miércoles, 22 de noviembre de 2017

infancia

INFANCIA
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Defino infancia: su origen es de la palabra latina “infantia” y es la etapa de la existencia de un ser humano que se inicia en el nacimiento –o sea, el día que nació el okupa, que me lo digan a mí, inolvidable hasta el día de hoy– y se extiende hasta la pubertad. Me he informado y, resumiendo, viene a decir que me quedan muuuchos años de soportarle. El concepto también se emplea para nombrar a la totalidad de los niños que se encuentran dentro de dicho grupo etario –no, no es despectivo hacia él; me he vuelto a informar y significa “edad”–. Yo también pertenezco a dicho grupo, pero ¡soy normal!

Este pasado verano, mis padres nos llevaron quince días al Campamento de Infancia Las Montañas, para que sintamos los beneficios de la madre naturaleza. Nombre atrayente, ¿eh?, pero montañas, montañas, no había; bueno, si engurruñabas los ojos y, con un poco de imaginación, las veías, allí a lontananza y difuminadas en tonos malvas, como en las pinturas al óleo. ¡Yo que me imaginaba como Heidi, corriendo descalza en lo alto de una verde colina, empujando al okupa –sin querer queriendo, ¿eh?, y sin cantar abuelito dime tú– y contemplando cómo rodaba el tierno infante! Un chasco, mi gozo en un pozo. Ya se me ocurriría otra opción, aún quedaban quince días.
Por las noches, con los monitores del campamento, nos sentábamos alrededor de una hoguera, contando cuentos de miedo que hacían reír. Durante el día, montábamos a caballo, plantábamos verduras en un huerto..., mi hermano, se dedicaba a la vida contemplativa u observaba –bueno, no sé; cualquiera entra en su voluminosa cabeza. Es y será un misterio–. A la hora de la comida, todos juntos, sentados en largas mesas de madera, nos ponían platos para compartir. Okupa decía que él no compartía; y menos la lechuga, que eso verde no era un plato.
El Campamento Las Montañas (inexistentes) era una granja escuela. Los monitores nos dijeron que preparásemos cada uno un trabajo para el último día de la quincena. Había gallinas, patos, cerdos, corderos, vacas, burros… y muchas moscas, ¡claro! Mi trabajo consistió en observar cómo incuban las gallinas sus huevos, cuándo deponen cluecas (esto lo ignoraba: ¡cluecas!). Fue fantástico: tarda veinte días en nacer el pollito –deben de recibir mucho calor de la gallina–, rompen la cáscara, tardan nueve horas en salir del huevo; picando, picando y como por arte de magia, asoma un diminuto pollito amarillo, piando, con torpes movimientos, despojándose de la dura cáscara. Este fue mi trabajo, que expuse al final, delante de todos nuestros padres, el último día. ¡Me aplaudieron y todo!
¿El okupa? Subió a la especie de escenario rural improvisado con un gran bote de cristal trasparente que dejaba ver en su interior una masa negra; éste, en una mano. En la otra, un matamoscas. El público allí presente aplaudió –nos lo hacían a todos, ¿eh?–. Cese de aplausos. Silencio. Más silencio. El okupa se quedó colgado como el botafumeiro de Santiago de Compostela, moviendo su tierno piececito derecho, adelante y hacia atrás, lentamente, una y otra vez –esto significa... !peligro!–; está ausente, su mente viaja a no se sabe dónde –entra en éxtasis así, a pelo, sin doparse–. Al grito de “¡tú puedes, Guillermo!” –el de mi padre, claro–, okupa cesó el innecesario desgaste de suela, mirada hacia el suelo y se lanzó:
–Poz aquí tengo dozcientaz trece mozcaz. Laz he cazado yo zolo con ezto –blandió el matamoscas de plástico anaranjado, made in China, a modo de espada–. Hay trez tipoz de mozcaz: laz zumbonaz, hacen ruído, ze eztampan contra laz ventanaz, pin, pan, pin pan; laz pegajozaz, ezaz ze te ponen en el pelo, la boca, en el flan del otro día, de poco me como una, pero la ezcupí, toda pringoza, huuaag, eztaba morida, la tengo con laz demáz, en ezte tarro; y laz que giran y giran, zin ruído, volando en mitad del cuarto de laz literaz, zon máz fácilez de cazar, zon tontaz y ahora laz voy plantar, para que crezcan.
Tras esta disertación académica magistral, silencio, de nuevo roto por los aplausos de mis padres, seguido por los demás, por pura cortesía. Mi hermano se vino arriba, dando saltos y más saltos de alegría al grito de: “¡Aquí, aquí eztan todas, en el tarro, hazta la chupada!
Yo pensaba: ¡qué pena, no tener cerca una verde e inclinada colina!

