La paz insulsa de Cantalejos del cruce se alteró el día en
que se supo que iban a construir lo que enseguida se conoció como “la
residencia para señoritas”. En las afueras del pueblo, se alzó un edificio de
una sola planta, rodeado de jardines y de un muro de piedra, coronado por
cristales de botellas rotas, que debía mantenerlo aislado del mundo.
El alcalde, en una de las
habituales reuniones en el bar después de la misa del domingo, informó a los
vecinos de que pronto llegaría una veintena de chicas de familias bien de la
capital que tenían problemas con los estudios y que estarían internadas durante
el curso escolar, sometidas a dura disciplina y recibiendo allí las clases,
alejadas de cualquier distracción. A Cantalejos
del cruce le había correspondido el honor, decía, de haber sido elegida, de
entre tantos otros lugares, como el más apropiado. En un rincón del bar,
chupando las colillas amarillentas de sus respectivos Ideales, sus ojos iluminados con un extraño brillo bajo sus boinas
caladas hasta las cejas, Conrado y Sinforoso se cruzaron una mirada cómplice.
El día señalado, subidos a lo
alto de un pajar desde donde dominaban la entrada de la recién inaugurada
residencia para señoritas, los dos amigos esperaron pacientemente un par de
horas en actitud contemplativa hasta que vieron llegar el autocar. Cuando éste
se detuvo y abrió sus puertas, sus corazones palpitaron con fuerza desbocada al
ver descender un desfile de chicas uniformadas con rebecas verdes, faldas
escocesas y medias blancas hasta las rodillas, a cual más apetecible, con bolsas
y maletas, que a veces lanzaban una mirada curiosa a aquellas dos figuras que,
cual cigüeñas con boina y colilla, estaban subidas a lo más alto de un pajar.
Una señora grande, imponente, vestida toda de negro, algo entrada en años pero
sobre todo en kilos, las apremiaba, con aire autoritario, a que fueran entrando
en el edificio.
―¡Ay la hoh-tia! ¿Tú ehtá viendo?
¿Dónde ha salió tanto ganao? ―acertó a articular Sinforoso, a quien le
retemblaba el labio inferior, como asaltado por una súbita fiebre palpitante.
―¡Joéeeee…! ―apostilló el
pelirrojo Conrado, haciendo alarde de su expresiva riqueza idiomática, mientras
sus ojos se desorbitaban queriendo abarcar tanta hembra codiciable.
―Yo no sabía cabía en er mundo
tíah tan güena. ¿Tú hah vit-to la morena lah trensa? ¿Tú hah vit-to la rubia
loh tirabusone? ¿Tú hah vit-to er culo la que va detrá? ―pormenorizó Sinforoso,
que siempre tuvo un don para captar los detalles más sutiles.
―¡La madre que lah parió! ―reseñó
el estupefacto Conrado, quien, a medida que recuperaba su proverbial
locuacidad, iba afinando más en la descripción de sus estados de ánimo.
―Tenemo casé argo, ¿eh? Caquí no
noh hemo comío un rohco dehde que se casó la Ehperansa y ehto éh un regalo que
noh ha caío der sielo ―discurrió Sinforoso, planificador innato, que tenía un
ojo clínico para eso de reconocer las oportunidades que ofrece la vida.
Una vez recompuestos de su
atolondramiento, convinieron pensar cada uno por su cuenta un plan para
beneficiarse de la situación y hablar al cabo de unos días para ponerse de
acuerdo. No pasó desapercibido al pueblo que los dos jóvenes estuvieran de
pronto tan abstraídos, que no aparecieran por el bar y que uno de ellos hasta
llevara una libreta encima en la que apuntaba cosas, si desde los años del colegio
nadie le había visto escribir nada.
Una tarde, a la hora de la
siesta, se encontraron de nuevo encaramados en el pajar con el fin de poner sus
planes en común. Ante ellos, el muro de la residencia acuartelaba en su
interior la promesa de noches retozando por entre los setos al son de gimientes
melodías.
―¡Qué, Conrao! ¿Cah pensao? ¿Se
ta ocurrío argo?
―Yo lo veo chupao. Sartá er muro
con loh crihtale no éh problema: ponemo una ehcalera y lit-to. Luego leh tiramo
unah piedresilla a la ventana de la shica que queramo, pa que sarga. Y noh la
sumbamo. ¡Vamo, tirao! ―expuso su plan estratégico, ufano, el bermejo Conrado.
