viernes, 18 de noviembre de 2016

mujer

LA MUJER
 Resultado de imagen de centro comercial dibujo
En aquel verano, a mi abuela, la mujer más maravillosa del mundo, se le quedó el cerebro frito, electrocutado, a cuenta del okupa. Nos dejaron a cargo de ella, una semana, a mi hermano, a nuestro primo, a Eladito sin hache y a mí, en la casa de la playa.

Después del desayuno que nos preparaba la abuela, a base de bizcocho, mermelada de frambuesa ―elaborada por ella, en unos bonitos tarros de cristal con tapas de cuadros, rojos y blancos― y enormes vasos de leche y de zumo de naranja de litro, íbamos a la playa a darnos un baño y a buscar conchas de mar. Esto le gustaba mucho a la Abu, que se inventó un juego:

―Quien encuentre la concha más bonita tendrá un premio ―dijo, y así nos tenía entretenidos durante unas horas.

―Mira, Abu ―dijo el okupa― ¡gallinas voladoras!

―No, Guillermo, son gaviotas.

―¿Gaviolas? ―dijo mi hermano―. No, Abu, ¡son gallinas voladoras!

Cuando se empecina, es mejor dejarle e ignorarle, es lo que hago yo. Excepto Eladito sin hache, que le sigue la corriente en todo, no sé si por pelota o porque para él es su héroe, pues dijo:

―No, Guillermo, no son gaviolas. Son gallinas voladoras.

¡Qué semanita, me espera! ―pensé―. Con el okupa ya tengo bastante y ahora, con éste, dos frentes abiertos.

La abuela, nos llamó:

―Venga chicos, vaciad vuestros cubos en esta toalla. A ver vuestras conchas. ¿Cuál será la más bonita?

Así lo hicimos. A ella le producía emoción, escogiendo una a una nuestras conchas.

―Ésta sí puede valer. Y aquélla, ¡qué bonita, Eladito! La tuya tampoco está nada mal, Cris. Pero ¡mirad esta de Guillermo! Sin duda, es la ganadora. Enhorabuena, Guillermo, la tuya es la ganadora.

Mi hermano se puso a saltar, dando palmaditas. Me recordó a un pájaro bobo ―perdón por el pingüino fraile, ¿en qué estaría yo pensando?― Ya atardecía y Abu nos dijo:

―Bueno, recojamos todo, que ya hace frío y estáis mojados aún.

―No tengo ni frío ni calor, Abu, estoy del tiempo ―respondió mi hermano.

―Yo también estoy del tiempo ―dijo el pelota de mi primo.

Pregunté a la abuela cuál era el premio a la concha más bonita. Respondió que mañana nos llevaría al nuevo centro comercial de juguetes.

―¡Bien! ―gritamos los tres. Okupa, volvió a hacer el pingüinito.

Al día siguiente, por la mañana, después de desayunar el litro de leche y el de zumo de naranja de mi abuela, nos ayudó a vestirnos a los tres, con ropas tan bien planchadas que, al movernos, crujíamos. Yo tuve rozaduras en las corvas y Guillermo, en las ingles, creo; y Eladito, a lo mejor, en el cerebro. Y lo que es peor, ¡nos hacía raya en los tejanos! De esta pinta, llegamos al centro comercial, empapados de colonia. La abuela nos recomendó que nos mantuviésemos juntos en todo momento y que, si por un casual nos perdiéramos, acudiésemos a un guardia de seguridad del centro.

Nos volvimos locos viendo tantos juguetes, los podíamos probar todos. Había robots que hablaban, decían tu nombre; pequeños castillos hinchables, repletos de bolas de colores; disfraces de princesas, máquinas de palomitas, y hasta un mini tren rojo. Con tanta emoción, se nos despistaron. Okupa-pingüino y el pelota sin hache se perdieron y acudieron a un guardia de seguridad. Mi hermano le dijo:

―Perdone, señor guardia de seguridad del centro comercial, se han perdido mi Abu y mi hermana.

―¿No os habréis perdido vosotros? ―preguntó el guardia.

―No, no, yo estaba viendo los juguetes con éste. Es mi primo carnívoro (por carnal), ¿sabe?

Una planta más abajo, la abuela y yo escuchamos por megafonía:

―Atención, atención. Tenemos en perfecto estado a dos niños que son primos carnívoros (risa del guardia, contenida): uno de cuatro años, moreno, y el otro, pelirrojo, con gafas. Rogamos a los familiares que acudan a la planta de entrada. Gracias.


