domingo, 24 de enero de 2016

EL LIBRO

EL LIBRO
Este cuento está dedicado a todos los que un día traspasaron la línea roja o algún día la traspasarán.
31 de julio de 1944. Base aérea de Bastia (Cerdeña), 8,45 de la mañana.  Mi P- 38 amigo, compañero de fatigas despegó.
Los de inteligencia querían saber los movimientos de las fuerzas alemanas en el valle del Ródano.
Mi misión era fotografiar una zona concreta de dicho valle. Para lo que ellos querían, llevaba el avión adecuado y el equipo necesario;  desprovisto de su armamento y munición volaba más rápido y más alto que los cazas alemanes.
En el copick una foto de Consuelo (mi mujer) junto a los mapas y demás papeles lo decoraban.
 El espacio es muy reducido, apenas podía moverme. Acompañado como si fuera mi sombra de los dolores de mis múltiples fracturas, recuerdo de mis accidentes.
Desde 30000 pies de altura se distinguía el Ródano como una serpiente verde, jalonado presumiblemente de alamedas boscosas, una carretera le acompañaba como si fuera una novia fiel.
Las 5 máquinas  no se olvidaron de fotografiarlo todo, aunque yo nada interesante veía.
Terminada mi misión. Ya de regreso, la ruta programada para volver suponía bordear Marsella por el oeste, alcanzar el mar y tomar un rumbo de 100 grados para llegar a Cerdeña.
Llegar y descansar, no en vano 43 años ya son muchos para hacer lo que estaba haciendo.
 Una vez sobrepasada la ciudad y ya sobre el mar, la aguja de presión de aceite del motor nº 2 de estribor empezó a fibrilar en principio lentamente luego de una manera decidida descendió hasta límites mínimos.
Se vería obligado a volar con un solo motor, muy bajo, y manteniendo una velocidad de crucero muy lenta.
 Era consciente de lo extraordinariamente vulnerable para cualquier caza alemán y solo armado con 5 cámaras de fotos.
A 3000 pies distinguía claramente las olas, peinadas de espuma blanca y de tamaño considerable.
 El piloto de un caza alemán, que volaba muy por encima de él, distinguió una pequeña mancha marrón, sobre el azul del mar, un p-38, despacio y bajo una oportunidad.
Mientras ensimismado con mis pensamientos, acompañado de mis dolores y con la mirada en el horizonte donde se funde el mar y el cielo, unas sacudidas agitaron el avión, miré hacia el ala izquierda, pequeños trozos de la superficie de vuelo saltaban  y de modo inmediato el motor izquierdo se tiño de rojo, se incendiaba y también los depósitos de combustible del ala.
Caía de modo incontrolable,  en círculos cada vez más cerrados y más rápido. En mis accidentes anteriores, nunca había perdido la esperanza; esta vez ya sabía que no me iba a salvar.
En los escasos segundos que me quedaban, mi vida pasó por delante, en especial Consuelo
“Recuerdo los ojos de mi esposa otra vez, nunca veré cualquier cosa más aparte de esos ojos” fue su último pensamiento.
Sin ser consciente del paso de la línea roja, una sensación de paz me invadió, los dolores desaparecieron, me noté libre y liberado, sin miedos. Empecé a ver sin ojos, a  oír sin oídos, a latir sin corazón.
Sobre el mar azul me vi flotando boca abajo,  lentamente me fui alejando de aquello que ya no era nada para mí, no sentía pena,  ni recuerdos ni añoranzas, solo un rayo de felicidad.
Segundos después mi cuerpo desapareció y una extraña luz  me invadió, no puedo describirla, pues no admite comparación a nada humano, la sensación de paz y felicidad me desbordó.
Entrecortado por la luz una figura vislumbré cada vez más claramente.
Una larga bufanda rodeaba su cuello, unos pelos despeinados amarillos adornaban su cabeza.
Claro pensé lo había dibujado yo, allí sonriente me esperaba, el que siempre hacía muchas preguntas esta vez no hizo ninguna, lo sabía todo.
Has venido de muy lejos me dijo, has perdido tu avión.
Me extendió su mano y me vi trasportado a un pequeño planeta, en medio de un  universo de estrellas, blanco y sin nombre los nombres y números los ponen los humanos.
Apenas cabían un par de  cosas, allí le esperaba el cordero su amigo, al cual ya no le hacía falta la hierba, ni la caja para resguardarse, eso eran cosas de la tierra.
En el centro del planeta estaba la rosa, su rosa, le esperaba con una sonrisa amable y cariñosa, no había más flores.
Bonita y perfecta, sin espinas, para qué,  además el cordero no se la comerá.
No necesita la campana de cristal para protegerse.
Allí permaneceré feliz hasta el fin de los tiempos, con mi amor y mi amigo rodeado de estrellas.
Ese mismo día un pescador encontró flotando en el mar un cuerpo, que rescató y fue enterrado sin identificar.


Miguel Castro ©

EL LIBRO

 LIBROS
       Otoño, época en que mamá, me viste de entretiempo; como ella dice, paso calor y frío, a veces pienso que con tanta ropa voy a sudar por el paladar. Es cuando llega la fecha de mi cumpleaños.
         Tengo entre mis manos mi querido Diario, regalo de mamá, es de piel verde inglés, filos dorados, lo bordean, tiene un pequeño candado con su llavecita dorada, a la derecha, con letras inclinadas, también doradas pone:“Mi Diario”.
          -Cris, de este Diario, puedes hacer un libro, el de tu vida, cuéntale cosas, sé sincera, va a ser tu gran amigo, jamás te traicionará.
¡Qué regalo me hizo mamá, cómo me conocía, sabía que me gustaba escribir!
           -Gracias mamá, me has hecho el mejor regalo del mundo.
           La primera página en blanco, de filos dorados, mi recién estrenado Diario, estoy nerviosa, con letra temblorosa comienzo, pongo la fecha... “Hola Diario, soy Cris, te voy a contar todas mis cosas, vas a ser mi confidente...” De pronto entró en mi habitación el okupa, de un zarpazo, me lo arrebató, diciendo su gran frase;
            -¡Yo, mío y pa mí!
            Salió corriendo escaleras abajo como alma que lleva el diablo, fui tras él, pero frené en seco al ver a papá en el salón, acababa de llegar de viaje.
            -Feliz Cumpleaños hija, toma tu regalo.
            Era una gran caja envuelta en papel dorado con un gran lazo rojo. Antes de abrirlo, le di un fuerte abrazo dándole las gracias a papá. Lo abrí nerviosa ante la atenta mirada de toda mi familia, incluido el okupa con mi Diario en su mano. Al abrirlo dije:
             -¿Un Acordeón?
             -Así es, Cris, nada más ni nada menos que un Acordeón.
             Me quedé sin palabras, ¿un Acordeón, por qué? Lo colgó sobre mis tiernecitos hombros y casi me caigo, me sentí patética, iba hacia delante y hacia atrás como un tentempié, hasta que conseguí el equilibrio.No sé cuánto tiempo estuve viendo, “suelo, techo, suelo, techo”, del mareo veía, dos madres dos padres y lo peor, ¡dos okupas! Mi padre dijo:
             -Siempre he querido que un hijo mío aprenda a tocarlo, ya que yo no pude, me gusta mucho el Acordeón, ¿a ti Cris?
             Medité unos segundos antes de responder, “¿Hay composiciones de Beethoven para Acordeón?” No. “¿Para Elisa en Acordeón?” No. Aunque era sordo... tenía dignidad. “¿Y Mozart con la Marcha Turca, la compuso para Acordeón?” No, fueron listos y no se colgaron esto que tengo yo sobre los hombros, se sentaban al piano. ¿Qué futuro me esperaba?, ¿tocar el Acordeón para jubilados en el Levante español, ser la sucesora de María Jesús y su Acordeón? ¡Qué depresión!
            -Papá, ¿y si comienzo por la Pandereta, no sé, lo digo porque da más juego, también es muy alegre eh papá?, pesa menos...no sé, y sobre todo me va a dejar crecer, que con esto encima voy a convertirme en “La Menina de Los Pajaritos” con cara de felicidad.