                                                                                    Ana Pérez Urquiza©


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LA INFANCIA
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Andrea era una princesa rodeada de una numerosa familia. Sus tías le enseñaron el “Ángel de la Guarda, dulce compañía…” y yo fui aportando mi granito  de arena a aquel dulce angelito. ¡Era tan alegre y agradecida! ¡Pero tan adicta a los caramelos! Sabía que la desterrarían cincuenta kilómetros, a la antesala de la muerte, hecho que la horrorizaba.
Llegaba “Agustínpolitxe” empujando su chirriante carrito de madera con el mostrador acristalado. Andrea sopesaba las posibilidades: ¿cómo gastar el pequeño tesoro con el que el tío Miguel le había pagado sus encargos? Quería algo –mejor: mucho– rico, bueno y barato, y lo hallaba. El primer dulce lo saboreaba con parsimonia; luego, las papilas gustativas y la azucarada lengua daban paso a los dientes trituradores y, cris-cras, cris-cras…, iban horadando la dentina, quedando ante sus ojos apenados el palo de los chupachups. Corría a la fuente con lava en su boca.
La maleta rayada la esperaba sobre la cama. Andreíta se tragaba las lágrimas y agachaba la cabeza como si fuera un corderillo hacia el matadero. Ni los chicles, sin azúcar, que le daba el dentista para asentar los empastes la consolaban; ni los mimos, los besos, y los desvelos de los tíos podían con aquella cara mustia. Anhelaba volver para besar la carita de su nuevo hermanito, arrebujarse en la cama con su madre y dormir, dormir, dormir. Lejos de las sirenas de las fábricas de Durango, lejos de los robots que se dirigían al trabajo. En la aldea, ladraban los perros: sí; sonaban las esquilas de los becerros: sí; olía a abono; sí. Pero cantaban los pajarillos, olía a pan recién hecho, resplandecía el sol sobre los pañales de los bebés.
El paisaje fue impregnando sus ojos de rocío. El monte Urko empezaba a maquillarse con las primeras granizadas; luego, se embellecía con las capas de nieve, y Andrea añadía el colorete de sus manos y mejillas.
Y los días se enfriaron más con la marcha de sus tías, pues se llevaron sus cuidados, sus abrazos. La tormenta se mantuvo “erre que erre” sobre el monte Urko.  El sacerdote, con su sotana negra, llegó con los santos óleos. Andreíta –la niña de sus ojos– y su padre presenciaron la sagrada unción. El tío Miguel con la cara serena, murió en paz. El monte fue mostrando un semblante más amable, al igual que las de los padres de Andrea, ya que el hijo pródigo había vuelto a la casa del Padre.
“Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni de día”, rezaba en silencio Andreíta.
La niña-robot vagaba entre las habitaciones vacías queriendo encontrar caricias escondidas, mas todo estaba frío, muerto.
Solo los gorjeos del bebé le llegaban al alma. Era una isla entre dos archipiélagos: los mayores se contaban sus cuitas, alejados para que Andrea no se acercara al oído de su madre; los pequeños eran felices jugando al trompo, a la pelota, a los saltos –emulando a los atletas de moda–. Y Andrea, a pesar de la cara inquisidora de su padre, leía y releía los cuentos enternecedores de príncipes y princesas. De día, Andrea volvía a la realidad. Después de las clases, se divertía jugando con las amigas: que si “al pañuelito”, que si a “la comba”, que si a “las tabas”. Y tan pronto llegaba a casa, subía, volando y jadeando, a contarle a su madre cómo la señorita solterona, con la ayuda de las alumnas mayores y con las persianas bajadas, estaba aprendiendo a andar en bici –qué risa, ¿verdad, mamá?–. Y mamá le sonreía y acariciaba sus caras.  Nada podría malograr aquella estampa: La Madre, el Niño y el angelito.
“Ángel de la Guarda, dulce compañía…”
Y Andrea disfrutaba con sus vecinas, repujando con sus cuerpos angelitos en la nieve inmaculada y resplandeciente. ¿Se podía embellecer la naturaleza? Ellas opinaban que sí y admiraban su trabajo de escultores, embelesadas. Unas palmaditas en el hombro la sacaron de su embelesamiento: don Juan Carlos la apremiaba a que le guiara donde su madre.
El doctor volvió a lavarse las manos en el aguamanil, y con sus katiuskas, su tabardo, sus guantes y su pasamontañas puestos, se despidió dirigiéndose a cada uno por su nombre. ¿Por qué se marchaba su padre con él?
Treparon al piso de arriba, entraron a trompicones en la habitación principal.  Su madre lloraba, el bebé berreaba. La prole se convirtió en piedra. Poco a poco,  fueron acariciando aquel pecho hundido del precioso niño.
“Ángel de la Guarda, dulce compañía, no le dejes solo ni de noche, ni de día“ –suplicaba Andrea.

                                    San Vicente de la Barquera, a 13 de noviembre de 2017
                                            Isabel  Bascaran©