                                                                                          Ana Pérez Urquiza ©

mujer

LA MUJER
Resultado de imagen de Núria Espert, Premio Princesa de Asturias

¡La mujer! Tenemos que hablar de ella, y yo lo soy. ¿Cómo ser imparcial? Ante todo, como el hombre, un ser humano, y salvo excepciones, que las hay, muy humano, ya que nuestro cuerpo está preparado para dar vida, sentir sus latidos y sus movimientos, y pasarlas a veces ¡muy putas!, como se dice vulgarmente, para dar a luz.
Por lo demás, vamos por la vida con nuestras virtudes, pero también con nuestros defectos y contradicciones, gustos diferentes y maneras de ver la vida.
Aquí, tenemos la suerte de vivir en un país con libertad, que otros por desgracia no tienen y donde la vida de las mujeres vale muy poco. Así y todo, también caemos en desgracia. “Violencia de género”, dicen. Celos, droga, alcohol. Es terrible, y no hay forma de entenderlo. Pienso que hace mucha falta más educación desde la infancia. Solo hay una palabra para la convivencia: RESPETO. ¡          Si quieres que te respeten, respeta! (es mi frase).
“La mujer”, dijo un profesor cuando iba en primero de bachiller, “ese ser de largos cabellos e ideas cortas”. La verdad es que era un profesor estupendo, pero a mí esa frase se me quedó clavadita. Menos mal que, a estas alturas de mi vida ―trabajé de soltera en una oficina―, veo a muchas mujeres en puestos de responsabilidad, con carreras importantes en su haber y compaginando como pueden, con ayuda o sin ella, trabajo y familia.
¡Claro, ahora ya sé por qué me he cortado el pelo! Como voy para mayor, es para que no se me vayan las ideas que me quedan y ese cable, que a veces desconecta, lo haga menos. Ja,ja,ja…
Otro profesor, el de dibujo, por aquellos entonces me dijo que tenía un pelo muy fácil de pintar. Puso una silla encima de su mesa y ¡arriba!, a que me pintase toda la clase. Me dijo que había posado muy bien. En el siguiente curso, me hizo lo mismo. ¡Me debieron de hacer cada cuadro! ¡Cómo no iba a posar bien: no meneaba ni un músculo, de la vergüenza que pasé, con lo movida que era y sigo siendo!
Bueno, ¡hala!, ya no os cuento más, que ya os habéis reído bastante.
He visto un reportaje sobre Núria Espert, Premio Princesa de Asturias de Las Artes. Fue curioso. Ella es al revés que los demás. No espera a que acabe el trabajo para desarrollar su vida, sino al contrario. Su vida es cuando actúa. Entonces trabaja hasta la extenuación, porque quiere seguir viviendo en los personajes que interpreta.
Hay una cosa que nadie nos puede negar y es que somos intuitivas. ¡NO ME DIGAS POR QUÉ, PERO ES MUY POSIBLE QUE PASE ESTO O AQUELLO! Y pasa.
                                                                       Mª Eulalia Delgado González ©
                                                                       Noviembre 2016


mujer

LOS QUE SE RIERON DE LAS BRUJAS

Imagen relacionada
Queridas hermanas, el humano ya está desollado. Hincharemos su pellejo y le pondremos de adorno una vela dentro para el día de los difuntos.

Mirad, las partes menos jugosas ―el pescuezo y..., bueno, ya sabéis― las echaremos al puchero para caldo. El resto lo utilizaremos para hacer el hechizo de las risas, del gusto refinado, de la buena memoria, de la atención y el detalle, que, tal como están los tiempos a rebosar de cara duras, venderemos el producto a millón el gramo.

Su esqueleto nos servirá ―hay que reconocer que ese “bicho” era hermoso― para hacernos "joyitas" nacaradas. El pelo y las uñas nos vendrán bien para hacer plumas y pinceles mágicos. Los pintores y escritores pagarán por ellos lo que pidamos.

Sus ojos, que todo lo veían menos el peligro, nos vendrán de perlas para los brujos fotógrafos, que cambian mucho de ojo. Estoy segura de que, cuando organicemos la subasta interplanetaria, ni en Christie´s se venderían mejor.

Encontré la manera de invertir su cerebelo en bolsa, en esa empresa nueva, “Hechizos de Inteligencia”, porque a pesar de ser macho, tenía buen peso, y os anuncio que, hasta el momento, la cotización es escandalosamente alta: sube cien enteros cada día ―muy normal, dada la escasez de ese producto.

Para el conjuro del buen humor, retraté sus risas mientras le hacía una tortura refinada: cosquillas en los pies con los pelos de mi verruga, la más rolliza y negra.

También quemé sus labios para espolvorear sus cenizas en nuestras reuniones anuales. A ver si esta vez grabamos carcajadas que sean escalofriantes y los miedos no decaigan, que, en la última reunión en el cementerio, apenas se distinguieron entre el bullicio de los políticos ofreciendo futuros imposibles…

Teófila, tráeme la ropa del humano, nos servirá para abrigarnos la nariz en invierno. Lo que nos sobre se venderá en el mercado de las aprendizas.

…¿Que cómo se llamaba? ¡Qué preguntas tienes, Rómula! Creo que Javier. ¡Mira!, me gusta como nombre de la marca de cosméticos que fabricaremos con sus cartílagos, para hacer crecer las verrugas…

Bueno, dejemos de hablar y a seguir guisando, que mañana iremos a por el resto del grupo ―fueron unos cuantos los que se rieron de mí cuando me caí de la escoba. Por cierto, he sacado el Ford T de mi abuela. Nos servirá para traerlos a todos a la vez.

Cuando cerraron la puerta del coche y arrancaron, el ruido del motor quedó amortiguado con sus carcajadas espeluznantes.