Ana Pérez Urquiza  ©


EL LIBRO




 EL   LIBRO

  Querido rey Baltasar:
“Gracias” a los tres por vuestros incontables regalos y “Gracias” por vuestro inconmensurable esfuerzo.
Quiero pedirte disculpas, a ti, mi querido mentor Baltasar, por la vergonzosa actuación de muchos políticos de este país: que si por una iglesia laica, o que si por una iglesia   antisexista   han montado un esperpento que el mismo Ramón María del Valle-Inclán dejaría su reposo para echarles de sus poltronas a tantos fantoches.  Desearía que el año que viene, me designaras, también, como tu ayudante. Y celebrar, así, un precioso día.
El regalo que me llegó de Oriente, por correo certificado, era más liviano del que yo esperaba, pero es digno de princesas: su saya púrpura, cubierto de un vestido de seda   -nada desmerecedora de las sedas que portaba Marco Polo.  Me has sacado de la obligación de volver a hollar calles  y sin esfuerzo convertirme en una madrina abuela  maga perfecta.
El día 7, aún con las imágenes de patinetes, crones, muñecas que beben y vuelven a beber  -en este caso leche-, nublados por marionetas magas, salí a la calle por una barra de pan.  Al pasar por la librería “Aranbide” avisté el vértice superior derecha de un libro blanco.  Deduje que era el que yo deseaba.  Seguí el camino hacia la panadería, eché una ojeada a las rebajas de la zapatería.   Sentí como un vuelco en el estómago.  Todos los sabores degustados formaban un quimo amargo, que con las atrayentes ofertas optaban por subir al esófago, pero no pisé la alfombra roja.    Con rapidez, crucé el semáforo en verde.  Me sentí orgullosa de mi determinación.  Sonriente, absorbí el aroma de la “txapata” y saboreé el “Kurrusko”;  Baltasar, créeme, era el manjar de los Magos.
El día 8, nada más bajar los cuatro escalones del portal, me fijé en el carro del cartero.  Nos saludamos.  Yo emprendí la marcha con lentitud, por si se acordaba de algo… De regreso, con la fruta fresca, variada y exótica, frené en seco ante una de las cristaleras del escaparate “Aranbide”   El vacío que vi anegó mis ojos: vacío  de bordes blancos…Descargué el peso y me cercioré con las lágrimas en la manga.  Gema subió sobre el papel protector y me saludó.  ¡Qué contenta estaba! “Claro”, pensé, “así cualquiera, ha hecho el agosto”  y fruncí el entrecejo de rabia.  Tres paredes níveas y un escaparate transparente.  Ni bolas, ni lazos, ni Vosotros cabalgando tras la estrella hacia el Portal de Belén.  La tristeza, la desazón, la soledad  -pues ni te había despedido-,  y la desaparición del libro blanco…Me derrumbé.
Una mano  se posó en mi hombro.  Lo siento, Andrea,te he asustado.  He optado por hacer entrega de la correspondencia mientras tú regresabas de tus compras.  Ten.  Seguro que alguien de mucho linaje, con gran poder adquisitivo y pletórico de amor te lo ha enviado.  Desprendí, con sumo cuidado, la envoltura y allí estaba tu despedida.  Besé al aire.
            Se lo pasé a Amador:
Todo Mafalda
Quino
50
Edición especial aniversario
1964-  2014


San Vicente de la Barquera, 10 de enero de 2016

Isabel Bascaran

EL LIBRO




UN LIBRO…
Un libro precisaba urgentemente
para dejar volar la fantasía,
para vivir la vida lentamente
y para sentir así  el día a día.

Un libro deslenguado, irreverente,
que aporte entre sus letras la alegría,
un libro solapado, solamente,
con algo de emoción y picardía.

Pero encontrar las letras precisadas,
la frase y la oración, en este enero,
es algo que recuerda marejadas.

Galernas de unas obras que venero,
eternas mariposas tan amadas
y letras rescatadas de un tintero.