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UNA HISTORIA DE MI INFANCIA
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El barrio de La Corraliega no era más que seis casas unidas unas a otras y un corral para todas ellas, que las separaba de los huertos familiares que teníamos en frente.
Allí vivíamos una nutrida criazón que alborotábamos lo indecible, porque te hablo del tiempo en que el mayor de todos tendría nueve o diez años y el que menos rondaría los cinco. José Manuel y Varisto, en la casa primera; yo, en la tercera; Tinín y Juanita, en la cuarta; y Teresina, Meliuca, Julianín, Toñín, Soterín y alguno más cuyos nombres se encargó el tiempo de borrar de mi memoria, en la última de ellas.
Era tarde de primavera y todos juntos, como en procesión, buscábamos ‘niales’ entre las bardas que había la ‘Güertona’ cuando, de repente, sonó un trueno lejano y, tras él, cayó un chaparrón que nos hizo correr como liebres a refugiarnos en la socarrena que Sotero tenía frente a su casa.
Sotero era el padre de toda la reata de críos que había en la última casa. La mayor de los hermanos, y posiblemente la mayor de todos nosotros, era Teresina. Teresina era ‘resculitera’, una palabra que jamás volví a escuchar fuera de mi pueblo, pero que definía de forma extraordinaria un modo de ser: ‘resculitera’ significaba ser sabionda pero simpática al mismo tiempo,  mandona y amiga de dominar a quienes la rodeaban.
Pues bien, como el tiempo obligaba a permanecer bajo teja, cogimos un cajón, que nuestra imaginación convirtió en cuadra, y unos garojos que, para nosotros, fueron vacas ‘tudancas’ con la cornamenta y la estampa del ganado más esbelto que puedas imaginar. Pero claro, a Teresina, ese juego no le gustaba, y así, de repente, me ‘ordenó’ que fuera a mi casa en busca de trapos de los recortes de tela que mi madre dejaba cuando cosía, para hacer con ellos una muñeca de trapo. Yo me disculpé: “Está lloviendo”. Ella insistió, ofreciéndome un saco de esparto: “Toma, tápate”. Yo reusé: “Hoy mi madre no cose, y no hay trapos”. “Pues si no hay trapos, os quito el cajón y los garojos, que son míos”. Y sin más, nos lo quitó todo. Varisto, que era impulsivo, le dio un cachete, y ella, como respuesta, el cachete me lo devolvió a mí, que, al fin y al cabo, fui quien no quiso acatar su orden. Julianín y Toñín se pusieron de parte de su hermana y, viéndonos en minoría, optamos por marchar de allí, pero sin renunciar a la venganza:
Había dejado de llover, y le dije a Varisto: “Vamos a ‘Debajo Casa’, que esa ‘Teresinona’ y ‘esi’ Soterón se van a enterar de quiénes somos nosotros”.
            ‘Dejabo Casa’ era un sitio donde Sotero, el padre de Teresinona, tenía un huerto al lado justo de otro huerto que era de mis padres, y, sin dudarlo un momento, fuimos derechos hasta el lugar y, como locos, empezamos a arrancar todo  cuanto había plantado: cebollas, repollos, lechugas, guisantes… Rompíamos todos los injertos de manzanos jóvenes que encontrábamos a mano, mientras repetíamos sin  cesar: “Mira Teresinona, mira Soterón, pa que aprendáis a no saliros siempre con la vuestra…” Y nos volvimos a casa, ufanos y satisfechos.
El día siguiente no debió haber amanecido. Mi tía María, una hermana solterona de mi madre, que siempre vivió con nosotros, venía de ‘Debajo Casa’ con las manos en la cabeza: “¡Esos demonios de críos! Me rompieron tos los injertos que hice, y destrozaron la huerta entera… ¡Son la mismísima piel del diablu…!”
Y es que yo sabía que el huerto de Sotero estaba al lado del de mi familia, pero lo que no sabía  es que era el del lado izquierdo, y nosotros nos vengamos destrozando el del derecho…

Jesús González ©

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NADIE DIJO QUE SERÍA FÁCIL
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Si cierro los ojos, puedo volver a ese mismo instante, donde esos brazos paternales, donde tantas veces me resguardaba de mis miedos, se convertían en el pilar para poder entender qué significaba ese dolor tan profundo, que solo podía expresar en forma de lágrimas infinitas.
        Enano, tranquilízate; no puedo entender qué te pasa si no paras de llorar. Por favor, estás temblando.
        No puedo…, me duele…, no puedo parar de llorar; ayúdame papa…, no lo entiendo.
        Hacemos una cosa: llora lo que quieras y, cuando estés preparado para poner en palabras tu dolor, aquí estoy (y me estrecho en sus brazos, más fuerte aún si cabe).
No sé cuánto tiempo pasó hasta que mis gimoteos se volvieron mudos y dejaron paso a las palabras.
        Papa, siento… una alegría infinita y el miedo más profundo al mismo tiempo. Soy como las caretas del teatro (drama y comedia), lágrima y alegría, y no sé por qué.
        Enano, ¿cuándo te sientes así?, ¿todo el tiempo o puntualmente?
        Me levanto tan contento como siempre, con ganas de ir al cole; pero en el momento en que mis ojos se cruzan con los de Violeta, un torbellino de emociones se apodera de mí, la alegría que siento se refleja en la sonrisa que se dibuja en mi cara. Ella me responde con otra del mismo color. Entones, esa misma sonrisa se la regala también a Daniel: la alegría se transforma en una tristeza y odio hacia mi amigo de recreo.
Mi padre se acomodó en su viejo sillón de escay, y a mí en sus rodillas. Con sus ojos verdes mirando fijamente a los míos, empezó aquel discurso que hoy en día recuerdo en modo de moraleja.
        Enano, ese torbellino que me describes se llama amor, ¿sabes qué es eso? Es sentir alegría cuando ves al ser amado, como te pasa a ti con Violeta, y sentir miedo de perder a ese ser, que es único para ti, por cualquier persona que simplemente piensas que es mejor que tú y que se merece esa atención especial, como te pasa a ti con Daniel. Pero voy a contarte un secreto: el amor es imprescindible y distinto cada vez que lo sentimos. Pero nadie dijo que fuera fácil dejar de ser niño, para empezar a amar.
¿Qué te parece si mañana invitamos a Violeta a merendar y así te ayudo a empezar a ser adulto?