Ángeles Sánchez Gandarillas ©

mujer

La mujer del embajador
Resultado de imagen de cena de gala

Sus labios… Pulpa de cerezas, rubor de amapolas, ofrecimiento de fresa salvaje. Con picardía, se apretaban un poco, como insinuando la promesa de un beso, y suscitaban unos segundos de tensión antes de que el descarado rojo carmesí de su Rouge pur Couture de Yves Saint Laurent se rompiera, despegándose en sonrisa entreabierta, y destacara el blanco inmaculado de sus dientes. Nunca reía. Sólo esa sonrisa seductora que conminaba a los embobados convidados a llevarse la servilleta a la boca con más frecuencia de la que parecía obligada simplemente por la comida y la bebida.
A la cena de gala en honor del recién nombrado embajador español, asistía la flor y nata del cuerpo diplomático acreditado en el pequeño país báltico. Los hombres vestían con frac, presentando una habitual protocolaria uniformidad. Las mujeres, con largos vestidos de muy diversos estilos y colores, competían por mostrar su belleza y glamour. Cubría la mesa un mantel en organza blanca de la fábrica española de Lagartera, todo él exquisitamente bordado a mano en punto de sombra, filtiré y realce, que había sido dispuesto por los anfitriones con toda la intención para dar un toque español en honor del homenajeado. Los comensales departían alegremente, mientras saboreaban los apetitosos manjares, servidos sobre una blanca vajilla de Limoges, con sutiles filigranas azuladas y rosadas en los bordes, y se ayudaban de una exquisita cubertería dorada de Alain Saint Joanis, con mangos lacados en azul cobalto brillante con vetas blancas. Un delicado centro de mesa de flores frescas y unos candelabros combinaban un toque a la vez de frescura y melancolía.
Su cabello… Seda azabache, caricia en la noche oscura, canto de sirenas brotando de las tinieblas. Negro, negrísimo, ligeramente ondulado, le caía en cascada sobre uno de los hombros y dejaba el otro al descubierto, jugando a la ambigüedad, ocultando parte de la cara por un lado, recogido el pelo tras la oreja en el otro, adornada con un largo pendiente de brillantes. Con cada movimiento de la cabeza, el fino cabello seducía con una delicada y sinuosa danza que emitía reflejos de la luz de los candelabros y ejercía un efecto hipnótico sobre los embelesados varones.  
El anfitrión tomó una cucharilla y dio dos ligerísimos toques sobre una de las copas de la finísima cristalería de Baccarat, arrancando una suave nota musical, reverberante, que parecía salida de un arpa de concierto. Todos callaron. En un inglés impecable, se dirigió a los invitados:
―Mis distinguidos colegas y amigos, señoras y señores: propongo un brindis en honor del nuevo embajador de España y de su encantadora esposa, doña María Cristina, que acaban de llegar a nuestra ciudad y a quienes deseamos éxito en su cometido y que sean felices entre nosotros.
El diplomático agasajado levantó su copa y pronunció unas palabras de agradecimiento. Pero las miradas, sobre todo las de los varones, no estaban con él. Las miradas no podían sustraerse al hechizo de la mujer del señor embajador. Ésta hizo un casi imperceptible gesto con la cabeza y alzó la copa de Dom Pérignon. Con movimiento lento, apoyó el fino cristal, como besándolo, sobre su labio inferior, separándolo ligeramente del superior, y bebió sensualmente un poco del exquisito champagne. Las bocas de los varones, como si de una estudiada coreografía se tratara, estaban todas medio abiertas, expectantes, como si saborearan también el cristalino beso de la mujer del embajador español.
Superado el momentáneo embrujo, volvieron a prestar atención todos a sus respectivos platos y a las conversaciones entre unos y otros. Pero un cierto mosqueo revoloteaba ya entre la concurrencia femenina, a quien no hacía mucha gracia el magnetismo que la española ejercía sobre sus respectivos acompañantes. La esposa del señor embajador de Islandia, cuyo marido andaba por aquellos días haciendo intensas gestiones para fomentar las exportaciones de bacalao de su país pero que ahora estaba por el babeo ante la belleza llegada del sur, cambió momentáneamente a su idioma natal y, amparándose en su más que presumible desconocimiento por parte de los demás invitados, advirtió a su pareja:
―Como sigas mirándola así, bacalao es lo único que vas a comer durante mucho tiempo. Luego no digas que no te lo he advertido. 
A su lado, el embajador de Su Majestad Británica, algo entrado en años pero aún de buen ver y con un experimentado paladar para los vinos y las mujeres, recordó aquello de que de tal palo tal astilla, y razonó que, vista la astilla, no estaría mal comprobar el palo del que procedía. Se dirigió a ella directamente:
―Si me permite la pregunta, doña María Cristina: ¿de qué parte de España es usted?
Antes de que ella pudiera hacer el más mínimo gesto, respondió su marido:
―Mi mujer nació en Puebla de Sanabria, en la provincia de Zamora, aunque sus padres se trasladaron a Madrid cuando ella tenía cinco años.
―Oh, sí, me encanta Samora: el Mediteráneo, la paela, la sanguría… ―asintió en pintoresco español el súbdito de Su Majestad, pelotillero él, dirigiendo su mejor sonrisa a doña María Cristina, aunque se le vio claramente contrariado por no haber podido entablar conversación con tan apetecible ejemplar de hembra ibérica, y pensó que el embajador español era, ¡cómo no!, un machista.  
Sus ojos… Perlas esmeralda, sinfonía de color, hechizo de aurora boreal. Rasgados, luminosos, transparentes, parecían reflejar el colorido de un fondo de coral en algún exótico enclave caribeño. Un finísimo delineado con eyeliner de Christian Dior, finalizado con un leve rabillo, daba a su mirada un toque peligrosamente felino, hipnótico, inquietante. Una vez captado su influjo, era imposible sustraerse a él. Parpadeaba lentamente, sosteniendo insolentemente la mirada de su presa.
La embajadora noruega, blanquísima y con una enorme cabellera rubio platino, un intimidante ejemplar vikingo que evocaba a un oso polar en las níveas llanuras nórdicas, solidaria ella con la causa feminista, se tomó como un agravio a su condición de mujer que el señor embajador de España contestara por su esposa, así que quiso echar a ésta un cable:
