sábado, 13 de junio de 2015

LAS VENTAJAS DE SER VIEJO






(Escrito para el Taller de Escritura
de la Biblioteca Municipal, como
tema “Libre”).

            La edad avanzada tiene varias ventajas; pero hay una que es primordial: Llegar. Porque miro hacia atrás, y de mi quinta como se decía en aquellos tiempos de la mili, quedamos muy pocos.

            Pero estoy convencido de que si aguanto catorce o quince años más, ya no me muero. Lo digo porque suelo leer las necrológicas de los periódicos, y no veo ninguna de más de cien años. Digo yo que será porque llegado a esa edad, uno vive eternamente.

            Lo que no sé es si compensará vivir tanto tiempo. Nietos, biznietos, tataranietos… Se hará tan grande la familia y se desparramará tanto, que habrá que tener un libro de contabilidad donde anotar las altas y bajas con los correspondientes recordatorios de nombres, cumpleaños,  santorales, y demás acontecimientos dignos de tenerse en cuenta.  Otra preocupación del eternamente vivo, será la sucesión de amigos; porque como no des con otro eterno como tú, eso de cada ochenta u ochenta y cuatro años tener por narices que hacer nuevas amistades, no dejará de ser un trabajo añadido a lo habitual…

            Mientras no pasen esos años, los amigos no son un trabajo. Son una bendición que te cae encima sin saber cuándo ni en dónde. Lo único que se sabe es que sin buscarlo, te encuentras  con cualquier desconocido, y  surge una comunión de ideas y pensamientos, (que aunque lo parezca, no es la misma cosa), que hace que en su compañía te sientas mucho más realizado. Pero claro, cuando esta selección de amigos “la palme”, ¿qué?  A mí, hasta ahora, unos se han ido y han llegado otros, así,  por las buenas. Sin buscarlos, y hasta sin darme cuenta. Pero  claro, en cuanto pase de los cien o ciento veinte años, será más difícil  encontrarlos a mi medida por aquello de la edad descompensada…

            Otra ventaja de los muchos años, es que dejas de preocuparte por cantidad de cosas;  por ejemplo: Como ya no estás en edad de presumir, te olvidas de las modas, que al fin y al cabo no son más  que un invento de cuatro vivillos para sacarle el dinero  a cuatrocientos tontillos.  Con tal de ir mediamente aseado, (que tampoco somos la patena, para que tengamos que ir relucientes), ¡ya está bien!   Esto no quiere decir que tengamos que oler a carne sudada, que para algo se inventaron  en su día las duchas. Pero vamos, que tampoco es cosa de gastarse  la pensión en perfumes de alto voltaje.

            Otra cosa muy importante que te enseñan  los muchos años es  a no hacer caso de las murmuraciones. “Dicen por ahí…” “Oí decir a no sé quien…”  No. No lo dicen por ahí.  A mí, me lo estás diciendo tú.  Y si no estás seguro, y encima, lo que me vas a contar es algo malo del vecino, es mejor que no lo cuentes. Pero como  tu interlocutor disfruta  contándolo, al fin lo cuenta. Y a mí, los muchos años, me enseñaron en dejarlo en “cuarentena” por aquello de que la mayor parte de las veces, la cosa no era así exactamente…

            Las locuras de la juventud, (¡Benditas locuras!),   pues eso: eran de la juventud. Y aunque de vez en cuando no te importaría repetir una de aquellas locuras, pues eso, también: Que los muchos años son tan sabios,  que aunque los ojos y las intenciones te digan “Palante, muchacho”, el cuerpo responde, “¿pero cómo, y con qué?”  Y el cuerpo  viejo se te relaja, y hasta te dan ganas de fumar un cigarrillo  como en los tiempos en que sabías “cómo” y tenías “con qué”.

            Créeme, que estoy encantado con los años que tengo. No sé si seguiré pensando del mismo modo en día que sea viejo de verdad. Total, hasta hoy, no más que ochenta y cinco. Anímate, y al menos cumple tú otros tantos como yo. Y hasta puede que pasemos de los cien, y seamos  amigos por toda una eternidad…

             Jesús González ©

LA TONTA.





Carmelita era tonta. En el colegio, no había forma de que le entraran las cosas en la cabeza, así que, como veía que sus compañeras avanzaban y ella no, se ponía a llorar. La pobrecilla dejaba caer su carita sobre el pupitre y miraba a la profesora con sus ojitos enrojecidos e inundados de lágrimas. ¡Sus amigas sentían por ella una penita…!