Jezabel Luguera González ©



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LA INFANCIA

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Es el primer periodo de nuestra vida; el recuerdo que tengamos de ella, de nuestra persona y del mundo que nos rodea. Nos fundimos con nuestro entorno (no hay nada más allá de eso). Poco a poco, vamos descubriéndolo; sobre todo, al llegar al colegio y comenzar a tener amigos. Ya no son solo papá, mamá, tíos, primos, vecinos…
Las primeras letras. La P con la A: PA. La M con la A: MA. PAPÁ, MAMÁ. Al poco tiempo, ya sabemos poner nuestro nombre y, con ayuda, hacer una tarjeta de felicitación para ellos.
Ahora nos hablan de muchas cosas… Del planeta Tierra, en donde vivimos; del punto en el mapamundi que es nuestro país, y del puntito invisible en el que estamos. Nos hablan del SOL, de la LUNA y las ESTRELLAS, del DÍA y la NOCHE; de las estaciones, de los CINCO CONTINENTES y sus RAZAS.
Vamos comprendiendo nuestro entorno y la naturaleza que nos rodea. Que la leche que tomamos por la mañana viene de esos animales tan grandes que se llaman VACAS, y los huevos tan ricos donde mojamos el PAN, que se hace con TRIGO del campo, proceden de otros animales que se llaman GALLINAS; que las frutas tan ricas que nos comemos de postre están en los ÁRBOLES FRUTALES.
Y nuestra habitación está hecha de MADERA de ÁRBOL. También nos hablan del MAR, de los BARCOS y de los pescadores que cogen esos bichos tan raros que tienen espinas y mamá nos las quita y nos vamos dando cuenta de cómo se hace, para sentirnos como héroes si lo conseguimos sin ayuda.
Esos jerséis tan bonitos, que seguro nos hizo mamá, o las tías o abuelas, con esos ovillos esponjosos y suaves de colores con los que tanto nos gusta jugar son LANAS que salen de las OVEJAS que vemos pastar por los prados, y los vestidos son de una planta que se llama ALGODÓN. También sabíamos de la SEDA, que sale de esos gusanos blancos y fríos que cogíamos y metíamos en una caja de cartón, dándoles hojas de morera, y viendo cómo se iban convirtiendo en capullos amarillos. Otro experimento era coger renacuajos de una charca y meterlos en un frasco de cristal para ver su metamorfosis.
            Y quién no hizo las ALUBIAS entre algodón húmedo, para ver las raíces y esa hojita verde y tierna que enseguida queríamos plantar en un tiesto y la ahogábamos de tanto regar.
Los días especiales de nuestra infancia eran las fiestas de cumpleaños, del nuestro o de nuestros amigos (merienda y diversión asegurada). Y ya, para qué decir de lo MÁGICA que era la NAVIDAD, con sus luces, sus bolas de colores, tan frágiles y maravillosas, para el ÁRBOL, y las figuritas para hacer nuestro BELÉN, agrandándolo poco  a poco a través de los años y echando harina que simulaba la nieve (yo echaba mucha).
El remate final era el día de REYES. Ya por la radio, en aquella época, se hacían campañas de Navidad y juguetes, y es que, aunque éramos pequeños, no éramos tontos. ¿Nos traerían a nosotros algo pedido a nuestro REY en la carta que, con ayuda de nuestros padres y tanta ilusión, habíamos escrito? Si habíamos sido buenos, igual caía algo; pero el carbón también existía, como ahora… –¡de dulce, claro!

