domingo, 15 de enero de 2017

UNA VEZ SOÑE

UNA VEZ SOÑÉ

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Una vez soñé que era condesa. La más hermosa del condado, todos los nobles y campesinos estaban de acuerdo. Hija de un anciano conde. Era rubia, ojos verdes y piel blanca. Todos los nobles caballeros de las proximidades suspiraban por mi amor. Ninguno de ellos, sin embargo, logró ganarse mi simpatía. De las visitas al castillo, todos se volvían melancólicos, tristes por mi indiferencia.
―¿Quieres renunciar a las alegrías y dulzuras del matrimonio, Jimena? ―me preguntaba mi padre―. Yo soy ya viejo y...
―No, padre ―respondía―, sólo me casaré con un hombre que sea hermoso, rico, fuerte, príncipe o rey.
―En amor, hija mía, más vale ternura que riqueza ―decía mi padre.
Una tarde de verano, llegó al castillo un apuesto joven, vestido de rojo, cabalgando sobre un caballo negro azabache. Dijo que era un poderoso señor, que venía de lejanas tierras atraído por mi belleza.
En el castillo, era un día de gran fiesta para celebrar la llegada del joven noble. Se organizó un gran banquete, donde no faltaron trovadores y juglares. Cuando miré al joven desconocido, noté un sentimiento nuevo para mí.
La estancia del misterioso joven se prolongaba; en el castillo, los banquetes y las fiestas continuaban. Una noche, después del baile, el caballero, vestido siempre de rojo, se acercó y me dijo:
A media noche, ven a la orilla del río; te espero junto al puente de madera.
Iré; a las doce en punto, allí estaré.
Llegué puntual. Le dije:
Aquí estoy, ¿qué quieres de mí?
Decirte que te amo, Jimena, y que te quiero como reina y señora.
Yo también te amo.
Pues sígueme.
¿Y mi padre?
Sígueme, un trono te espera. Ven a recibir la corona que tengo dispuesta.
De pronto, un relincho; apareció el caballo negro azabache, como por encantamiento. El extraño caballero montó y me tendió sus brazos.
¿Seré reina?
Sí, lo serás, Jimena mía.
Me cogió bruscamente y me sentó en la grupa del caballo. Una nube espesa me envolvió. Me sentí zarandeada. De lejos, oía:
Levántate, perezosa, vas a llegar tarde al colegio. ¿No has oído el despertador?

Ana Pérez Urquiza ©


UNA VEZ SOÑE

UNA VEZ SOÑÉ QUE…

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Una vez soñé que se moría la camelia.
La planté en un lugar resguardado, con orientación oeste. Los dos primeros años apenas creció, pero tampoco languideció. Hacia noviembre, le cubría la base del tallo con tierra abonada. Era el único cuidado que le ofrecía. El anhelo para que diera señales de vida se desvanecía.
Un invierno, la nieve cubrió el jardín y los verdes sépalos. Entre ellos aparecieron unos botones rojizos. ¡Se me humedecieron los ojos! ¡Por fin, daba señales de vida! Las yemas se fueron abriendo formando unas rosas achaparradas. Los pétalos no solo aguantaban el frío sino que hermoseaban con él la entrada, hasta la primavera. Y durante los meses templados iba pasando de la niñez a la adolescencia: se transformó en un arbusto precioso con la fronda uniforme y verde lustroso, superando al jazmín que la protegía; era como el broche que engalanaba el jardín.  Innumerables pecíolos y en cada uno, no uno, ni dos, sino siete yemas se preparaban para deshacerse de sus cataratas y juntarse a la belleza del día. En febrero, las rosas achaparradas cubrían el verde arbusto como una tarta de fresa: nadie la ninguneaba. Era la obra de un orfebre que había insertado cientos de rubíes en un irisado diamante.
Aquel invierno granizó. Los cristales golpeaban las persianas como chinas primero y como petardos después. Al  amanecer, corrí, bien abrigada, al jardín. Vi cómo el granizo daba saltos desde los sépalos al césped: las flores eran protegidas por la fronda: era como un paraguas verde que aguantaba el ataque del hielo cristalizado.  Sentada en una silla abatible, quise deleitarme con aquella parcelita-paraíso con sus azaleas y margaritas africanas como damas de honor, los ciclámenes y geranios como pajes, y el jovencito limonero emanando su elixir.
Una vez soñé que se moría la camelia.
Tomé un café bien cargado, me abrigué y salí a examinarla. Una capa gruesa de hielo cubría el césped, el cortejo de flores y la camelia. La sonrisa, también, se me iba helando; solo sentía el sabor del cafetito que me dio fuerzas para sentarme en la silla bajo un blanco plumífero. El tenue sol fue licuando, poco a poco, la  capa de hielo. Las flores fueron esponjándose, absorbiendo tanta carga que se separaban del pecíolo. En las dos horas que la estuve observando, el césped se tiñó de sangre…