―No sea bet-tia, joé. ¿Tú crée
que se pué ih asín por er mundo? Asín no noh comemo un roc-co ―reconvino
Sinforoso, a quien, avispado por naturaleza, no se le ocultó que la poca
sofisticación del plan proyectado por su compañero ofrecía escasas
posibilidades de éxito.
―Pué no entiendo por qué. ¡Bien
que noh loh comíamo asín con la Ehperansa!
―¿Pero tú no tanterao que ehta
tíah son diferente? Ehta tíah son señorita de siudá y hay que entral-le a lo
fino, no a lo bet-tia. Si no, noh mandan a tomá por saco y seguimo con la
oveja.
―Vale, vale, tendrá rasón.
Entonse, ¿cah pensao tú? ―claudicó Conrado, rindiéndose a la evidencia de que la
situación exigía un toque de sutileza de la que su plan andaba algo falto.
―A esah tíah de siudá hay que
desil-le cosah bonita. Alagal-le loh oío, ya mentiende. Y asín se derriten un
poquillo y entonse ya te lah pué sumbá ―conferenció doctamente Sinforoso,
orgulloso de ver cómo su amigo se quedaba pasmado ante sus conocimientos en
materia de psicología femenina que nunca hasta entonces había tenido ocasión de
desplegar.
―¿Y qué carajo leh vamo a desí?
Si deso nosotro no sabemo nah ―inquiríó Conrado, a quien no se le caían los
anillos por reconocer su falta de preparación para esas lides de altos vuelos.
―¿Tacuerda la morena lah trensa?
Pué leh ehcrito una poesía. Una poesía que se va cagá.
―¿Qué tú la ehcrito una poesía?
¡Anda ya!
―Que sí, que ma llegao la
impirasión. Cusha. Tú calla y ehcusha. Sinforoso se sacó del bolsillo la
libreta en la que últimamente recogía los arrebatos románticos que la cercanía
de tanta progesterona producía en su excitado organismo. Se aclaró la garganta,
se caló la boina y, adoptando un aire intelectual, leyó su recién creada obra
maestra:
― Morena
de mi amore
¡Qué
buena ehtá, jodía!
Ere
como loh arfajore
Que
me loh comería tóo er día
Conrado no daba crédito a lo que
acababa de escuchar. Sus ojos estaban abiertos como platos. Siempre le había
impresionado la verborrea de su amigo Sinforoso, pero esto superaba todo lo que
hubiera podido imaginar. Se sentía un gusano ignorante al lado de tal
despliegue cerebral.
―¡Pero tú ere un artit-ta, tío!
¡Eso no lo ehcribe ni “Er Pronsea”! ¡Siempre he sabío que tú vale musho! Er
problema eh que yo soy mu burro pa ehcribí ná paresío. Ná, que ya veo que no me
voy a comé un rohco con esah tíah de la siudá. ¡Y mira que ehtán güena,
cagondié!
Sinforoso posó una mano
misericordiosa sobre el hombro de su apesadumbrado compañero, que, cual Tántalo
sufriente, miraba melancólico las ventanas de la residencia, tan próximas, pero
tras las que se escondían las frutas que ahora intuía que nunca cataría.
―Tate tranquilo, hombre, que te
he ehcrito una pa ti también. Pa eso ehtán loh amigo, ¿no? Tú se la suerta a la
rubia loh tirabusone como si la hubiera hesho tú y ya ehtá. ¡Noh vamo a poné
lah bota! Cusha, cusha lo que te he ehcrito pa la rubia:
― Tuh
cabello tan rubito
Me
tienen er corasón robao
Y
pienso que tú y yo, juntito,
Noh
íbamo a poné morao
Conrado, cuyos oídos estaban
acostumbrados a los balidos de las ovejas más que a las florituras de las
letras, sintió cómo se le humedecían los ojos sólo de pensar que él podría
hacer suya aquella obra de arte. Ya se veía bajo la ventana de la rubia de los
tirabuzones recitándole tan floridos versos y la imaginaba derritiéndose y
descolgándose hasta el jardín, donde se perderían entre los arbustos y donde
daría rienda suelta a su ímpetu amatorio.
―¡Ohtia, qué bonito, masho, qué
bonito! Tabrá cohtao un güevo componel-lo, ¿no? Porque eso de ehcribí en verso
tiene que sé difisi de cohone.
