Isabelita
jugaba sola con su muñeca en el jardín, esperando que, en cualquier momento, la
llamaran para que entrara a cenar. El ruido que atrajo su atención provenía de
los matorrales junto al arroyo que demarcaba el final de la propiedad donde
vivía. Era verano y aún había bastante luz a esa hora, pero no vio nada. Salvo
que los arbustos se movían un poco. Se acercó con curiosidad y apartó con sus
manitas la vegetación.
El
grito de la niña alarmó a toda la familia, que salió en tropel a ver qué le
pasaba. Casi se tropezaron con Isabelita, que llegaba ya a la casa corriendo
como alma que lleva el diablo, gritando histéricamente y con la cara
desencajada por el miedo. El padre la cogió en brazos y trató de calmarla, pero
la pequeña lloraba y señalaba el lugar al fondo del jardín.
―¡Allí,
allí! ¡Hay un monstruo! ¡Quiero entrar en casa!
Vieron
la muñeca en el suelo, junto a los arbustos del arroyo. El padre dejó a la niña
con la madre y él y sus dos hijos se aproximaron sin demasiadas reservas,
pensando que Isabelita se habría asustado ante alguna rata de río o alguna
culebra. El hombre se agachó para recoger la muñeca y vio entonces los dos
grandes ojos clavados en él. Dio un salto hacia atrás lanzando una maldición.
―No temáis nada de mí, soy inofensivo. Voy a
salir para que me veáis y demostraros que sólo quiero que nos conozcamos.
La
familia oyó los sonidos ininteligibles que emitía la criatura, que a ellos les
parecían silbidos entrecortados y mezclados con una especie de chasquidos
parecidos a los que producen los grillos. Cesaron de pronto y, al cabo de un
par de segundos, muy lentamente para no asustarles, apareció ante ellos la cosa.
―¡Hola, amigos! Me llamo Rrrsss-Aka.
La
familia sólo percibió, de nuevo, extraños sonidos. Todos dieron unos pasos
atrás, mirando horrorizados a aquella bestia que jamás antes habían visto ni en
pintura y atentos a cualquier movimiento amenazador. La criatura permaneció
inmóvil, dejando que la estudiaran y comprobaran que no era peligrosa. Era como
un lagarto rechoncho del tamaño, más o menos, de un perro grande, cubierto todo
él de unas pequeñas escamas brillantes de color negro. Su cabeza,
desproporcionadamente grande, era extrañísima, porque no tenía ningún orificio:
ni boca, ni nariz, ni orejas. Dos enormes ojos, como bolas de cristal, estaban
situados, no al frente, sino sobre la cabeza y podían dar toda la vuelta
alrededor y, además, podían mirar al mismo sitio o a lugares diferentes. Sus
cuatro patas acababan en unos dedos con ventosas, como los de las lagartijas,
con lo que era seguro que aquella cosa podría trepar con facilidad por
cualquier superficie vertical.
No
acertaban a percatarse de qué parte de aquella cabeza sin orificios procedían
los sonidos, pero volvió a emitirlos, con ligeras modulaciones y en un volumen
moderado:
―Estoy solo. He tenido que aterrizar aquí
porque se me ha estropeado la nave, pero pronto vendrán a buscarme. ¡Qué raros
sois! ¡Qué curioso cómo andáis sólo sobre dos patas! Y he visto que tenéis que
comer alimentos y beber líquidos para obtener vuestra energía. ¡Qué complicado!
Nosotros no necesitamos nada de eso.
Lo
miraron desconcertados y con asco. ¿Qué eran aquellos ruidos tan extraños? ¿Qué
significarían? ¿Sería alguna amenaza inminente?
―¡Es
repugnante! Papá, coge la escopeta y mátalo antes de que nos ataque ―aconsejaba
uno de los hermanos, que grababa toda la escena en vídeo con su teléfono móvil.
―No sé, igual no es peligroso. De hecho, no se
le ven dientes por ninguna parte, y tampoco veo que tenga garras.
―Pero
seguro que, en cualquier momento, se le abre algún agujero y saca una lengua
larga, como los camaleones, o nos escupe algún veneno.
Todas
estas cosas y otras similares comentaban, entre sorprendidos y temerosos, los
padres y hermanos de Isabelita, mientras ésta ocultaba su cara en el cuello de
su madre y echaba miradas furtivas de reojo.
Rrrsss-Aka los observaba con curiosidad y
escuchaba sin entender nada de lo que hablaban, pues a él también le parecían
únicamente sonidos sin sentido.