                                                           Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ ©

                                                                       Noviembre 2017

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LA INFANCIA
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            Soy una persona que afortunadamente recuerda muy bien su infancia. Comencé el colegio con tres añitos y aún recuerdo mis ganas de leer los dibujos de los cuentos y chistes, que llamábamos entonces. Puse mucho interés y creo que fui una de las primeras de clase en aprender. He tenido la gran suerte de conocer a mis cuatro abuelos; por parte de mi madre, los disfruté incluso de casada y con hijos.
            Siempre fui delgaducha y mala comedora. Mi madre me atiborraba de vitaminas, que, al paso de los años, dieron su fruto. Si cierro los ojos, me veo en brazos de mi abuelo Andrés, escuchando sus cuentos, que aún sigo yo contando.
            Tendría yo cinco añitos y, sin haberme preguntado, me desperté un día, o me despertaron mis padres. Sé que aún era de noche y hacía mucho frío: un abriguito rojo y unas botitas azules. Mi padre me tomó en sus brazos y, en compañía de mi abuela Pilar, nos metimos en un taxi, rumbo a Bilbao. Yo no entendía nada de nada. Mi abuela me explicaba que el cambio de aires le iba a venir muy bien a mi apetito y que en casa de mis tíos lo iba a pasar muy bien y, además, estaba mi prima.
            El viaje fue interminable. Al llegar, todo me parecía grande y ruidoso. Lo que más me gustó fueron las luces de neón, pues San Vicente me parecía en blanco y negro, y Bilbao era todo color.
            Cuando desperté al día siguiente, asomé mi cabecita a un gran ventanal. Pensé: “¡Qué suerte he tenido! Hay caballitos. Estaremos en las fiestas”. Más tarde, me explicaron que, en las ciudades, los había todos los días.
            Luego estaba el ascensor. Era el primero que yo veía en toda mi vida. Me encantaba subir y bajar, y eso que vivíamos en el primer piso. Y los porteros, que –todo sea dicho de paso– estaba un poco mosqueada con ellos, pues todos los días lo mismo: “Niña, ¡qué ojos tan grandes tienes!”. Yo pensaba en el lobo de Caperucita, y mis tíos sonreían: “Hija, ¡qué soñadora eres!”.
            Cuando volví, mis hermanos –que somos tres, y seguidos– apenas nos conocíamos.
            El verano siempre me acompaña lleno de gratos recuerdos, como ir al muelle a esperar a mi padre a que volviera de pescar y nos metiera en su barco. Luego estaban las comedias: cogías tu silla y en la plaza nos reuníamos todas las primas y la abuela. A pesar de no tener palomitas, era todo un espectáculo.
Luego estaba mi otra abuela, Josefa, la madre de mi padre, que viajaba a Madrid y, cuando nos iba a despedir, preguntaba a mi madre que qué le traigo a los niños cuando vuelva. “Josefa, un corte de tela para hacerles un vestido”. Yo, implorando con mis ojos: “Cuentos, abuela, cuentos, por favor. Sobre todo, de la pequeña Lulú”. Al final, nos traía las dos cosas.
Una de las cosas de las que guardo peor recuerdo son los Reyes, pues año tras año eran costureros. Por eso creo que no me ilusionan las labores.
Luego, el tema del cine de los domingos. Todas mis amigas, a general; yo, con mis hermanos, a butaca… ¡Qué envidia me daba el gallinero!
Como los polos de hielo: “No, no, que te hacen daño a la garganta. En todo caso, un helado”.
Me quedo con estas pinceladas, pues os aseguro que tendría para un libro.

Mari Carmen Bengochea ©


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TIJERA… ¡ZAS!
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            Acabado el verano, tocaba prepararse para el inicio del colegio.
            El primer día, alegría del reencuentro con compañeras y búsqueda de caras nuevas. Llegada al aula y presentación del profesorado, entrega de libros y el horario de clases. Una signatura nueva, Labores, no me gustó, y pregunté a la hermana sor Raquel de qué trataba. Me lo explicó y pensé que ahí empezaban mis problemas. No me equivoqué.
            Llegó el día de la semana en que teníamos la dichosa clase y aparece la profesora de Labores, la señorita Encarnita: 1,15 metros de estatura, pelo afro y unos zapatos negros con un tacón y plataforma que la elevaban casi hasta los 1,50 metros. Tomen nota del material a comprar: tela de lino, agujas de coser, dedal (a mí me sobraba), botones, tijera, hilos de colores, etc. Y así se acabó la hora.
            Llega la siguiente clase con la señorita Encarnita, y todas con el material muy ordenadito en una cajita de madera. Instrucciones: coged la tela de lino, una aguja y un color de hilo y os voy a enseñar a hacer un dobladillo con vainica (la primera vez que había oído esta palabra). Nos recomendó poner hebras cortitas y así nos enseñó a rematar e iniciar el cosido oculto, dar dos puntadas y rematar, hebra, empezar. Me angustiaba y decidí poner una hebra muy larga para evitar tanto remate. Cuando estaba en plena operación, que no me daba el brazo para estirar el hilo, se me acercó con una tijera en la mano y me recitó: “Hebra de marimoco, que cosió siete camisas y le sobró un poco”. Y ¡zas!, cortó el hilo y me quedé con veinte centímetros, y de nuevo a rematar.
            Nunca nos entendimos y, pasado el tiempo, en una de las clases, me entregó un papel en el que había escrito: “¡APÁTICA!”. Nunca había oído semejante palabra y, por supuesto, le pedí que me explicara el significado, porque estaba segura de que un halago no era.
            –Sí, por supuesto, te lo aclaro. Apática quiere decir que te da igual ocho que ochocientos mil.
            Risas generalizadas, incluida la mía. No me sentí insultada y no me afectó en absoluto. Es más: creo que me definía perfectamente.