No tenía sentido ser con ella igual de exigente que con las demás ―se decía la profesora―, ¡si la pobre criatura no daba más de sí…! ¿Qué culpa tenía la chiquilla? ¿Para qué hacer que se encontrara mal, si la cosa no tenía remedio? Bastante desgracia le había caído encima con haber nacido tan cortita de entendederas… Así que la profesora, conmovida, acababa pasándole por alto los errores en los exámenes para que no se considerara inferior a sus compañeras. La cosa es que fuera pasando los cursos como pudiera y, después, Dios dispondría.

Y así las cosas, llegó Carmelita al instituto. La pobrecilla iba más perdida que calzón en luna de miel. Lo que se explicaba en clase le entraba por un oído y le salía por el otro, sin que en el tránsito intracraneal quedara ni rastro retenido en la mollera. Los deberes, no sabía ni por dónde cogerlos. Todas sus amigas iban avanzando y ella, como era tonta, se iba quedando atrás. ¿Qué podía hacer?

Un día se dio cuenta de que Leopoldo, el empollón de la clase, la miraba de manera distinta a como la miraban los otros chicos. A la salida, Leopoldo se hizo el encontradizo y, charla que te charla, acabaron paseando por el parque y se sentaron en el césped. “¡Huy! ¿Qué es esto?”, pensó, desconcertada, cuando notó la mano de Leopoldo bajo la falda. Y, como la pobrecilla era tan tonta, se dejó hacer. Y, como le gustó, se dejó hacer casi todas las tardes. Y, como Leopoldo era agradecido, le hacía los ejercicios y la ayudaba a preparar los exámenes. Y así, tira que te va tirando, a trancas y barrancas y con algún que otro escozor, se fue sacando los cursos. ¡Y qué iba a hacer si no, si era tan tonta…!

Para los estudios, como ha quedado dicho, no servía. Para trabajar, otro tanto: no le había llamado Dios por el camino del sudor. En cambio, como no tenía nada en la cabeza, era despreocupada, divertida; y, como era monilla, siempre llevaba una cohorte de moscones alrededor. Un día, con dieciocho añitos recién cumplidos, en una fiesta, conoció a don Blas, treinta años mayor que ella. El hombre se sintió atraído por aquella monada con la cabeza hueca y Carmelita, como era tan tonta ella, se quedó embarazada a la primera de turno.

El escándalo fue descomunal. Los padres le echaban en cara que, mientras sus amigas empezaban a ir a la universidad o estaban ganándose el pan en distintos trabajos, ella iba a ser una desgraciada toda la vida por crearse esas ataduras a edad tan temprana. Pero Carmelita, al ser tan limitada, la pobre, lejos de sentirse abrumada por la responsabilidad, estaba la mar de contenta. Y don Blas, que era un caballero, se casó con ella. (Don Blas ―digámoslo de pasada― era riquísimo.)

La vida tiene extraños mecanismos, así que, lo que parecía que tuviera que desembocar en tragedia, resultó todo lo contrario. Don Blas estaba encantado con su joven y guapa esposa. Entre ellos dos, muy interesantes las conversaciones, la verdad, no eran. Ella, muy culta, muy culta, la verdad, tampoco era. Pero don Blas, con tantos negocios, estaba poco en casa durante el día y, por las noches, todo eso se le olvidaba entre las sábanas.

Carmelita, por su parte, se pasaba el día comprando ropa, jugando al golf, yendo al cine, bañándose en la playa y demás ocupaciones de alta exigencia intelectual. Como la pobre era tonta y no tenía más aspiraciones… Y como tenía una criada fija en casa que le hacía todo el trabajo y no tenía que ir a la compra, ni cocinar, ni limpiar… ¡qué iba a hacer, la pobrecilla!

La fogosidad de don Blas hizo que, en un visto y no visto, se encontrara Carmelita madre de tres preciosas hijitas, a cabeza por año. Con el paso del tiempo, la mayor, que les había salido listísima, estudió y estudió hasta quemarse las pestañas y acabó dos carreras. Como el asunto laboral estaba tan mal, no le sirvieron para encontrar trabajo, así que se sacó unas oposiciones para una plaza de funcionaria que le daba ―eran tiempos de crisis― justillo para ir tirando.

La segunda, que les salió un lince para los negocios, trabajó y trabajó sin descanso año tras año hasta conseguir, ella solita, levantar un negocio de tintorería que ―recuérdese que eran tiempos de crisis― la tenía sujeta al trabajo catorce horas diarias para conseguir pagar la hipoteca y poco más.

La tercera, en cambio, les salió rana. A todas luces, ¡vaya por Dios!, subía tonta…


                                      José-Pedro Cladera ©

NO TIENE NORTE…




No tiene norte mi patria
ni rejas mi libertad,
por eso marcha sin rumbo
mi trainera por el mar.

Busca en el cielo la luna,
las estrellas y la paz,
y la rosa de los vientos
la dirige a ese lugar.