San Vicente de la Barquera, a 6 de enero de 2017

Isabel Bascaran

UNA VEZ SOÑE

UNA VEZ SOÑÉ…
(Tema obligado con el que iniciaremos
 nuestra andadura en el año 2017)

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Hace unos días y por primera vez, nos juntamos en la Biblioteca Municipal los componentes del Taller de Escritura y los del Club de Lectura. Nos sentimos más arropados, más hermanados. Por sorpresa para mí, también  asistieron dos concejales de nuestro ayuntamiento (uno de ellos, la de Cultura), que escucharon con atención la lectura de nuestros relatos y sus comentarios correspondientes. Aquella noche fue la de mi sueño:
«La Concejala  de Cultura permaneció hasta el final, con una atención increíble. Después nos felicitó. Dio la mano a cada uno de nosotros y se despidió prometiendo que asistiría a todas nuestras reuniones, siempre que le fuera posible.
Volvió varias veces con un entusiasmo creciente. Tanto fue así que su imaginación comenzó a madurar una idea, que, según nos dijo, iba a exponer  en el primer pleno que se hiciera en el Ayuntamiento: “Tomar cuatro o seis escritos de cada uno de los componentes del Taller y editar un libro”. En el pleno hubo consenso total y editaron el libro. La corporación municipal regaló un ejemplar a cada uno de los autores y dos ejemplares a cada biblioteca municipal de nuestra Comunidad Cántabra.
Fue como una fértil semilla dejada caer sobre  un terreno ansioso de producir. A los dos  o tres meses, la semilla germinó, y prácticamente todas las bibliotecas municipales de Cantabria tuvieron funcionando un taller de escritura. La historia se repitió. Cada municipio publicó su libro, que también  regaló a las demás bibliotecas, con lo que estas se fueron enriqueciendo, y así todos los lectores pudieron conocer la creatividad, el trabajo y sentir de sus congéneres más cercanos.
Como la curiosidad es la madre del atrevimiento, algunos de los pocos cántabros que jamás tuvieron un libro entre las manos, primero, quisieron saber lo que por escrito contaban sus conocidos y se atrevieron a leer lo editado por su ayuntamiento. Quedaron satisfechos y luego quisieron saber lo de los demás ayuntamientos. Sin darse cuenta, estaban ampliando sus conocimientos. Y así, a lo tonto, que dirían en mi pueblo, o a la buena de Dios, que diría alguien más recatado, la Comunidad entera se aficionó a la lectura. Los hubo que empezaron por leer a los aficionados como nosotros y terminaron por leer a los clásicos, ¡que ya es leer!»

La presión de mi vejiga me despertó. Medio dormido, me fui al baño y, como todavía no había despertado totalmente, en lugar de orina. Vi como mi cuerpo eliminaba una catarata de libros diminutos que el sanitario fue tragando uno tras otro. 
Jesús González González