Nieves Reigadas©

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LA INFANCIA
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            Sí, sí, ya sé que todos vais a contar lo felices que fuisteis en vuestra infancia, los recuerdos de la abuelita haciéndoos galletitas, vuestros jueguecitos en el parque y todas esas cursilerías. ¡Chorradas! Con el paso de los años, todos tendemos a idealizar cualquier tiempo pasado. O a lo mejor es que, al hacernos mayores, nos flaquea la memoria y sólo nos acordamos de lo que nos interesa. Pues bien: yo sigo conservando muy buena memoria y digo solemnemente que mi infancia fue, de largo, la peor época de mi vida. Así de claro. Y os explico por qué.
            Para empezar, llevaba yo un montón de meses la mar de a gustito metido en un líquido calentito, sin nadie que me incordiara, comiendo sin parar cuanto me venía en gana a través de un cordón que me salía del ombligo, cuando, así por las buenas, sin preguntarme y sin tener en cuenta para nada mis preferencias al respecto, de repente, empiezan a empujarme como bestias para sacarme de allí a trompicones. ¡Huy, por favor, qué daño! ¡Y hay que ser tontos! Porque, digo yo: si tú quieres sacar un cerdo del corral, te asegurarás de que la puerta sea más grande que el cerdo, ¿o no? Pues a mí se empeñaron en sacarme por un boquete mucho más pequeño que mi cabezón, y claro, se me aplastaba la cabeza, se me contorsionaba y deformaba todo el cuerpo, y se armó la de Dios es Cristo hasta que me sacaron de allí. O sea, que aún no había nacido y ya me estaban puteando.
            Pero la cosa no había hecho más que empezar. No hago más que asomarme a este mundo y va una tía sádica, me coge colgando por los tobillos y me empieza a sacudir palos en el culo hasta que, naturalmente, arranco a berrear a pleno pulmón. Y no le digo lo que pienso de ella porque aún no sabía hablar, que si no, la pongo a parir. ¿Alguien me puede explicar si esto es forma de tratar a alguien que acaba de llegar y no ha hecho mal a nadie? ¿A hostia limpia? ¡Por favor…!
            Y luego, va la tía sádica y me coloca sobre una báscula. Y yo me digo: “Oh, oh, esto se pone feo. Me van a vender a peso. Ahora entiendo por qué me retenían tantos meses allí dentro sin dejarme salir: me estaban cebando para sacar más pasta por mí. ¡Qué gente más mala!”
            A partir de aquel aciago día, ¡mal rayo lo parta!, en que nací, las cosas parecieron conjurarse para hacerme la vida imposible. Ya de entrada, me pusieron a dieta fija. Variedad: cero. ¿A que a ninguno de los presentes le gustaría comer todos los días lo mismo? Pues a mí, como no podía protestar porque acababa de nacer y aún no había aprendido a hablar, pues hala: teta para desayunar, teta para almorzar, teta para merendar, teta para cenar. Y encima, tomándome por imbécil, porque, para despistar, creyendo que así me iban a engañar, me cambiaban la teta de vez en cuando para que pensara que mi dieta era más variada; pero el menú era siempre el mismo. ¡Manía que tienen los mayores de pensar que, porque somos pequeños, somos tontos! Harto acabé de tragar siempre lo mismo. Cuando llegaba la hora de comer, yo siempre pensaba: “¡ay, qué a gustito me comería ahora un bocata de jamón!” Pero, claro, como aún no tenía dientes, el asunto era complicado. Tropecientos meses sin comer otra cosa que la teta y luego, cuando ya le has cogido el gustillo y creces, ¡a sudar tinta para conseguirlas! ¡Mierda de infancia! No quiero ni acordarme.
            Después de tan sabrosas y variadas comidas, me tumban en una cuna que parece una cárcel, rodeada de barrotes por todas partes, y con elementos de tortura que parecen diseñados para destrozar mi recién estrenado sistema nervioso: sonajeros que me machacan los tímpanos; cascabeles que suenan a la que muevo un músculo, ¡como si fuera una ternera en vez de un bebé!; una cámara que me espía toda la noche, ¡como si fuera a escaparme, hay que ser idiotas! Y me meten en la boca un pedazo de goma que llaman chupete y que no es otra cosa que una mordaza para que me calle y les deje ver la peli en paz. ¡Después dicen de Guantánamo! No hay nada peor que ser un bebé.
            Luego me sacan a pasear y claro, como son tan malos, a ver cómo se las ingenian para jorobarme bien. Cada dos por tres, la misma historia: la amiga de mi mamá que me coge la manita y empieza a hacerme preguntas inquisitoriales y con una mala leche increíble: “Huy, qué mono, ¿a quién te pareces, que me recuerdas mucho a alguien?” ¡Gilipollas! Será al butanero, si te parece. Además, ¡cómo voy a contestar si aún no sé hablar! Y encima, con comentarios de lo más estúpido: “¡Huy, mira, tiene todos los deditos!” ¡Coño, pues claro! No me iba a dejar alguno olvidado dentro, ¿no? “¿Cuántos tienes tú, maja?”, me hubiera gustado preguntarle a la tonta de turno; pero claro, no sabía hablar todavía. De eso se aprovechan, que si no…
            Un día me llevan a la consulta del pediatra. Ni corto ni perezoso, me planta en una mesa boca arriba, en pelota picada, y me empieza a examinar la pilila como si fuera un bicho raro. ¡Será imbécil el tío! ¡Que sólo tengo cuatro meses, capullo! ¿Qué esperas encontrar, la de Nacho Vidal? ¡Y venga a pincharme! Que si la vacuna de esto, que si la de lo otro… Y yo, claro, llorando a moco tendido; y todos aquellos sádicos a mi alrededor diciéndome: “No es nada, ya pasó”. ¿Ya pasó? A hostias me liaba yo con todos vosotros; pero, claro, como sólo tengo cuatro meses…
Yo ya probaba a pelear por mis derechos, ya; no vayáis a creer que no lo intentaba. Cada vez que me humillaban poniéndome en pelotas boca arriba, agitaba brazos y piernas frenéticamente intentando colocar algún gancho de izquierda o alguna patada de taekwondo en la cara de alguien; pero como los mayores son tan tontos, encima se reían: “Mira, mira cómo agita las piernecitas, qué monada”. ¿Monada? Porque mis piernas son muy cortas, que si no, te comes los dientes, te lo digo yo. A falta de fuerza bruta, a veces conseguía vengarme meándome súbitamente en las caras de los que me torturaban. Y encima, les hacía gracia: “Mira, mira, que chorro tan grande le sale de una cosa tan chiquita”. ¡Los odio! No he visto cosa más tonta en los días de mi vida.
Después, un buen día, como ya se habían quedado sin ideas sobre cómo fastidiarme, se les ocurrió que tenía que andar erguido, ¡con lo cómodo que yo iba a gatas! Me colocaron una chichonera en la cabeza y, hala, a darme trompicones por toda la casa. Y cada vez que me caía, tenía que aguantar las mismas chorradas: “No os preocupéis, que no le pasa nada, que los niños son de goma”. ¿De goma? Sadismo puro: cuando ellos se caen no dicen lo mismo, no. Sólo cuando me caigo yo. Claro, como soy pequeño…
Con el tiempo, todo eso lo soportaba ya estoicamente. Pero, insisto: lo que peor llevaba es no tener dientes; porque venga a ver cómo ellos se atizaban hamburguesas, y bocatas de chorizo, y patatas fritas, y gambas al ajillo… Y yo, “hala, nene, hora de la teta”. Porfa, porfa, que me salgan los dientes, que  no puedo más.
Después estaba la tortura de los cuentos. Mira, con lo de los cuentos es que no puedo, ¿eh? Me supera. Primero, no me enteraba de nada de lo que me contaban. Yo me decía: “¡si aún no sé hablar!, ¿para qué leches me cuentas esas historias si no me entero?” Pero ellos, a lo suyo. ¡Y me contaban una de tonterías! Claro, como era pequeño, tenía que ser tonto. Primero me contaban no sé qué chorrada de tres cerdos que se querían hacer una  casa para que no se los comiera un lobo, y cada cual era más tonto que el otro y hacían una mierda de casas que no servían para nada. Estaba yo tan harto de oír la misma historia que tenía ganas de que el lobo se los zampara de una puñetera vez y me contaran otra cosa. Después cambiaron a otra chorrada, de una niña que le llevaba la merienda a su abuela y resulta que la abuela era un lobo disfrazado, y la niña, como era tontalaba, no se daba cuenta. ¿Pero alguien se puede tragar esas gilipolleces? Y ellos decían: “Si es que le encanta el cuento de los tres cerditos; y el de Caperucita. Cuando se los contamos, se duerme como un angelito”. ¡Tontos del culo! De puro aburrimiento me dormía, claro. ¡Eso no hay bebé que lo aguante despierto, hombre!
En fin, si yo os contara… Pero ¡para qué os voy a cansar! Lo que sí os digo es que cuando oigo esas tonterías de que la infancia es tan bonita, y tan bucólica, y tan pastoril, yo digo: “¡Y una mierda!” Nos echan de sopetón a este valle de lágrimas para sufrir y, para que nos vayamos haciendo a la idea, se inventaron la infancia.
Menos mal que más tarde, por fin, crecí y descubrí a las niñas, que si no…