Rafael Sánchez Ortega ©

06/01/16

EL LIBRO

Toshihiro

Desde el aciago día en que doña Olga, plegándose a las fantasías sexuales de su amante enano, descargó sus 93 kilos de cuerpo serrano sobre él y lo mandó al otro barrio como si por encima del pobre León hubiera transitado una locomotora, la vida de la ciclópea mujer no volvió a ser la misma. Nunca encontró a un sustituto de su menudo pero fogoso y osado León y se encerró de nuevo en su mundo solitario. Fantaseaba y le gustaba imaginarse a sí misma en la situación inversa, ella como el pequeño juguete de un enorme amante que la hiciera sentir como  barruntaba que debió de sentirse su pequeño León cuando retozaban juntos y ella lo manejaba como si fuera un osito de peluche. Claro que encontrar un hombre que la hiciera sentir así a ella, que era maciza y poderosa como un tanque, se le antojaba una tarea a todas luces imposible.
Doña Olga encontró refugio en la lectura y se pasaba horas y más horas tragándose toda clase de libros con el fin de evadirse de sus recuerdos. Un día le daba por leer sobre la apasionante vida de los primeros habitantes de La Alpujarra; otro, sobre la depurada técnica de la araña errante brasileña ―también conocida como araña del banano― para tejer sus telarañas orbiculares; aún otro, se interesaba por los fascinantes conocimientos radiestésicos de los zahoríes para detectar corrientes subterráneas de agua usando un palo bifurcado; incluso, cuando le asaltaba la necesidad de bucear en temas verdaderamente trascendentes, leía sobre la dieta de los esquimales ―también llamados inuit―, tan rica ella en grasa de focas y ballenas. Y así, continuamente, muchos otros libros de temas igualmente sugerentes. Todo le interesaba, mientras no fueran historias de amor, que la ponían triste.
Un día cayó en sus manos un pequeño ejemplar, con profusión de fotografías, que trataba sobre el cautivante tema de la vida de los luchadores japoneses de sumo.  Doña Olga no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos: un luchador de sumo corrientillo, de andar por casa, podía pesar 160 o 170 kilos y ser alto como una torre, y un ejemplar ya con un poco de pedigrí se iba tranquilamente a los 200 kilos. Para un hombre así, los otrora sobrecogedores 93 kilos de ella no serían más que un chiste. En manos de un espécimen desmesurado como cualquiera de aquellos luchadores de sumo, se sentiría ella, finalmente, felizmente, como una frágil muñequita; podría él cogerla en brazos y voltearla y juguetear con ella como si nada, como ella misma hacía con su pequeño León, y la haría sentir grácil, ingrávida, volátil, ligera como una pluma. Doña Olga lloró de la emoción y tuvo al instante una revelación: supo que la sabia Naturaleza la había creado para que se entregara a un luchador de sumo japonés.
Con la determinación inquebrantable que caracteriza a las mujeres que han encontrado finalmente su destino ―sobre todo en cuestiones tocantes al amor y sus diversas variantes psicosomáticas―, se plantó en Tokio y comenzó a merodear por las escuelas de sumo y los locales donde se practicaba tan noble arte marcial. Descubrió, como una inesperada a la vez que agradable sorpresa, que aquellos mastodontes se sentían también atraídos por ella, ya que con las pequeñas japonesas tenían que andarse con un cuidado que la gran envergadura de doña Olga hacía menos necesario, con lo que se veían ellos como con más cancha para dar rienda suelta a los ríos de testosterona que albergaban oculta entre sus grandes masas adiposas. Fue así, pues, como conoció al hombre que cambiaría su vida.
Toshihiro no era gran cosa, dadas las circunstancias. Su mirada tenía algo como de melancólico, porque, a pesar de consumir 20.000 calorías diarias, dormir más horas que un bebé ―que los bebés japoneses también duermen mucho― y llevar una vida cuasi ascético monacal, no había forma de que ganara más peso y no acababa de dar la talla, lo cual le angustiaba considerablemente. El pobre sólo medía un metro noventa y no pesaba más allá de unos exiguos 180 kilos: una mediocridad. Su cara parecía una sandía amarilla que contuviera más pulpa de la que podía albergar, por lo que parecía a punto de reventar en cualquier momento; pero tenía una sonrisa muy atractiva, a la que contribuían sus ojos, tan rasgados que se diría que nunca se habían recuperado de una risa incontrolada. Su barriga parecía un saco lleno de manteca que alguien hubiera atado a su cintura, y a doña Olga le daba como un cosquilleo que la hacía ruborizarse cuando veía aquel tremolante cargamento de grasa bambolearse de un lado a otro, arriba y abajo, con los violentos movimientos de la lucha. Sobre todo, lo que más causaba que doña Olga sintiera como un hormigueo por todo su cuerpo y que tuviera que morderse con fuerza el labio inferior para contenerse era cuando aquel adonis amondongado se plantaba, con los pies firmes en el suelo, con sus piernas, rollizas como sendas columnas de Hércules, bien abiertas, cubierto su descomunal cuerpo únicamente por un desproporcionadamente pequeño taparrabos, y lentamente, muy lentamente, decantaba todo su peso hacia un lado, elevaba una pierna hasta alcanzar la horizontalidad y entonces, súbitamente y al grito de Eeee-yah!, la dejaba caer violentamente, dando un gran patadón, y todo el suelo temblaba como sacudido por un terremoto de un grado nada despreciable en la escala de Richter. Aquello tenía un efecto demoledor sobre el equilibrio hormonal de doña Olga, y unas perlitas de sudor afloraban inmediatamente en sus sienes. Y era feliz… A Toshihiro todo aquello no le pasaba inadvertido y se dijo para sus adentros ―en japonés― que a aquella hembra europea, de tamaño algo más satisfactorio que las pequeñas niponas a las que hasta entonces había tenido acceso, la tenía en el bote.
El día que finalmente Toshihiro se la llevó al futón ―o sea, al catre, en versión japonesa―, doña Olga ardía en deseos de dar rienda suelta a sus tan largamente contenidas fantasías, y el mastodóntico Toshihiro empezó a pensar que aquella europea estaba como una cabra. El hombre no había salido nunca de Japón y era consciente de que las costumbres de alcoba podían variar considerablemente de un continente a otro, pero aquello de tener que cogerla en brazos y mecerla como si fuera una muñeca, darle volteretas en el aire y tonterías por el estilo se le antojaba fuera de lugar hasta para una mujer tan primitiva como una europea. Además, qué diantres, él no la había llevado allí para eso. Así que Toshihiro, cuando se hartó de pamplinas con aquella muñequita de 93 kilos, se dejó de monsergas y procedió.
A doña Olga lo primero que le sorprendió fue que, plantado frente a ella en porretas, no veía ninguna diferencia entre que Toshihiro llevara su taparrabos o no. Sin la sujeción de dicha prenda ―a todas luces, innecesaria a efectos de ocultar a la vista lo que de todos modos resultaba invisible, pero útil no obstante para sujetar en cierta medida la ingente bolsa de sebo―, la mantecosa barriga del japonés le caía hasta casi las rodillas. Parecía obvio, dada la gigantesca masa del nipón comparada con la de doña Olga, pese a ser ésta nada despreciable, que la prudencia aconsejaba optar por la postura que tiempo atrás comenzó ella a usar con su pequeño León, consistente en que quien de los dos menor masa corporal tuviera fuera quien ocupara la posición del jinete, y el más voluminoso de los dos fuera quien hiciera las veces de cabalgadura. Descuidar tan prudente precaución era jugar con fuego, como en aquella ocasión, cuando su pequeño León se empeñó en ir contra natura y el pobre acabó triturado como una cáscara de nuez saliendo del cascanueces, pero obviamente no era lo mismo subirse a un enano que a un luchador de sumo. Así que lo juicioso era que doña Olga hiciera de amazona. El problema era el equilibrio. Subida en lo alto de aquella masa de sebo que no paraba de moverse como un colchón de agua, doña Olga era de fácil descabalgar y tuvo que pegarse un par de batacazos contra el suelo hasta que se convencieron de que así la cosa no iba a funcionar.
Decidida ya a apechugar con lo que fuera, descubrió doña Olga que, al revés, el asunto tampoco se presentaba fácil. Aparte de enfrentarse a serios problemas respiratorios al tener encima aquella enorme masa de grasa, la forma cuasi esférica de la gran barriga sebácea de Toshihiro ocasionaba, que, cuando éste bajaba su cara para depositar sobre la de ella un tierno ósculo amatorio, las piernas del nipón, por el efecto basculante de su barrigón, se elevaran hasta aproximarse a la vertical, arrastrando con ellas los indispensables atributos para los menesteres en los que se hallaban empeñados, y así era imposible. Y cuando bajaba las piernas, y con ellas los susodichos atributos, la parte superior del cuerpo, por el mismo efecto basculante antes mencionado, salía despedida hacia arriba, le desequilibraba y acababa el pobre Toshihiro con sus 180 kilos dando tumbos por el suelo y farfullando muchas palabras incomprensibles para doña Olga, pero que, por lo monosílabas y contundentes que eran, le sonaban a ella como que se estaba cagando en todo en japonés.
Al final, el hombre se puso serio con ella y le hizo entender que se había acabado la historia y que había que ir por la vía de lo convencional, y que le dejara a él con sus tradiciones niponas, que eso de los luchadores de sumo era una cosa muy antigua y que ya estaba todo inventado. El truco consistía ―le explicó como pudo a doña Olga― en que la barriga adiposa cayera sobre el cuerpo de ella con vigorosa determinación, con lo que se lograba que la grasa se desplazara hacia ambos lados, quedando en medio una hendidura gracias a la cual se conseguía la total aproximación de los cuerpos y la consiguiente consumación del objeto de toda aquella parafernalia. Todo tenía que hacerse según los cánones secularmente contrastados para que la cosa funcionara bien. Y si la artimaña daba buenos resultados con las pequeñas japonesas ―al menos eso le contó a doña Olga; o al menos eso creyó ella entender―, tanto mejor funcionaría con ella, que era de un tamaño más acorde con las circunstancias.
Así que allí estaba ella, sumisa, expectante, ansiosa, a la vez que algo preocupada. Ante ella, Toshihiro comenzó su ritual: se plantó, en cueros, firme frente al futón ―catre en versión nipona, como ha quedado dicho―, con las rollizas piernas bien abiertas ―sin que ello tuviera efecto alguno con la posibilidad de que quedara a la vista cualquier atributo, como también ha quedado explicado antes― y, completamente concentrado, comenzó a oscilar lentamente de un lado a otro mientras emitía unos sonidos guturales que debían de tener algún efecto sobre la acumulación de energía sobre aquellas zonas corporales que a Toshihiro más le interesaban en aquel trance. Al cabo de un rato, que a doña Olga se le hizo interminable, todo el cuerpo de Toshihiro se decantó a un lado y comenzó a elevar la pierna del lado opuesto hasta que le quedó casi a la altura de la cara, en ese gesto que a doña Olga tanto turbaba pero que siempre pensaba ―y se recriminaba a sí misma por ocurrírsele tal vulgaridad― que parecía más propio de quien estuviera ayudándose a evacuar una contumaz ventosidad que de un amante a punto de proyectarla hacia el éxtasis. Permaneció el amador pseudoventoso inmóvil unos segundos, con la citada extremidad inferior en alto y los brazos extendidos para ayudarse a mantener el equilibrio. Doña Olga lo miraba con inquietud y pensó que así debió de sentirse otrora su pequeño León, cuando ella estaba a punto de precipitarse sobre él.
Al grito de Banzai!, Toshihiro descargó su elefantiásica pierna sobre el suelo, provocando el tronchado de varios listones de madera, la rotura de los vidrios de las ventanas y la caída de la lámpara de la mesita de noche sobre el futón ―catre, modelo sol naciente―, que prendió con rapidez. Doña Olga sintió el calor de las llamas al tiempo que le caían encima los 180 kilos de Toshihiro, y emitió un sofocado quejido que el amante nipón malinterpretó. Su cara estaba oculta entre enormes masas de sebo, que se desparramaban a ambos lados de su cuerpo, oprimiéndola, aprisionándola, asfixiándola, mientras un desbocado luchador de sumo retorcía su grandeza corporal al tiempo que su inexperiencia amatoria. Doña Olga se debatía como podía entre las llamas que ya les envolvían y el aplastamiento que la aprisionaba, mientras aquella masa sebácea se molificaba con el fuego, se convulsionaba, manoteaba y pataleaba, emitiendo incomprensibles gemidos, mezcla de dolor y placer. Entre el crepitar del achicharramiento y los estertores de aquel monstruo encima de ella que agitaba brazos y piernas debatiéndose inútilmente por levantarse, sintió el siniestro crujido de sus costillas cediendo ante el descomunal tonelaje que la cubría, y comprendió por fin cómo se había sentido su difunto amante enano y se sintió en mística comunión con él. Doña Olga sabía que finalmente había ascendido al clímax de la felicidad.
A lo lejos, entre tanto barullo, le pareció oír la sirena del supereficiente cuerpo de bomberos de Tokio que se aproximaba a toda velocidad y, mientras se sentía desvanecer, pensó que su gozo sólo sería completo si aquellos inoportunos bomberos nipones fueran menos diligentes y llegaran tarde. Y cayó hacia el eterno pozo negro sin fondo, diciéndose que eso de hacer el amor con un luchador de sumo era una cosa muy bestia.