―Bueno, hay que eshal-le hora,
claro, pero tóo eh pones-se. Pué ná, aquí lo tiene. Tóo pa ti.
Conrado se guardó la hoja en el
bolsillo con mucho cuidado, como si fuera un tesoro.
―Grasia, tío, grasia. Ehto no lo
voy yo a orvidá en la vida. Ere un gran amigo. Bueno, entonse, ¿cómo quedamo?
―Mira, la ventana mi morena eh la
segunda por la ihquierda. La de tu rubia eh la tersera, pero de la parte de
atrá. A lah dose la noshe, sartamo er muro y noh vamo ca uno pa su lao. Y
mañana comentamo qué tal ha ío. Si tóo va bien, repetimo; y si no, cambiamo de
tía, que tenemo onde elegí.
―Vale; pero ehta noshe, no.
Mañana.
―¿Y eso por qué? ¿Eh que ehtá
ocupao? ¿Tieneh la agenda llena o qué?
―Eh que nesesito tiempo pa
aprendem-melo, joé, que me lo hah puet-to difisi. Déjame un día po lo meno, a
ve si mentra.
La noche siguiente, puntuales
como relojes suizos, allí estaban, armados con la escalera para saltar el muro,
listos para conquistar a las dos internas. Una vez ya en los jardines,
moviéndose con sigilo entre árboles y setos, llegaron junto al edificio, bajo
la hilera de ventanas que daban a los dormitorios. Allí se separaron, y una
luna en premonitorio cuarto menguante bañaba con luz lechosa las dos sombras
que, encorvadas y sigilosas, se perdían en la noche.
Conrado se fue a la parte de
atrás y contó las ventanas: una, dos, tres. Ahí dormía la rubia de los
tirabuzones. Recogió del suelo unas piedrecillas y las lanzó contra los
cristales. A los dos o tres intentos, la ventana se entreabrió lentamente, como
con temor, y el casanova de Cantalejos
del cruce supo que había llegado el momento de la verdad:
― Tuh
cabello tan rubito
Me
tienen er corasón robao
Y
pienso que tú y yo, juntito,
Noh
íbamo a poné morao
La ventana se abrió de par en
par, se encendió la luz de la habitación y la figura grande, imponente, gorda, de la directora del centro,
con rulos protegidos con una redecilla, enfundada en el camisón de dormir,
apareció de repente dando voces ante los ojos incrédulos de Conrado. Sonó un
timbre de alarma y, en un santiamén, todas las luces se encendieron y se
abrieron todas las ventanas, enmarcando figuras angelicales de promesas de
progesterona que se reían del pobre infeliz. Del otro lado del edificio,
llegaba corriendo Sinforoso, perseguido por tres o cuatro ángeles en camisón
que le arrojaban piedras y se mofaban de él:
―Conque alfajores para comer todo
el día, ¿eh? ¡Toma, paleto!
―¡Toma, Gustavo Adolfo! ―y el
pobre de Sinforoso se preguntaba por qué le llamaban así, al tiempo que una
piedra le acertaba en toda la crisma.
Una vez calmados los ánimos, la
directora los llevó a su despacho para interrogarles sobre sus intenciones y
decidir si llamaba a los civiles o si procedía algún otro tipo de actuación
reparadora. Algún duro castigo debió de imponerles, porque los dos jóvenes,
desde entonces, la visitaban todos los días a la hora de la siesta, pero, al
menos, no hubo necesidad de avisar a la autoridad y el incidente se sobrellevó
con discreción.
La directora fue sustituida al
cabo de unos meses después de aquel incidente, ya que, a su edad, el
sobrevenido estado de gravidez no le sentó bien. El personal estaba estupefacto
y nunca llegó a explicarse cómo demonios habría quedado preñada. El alcalde
sentenció que debía de ser obra de Santa Apolonia, virgen y mártir, patrona de Cantalejos del cruce, a la que se
atribuían milagros portentosos.
Sinforoso y Conrado vivieron
meses difíciles después de aquella aciaga noche en que la directora les
descubrió y se los llevó a su despacho. Sus familias estaban preocupadas,
porque se les veía más flacos y siempre estaban cansados y no movían a las
ovejas con el vigor y donaire antes en ellos acostumbrados. Afortunadamente y
coincidiendo casualmente con la marcha de la directora de la residencia para
señoritas, pareció como que volvían a recuperar peso y de nuevo eran más ágiles
y garbosos.
José-Pedro Cladera ©