José-Pedro Cladera ©

Infancia


NO ME OLVIDO DE LA INFANCIA...
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No me olvido de la infancia
ni del tiempo transcurrido,
ya que es parte de la vida
y un capítulo muy mío.

Porque todos retenemos
ese espacio tan bonito,
y los años primorosos
que despacio los vivimos.

¿Qué decir de aquella etapa,
y los pasos imprevistos,
de aquel niño que crecía
entre juegos y entre libros?

Y así fue, sin duda alguna,
ese hermoso recorrido,
con colegios y leyendas
de piratas y de indios.

Se mezclaron los quebrados
con proyectos infinitos,
de viajar por otros mundos
y encontrar mil paraísos.

Aunque luego la gramática
dejó un sello muy distinto,
ya que vino con lecturas
y con dioses del Olimpo.

En la calle y en la escuela
abundaron los amigos,
que llegaban y se iban
como el agua de los ríos.

Y quedaron unos pocos
compartiendo, cual mendigos,
tantos juegos inocentes
entre el polvo del camino.

¡Primavera de la vida
que has pasado y que he vivido,
hoy te pido que regreses
y me prestes tu cariño!

Bella infancia, irrepetible,
que recuerdo y que remiro,
rebuscando entre sus pliegues
una esencia que persigo.

Yo sé bien que allí nacieron
sentimientos muy bonitos,
y también las mariposas
me mostraron sus vestidos.

Aquel vuelo de la alondra,
los gorriones con sus trinos,
golondrinas en la tarde
acercándose a los nidos.

Y recuerdo de esa infancia
a la luna con su brillo,
que me hablaba desde el cielo
dando fuerza a mis latidos.

Hasta el mar tenía un verso,
un arrullo y un suspiro,
y un rumor de caracolas
que dejaba en mis oídos.

Hay mil brumas de la infancia
con retales y con hilos,
laberintos y verdades
irreales y furtivos.