―Y dígame, doña María Cristina: ¿cómo lleva usted estos cambios de residencia a los que la obliga la profesión de su marido? ¿Ha conseguido usted superar ese sentimiento de nomadismo que suele invadirnos?
De nuevo fue su marido quien, presto, tomó la palabra para responder:
―A decir verdad, María Cristina lleva muy bien los cambios de residencia. Aprecia lo bueno de cada lugar y aprende de las diferentes culturas que la carrera diplomática le permite conocer a fondo. No, afortunadamente, no tenemos ese problema.
La vikinga frunció el ceño y a punto estuvo de perder la compostura a la que estaba obligada por su condición diplomática. Pero, no dispuesta a tirar la toalla, se dirigió esta vez directamente al embajador español:
―¿Quizás doña María Cristina no habla inglés? Si es así, podemos cambiar al español. Varios de los aquí presentes nos defendemos pasablemente en su idioma ―y señaló, a modo de ejemplo, a su colega británico.
El embajador adoptó un aire serio y, por un momento, pensativo. 
―Mi mujer entiende perfectamente el inglés y todo lo que se está diciendo. Me temo que se ha producido un imperdonable error de protocolo por parte de mi secretario de la embajada, quien, a fin de que no se llegara a esta embarazosa situación, debería haberles informado de que doña María Cristina es… muda. Estuvimos destinados durante dos años en un país centroafricano, donde contrajo una enfermedad tropical que casi le causó la muerte y de la que felizmente se recuperó, pero que le dejó como secuela una mudez permanente. Disculpen este fallo en el protocolo y el sinsabor que pueda haberles causado.
Su piel… Suavidad de porcelana, nieve inmaculada, sonata de nácar. Sin más adornos que el pendiente de brillantes que mostraba en el lado descubierto de su hermosa cara, el amplio escote palabra de honor de su vestido Valentino de color rojo pasión ofrecía la generosa sinfonía sensorial de su cuello desnudo y sus magníficos hombros y brazos al descubierto. Imposible no recorrer con los ojos su piel blanca, sin mácula, la más fina de las sedas de Kawamata, en quimérica caricia, y deslizarse con la imaginación por su superficie, besándola hasta bordear el extremo del escote, y fantasear con asir aquellos pechos turgentes que eran como dos promesas de fuego español.
La mujer del embajador de Méjico clavó, inmisericorde, el fino tacón de aguja de uno de sus zapatos en el empeine del pie de su absorto marido. Cuando éste, dolorido, se inclinó para darse un pequeño masaje reparador, ella, en claro testimonio de que, en lo tocante a estrategias femeninas, parecen haber bebido todas en las mismas fuentes del saber, le susurró al oído:
―No me seas pendejo, que te pongo a caldo un mes entero. ¿Oíste?
La conversación iba pasando de un tema a otro y aunque, en vista de la revelación acaecida, ya nadie hacía preguntas a la mujer del embajador de España, ésta, no obstante, seguía siendo, incluso aún más, el foco de atención. Los hombres trataban de captar su mirada y de gozar del privilegio de recibir una de sus cautivadoras sonrisas.
Su aroma… Frescura de madrugada en el bosque, fragancia de rocío y amanecer de flores. Bruma disipándose con los primeros rayos de sol y abriendo paso a su insinuante perfume, bouquet floral, caricias de rosa de mayo y jazmín y un suavísimo toque, casi imperceptible, a vainilla, conjugando el embrujo de un Chanel número 5. Imposible no entornar los ojos y dejarse llevar por la fantasía si tenía uno la fortuna de caer atrapado en la deliciosa telaraña de sensaciones olfativas de su perfume.
En las postrimerías de la cena, los anfitriones habían dispuesto que se acompañaran los postres con un vino de la variedad moscatel de Bodegas Pinord, con notas de pétalos de rosa y miel. Uno de los camareros, con levita y pantalón azul, pajarita y con guantes blancos, se inclinó junto a doña María Cristina para llenar su copa y, azorado por lo que su elevada perspectiva le permitía columbrar hombros abajo de la española, derramó un poco de vino sobre su vestido.
Doña María Cristina dio un respingo:
―¡Pero qué coño haces, joder!
Los presentes quedaron estupefactos, perplejos, desconcertados, no tanto ya por el soez exabrupto, completamente impropio en un círculo tan distinguido, sino por haber sido voceado por una garganta supuestamente muda y, sobre todo, con una voz áspera, bronca, de barítono desafinado, con reverberaciones de orujo y cazalla, que clamaba al cielo que en aquel maravilloso cuerpo de doña María Cristina se agazapaba gato encerrado.
El señor embajador de España enrojeció al punto de parecer que fuera a estallar. Sus ojos eran como dos dagas al rojo vivo que se clavaban en los de María Cristina. Se levantó, la cogió por el brazo, balbuceó una disculpa y la sacó de allí a toda prisa, dejando tras ellos un mar de susurros, expresiones de incredulidad, risitas mal contenidas y acuerdos a toda prisa para no filtrar a la prensa lo ocurrido, por el bien de la carrera diplomática del embajador y las buenas relaciones entre sus respectivos países.
A los dos días de los sucesos acontecidos, la principal revista del corazón del país publicaba una instantánea a todo color del embajador con su mujer en la escalerilla de un avión. Bajo la foto, escribía un conocido comentarista de la prensa rosa: “El señor embajador de España y su hermosa mujer, doña María Cristina, toman el avión que ha de trasladarles a su nuevo destino en la embajada española en la República Popular de Mongolia. El diplomático español, que ha solicitado personalmente el cambio de plaza, mostraba una expresión seria y circunspecta, y parecía tener prisa por entrar en el avión. Su encantadora esposa exhibía esa sonrisa que nos ha cautivado a todos desde su llegada y vestía, con la elegancia y glamour que en ella son costumbre, un maravilloso abrigo largo de la colección Haute Couture de Fendi, diseño de Karl Lagerfeld, confeccionado con piel de martas cibelinas de los bosques de Rusia, de color diamante negro, brillante y suave, que parecía una deliberada prolongación de la espléndida cabellera azabache de la impresionante dama española.”