José-Pedro Cladera ©

sábado, 23 de enero de 2016

El Libro

LOS CEREZOS DE CRISTAL
Sofía y Ángela son muy amigas. Aquel sábado de principios de verano fueron al cumpleaños de su amiga Mª Cruz que vivía a las afueras de la ciudad camino del monte. ¡Se lo iban a pasar genial! Tenían muchas ganas de corretear por el campo; una primicia de lo que acontecería con las vacaciones cercanas.
Iban cómodas de ropa, cola de caballo, pantalones vaqueros y deportivas, casi parecían hermanas, las dos rubias, solo que Sofía tenía el pelo muy liso y a Ángela los ricitos se le escapaban por doquier.
Ya estaban en las afueras y comenzaron a subir una pequeña cuesta entre prados y casas de campo hasta que llegaron a una puertecita junto a una fuente de manantial donde su amiga las estaba esperando, así se evitarían dar un rodeo para entrar por la puerta principal.
Se abalanzaron sobre ella entre risas para tirarla de las orejas hasta contar doce. -¡Feliz cumpleaños! -Dijeron al unísono-.Mª Cruz era morena y llevaba el pelo muy corto, su cara era muy graciosa con los hoyitos que la salían al sonreír, por lo demás también se había puesto cómoda.
Abrieron los regalos. Sofía una colonia fresca de moda dentro de una bolsita muy graciosa de patchwork y Ángela un libro “Los cerezos de cristal”. Cuando fue a la librería le llamó la atención el colorido tan bonito de la portada de aquel cuento, quizás fuese para niños más pequeños, la dio igual; se lo compró.
Entraron en la finca, por aquella zona había un pequeño estanque y cerca el gran invernadero, ya que la madre de Mª Cruz tenía una pequeña floristería en la ciudad. Rosas de varios colores, claveles y gladiolos era lo que acertaban a ver cuando se acercaban.
Corrieron y saltaron entre los robles que por allí había y se hicieron coronas de margaritas silvestres hasta que la madre las llamó: -¡Niñas, es que no queréis merendar!- Subieron riendo la pequeña pendiente hasta la casa, tenían la merienda preparada en la terraza entre tiestos de gitanillas de color rosa y comieron con ganas, el ejercicio las había abierto el apetito; luego quedaron relajadas y silenciosas. Mª Cruz cogió el libro de tan llamativos colores, lo abrió y comenzó a leer…
“”Antonio vivía con sus padres en un precioso pueblo, entre colinas y valles. Sus padres vivían del campo y sobre todo de los cerezos. Era una maravilla cuando estaban floridos, parecía que hubiese nevado. A la gente le encantaba ir a verlos, y luego cuando sus jugosos, rojos y dulces frutos estaban en su punto, llenaban cajas y cajas que irían a parar a las fruterías para que todo el que quisiese pudiese disfrutar de semejante manjar en un corto periodo de tiempo.
Antonio veía que se acercaba la hora de ayudar a sus padres y trabajar a destajo. Los frutos  ya pedían ser recogidos, los estaba mirando al final de la tarde y de repente sintió un frio inusual. ¿Estaría helando? Se fue a casa preocupado.
El frío arreciaba; tanto que su padre salió a por unos buenos troncos para encender de nuevo la chimenea, hasta debajo del edredón gordo siguieron sintiendo muchísimo frío. ¡Estaban asustadísimos!
Por la mañana, cuando los primeros rayos de sol asomaron en lontananza, abrieron la puerta y corrieron a ver los cerezos.
¡Estaban preciosísimos, brillaban como nunca, el verde de las hojas puro y transparente, y las cerezas parecían gordos rubíes!
-Pero, qué ha pasado? –dijo el padre. Antonio fue a coger unas cerezas y vio aterrorizado como se deshacían en su mano. Se habían convertido en cristal, un cristal bello y frágil, pero incomestible…
¿Qué sería de ellos? No daban crédito a lo que  veían.
Una voz las sobresaltó..
-¿Ya no tenéis hambre?, ¡Falta la tarta, y soplar las velas!
Mª Cruz, de repente echó a correr y sus amigas detrás de ella. Cerca de la casa  había  algunos frutales, pero ella fue hacia el único cerezo que tenían y con alivio vio que no le pasaba nada, estaban ya casi listas para comer. Se fueron riendo a soplar las velas y la tarde siguió entre juegos y confidencias.
Por la noche Mª Cruz cogió en la cama de nuevo el libro para seguir leyendo y pidió con todas sus fuerzas que no viniera una helada tan gorda y a destiempo como la del cuento.

Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ

Enero 2016

EL LIBRO

EL LIBRO
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            Peliagudo el tema. ¿qué puede decirse que no se haya repetido ya mil veces, sobre el libro? Los libros me acompañaron toda la vida.  Nada más nacer, me inscribieron en uno, y nada más morir, lo certificarán en otro.  Y entre el que me dio la bienvenida, y el que me despedirá para siempre, hubo cientos de ellos que me ayudaron a ser persona: El más antiguo que recuerdo, creo que se llamaba “Rayas”. Me sirvió para aprender en él el nombre de cada letra, y también me sirvió de modelo para aprender a escribirlas. ¿O fue “Palotes”, quien  me mostró los trazos que debía utilizar para escribir aquello de “Mi mamá, me mima”?
            Más tarde llegó el “Para mi hijo”. Un libro de lectura adaptado para todos los años de la vida escolar de un niño, del tiempo aquél en que yo lo fui. Un libro entrañable que comenzaba con cuentos simples, (para la fácil  compresión de los pequeños), impresos con grandes letras, y terminaba con historias ejemplares escritas con letras de calibre normal  11 o 12, capaces de hacer pensar sobre el tema narrado, a niños de doce a catorce años… Empezaba  con “El niño enfermo”; hacia el medio “El indio goloso”, “Mejor aún…”, “El racimo de uvas…”
            También fue libro la “Enciclopedia Escolar” donde se condensaban las distintas asignaturas obligatorias de la época. Y la “Historia de España”, la “Historia Sagrada”, y el “Catecismo” del padre Astete.
Sucedáneos del libro fueron en mi infancia el “TBO”,  los cómics de “Roberto Alcázar y Pedrin”, o“El Guerrero del Antifaz”, que no llamábamos cómic, sino  chistes, o cuentos de dibujos…, pero que alimentaron mi gusto por la lectura hasta que, pasando por los diminutos  “Cuentos de Calleja”, salté a las maravillosas aventuras de “Sandokan”,  “el tigre de Malasia”, y  “La Mujer del Pirata”, con Emilio Salgari, o a las de capa y espada como “El Cisne Negro”, o “El CapitanBlood”, que con tanta maestría me relató  Rafael Sabatini…
            Y a partir de ahí, lo que cayera en mis manos. Nunca demasiado, y jamás atracones literarios. Siempre a un ritmo lento, pero constante. Cada libro es una joya, y aún cuando  también  existen los de oropel, siempre se  puede descubrir  en ellos,  puntos  brillantes de  fantasía.
            La simple estructura de un libro, me atrae como el imán  atrae al metal.  Porque siempre  es maravilloso y sorprendente que, con solo veintisiete letras repetidas cientos o miles de veces sobre un montón de hojas de papel en blanco,  pueda conocer desde  la historia del Universo, hasta el más recóndito sentimiento de un poeta soñador…

Jesús González ©

lunes, 11 de enero de 2016

LA LUZ DE LAS SIRENAS

Desde que soy pequeña me han fascinados las historias fantásticas y los seres mágicos, sé lo que estáis pensado, que a los niños le apasiona todo aquello que no pueden entender, pero era tal mi afición y amor a la magia que recuerdo que una mañana, cuando yo tenía 7 años me peleé con mi mejor amigo David, le empujé tan fuerte que cayó de cabeza a un pequeño estanque, que estaba al lado de donde jugábamos; como consecuencia se partió un paleto y desde entonces “zezea” parece que le estoy viendo lleno de barro y diciendo

zizi te vaz a enterar.

Aunque si le preguntas a él, fue que se tropezó y no que una niña le pegó.
Pero como os iba contando era una gran defensora de la magia y toda la culpa la tenía mi padre. Todos los días, al irme a dormir, llegaba con un gran libro, era más grande que mi carpeta de ir al colegio, tenía una cubierta de color vino, comida por la humedad y en medio de ella, unas letras doradas que ponían  “Mundos de Leyendas”. Él me leía dos páginas y luego me daba un beso de buenas noches. Cuando aprendí a leer hicimos un trato que él me leería tantas hojas como yo le leyera a él cada noche. A los pocos años me aprendí todas las leyendas de memoria  y mi padre empezó a tener que improvisar. Las primeras improvisaciones os podéis imaginar eran… las mismas historias, nada más que en un lugar diferente y cambiando de nombre, pero desde la noche en la que cumplí diez años todo cambió, las leyendas empezaron ser magnificas, la de aquella noche fue la  luz de las sirenas.

         “En un pequeño puerto pesquero, vivía una joven costurera de redes, desde bien          pequeña cosía y arreglaba las redes del barco del capitán “Media noche”, (le llamaban          así porque su barba era de un color gris perla su melena negro azabache).

         Todas las mañanas Alana, que así se llamaba la joven, soñaba con conocer todos los          océanos porque su pequeño mar “Brático” se le había quedado pequeñ; estaba          enamorada del mar, de los peces, de los arrecifes de coral, pero sobre todo de las          sirenas. Se podía pasar horas y horas escuchando al viejo capitán “Media noche” contar          como había rescatado a una joven sirena de las redes de un barco oriental , o la primera vez que vio una sirena nadar con los delfines en los mares del nuevo mundo…
         Una mañana, mientras Alana estaba sumergida en su mundo, una escama de color gris-verdoso, (como el mar), la sacó de su sueño, no por el color sino por el tamaño. Era          más grande que su mano, y sin pensarlo dos veces la guardó en su roído delantal. Ella    la había encontrado. En la noche la pondría debajo de la lupa de papá, ahora tenía que        seguir con la faena. “¿De qué ser será esa escama?”, Pensó.