Puerto lejano y remoto,
sin cadenas, al final,
con tabernas de bohemios
y recuerdos de alcatraz.

Hay gaviotas que vigilan
ese vino que tomar,
cormoranes muy siniestros
que se secan de la sal.

No tiene norte mi patria
ni mi nave un capitán,
porque sin rumbo navega
sin velamen ni fanal.

Busca la vida que brota,
la campiña y el lugar,
y las montañas nevadas
con su blancura tal cual.

Busca al pastor por los campos
y al marino en bajamar,
para aprender sus oficios
y entenderlos de verdad.

Es esa vida sencilla
la que quiere realizar,
sin coronas de laureles
y sin medallas de más.

No tiene norte mi patria
ni puertas mi voluntad,
para encontrar el descanso
donde dormir y soñar.

Porque la vida que añoro
no sé, ya, ni donde está,
aunque mi pecho se altere
acelerando el tic-tac.

Loco volcán desbocado,
corazón tan desleal,
deja que busque a mi dueña
porque la quiero besar.

Roza sus labios, si puedes,
en ese fino cristal,
el del amor y el deseo,
que a ti te quiere entregar.

"No tiene norte mi patria
ni escalones mi portal,
para estrecharte en mis brazos
y besarte sin cesar..."

Rafael Sánchez Ortega ©
07/06/15

NANDO



                                                       

               Sumergido en mis pensamientos, daba largos paseos por los alrededores del pueblo, las vistas eran impresionantes, al fondo, el mar, a mi espalda, los majestuosos Picos de Europa, en esa estación totalmente blancos y provocantes, capitaneándoles el Naranjo de Bulnes.

         Una tarde, caminando por mi ruta itineraria, de frente, venía un hombre de mediana estatura, acompañado de un perro blanco con manchas negras igualmente, de talla mediana, que se acercó amistosamente a olisquearme. Acaricie su cabeza. Su dueño, se aproximaba y pude apreciar, que llevaba en la nuca una vara de avellano en la que reposaban sus antebrazos a derecha e izquierda de ella, detrás, colgado al cuello de una camisa de cuadros, un paraguas viejo, gritó:

          -¡Curro ven, Curro ven! Buenas tardes.

          -Hola, buenas tardes, que perro más sociable tiene usted.

          Ante mí, apareció un gran personaje, nos presentamos, se llamaba Nando, “viene de Fernando ¿sabe?” -me dijo-. Su escaso pelo era cano. Bajo una gastada visera, me miraba tras unas gafas de cristales opacos y montura ajada, vestía con pantalones vaqueros, camisa y jersey raídos, calzaba botas verdes, de goma, y supe que las llevaba todo el año ¿por qué? “¡eran cómodas!” me comentó en su día.

           -Ya le he visto de lejos caminando por ahí, yo paseo todos los días con Curro ¿no sabe? usted le ha caído bien y a mí también, si no es molestia, puedo acompañarle todas las tardes al paseo con Curro, así no se encontrará tan sólo por aquí.- Intuí que él lo estaba. En ese momento no sabía lo que dependí de ese hombre, durante meses, y de la inmensa paz que me daría.

            -Encantado de su compañía, pero vamos a tutearnos a partir de ahora, si te parece bien.

             Continué, el paseo, pero esta vez acompañado de mis dos nuevos amigos. Nando empezó a contarme su vida, tenía setenta y ocho años, estaba soltero, de joven se embarcó en un mercante, ya que en este pueblo no había más que las vacas o el campo y esa vida no era para él.

           -Entonces, -le digo-, habrás tenido oportunidades de haber abandonado tu soltería, ya se sabe la fama de los marinos, cierta o no, de una novia en cada puerto.

           -¡Si, hombre, si! no lo he pasado mal, las cosas como son, pero igual te gustaba una moza, tu a ella y desaparecías ocho meses y eso Pablo, una moza... pues que no, que no te espera ¿no sabes? Y tú ¿qué haces por aquí? se comenta en el pueblo que eres de Madrid y periodista.

            -Cierto, lo soy ¿qué hago en este pueblo? desconectar de tanto trabajo, prisas, tráfico, polución, presiones...Un amigo médico, en un chequeo de rutina, me lo aconsejó. Me dijo; Pablo, como continúes con ese ritmo de vida, tu corazón te va a dar una llamada, tienes cincuenta años, hazlos durar ¡y aquí estoy, paseando contigo y con Curro!

            Seguimos caminando. A derecha e izquierda, prados de intenso verde; donde mirara la naturaleza estaba presente. Nando, andaba arrastrando sus botas, me escuchaba, esto me reconfortaba. Se paró delante de unas cuantas vacas que pastaban plácidamente.