José-Pedro Cladera ©

mujer

ERA UN MUNDO PLAGADO DE MISTERIOS...
Resultado de imagen de belleza interior
Era un mundo plagado de misterios,
un edén, mal llamado, paraíso,
donde un hombre, dispuso la escritura,
pasa  a ser de esa tierra su testigo.

Pero el hombre feliz y solitario
no sabía cuál era su destino,
y los ojos cerraba con nostalgia
y tenía su pecho entristecido.

Es entonces, que dice la Escritura,
que pensó el Creador en darle asilo,
y tomando del hombre una costilla
"la mujer" le entregó sin más aviso.

Y así nace, de pronto una leyenda,
y quizás una herencia con castigo,
ya que surge furiosa la avaricia
y el deseo de ser como el Altísimo.

Ahora toma del árbol la manzana,
la mujer con astucia y con sigilo,
para dar a probar al compañero
ese premio con visos de prohibido.

Y se juntan manzana con serpiente,
la mujer se da cuenta en su tobillo,
comprendiendo ese precio que ha pagado
y el pecado surgido por el mismo.

La mujer que vivía con el hombre
y mostraba su cuerpo tan sencillo,
ha vibrado al mostrarle sus pupilas,
con pasión de su entorno femenino.

Desnudada, en su alma, frente al mundo,
como el hombre cubierto por los lirios,
es consciente del daño ocasionado
y que debe algún día redimirlo.

"...Hoy por eso resurge la esperanza,
la ilusión no carente de suspiros,
la mujer se ha volcado hacia los hombres
que serán, de su encargo, desde niños..."

Rafael Sánchez Ortega ©
01/11/16

mujer

¡AY, PENA ..., PENITA..., PENA!
HISTORIA DE UNA RABIETA
 Imagen relacionada
La historia y la vida han empujado a las mujeres a unirse, a ayudarse, a apoyarse. Así debió de ser, o así nos lo han contado.

Históricamente sometida al hombre, a su fuerza, a su jefatura, y por ende a sus caprichos, pasiones y desafueros. Partiendo siempre de una premisa: la gran mayoría de los hombres son buenos.

Las mujeres siempre hemos sentido nuestro amparo: la madre, la trabajadora, la monja, la niña, la presa, la fuerte y la débil... Muy a menudo, las miradas cómplices suplen palabras superfluas. Por eso y por mucho más, la traición de otra mujer nos hiere los entresijos del alma. Su cinismo, mentira o envidia nos daña y agrieta esa confianza depositada sin límites, donde puede acunarse un perdón pero siempre quedará ¡la puta grieta!

Sabemos de los silencios dañinos, esas espadas invisibles que nos dejan colgadas del ¿por qué? 

Solo es una reflexión en voz alta, una voz en un desierto de voces mudas, donde a las mujeres no se nos ha permitido, no hemos sabido, aún estamos aprendiendo, y el dolor y el asombro nos permiten alzarnos y manifestar lo que pensamos y sentimos, amén de ese otro temor (siempre callado, oculto, no sea que...) a que te abandone la manada, muchas veces dirigida por "la mujer fuerte del evangelio", que poco vale y mucho ocupa… Cuán necesario es saber corregir el rumbo...

O tal vez... siempre se trató de lo mismo: " vanidad de vanidades..., siempre vanidad".

Pobre mujer mía, ¡levántate y anda!

Remedios Llano Pinna ©
COMILLAS (Noviembre 2016)



martes, 8 de noviembre de 2016

vacaciones

RELATAR LAS VACACIONES...
 Resultado de imagen de vacaciones
Relatar las vacaciones
es prudente y necesario,
aunque fueran de tormenta
esos días, en mi caso.

Empezar por el principio,
por el junio ya lejano,
y decir que aquellas fechas
eran días de regalo.

Luego julio llegó fuerte,
con calores del verano,
y el anuncio de tormentas
en un cuerpo maltratado.

En agosto fue la cita
y los ángeles lloraron,
me internaron a comienzos
para estar un mes cerrado.

Una estancia muy sombría,
donde estuve, sin estarlo,
apretando bien los puños
entre tanto matasanos.

No me quejo de sus charlas,
ni tampoco de su trato,
soy consciente que la vida
tiene mucho de milagro.

Y es por eso, que en septiembre,
para casa me mandaron,
con el alma maltratada
y mi cuerpo remendado.

Pero aquí todo es distinto
y hasta el sol me da sus rayos,
con caricias contenidas
de unos ángeles hermanos.

He tenido mucha suerte,
y aunque avance paso a paso,
voy ufano por la senda
con amigos y entre abrazos.

A Dios debo mi fortuna
y también poder contarlo,
ya que ha sido por su gracia
el que escriba este diario.

Estos versos que aquí nacen,
desastrosos y sin garbo,
son reflejo de mi alma
y de un cuerpo atormentado.