         En cuanto la sirena del muelle informó que era hora del fin de la jornada, salió          corriendo todo lo que daban sus pequeñas piernecitas hacia su casa, llegó sin respiración y no le dio ni un beso a su madre que estaba cocinando como siempre,   subió las viejas escaleras de dos en dos esquivando todos los agujeros con gran     maestría; entró en la habitación de sus padres, cogió la lupa y se encerró en ella.

         Tras pasarse cinco minutos mirando su nuevo tesoro, bajo la lupa y la luz de una vela,          lo tenía clarísimo esa escama era de una sirena no había duda, conocía todas las          especies de peces de su pequeño mar “Brático” y ninguno era tan grande para tener una          escama de tal tamaño y el color tampoco era muy corriente.

         La puerta de su cuarto se abrió y, tras ella, su madre con el labio fruncido le decía que          esas no eran formas de entrar en casa. Alana intentó explicarle que había encontrado          un tesoro, pero su madre le dijo que se dejara de fantasías y que le llevase la cena a su padre al faro.

         A regañadientes, aceptó cogió la pequeña bolsa de tela con la fiambrera y le dio un beso a su madre y comenzó el pequeño viaje de diez minutos hasta el faro. Al llegar, su     padre, con perfecta barba rojiza y arreglada le esperaba con una          sonrisa; ella le contó lo que había encontrado y que estaba segura de que era de una       sirena, además le explico que su madre no le había creído, diciendo que eran fantasías, según          ella.

         - Cariño, no es así mamá sí te cree es más por eso te ha mandado a que me traigas la          cena al faro, normalmente es ella quien me trae la cena y no tu mi niña.

         -Igual tienes razón, pero ¿Cómo me ayuda traerte la comida?

         -Ven, siéntate conmigo pequeñaja, cenemos juntos porque mama ha puesto cena para          dos, sabía que tardarías en bajar y resuelvo tu misterio.

         -Vale, la verdad es que sí tengo algo de hambre.

         - Alana, tú sabes qué trabajo tengo y lo que hago ¿verdad?

         -Claro, -dijo con una sonrisa que le recorría toda la cara, -eres farero ayudas a que los          barcos sepan donde esta tierra.

         -Eso es mi niña, pero hago algo más.

         -¿Haces algo más?, -Con cara de….  -Me  estas engañando.

         -Sí, le doy color  a las profundidades del mar con la luz de las sirenas.

         -¿Cómo? Papá, me estás mintiendo y mamá dice que las mentiras no se dicen que nos          crece la nariz como a Pinocho.

         -Escúchame pequeña, déjame que te lo explique y luego te dejo que me preguntes lo que tú quieras, ¿vale?

         Mira, con la luz del faro indico a los barcos donde estála tierra para que atraquen, eso es          verdad, pero además yo enfoco la luz a sitios muy concretos en el mar. Y dependiendo a          donde enfoco la luz ,ésta hace que las colas de las sirenas tomen un color u otro          porque, si no lo sabes, las sirenas nacen con sus colas del color del mar como la escama         que tú encontraste, para que nadie pueda verlas hasta que sean adultas y en cuanto          alcanzan la madurez se pone bajo la luz del faro y estas les da su color.

         -¿Y para que quieren su color? ¿Cuántos colores hay? ¿Has visto alguna sirena?

         -Haber, quieren color en sus colas porque dependiendo qué color tengan podrán          hacerse cargo de una cosa u otra del océano, por ejemplo las sirenas de color verde son las encargadas de las algas y el plancton, las de azul oscuro de los peces de gran      tamaño, las rojas se encargan de los corales y así… infinidad de colores y además sin el         color de las sirenas el mar no tendría color pues las sirenas son las encargadas de que, el color del marsea azul.

         -He visto muchas sirenas, pero solo los fareros tenemos ese privilegio, porque sino la          gente las pescaría y los océanos dejarían de ser como son.
         -Papá no me puedo creer que tengas el mejor trabajo del mundo, yo quiero ser farera y          prometo guardar tu secreto para siempre.

         -Cariño, sé que guardarás el secreto pero no es solo mío, todos los fareros del mundo          tenemos el mismo trabajo yo solo me encargo de un trozo del mar … los océanos son          muy grandes.

         Y tengo que darte una mala noticia, tu tesoro, tienes que dármelo, no es tuyo pertenece          al océano. ¿Me lo das?

         -Claro papá, toma y sacó su tesoro del viejo delantal, pero prométeme que cuando sea          farera me lo devolverás. -Dijo alana con una sonrisa de pillina

Y aquí acaba la leyenda de la luz de las sirenas, espero que os gustase y forméis parte de los defensores de la magia.

Mañana por la noche os contare otra leyenda.


Jezabel Luguera ©
ERA UN FARO…
 
Era un faro dormido en lontananza,
una luz señalando los peligros,
una dulce figura tras la niebla
que anunciaba la costa con su brillo.

Las gaviotas pasaban, y volaban,
desgranando, en la tarde, sus chillidos,
y en la barra las olas con gran fuerza
golpeaban los muros de granito.

Pero el faro seguía con sus sueños,
recordando atalayas y marinos,
en un tiempo de invierno y de galernas
con la muerte llegando con sigilo.

Y era así, de este faro, sus recuerdos,
como un cóctel de inmensos remolinos,
donde el tiempo acercaba posiciones
a ese tren que marchaba al infinito.

Era un faro silente, indiferente
como un verso apartado del rocío,
una débil silueta en los cantiles
que esperaba del cielo su delirio.

A su lado pasaban cormoranes
para ir a la playa, en su camino,
descansar y secarse bien sus alas
para luego volar hacia otros ríos.

Pero el faro seguía cabizbajo
esperando la noche con el frío,
y con ella las barcas que, a lo lejos,
regresaran al puerto tan querido.

Y una luz refulgía, titilante,
como faro y fanal del buen vecino,
el que quiere ayudar, con su conciencia,
regresando al hogar tan prometido.


"...Es un faro la vida que buscamos,
un susurro del cielo con un guiño,
una dulce plegaria de unos ojos,
y es un beso, también, con un suspiro..."

Rafael Sánchez Ortega ©

29/11/15
El Ojeniu
 
“¡Yeeépa! ¡Yeeépa! Tira-pa-entro-tira-pallá-tarreo-con-la-vara-y-tejo-eslomá.”

Nadie conducía la vacada como el Ojeniu. Había aprendido, de sus mayores, ancestrales conjuros, como el anteriormente citado, que las reses parecían entender y a los que respondían casi siempre antes de que la experta vara del vaquero les recordara su significado. El Ojeniu manejaba el palo cual si de la batuta de un director de orquesta se tratara. Un certero golpe, seco, decidido, a medio costillar y la vaca giraba al instante hacia el lado contrario a la zurra. La misma soba, aplicada a los cuartos traseros, aceleraba el paso del cuadrúpedo. Si en el interior de la pata, lo frenaba. Atizada en la cerviz, el animal doblaba la susodicha. Y así, con pericia acumulada tras muchos años de profesión, había aprendido el Ojeniu cómo hacer que sus vacas realizaran un sinfín de maniobras con asombrosa disciplina y precisión. Pero lo que más distinguía al Ojeniu de los demás vaquerizos era su inhabitual conocimiento de aquellos ancestrales conjuros:
“¡Yeeépa! ¡Yeeépa! No-te-quées-atrás-Condesa-tarreo-un-hostia-tejo-tieeésa.”