            -¡Mira, Pablo! los de Madrid, no sabéis de estas cosas. Las de este “prao”, las pintas, son lecheras ¿no sabes? y las del otro “prao”, las grises, de carne, son Tudancas, es la raza de Cantabria, ¡son únicas! ¿no lo sabes?

            -A mí, hasta esa tarde, las vacas me parecían como las maletas en la cinta  del aeropuerto, todas parecidas. Quedamos, para la tarde siguiente. A las cinco y media estaba puntual, frente a mi portilla, con Curro, ladrando alegremente.

            -¡Hola, Pablo, barrunta lluvia!

            Me gustaba esa palabra “barruntar”, la utilizaba mucho, también; “Si hombre, si” o “No hombre”, y el ¿No sabes? al final de la mayoría de sus frases.

             -Hoy, -me dice-, tengo que andar más, porque me he hecho para comer, cocido montañés,-me mira pícaramente, se ríe, deja ver sus escasos dientes.

             -¡Qué bueno, cómo te cuidas Nando!

             -¡Si hombre, si! como lo que se me antoja, lo que me da la gana, ¿no sabes?

             Continuó con su historia, me dijo que tenía una buena pensión, no gastaba lo que ganaba, tenía lo que necesitaba. Llegó a ser Contramaestre, viajó por todo el mundo, de esto se sentía muy orgulloso y de que era la mano derecha del capitán. Disfrutaba, narrándome aventuras de su juventud embarcado, yo también escuchándole. Una tarde, después de nuestro paseo, me invitó a conocer su casa, era una antigua cuadra, que el apañó a su manera. Dos higueras, presidían la entrada, a un lado, un pequeño huerto, pegado a la casa, un gallinero. Mientras me mostraba todo, apoyado en su vara, le rodeaban seis gallinas a las que hablaba:

              -¿Dónde vais tontas, no veis que estáis mejor al sol?

              -¿Son ponedoras?

              -¡Si hombre, si! todos los días ponen uno ¿no sabes?

               Yo, fingía mi ignorancia, sabía que le hacía feliz, y a mí también al verle crecerse ante una pregunta de un inocente ciudadano de Madrid.

               -Mira -me dijo tirando pan duro a las gallinas-, lo que hace Curro.

               Su perro, cogía cada trozo de pan y lo sacaba fuera, hacia un camino cercano, trozo a trozo, sin comerlo.

                -¿Por qué lo hace? –pregunté:

                -No quiere que coman, ¡es un envidioso! ¿no sabes? además es el padre de medio pueblo, -y guiñándome un ojo, soltó una carcajada.

                  Entramos a su casa, lo primero, su dormitorio, hizo especial atención a su última compra, una televisión ¡de plasma!-dijo-estaba situada alta en la pared, frente a su cama, junto también a una  modesta mesilla. Estaba orgulloso de su plasma, sobre todo del mando a distancia.

                 -Desde aquí, “tumbao”, pongo lo que quiero y cuando se me cierra un ojo, la apago.

                  -Vives como un rey, Nando.

                  -¡Si hombre, si! tengo de todo, ahora voy a cenar lo que me dé la gana ¿no sabes?

                   Nando, quería dilatar la tarde y la conversación, pero yo esperaba una llamada de Madrid y así se lo hice saber, despidiéndonos, hasta la tarde siguiente. Esa llamada, fue definitiva, tenía que regresar a mi ciudad, al día siguiente, me ofrecían, la posibilidad de escribir un libro, algo que yo había ansiado, durante mi estresante profesión de periodista, pero esto era diferente, “escribir un libro”, pero sin presiones a mi ritmo-me dijeron.

                     Busque el primer vuelo, salía al mediodía. Por la mañana, paré el coche, ante la casa de Nando para despedirme. No estaban  ni el, ni Curro, sólo las seis gallinas picoteando por allí. Le dejé una nota; “REGRESO EN UN MES, NANDO AMIGO, YA TE CONTARÉ A MI VUELTA DE MADRID. HASTA PRONTO. UN ABRAZO. PABLO".

                     Al mes, volví a mi querido pueblo, deseando comenzar a escribir, la historia que ya me rondaba por la cabeza y ver a Nando, ya que él formaría, parte de ella. Me acerqué a su casa... Sí, las dos higueras, estaban, pero su casa... en ruinas, apenas existía el tejado, la hiedra envolvía, los muros derruidos, la puerta y ventanas de madera, devoradas por la carcoma. Me tuve que sentar, en un montón de piedras, mis ojos se llenaron de lágrimas, grité:

                      -¡Nando, Nando!, -nadie respondió.

                      -¡Curro, Curro!-no hubo, respuesta alguna.

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        Ana Pérez Urquiza    ©