"...Relatar mis vacaciones
es locura en que no caigo,
yo las vivo cada día
porque Dios me da su mano..."

Rafael Sánchez Ortega ©

vacaciones

VACA•CIONES

Resultado de imagen de hotel y vacas
El vestíbulo del hotel estaba a rebosar de gente. Unos se dirigían al comedor para desayunar. Otros, regresaban satisfechos, habiendo engullido tres veces más de lo que hubieran comido en su casa, las panzas repletas de bollería industrial, salchichas, huevos fritos, alubias con tomate y demás delicias gastronómicas, todo ello bien encharcado con varios vasos de presunto zumo de naranja y dos o más tazas de café con leche, y se disponían a pasar la mañana en la piscina o a holgazanear por las calles del pueblo curioseando por las tiendas de regalos. Los más estoicos, hacían cola para apuntarse a alguna de las excursiones organizadas. Junto a uno de los grandes mostradores, un numeroso grupo recién llegado de turistas se apilaba sin orden ni concierto para recoger las respectivas llaves de las habitaciones que les iban asignando. Los niños revoloteaban por todas partes, descubriendo que por aquella puerta se iba a la piscina; por aquella otra, a los ascensores y las escaleras que llevaban a las plantas superiores; por allá al fondo, al comedor. Sus gritos se confundían con el galimatías general.
El bullicio se truncó de pronto cuando entró el Genaro por la puerta del hotel, acompañado de su mascota Trufita. Como una ola, todas las cabezas fueron girando en la dirección del nuevo huésped, al tiempo que los sorprendidos turistas emitían exclamaciones de incredulidad y risitas nerviosas. Una cría de apenas dos años se agarró a la pierna de su padre y comenzó a llorar de miedo.
Todo el mundo se apartó para dejar el paso expedito a Genaro y Trufita, que estaban ya frente al mostrador de recepción. El Genaro se quitó la boina y mostró los papeles que acreditaban su reserva y el previo pago de su estancia:
―Buenos días. Buen tiempo, ¿eh? Tengo reservada una semana.
El personal, atónito, no apartaba los ojos de Trufita. La gente se arremolinaba en torno a ella y le hacían fotos con los teléfonos móviles. El Genaro estaba acostumbrado a que su mascota despertara interés, así que no se inmutó. Se volvió hacia ella:
―Anda, Trufita, no seas maleducada. Saluda.
Trufita, a estas alturas de la vida, se había ya habituado a ser la estrella y a los flashes de las cámaras cada vez que su amo la sacaba por ahí de vacaciones. Con sus hermosos ojos negros, miraba despreocupadamente, y hasta con cierta altivez, a la multitud. Obediente a la voz de su amo, alzó la cabeza, como mirando al techo, y saludó:
―Muuuú.    
¡No era nadie, Trufita! Una maravillosa hembra de raza Charolais, de color marrón, la cabeza y la panza blancas, su porte era de lo más aristocrático. Dejó caer lentamente al suelo sus ochocientos quilos de peso y se dispuso a esperar pacientemente a que el Genaro acabara con los trámites.
El gerente, con la cara colorada como un tomate, carraspeó y tomó las riendas de la situación:
―Oiga, caballero. Me parece que se ha confundido usted. Esto es un hotel y haga el favor de sacar de aquí inmediatamente a esa vaca antes de que nos espante al personal.
―¡Ni hablar! Yo tengo aquí mi reserva y la confirmación del hotel de que aceptan animales de compañía. Pues mi Trufita no se separa de mí para nada. Y no me la cabreen, ¿eh?, que es muy buena, pero no sabe usted cómo se pone cuando se enfada.
Siguió un largo tira y afloja, pero el Genaro no se bajaba del burro (animal traído a colación de forma meramente metafórica, pues ya se ha dicho que el de verdad era vacuno y, además, hembra) y hubo que buscar una solución. Llamaron a los municipales, pero éstos dijeron que no era asunto de su competencia; que el Genaro tenía su reserva en regla y que, efectivamente, le habían confirmado que podía traerse a su animal de compañía, sin especificar límite de peso.
Tras mucha deliberación y llamadas al director del hotel, que estaba de vacaciones en las Islas Seychelles, se decidió que Trufita se alojaría en el césped de la piscina, y al Genaro le proporcionaron una habitación con vistas sobre esa parte del hotel para que pudiera ver a su animal de compañía cuando quisiera y desearle las buenas noches.
El enfado del público fue monumental y se elevaron voces y gritos de protesta. Un cliente procedente de Bombay, que vestía un ostentoso turbante de color blanco con incrustaciones doradas, ofreció ceder su habitación a la vaca y que él y su mujer dormirían en una tumbona junto a la piscina. El gerente estaba de muy mal humor:
―¡Usted se calla, hombre! ¿Es que no se ha enterado de que aquí las vacas nos las comemos?
Al día siguiente, el hotel se llenó de periodistas y fotógrafos que querían entrevistar al Genaro y publicar fotos y reportajes de tan singular pareja. Las entrevistas, realizadas en el propio vestíbulo del hotel, eran frecuentemente interrumpidas por el griterío de niños que llegaban corriendo e incordiaban sin ninguna consideración:
―¡Papi, papi, que la vaca está bebiendo en la piscina!
―¡Mamá, mamá, que la vaca sa cagao en el césped!
En Recepción, un cliente inglés, en pantalón corto, camiseta sin mangas y sandalias con calcetines negros, mostraba su disgusto con más vehemencia latina que flema anglosajona:
―Esto ser un vergüensa. En Inglatera no acceptable vacas en hotel. Mi quiere protesta energéticamente.
A su lado, la parienta del inglés, que asistía, orgullosa, al despliegue de dominio lingüístico de su cónyuge, no quiso ser menos y decidió apoyarle. Con profunda solemnidad, apostilló:
―Yes, yes, that’s right.
El hombre siguió con su acalorada exposición:
―Vaca no saludable para aire respira. Mi demandar reparasión. Mi va inmediatamente estasión policía.
La empleada le respondió con cordialidad:
―Perdone, pero es que no entiendo inglés. Ahora llamo al encargado.
El turista la miró con altivez y espetó algo en su lengua que la pobre recepcionista no entendió, pero que, con ese sexto sentido que dicen que tienen las mujeres, adivinó que tenía algo que ver con la profesión de su madre.