El Ojeniu llamaba a cada una de sus vacas por su nombre, que a todas se lo había puesto nada más nacer. El hombre tenía una tirada natural hacia lo aristocrático, así que su vacada estaba salpicada de princesas, duquesas, marquesas, condesas… Cuando alguna de sus aristócratas reses acababa su paso por este valle de lágrimas metamorfoseada en solomillos, entrecots, chuletas y demás, su nombre pasaba rápidamente a la primera nueva becerra que nacía, con lo que la continuidad del linaje quedaba asegurada. El Ojeniu era un gran conocedor de la psicología bovina y no se le escapaba detalle y, así como sus cuadrúpedas comprendían sus conjuros, también él había aprendido a entender las sutilezas de ellas. Cuando la Princesa lo miraba de soslayo y soltaba un tierno “Múuu”, sabía el Ojeniu que le estaba agradecida por el trato dispensado; si la Duquesa, con la cabeza gacha, exclamaba un sonoro “Muuú”, él sabía que la res se mostraba disconforme con sus instrucciones y había que darle vara; si la Marquesa miraba para otro lado y espetaba un lacónico “Mú”, sabía él que la mala bestia tenía las hormonas revueltas y que pocas bromas con ella; cuando la Regenta profería un sinuoso “Muuúuú”, la muy loca pedía monta. Él comprendía a sus vacas mejor que a las personas. Eran más nobles. 

El Ojeniu era hombre de campo, rudo, de pocas palabras, pero también tenía su sensibilidad. Desde los verdes pastos a donde llevaba a sus animales, veía, a lo lejos, el faro, donde ya sólo moraba la viuda del farero, que había muerto hacía un par de años arrollado por un tren en un paso a nivel cuando volvía del pueblo ciego de vino. A veces, mientras su real corte de rumiantes daba buena cuenta de los pastos, el Ojeniu veía a la farera en el balcón circular que rodeaba el faro en su parte superior, a donde ella gustaba subir, si el tiempo era bueno, para inspirarse. Porque la Colasa, en los años de forzada soledad pasados en tan aislado destino, había desarrollado el gusto por escribir poemas y en ningún sitio se inspiraba tanto como en aquella solitaria altura, con la mirada perdida en el horizonte, arropada por el arrullo de las olas. Sus pensamientos volaban a espacios etéreos y soñaba con un amor que aparecía a lo lejos sobre un barco velero que ponía rumbo hacia ella, hacia su faro. Entonces sacaba su cuaderno y escribía versos de ensueños marineros y de noches en vela consumida por angustiosas nostalgias. El Ojeniu la atisbaba allá arriba, como una valquiria cabalgando cual mascarón de proa de una intrépida nave lanzada a la conquista de los mares ―ya ha quedado dicho que el hombre tenía su lado sentimental―, con sus largos cabellos ondeando al viento, con sus voluptuosas formas recortadas contra el azul del cielo, y ese corazón que llevaba agazapado en su tosco pecho de campesino se despertaba y exudaba ternura:

―¡Cagon la mar…! Cacho hembra ahí sola, y yo mirando el culo las vacas.

Un día, en el bar del pueblo, oyó comentar a dos poetisas, que por allí vivían y que estaban avivando sus inspiraciones con una botella de Somontano, que había un concurso internacional de algo que le sonó como “jaicus”, y que la obra ganadora sería embarcada, grabada en disco, en una nave espacial con destino a Plutón. El Ojeniu se hizo el longuis y aplicó el oído hasta que quedó satisfecho con la composición de lugar que se hizo sobre de qué iba aquello de los “jaicus” y, listo como el hambre, captó enseguida que se le ofrecía en bandeja la ocasión para llevar a cabo una maniobra de aproximación a la apetecible viuda del farero.

La Colasa lo vio venir de lejos, pues raramente se acercaba nadie por el camino del faro, así que lo esperó ya en el umbral de la puerta, pensando que era algún despistado que se había perdido. Cuando la tuvo delante, la exhaustiva preparación del hombre previa a la visita, sus voluntariosos ensayos de lo que le iba a decir a la codiciada hembra, no le sirvieron de nada: se quedó medio petrificado y no le salían las palabras. Lánguida, la piel blanca como la nieve, la mirada melancólica, los gestos lentos y elegantes… El Ojeniu pensó que todo en la Colasa irradiaba un aire como puro y angelical. Su boca era pura y angelical. Sus manos eran puras y angelicales. Ella pensó que él era bizco, pero en cuanto consiguió el Ojeniulevantar la vista de los puros y angelicales pechos de la farera, sus ojos recobraron al instante su acostumbrado paralelismo. Cuando recuperó la compostura, se presentó y le dijo que el motivo de su visita era informarle del citado concurso internacional, por si le interesaba: que podía conseguir, fíjese usted, que su obra fuese a parar al quinto carajo, oiga, a otra galaxia o por ahí; a Plutón, oiga, que iban a alucinar por allí cuando la leyeran. La cosa prometía, porque la Colasa se mostró ciertamente interesada, si bien algo insegura.

―Pero, dígame: ¿en qué consiste exactamente eso de los “jaicus”? Porque no lo había oído nunca ―le preguntó la sirena del faro―. No sé si será de mi estilo.

―Fácil, mujer, fácil: que a ver quién la dice más gorda con menos palabras. No hay más.

El caso es que, al Ojeniu, la maniobra le salió bien, porque, a partir de aquel día, visitaba el faro cada atardecer. A veces se sentaban en el saloncito; otras, si el tiempo acompañaba, en un banco del jardín, y ella le leía sus poesías. Él no entendía la mitad de las palabras tan finas que se gastaba la Colasa y, aunque las entendiera, le traían sin cuidado; pero asentía de vez en cuando con la cabeza y emitía algún que otro sonido aprobatorio, mientras le repasaba visualmente las piernas y, bizco de nuevo, otros atributos femeninos que sería prolijo enumerar.

El concurso internacional no dio el resultado apetecido y la Colasa, tan sensible, se llevó una gran desilusión. Había creído adecuado dedicar este su primer “jaicu” a quien la había introducido en esta, para ella, nueva especialidad poética, por lo cual, decidió componer una alusión a la vida bucólico-pastoril del Ojeniu. Así pues, con la obligada economía de palabras, creó su “jaicu” destinado a viajar a las profundidades siderales:

         Verdes pastos:
         Vaca sana,
         Boñiga monumental.

El jurado no estuvo a la altura y no se mostró nada receptivo, y ella se sumió en una gran tristeza y melancolía. ¡Con la ilusión que le hacía que su obra fuera leída por los habitantes de Plutón! Estuvo desganada y alicaída, y sólo tenía ganas de llorar. El Ojeniu, que, aparte de sus manifiestas habilidades, parece que también contaba con la de ser un excelente consolador, encontró rápidamente la manera de calmarla, tal vez de forma no del todo ortodoxa desde el punto de vista de la psicología, pero de indiscutible eficacia para que, de pronto, a la farera le volvieran los colores a las mejillas y se la trajeran al pairo los “jaicus”, los habitantes de Plutón y la madre que los parió.