Pero el sueño de la vida
es la infancia y entresijos,
temporales y galernas
que despiertan con sus gritos.

Y aquí vuelven, nuevamente,
porque son, en sí, testigos,
los fragmentos de ese tiempo
con los años deducidos.

No es que añore yo la infancia,
que es un tiempo ya marchito,
pero estoy en el otoño
y preciso de ese ciclo.

(...El silencio de los bosques,
la humildad de los mendigos,
las canciones de las fuentes,
el latido de los lirios...)

¿Dónde estás mi poesía,
dónde ocultas tu gemido,
ya que busco entre la infancia
los acordes del vinilo?


Rafael Sánchez Ortega ©

lunes, 23 de octubre de 2017

verano




EL VERANO

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En este abracadabrante verano, para mí, he conocido humanidad, personas maravillosas, muy diferentes, que me han enseñado a minimizar los problemas y a vivir el día a día, como si fuera el último.
Las conocí casualmente, como a los dos ‘Manueles’, ambos  necesitados de una máquina de hemodiálisis, para poder seguir viviendo, los lunes, miércoles y viernes, desde las doce del mediodía hasta las seis de la tarde, sin esperanza de transplante de riñón, dada su edad. A esa hora, salían cansados y, como comentaban entre ellos: “hoy, estamos agotados; mañana, para recuperarnos, y pasado, de nuevo a enchufarnos a nuestra amiga”. A Fermín, más joven, le podían avisar en cualquier momento del hospital para comunicarle que había un posible riñón. Así vive, esperanzado de esa llamada que le cambie su presente y futuro.
Pese a todo, los dos ‘Manueles’ tenían un sentido del humor envidiable; parecían un dúo de esos que salen en cualquier programa de televisión:

Manuel 1:       –¡Mira que arañazos me ha hecho el gato en las manos, el muy ca....!
Manuel 2:       –¿El gato? ¡Eso ha sido tu parienta! Sí, sí, el gato; ¡algo le habrás hecho!
Manuel 1:       –¡Qué más quisieras tú que te arañe una mujer con cariño, rutón, más que rutón! Por eso estás solo: ¡no hay quien te aguante!

Yo estaba sentada al lado de éste, y cada vez que le decía algo de estas bromas al otro Manuel, me daba codazos en el brazo y me guiñaba un ojo, con cara de pícaro. Al rato...

Manuel 2 (el rutón):  
–¿Nos compramos los juzgados?
Manuel 1:       –No, ¿para qué?

Manuel 2(el rutón):   
–Para meter a todos en la cárcel, y a ti. Me iba a quedar en la gloria. ¿Compramos el hospital?
Manuel 1:       –¡Que no, derrochón!
Manuel 2(el rutón):   
–¡Jo, no quieres invertir en nada, chico; hoy has ganado dos bingos!
Manuel 1:       –¿Desde la ambulancia, nos ven con estos cristales oscuros?
Manuel 2 (el rutón):  
–No, ¿qué quieres, ir saludando a las mujeres? ¡Mira que te gustan!
Manuel 1 (con codazo):  
–¡Hombre, no me vas a gustar tú!
Manuel 2(el rutón):   
–¡Pues no creas, no estoy mal, tengo mi puntito! ¿Verdad, Lola?

Lola era otra compañera de ellos, más callada, de unos ochenta años. Se apeó la primera.

Manuel 1 (con otro codazo):
–¡Adiós, Lola; no te pongas más guapa, que no somos de piedra!
Lola (con risas):         
–¡Hasta pasado mañana, viejos verdes!

Así estaban siempre, con su peculiar sentido del humor, pese a estar despernados.
También conocí a otra señora, de ochenta y dos años. Había tenido seis hijos y padecía un delicado problema de útero. Nunca fue a un ginecólogo, pese a sus seis partos. Me decía:
–Tengo mucha vergüenza, cuando voy a Radio. ¡Tengo que quitarme todo de cintura para abajo y me lo ven todo! Eso de estar espatarrada, lo llevo muy mal; a mí nadie me ha visto eso. ¡Ay, ay, qué vergüenzas paso!
Su hija y yo nos reíamos y le dijo:
–Mamá, ¿tú, nos has parido o nos trajo la cigüeña?
Otro señor me contó que a su abuelo le encarcelaron en la posguerra siete años, durante los cuales no tenía más contacto con su mujer que un pequeño papelito donde ésta le contaba lo mínimo: quién había fallecido, quién nacido, etc. La notita la metía en el cuello de la camisa y lo cosía minuciosamente. Esto era una vez al mes, cuando le llevaba una camisa, un pantalón y una muda, pero sin verse. Cuando su abuelo estaba moribundo, no quiso ver al cura, ya que, con los años, supo que fue el que le delató.
Han sido vivencias enriquecedoras; hacen recapacitar. Seguramente, los lunes, miércoles y viernes me acordaré de ellos y de tantos y tantos que, como ellos, están pasando por diferentes problemas de salud, mientras nos preocupamos, enfadamos, por nimiedades cuando estamos sanos. Deberíamos pensar en todo esto y disfrutar lo que tenemos cada minuto de la vida, porque lo importante, lo más valioso, es la SALUD.

Ana Pérez Urquiza©