Dos orondas señoras, muy puestas ya de buena mañana, pintarrajeadas en abundancia, con el cabello cardado y teñido de rubio platino con reflejos, azulados la una y rosados la otra, y aparatosa abundancia de bisutería, se hallaban sentadas junto a un piano de cola en un extremo del vestíbulo, desde donde analizaban la situación con acento meseteño:
―Qué espanto, ¿verdaz? Es intolerable. ¡Tener que convivir con una vaca! Si aún viviera mi Alberto Luis se iban a enterar.
―Qué razón tienes, Carmelita. Esto del Imserso va de mal en peor. Antes nos trataban como ganado, ¡pero ahora es que ya nos obligan a convivir con él!
―Y con todo lo que comerá ese bicho, seguro que se agota la mitad del buffet solo para alimentar a la dichosa vaca.
―Ay, Carmelita, qué cosas dices. ¿Pero no sabes que esos animales son vegetarianos?
―¡Ay, qué modernos! Pues te digo yo que ésa hace trampas, porque está gorda como una vaca. ―Y se rió de su propia gracia.
―¡Ay, qué ocurrencia! Como una vaca, dices. Pues, ¿cómo iba a estar, verdaz? Anda, volvamos al comedor a desayunar otra vez, que igual para el mediodía ya no queda comida.
Un niño pelirrojo entró al galope llamando la atención del personal del hotel:
―¡Oigan, oigan, que la vaca se está comiendo el césped!
El Genaro se disculpó ante la prensa que le estaba entrevistando:
―Perdonen, señores, pero me tengo que ir. Es la hora del paseo y si no saco a Trufita se pone nerviosa y le sube la tensión. Ya nos veremos.
Dicho y hecho. Se caló la boina, recogió a Trufita y se abrió paso para salir del hotel, entre una multitud que no se mostraba especialmente comedida en sus manifestaciones de disgusto:
―¡Vete y no vuelvas, guarro!
―No sé quién apesta más, si la vaca o tú. ¡Largo de aquí!
―Como vuelvas, te llenamos la cara de hostias.
―Vete de vacaciones al prao con tu novia, jajaja.
―Fuck you!
Sólo el cliente de Bombay y su mujer callaban y hacían reverencias ante el paso de Trufita. El Genaro estaba acostumbrado a la incomprensión de la gente, así que no perdió la compostura. Eso sí: blandió firmemente el cayado, haciendo gestos ostensibles de que, si hacía falta dar algún garrotazo, se daba, y no les dedicó ni una palabra. Trufita tenía menos temple y no le gustaba nada aquello de que increparan a su amo, así que se volvió de repente sobre la multitud, hizo movimientos amenazadores con la cabeza y hasta amagó con lanzarse sobre ellos:
―Muuuú, muuuú… ¡y muuuú!
Pasearon por las calles del pueblo. A Trufita le gustaban particularmente las tiendas de souvenirs y se detenía frente a los expositores en las aceras, repletos de blusas de colores, cinturones de cuero, sandalias de plástico. Era muy fotogénica, así que los turistas estaban encantados de hacerse selfies con ella, que siempre salía en las fotos con una expresión muy natural. Tenía una marcada predilección por los fondos marinos, así que siempre procuraba colocarse de forma que en la foto se la viera enmarcada por el azul del mar. Se hizo muy popular en el pueblo y andaba en boca de todos, que cada día esperaban con expectación la aparición de Genaro con ella.
―Mira, mira, ya vienen.
―Venga, María, pásame el móvil, corre.
―¡La vaca, mamá, la vaca! ¡Que ya viene el señor de la vaca!
―Oh, my God! Typical Spanish.
Trufita estaba feliz. Sólo se ponía de mal humor cuando llegaba la hora de regresar al hotel, porque allí no la querían y aquella panda de energúmenos no hacía más que insultarla. Había que ver: ¡con lo mucho que la querían en el pueblo y lo poco que la apreciaban en el hotel! Total, porque bebiera de la piscina… ¡tampoco era para tanto! Y que se comiera el césped… pues tampoco era para ponerse así. Si nunca veía a nadie comérselo, ¿para qué lo querían? ¿Para que se desperdiciara? ¡Y tanto jaleo y tanto insulto porque dejara de vez en cuando una boñiga por aquí o por allá…! ¿Qué querían, que reventara? ¡Pues que le pusieran un váter, no te fastidia! ¡A ver qué harían ellos si no tuvieran retretes! “Ya me gustaría ver cómo dejarían el césped, ¡panda de desgraciados!”, pensaba.
Trufita estaba francamente enfadada con la gente del hotel, y su enfado fue creciendo hasta el día mismo en que, para descanso de todos, finalmente el Genaro entregó la llave de la habitación y fue a por su mascota. El hotel en pleno estaba apiñado en el vestíbulo para ver a Genaro aparecer con Trufita por la puerta que daba acceso a la piscina, a donde había ido a buscarla.
El Genaro y su Trufita atravesaron el vestíbulo entre la muchedumbre, que iba abriendo paso a medida que avanzaban. La prensa y la gente sacaban fotos sin parar, y no cesaban los gritos e insultos para celebrar que, por fin, se marchaban. El Genaro avanzaba inmutable, digno él, aunque los más perspicaces creyeron vislumbrar en su cara una expresión enigmática, como de que algo se traía entre manos.
Cuando ya el Genaro hubo rebasado la puerta de la salida, Trufita, antes de cruzarla, se detuvo y miró atrás al gentío vociferante que se amontonaba tras ella. En sus grandes ojos bovinos se podía ver una expresión maliciosa. De pronto, abrió sus patas traseras, hizo un gesto de apriete con las patas anteriores y expelió una ventosidad enorme, prolongada, fétida, irrespirable, de gas metano. El gentío, tapándose con las manos y pañuelos la boca y la nariz, trataba de salir al exterior en desesperada búsqueda de aire respirable, pero Trufita tapaba la salida con su voluminoso cuerpo. Algunos trataban de salir por atrás, hacia la piscina, y tropezaban los unos sobre los otros y se pisaban las cabezas. Por doquier se oían gritos de socorro. Otros, corrían escaleras arriba hacia las habitaciones para asomarse a las ventanas. De un interruptor próximo a la puerta saltó una chispa que prendió el gas metano y dejó chamuscados los cabellos de los concurrentes. Solo, en un rincón, el hindú del turbante sonreía sádicamente y hacía un movimiento con la mano que, por lo visto, allá por Bombay, debe equivaler a nuestro corte de mangas.
Cuando Trufita estuvo satisfecha con su despedida, hizo un gesto a Genaro y ambos comenzaron a andar calle abajo, él con una sonrisa franca de oreja a oreja; ella, con la cabeza bien alta, orgullosa, y con ese contoneo de caderas, tan suyo, tan sexy, que recordaba a Marilyn Monroe.
José-Pedro Cladera ©