―Llevo un par de días por aquí, escondido
para no asustaros; pero me habéis descubierto. Bueno, hasta que vengan a buscarme,
podremos aprender cosas unos de los otros, ¿no? Pero, claro, no me entendéis.
¿Cómo podría hacerme entender? Hablando, ya veo que va a ser difícil. Quizá si
me acerco y os extiendo una pata lo entenderéis como un signo de amistad,
porque he visto que vosotros os saludáis cogiéndoos de una pata delantera.
Vamos a ver.
Apenas
Rrrsss-Aka dio un paso adelante y extendió una pata, echaron todos a correr y
se metieron en casa. A los pocos segundos, aparecieron de nuevo. El padre, al
frente, llevaba una escopeta de caza que cargaba apresuradamente con dos
cartuchos. Apuntó a la cosa, que seguía en el mismo sitio, aún con la pata
extendida, uno de sus ojos clavado en el arma, mientras el otro repasaba a
todos los miembros de la familia.
―¡Un
paso más y te lleno el cuerpo de plomo, bestia asquerosa!
Aún
no había acabado la frase cuando ya había apretado los dos gatillos y habían
salido de los cañones de la escopeta sendos mensajes de muerte. Con la
velocidad del rayo, tan grande que apenas pudieron ni verlo, Rrrsss-Aka dio un
salto y desapareció por encima de los arbustos, al tiempo que las dos ráfagas
de postas, sin alcanzarle, levantaban la tierra y la hierba en el lugar donde
había estado hacía un instante.
Durante
los días siguientes, los vecinos organizaron batidas por los alrededores,
armados con escopetas, para dar con el animal y acabar con él. Los niños no
podían salir de sus casas más que para entrar en un vehículo que los llevara al
colegio. Nadie salía de sus viviendas o comercios si no iba armado o acompañado
de alguien que lo estuviera. La noticia salió en los medios de comunicación y
el vídeo grabado por el hermano de Isabelita se podía ver en todos los
telediarios. Voluntarios de los pueblos vecinos se unían a la caza de aquella
bestia inverosímil y desconocida.
La
buscaron por todos los matorrales junto al arroyo, por los campos de los
alrededores, por los jardines de las casas. Examinaron las ramas de los
árboles, las cuevas, las cunetas de los caminos. Podía estar en cualquier
sitio: a lo mejor, en el tejado de una casa; quizás en un contenedor de basura;
a saber si agazapada debajo de un coche. La tarea se les escapaba de las manos
y empezaron a sentirse impotentes. La idea de no conseguir acabar con aquella
cosa y tener que vivir con el miedo a que reapareciera en cualquier sitio
cuando menos lo pensaran les aterrorizaba. Y ahora que le habían disparado,
sería aún más peligrosa. ¿Y si no la encontraban? El pánico se apoderó de la
pequeña población y se extendió a lugares cada vez más alejados.
La
alarma fue tan grande que tuvo que hacerse cargo de la situación el Ejército.
Un número increíblemente grande de soldados establecieron una enorme
circunferencia entorno al pueblo y comenzaron a batir el terreno
meticulosamente, estrechando el círculo cada vez más, sin dejar un solo rincón
por inspeccionar. Era sólo cuestión de tiempo dar con el animal si aún seguía
ahí. Si había huido, o si había más como él, el problema adquiriría dimensiones
en las que nadie quería ni pensar.
Al
cabo de dos días, el asedio se había ya confinado a un pequeño círculo entorno
a las ruinas de una ermita abandonada a las afueras del pueblo. Unos soldados
entraban por uno de sus lados y otros esperaban al otro, apostados al final de
un prado donde aún se veían vestigios de antiguas lápidas, listos para disparar
a la criatura en cuanto saliera huyendo de sus perseguidores. Finalmente,
Rrrsss-Aka salío temerosamente de entre un montón de piedras y se encontró
rodeado de soldados y vecinos que le apuntaban con sus armas. Se detuvo y sus
dos ojos giraban en todas direcciones, y en todas ellas veía gente vestida de
verde caqui que le parecía realmente peligrosa.
―¡Ya
lo tenemos!
―¡Quieta,
bestia asquerosa! ¡Ni un paso más o te reventamos a tiros!
―¿A
qué esperamos? ¿Por qué no le disparamos ya y acabamos de una vez?
Rrrsss-Aka
sólo oía, de nuevo, aquellos sonidos incomprensibles. No entendía lo que toda
aquella gente decía, pero tenía claro que su situación era desesperada.