El cuartelillo de la Guardia Civil recibió la insólita visita nocturna de dos peregrinos que hacían el Camino de Santiago y a quienes la noche había sorprendido perdidos por esos senderos del Señor. Deseaban denunciar un delito de extrema violencia de género del que habían sido testigos y que esperaban aún estuviera a tiempo La Benemérita de evitar que acabara en tragedia. Habían decidido acercarse al faro para preguntar dónde había alguna posada por las inmediaciones, cuando oyeron unos chillidos alocados de mujer y, acto seguido, los gritos de un hombre que, a todas luces, la quería matar. Agazapados tras unos arbustos, grabaron en vídeo con un teléfono móvil cuanto aconteció seguidamente, vídeo que mostraron muy angustiados a los guardias civiles. Aunque había luna llena y la noche estaba relativamente iluminada, la imagen no era muy buena, pero sí se acertaba a ver una hembra de formas nada despreciables, en pelota picada, saliendo del faro a la carrera por el prado adyacente, a la que perseguía un cafre, talmente en cueros vivos y con inquietantes signos anatómicos que no podían presagiar más que barbaridades para la pobre muchacha, y que blandía, amenazante, una vara con la que intentaba atizarle. Si bien, como queda dicho, las imágenes no eran muy claras por la relativa penumbra, el sonido, en cambio, era muy bueno gracias al silencio imperante en el lugar. Los guardias civiles escucharon atentamente, tratando de descifrar el extraño mensaje:

“¡Yeeépa! ¡Yeeépa! Tira-pa-entro-tira-pallá-tarreo-con-la-vara-y-tejo-eslomá.”



José-Pedro Cladera ©

RECORDAR
 Puede leerse de arriba abajo y de abajo arriba.
 
Queriendo tenerte para siempre

fui faro entre sombras,

sol sin alba...


Te fuiste a bordo del tiempo

volando en distancias

naciendo a mentiras de sueños;

cruel realidad.


Partiste desgarrando mi alma

con zarpazos de adioses,

abrazos y besos desangrados

sin compartir...


…Solo tu fotografía entre los dedos,

un anillo amante

prendido en mi piel

con esta tormenta... de amor.



Sonaron lutos entre campanas

disfrazando mi corazón de miedos;

quizá me olvides...


Recordar.


©Ángeles Sánchez Gandarillas


EL FARO
 

Era un mes de septiembre, el día se presentaba soleado y alegre, todavía con vacaciones, pero Clara se había despertado rara, tenía como azogue en el cuerpo y un ligero dolor en el bajo vientre. Se quedó en la cama.Sintió a su madre subir las escaleras.

-¿Por qué no bajas a desayunar?

-Porque no me da la gana, –contestó.

-¡Qué contestación es esa!, ¿te pasa algo?

-¡No! Déjame en paz.

La mañana transcurrió de mala manera. A la hora de comer, los mismos modales con sus padres y hermano.

-¿Tampoco quieres comer?, –volvió a decir su madre.

-¡Por qué sois tan pesados,no, no quiero comer!

-¿Qué modales son estos?, –dijo su padre.

-Está así desde esta mañana, pero no suelta prenda, -contestó su madre-.

-¡Qué pesados sois, no hay quién os aguante!

-Señorita, -dijo su padre-, el que tengas trece años no te da ningún derecho a hablarnos así. Sube a tu cuarto, por favor. ¡Ya hablaremos!

Clara, con mucho remango, tiró la servilleta encima de la mesa, corrió con brusquedad la silla y cogiendo un trozo de pan salió refunfuñando.

Volvió a tumbarse en la cama de su habitación alegre en la casita de verano que sus padres habían alquilado para pasar  las vacaciones en un pueblecito junto al mar. Puso música, las molestias seguían. Fue al baño y entonces ocurrió. Aquello que creía eran ganas de orinar, en realidad fue un flujo de sangre. Se asustó mucho, pero reflexionó ¡Ah! Esto es lo que me han dicho que me puede pasar en cualquier momento. ¡Es el periodo, ya soy mujer!

Pensó en contárselo a su madre, pero en lugar de eso, le cogió una compresa, se la puso y volvió a su habitación.

¡Quería salir corriendo! Caminar y caminar…  pero estaba castigada.

La tarde  declinaba. Clara abrió la puerta. No se escuchaba nada. ¿Seguirían sus padres en casa?

Fue de nuevo al baño, esta vez se metió dos compresas en sendos bolsillos de su pantalón vaquero, cogió al vuelo su jersey y echándolo sobre sus hombros bajó las escaleras.

¡La cocina libre! Tenía hambre. Vio el frutero repleto y desgajó dos plátanos del racimo. Abrió la puerta con cuidado saliendo al pequeño jardincillo. Ya tenía la mano en el pomo para salir a la calle cuando escuchó la voz de su hermanito:

-¿A dónde vas?

-¡A donde no te importa!, –contestó.

-¡Estás castigada, se lo voy a decir a papá!

-¡Como digas algo te crujo!, –le contestó de nuevo.

Abrió la cancela y salió corriendo.

La carretera libre, no se veía un alma. Se metió por el sendero que era un atajo para llegar a la playa. Escuchó risas y se escondió al resguardo de una cerca abierta. Un grupo de chicos y chicas alegres contando chistes pasaron junto a ella.

Llegó a la playa, casi desierta a esas horas, y en esas alturas del verano que declinaba. La marea estaba baja y dejaba libre el camino hacia la Rocona Grande con un pequeño faro, que parecía dividirla en dos.

Sin pensarlo dos veces, se descalzó y fue hacia ella por la arena húmeda y fría. Tuvo que trepar, estaba más alto de lo que parecía, y llegó hasta el faro que así de cerca ya no le pareció tan pequeño. Dio una vuelta alrededor, un poco de hierba crecía por algunos sitios al resguardo y una puerta de madera medio desvencijada la saludó.
Estaba cansada, se sentó y se recostó contra ella; los rayos caducos del sol la acariciaban. Se estaba bien allí. Se comió un plátano. La entró un sopor desconocido…  ¡Quedó profundamente dormida!

Un chasquido la sobresaltó ¿Pero qué pasaba? La noche lo cubría todo y el agua también. Las olas, menos mal blandas, lamían la roca. Estaba aterida y muerta de terror. El viejo faro no emitía ningún destello. Solo veía las luces del pueblo alejadas, para ella muy lejanas.

Nadie la había visto. Y sus padres, estarían preocupadísimos, quizás la estuviese buscando hasta la Guardia Civil. “¡Papá… Mamá…!” Gritaba con todas sus fuerzas, pero no parecía que la escuchasen.

Se puso el jersey, se arrebujó otra vez contra la puerta que aún conservaba un poco del calor del sol, y con las lágrimas corriendo por sus mejillas, se acordó del plátano que la quedaba y de las dos compresas que seguían en su bolsillo.
                                     
Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ ©
Diciembre 2015