vacaciones

   VACACIONES
 Resultado de imagen de SAN VICENTE DE LA BARQUERA
La noche era asfixiante en la capital de España. Hacía días que padecían una ola de calor proveniente del Sahara. Las ventanas estaban abiertas por toda la casa, por ver si “con el fresco de la noche” se produciría el milagro de una leve corriente.
Laura miró a su marido y a la cuna de su hijo de tres años. Por fin se habían quedado dormidos, gracias al pequeño ventilador…
Comenzó a soñar despierta, con los pueblecitos del norte, en los que hasta en pleno verano había que ponerse una ligera manta; y ese “chirimiri” o más que a veces caía, dejando las calles limpias y los prados verdes y jugosos. Y sobre todo, ¡el mar!
No se podían permitir el lujo de ir unos días, a menos que llamase a su hermana, que seguía viviendo en la casa familiar del pueblo.
―¿Y si la llamo?
Por la mañana, no pudo más y marcó el número. Le soltó a bocajarro:
―Amelia, ¿eres tú? Perdona que te moleste, pero es que no puedo más con este calor, yo me ahogo. Dime que podemos ir una semana a tu casa. ¡Tengo que ver el mar! Y ya sabes que no está el horno para bollos…
Su hermana se echó a reír:
―¡Claro que podéis, ya nos arreglaremos! Tengo a mis hijos, pero el sofá cama del salón lo tenéis a vuestra disposición.
―Gracias, Amelia. Te ayudaré con las comidas, sabes que la cocina no se me da mal. Tenía miedo de pedírtelo. Conoceréis a nuestro hijo en persona. ¡Hace tanto que no vamos!
Cuando se despertó su marido, le dio la buena nueva.
―¿Estás segura de que quieres ir?
―Bueno, en realidad no sé si querrás ir tú. Tiene a sus hijos en casa y tendremos que dormir en el sofá cama del salón. ¿Te hace?
―Ja, ja, ja… ¡Me hace! A ver si dormimos más juntitos, y hasta con mantita, ¿no?
Laura, se puso manos a la obra, toda la mañana, para dejar la casa recogida y hacer la maleta, hasta con jerséis, por si acaso. Después de comer, se pusieron en marcha. A las cuatro de la tarde, Madrid era un horno.
Gracias al aire acondicionado, el viaje fue estupendo y, cuando dejaron a su izquierda Reinosa y comenzaron a bajar, una ligera neblina se adueñaba del paisaje. Apagaron el aire y abrieron las ventanillas. ¡Un poco puñetero, pero mágico!
Ya se veían caballos y vacas pastando, y los tejados rojos de las casas, con sus jardines llenos de flores. Y los pueblos, preciosos, junto al río, y sus higueras, castaños y robles.
Y por fin llegaron a San Vicente de la Barquera, con su ría, sus puentes, su castillo y su iglesia en lo alto, arrogantes y misteriosos...
―¡A la playa, llévame a la playa!
El pueblo estaba a rebosar, pero la gran playa la estaba esperando, con sus olas, su frescor y sus charquitos, donde disfrutaría de lo lindo viendo a su hijo bañarse en ellos como cuando ella era pequeña. ¡Serían unas minivacaciones, pero las disfrutarían a tope!

                                                                       Mª Eulalia Delgado González©
                                                                                  Septiembre 2016