ir relucientes), ¡ya está bien!   Esto no quiere decir que tengamos que oler a carne sudada, que para algo se inventaron  en su día las duchas. Pero vamos, que tampoco es cosa de gastarse  la pensión en perfumes de alto voltaje.

            Otra cosa muy importante que te enseñan  los muchos años es  a no hacer caso de las murmuraciones. “Dicen por ahí…” “Oí decir a no sé quien…”  No. No lo dicen por ahí.  A mí, me lo estás diciendo tú.  Y si no estás seguro, y encima, lo que me vas a contar es algo malo del vecino, es mejor que no lo cuentes. Pero como  tu interlocutor disfruta  contándolo, al fin lo cuenta. Y a mí, los muchos años, me enseñaron en dejarlo en “cuarentena” por aquello de que la mayor parte de las veces, la cosa no era así exactamente…

            Las locuras de la juventud, (¡Benditas locuras!),   pues eso: eran de la juventud. Y aunque de vez en cuando no te importaría repetir una de aquellas locuras, pues eso, también: Que los muchos años son tan sabios,  que aunque los ojos y las intenciones te digan “Palante, muchacho”, el cuerpo responde, “¿pero cómo, y con qué?”  Y el cuerpo  viejo se te relaja, y hasta te dan ganas de fumar un cigarrillo  como en los tiempos en que sabías “cómo” y tenías “con qué”.

            Créeme, que estoy encantado con los años que tengo. No sé si seguiré pensando del mismo modo en día que sea viejo de verdad. Total, hasta hoy, no más que ochenta y cinco. Anímate, y al menos cumple tú otros tantos como yo. Y hasta puede que pasemos de los cien, y seamos  amigos por toda una eternidad…

             Jesús González ©

LA TONTA.





Carmelita era tonta. En el colegio, no había forma de que le entraran las cosas en la cabeza, así que, como veía que sus compañeras avanzaban y ella no, se ponía a llorar. La pobrecilla dejaba caer su carita sobre el pupitre y miraba a la profesora con sus ojitos enrojecidos e inundados de lágrimas. ¡Sus amigas sentían por ella una penita…!

No tenía sentido ser con ella igual de exigente que con las demás ―se decía la profesora―, ¡si la pobre criatura no daba más de sí…! ¿Qué culpa tenía la chiquilla? ¿Para qué hacer que se encontrara mal, si la cosa no tenía remedio? Bastante desgracia le había caído encima con haber nacido tan cortita de entendederas… Así que la profesora, conmovida, acababa pasándole por alto los errores en los exámenes para que no se considerara inferior a sus compañeras. La cosa es que fuera pasando los cursos como pudiera y, después, Dios dispondría.

Y así las cosas, llegó Carmelita al instituto. La pobrecilla iba más perdida que calzón en luna de miel. Lo que se explicaba en clase le entraba por un oído y le salía por el otro, sin que en el tránsito intracraneal quedara ni rastro retenido en la mollera. Los deberes, no sabía ni por dónde cogerlos. Todas sus amigas iban avanzando y ella, como era tonta, se iba quedando atrás. ¿Qué podía hacer?

Un día se dio cuenta de que Leopoldo, el empollón de la clase, la miraba de manera distinta a como la miraban los otros chicos. A la salida, Leopoldo se hizo el encontradizo y, charla que te charla, acabaron paseando por el parque y se sentaron en el césped. “¡Huy! ¿Qué es esto?”, pensó, desconcertada, cuando notó la mano de Leopoldo bajo la falda. Y, como la pobrecilla era tan tonta, se dejó hacer. Y, como le gustó, se dejó hacer casi todas las tardes. Y, como Leopoldo era agradecido, le hacía los ejercicios y la ayudaba a preparar los exámenes. Y así, tira que te va tirando, a trancas y barrancas y con algún que otro escozor, se fue sacando los cursos. ¡Y qué iba a hacer si no, si era tan tonta…!

Para los estudios, como ha quedado dicho, no servía. Para trabajar, otro tanto: no le había llamado Dios por el camino del sudor. En cambio, como no tenía nada en la cabeza, era despreocupada, divertida; y, como era monilla, siempre llevaba una cohorte de moscones alrededor. Un día, con dieciocho añitos recién cumplidos, en una fiesta, conoció a don Blas, treinta años mayor que ella. El hombre se sintió atraído por aquella monada con la cabeza hueca y Carmelita, como era tan tonta ella, se quedó embarazada a la primera de turno.

El escándalo fue descomunal. Los padres le echaban en cara que, mientras sus amigas empezaban a ir a la universidad o estaban ganándose el pan en distintos trabajos, ella iba a ser una desgraciada toda la vida por crearse esas ataduras a edad tan temprana. Pero Carmelita, al ser tan limitada, la pobre, lejos de sentirse abrumada por la responsabilidad, estaba la mar de contenta. Y don Blas, que era un caballero, se casó con ella. (Don Blas ―digámoslo de pasada― era riquísimo.)

La vida tiene extraños mecanismos, así que, lo que parecía que tuviera que desembocar en tragedia, resultó todo lo contrario. Don Blas estaba encantado con su joven y guapa esposa. Entre ellos dos, muy interesantes las conversaciones, la verdad, no eran. Ella, muy culta, muy culta, la verdad, tampoco era. Pero don Blas, con tantos negocios, estaba poco en casa durante el día y, por las noches, todo eso se le olvidaba entre las sábanas.

Carmelita, por su parte, se pasaba el día comprando ropa, jugando al golf, yendo al cine, bañándose en la playa y demás ocupaciones de alta exigencia intelectual. Como la pobre era tonta y no tenía más aspiraciones… Y como tenía una criada fija en casa que le hacía todo el trabajo y no tenía que ir a la compra, ni cocinar, ni limpiar… ¡qué iba a hacer, la pobrecilla!

La fogosidad de don Blas hizo que, en un visto y no visto, se encontrara Carmelita madre de tres preciosas hijitas, a cabeza por año. Con el paso del tiempo, la mayor, que les había salido listísima, estudió y estudió hasta quemarse las pestañas y acabó dos carreras. Como el asunto laboral estaba tan mal, no le sirvieron para encontrar trabajo, así que se sacó unas oposiciones para una plaza de funcionaria que le daba ―eran tiempos de crisis― justillo para ir tirando.

La segunda, que les salió un lince para los negocios, trabajó y trabajó sin descanso año tras año hasta conseguir, ella solita, levantar un negocio de tintorería que ―recuérdese que eran tiempos de crisis― la tenía sujeta al trabajo catorce horas diarias para conseguir pagar la hipoteca y poco más.

La tercera, en cambio, les salió rana. A todas luces, ¡vaya por Dios!, subía tonta…


                                      José-Pedro Cladera ©