―No disparéis, sería fatal para vosotros. Mi
metabolismo es distinto del vuestro y en mi interior hay elementos que no se
pueden mezclar con vuestro oxígeno. Si me perforáis la piel, los productos de
mi interior reaccionarán con vuestra atmósfera y la envenenarán y todos
moriréis. Por favor, no disparéis. Soy inofensivo.
―¿Qué
son esos ruidos? Nunca he oído a ningún animal hacer ruidos semejantes. ¡Qué
bicho más raro!
―No estoy aquí para haceros ningún daño.
Puedo enseñaros muchas cosas.
―¡Y
no para de emitir esos silbidos y chasquidos! ¿Significará que está asustado?
―No tengo ningún orificio en mi cuerpo,
porque sería fatal. Nosotros no ingerimos alimentos, como vosotros. Toda
nuestra energía la tomamos del sol, o de cualquier otra estrella, a través de
nuestras escamas, que son células solares. No generamos ningún residuo. Por eso
estamos completamente cerrados. Pero nuestro interior es muy peligroso si hay
oxígeno alrededor. No podemos dejar que nada escape de nosotros en atmósferas
como la vuestra.
―Yo
digo que estamos perdiendo el tiempo con esta cosa. Creo que trata de
despistarnos con esos sonidos extraños y que nos va a atacar en cuanto nos
descuidemos. ¡Disparémosle de una vez!
El
hermano de Isabelita que había grabado en vídeo el primer encuentro con
Rrrsss-Aka llegó corriendo y se abrió paso hasta quien parecía estar al mando
de toda aquella operación y cuya orden de abrir fuego esperaban todos.
―¡No
disparen, un momento! Acaban de dar en la tele que un profesor de matemáticas
ha estado estudiando el vídeo y está seguro de que los ruidos que emite son un
lenguaje y que está tratando de comunicarse con nosotros. Dice que lo está
descifrando y que podremos hablar con él.
―¡Lo
que nos faltaba! Un chiflado que ahora nos va a hacer creer que este lagarto
repugnante tiene inteligencia. ¡A lo mejor acabamos contándonos chistes y
todo!
Todos
rieron nerviosamente el sinsentido, produciendo un gran estrépito. Tal era el
ruido de sus nerviosas risotadas que no oían las llamadas insistentes que
sonaban en el teléfono móvil del oficial que les mandaba.
―Algo está pasando. No sé qué habrá dicho ese
pequeñajo que ha llegado corriendo, pero todos parecen estar reaccionando de
manera distinta. Yo diría que se están riendo. Quizá se han dado cuenta de que
mis intenciones no son hostiles. Les daré una muestra de mi buena voluntad
poniéndome panza arriba, que es un signo inequívoco entre nosotros y que seguro
que ellos también entenderán.
Rrrsss-Aka
dio súbitamente una media voltereta, alzándose más o menos un metro sobre el
suelo y girando mientras lo hacía para caer sobre su espalda. Cuando tocó el
suelo, su cuerpo estaba ya atravesado por una infinidad de disparos que lo
acribillaron, abriendo una multitud de agujeros en su gruesa piel escamosa.
La
multitud se acercó para ver el cadáver de su presa. De sus muchas heridas,
comenzó a emanar un gas espeso, azulado, que en contacto con el aire se tornaba
amarillento e iba formando una nube circular entorno a Rrrsss-Aka; una nube que
los destruyó a todos en un momento, convirtiéndolos en un amasijo informe de
una especie de lodo viscoso y pegajoso. La nube se expandía rápidamente,
haciéndose más y más grande, arrasando toda la materia orgánica que encontraba
a su paso. Todo ser vivo quedaba derretido al instante, sin tiempo para
plantearse qué estaba ocurriendo. Los pájaros caían del cielo y eran ya barro
pringoso antes de tocar tierra. Los árboles y toda la vegetación que encontraba
en su expansión la nube desaparecían con igual premura, quedando atrás un
panorama desértico, sin rastro de vida: ni seres humanos, ni animales, ni
plantas. Nada.
El
frente de la nube mortífera avanzaba rápido, extendiéndose por el camino
polvoriento que conducía a la ciudad. En dirección contraria, a toda velocidad,
haciendo volar las ruedas de su todoterreno en cada bache, un viejo profesor de
matemáticas conducía el vehículo temerariamente en dirección al pueblo. Se
dirigía directamente al encuentro de aquella extraña cortina amarilla, pisando
a fondo el acelerador, a una velocidad endiablada, como si fuera portador de un
mensaje de grandísima urgencia. Como si llevara un mensaje… de vida o muerte.
José-Pedro Cladera ©