UNA VEZ SOÑE

LA GRAN BÚSQUEDA

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El despertador sonó como todos los días, de manera estridente pero familiar a la vez, y con ello provocaba que yo saliera de mis sueños fantásticos.
Un día nuevo comenzaba y con él la rutina de aquel que simplemente espera a que la vida le sorprenda de cualquier manera. Lo primero, hacer la cama: es un arte que quede como si nadie se hubiera pasado las horas peleando con un viejo bucanero, tirándose de un avión o simplemente dando vueltas alrededor de la almohada. Después, el estómago hace su aparición en escena, anunciando que el microondas le manda mensajes de que el desayuno no está preparado.
Unos quince minutos después, te sientas en tu sitio de la mesa con tu taza de café soltando humo, las tostadas calientes aguardando esa maravillosa mermelada casera (que la amiga de tus padres te regala cada Navidad), y la vieja radio te informa de que la helada de anoche ha provocado que la imagen que ves por la ventana sea como una postal navideña.
Ya son las once de la mañana y tú sigues en pijama. Te avergüenzas de ti misma y te diriges a paso ligero hacia la ducha, pero, antes de tocar el frío pomo de la puerta, te intercepta esa bola de pelo color azabache que salta en tus brazos para darte los buenos días con un buen lametón e informarte de que necesita su paseo matutino. Tras varios intentos por despegar la lengua de Tango de tu cara, consigues tu destino y ya estás en el baño metida.
Ya has cruzado la puerta del portal con tu abrigo más calentito ―un gorro que ni el mismo zar de Rusia tenía en su armario― y la cara de alegría de Tango enmarcada por su movimiento de rabo intermitente. La sonrisa aparece en tu cara de manera inmediata, el día va mejorando por momentos y simplemente quieres correr y disfrutar de la libertad de ser tú en este instante cuando, de reojo, miras el reloj y te das cuenta de que tu paseo se alargó demasiado, que las tareas, el trabajo y el mundo real te esperan. Llamas a tu bola de pelo favorita y regresas a casa tras varios intentos de Tango por quedarse a jugar con su nueva amiga Yera (la nueva gata de la vecina).
Las horas transcurren de forma simple: mails, llamadas, algún que otro vistazo por la ventana y muchos clientes para los que siempre su problema es el más importante e imposible de solucionar y que, después de simplemente escuchar sin haber empezado a solucionar nada, ya están contentos ―misterio que todavía no comprendo pero sí contemplo todos los días laborables; y que agradezco de vez en cuando, para qué negarlo.
Vuelvo a casa con las baterías bajas ―las del móvil, portátil y sobre todo las mías―. Tras 10 minutos de reloj buscando mis llaves en ese extraño lugar que yo llamo bolso y mi madre desastre universal, consigo abrir la puerta, donde me esperan Tango y su movimiento intermitente informándome de que toca otro paseo. Así que, sin pensármelo dos veces, dejo mi bolso en el suelo y los dos bajamos las escaleras  corriendo, porque el paseo nos espera.
Ya son las once y todo lo que tenía que hacer hoy según mi agenda (la cual yo misma me impongo) está hecho. Me dispongo a dormir unas cuantas  horas soñando con cosas fantásticas, porque mi vida no me sorprende pero sí me gusta y no tengo por qué buscar ―o mejor dicho, soñar― una vida mejor. Porque simplemente tengo un gran regalo, que es el presente.


Jezabel Luguera González ©

UNA VEZ SOÑE

UNA VEZ SOÑE QUE…

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―¡Estrella! ¿Otra vez en las nubes? ¿Se ha enterado de lo que acabo de decir?
            ―Sí, hermana; tenemos que hacer un relato sobre “Una vez soñé que…” ¡En las nubes, que estoy en las nubes! Yo estoy más allá de las nubes. ¿No me llamo Estrella?
            ―¡Quiero el escrito para el lunes! Tienen todo el fin de semana para hacerlo.
La tarde es calurosa, ya se acerca el fin de curso. Las ventanas de la clase están abiertas y del jardín se ha colado una lagartija. La miro y me río por dentro. Si se dan cuenta mis compañeras van a comenzar los chillidos…
¡Anda, que la que nos armó la monja el otro día con lo de las duchas! Estábamos en el dormitorio, nos hizo salir a todas de nuestras camarillas y nos puso verdes: ¿QUIÉN HABÍA OSADO TAPAR CON PAPELES LA VENTILACIÓN DEL GAS? Todas nos mirábamos perplejas. Al día siguiente apareció el alma del delito. ¡Una rata! Era una rata… ¡Nos pidió perdón! Menos mal.
Nos dieron la merienda y salimos al patio. Me subo al tobogán de cemento. Debajo hay como una gruta con una imagen de la Virgen. Desde allí se ve la huerta de las monjas y las gallinas, a las que tirábamos a principio de curso muchas miguitas de pan. Cada vez se iba extinguiendo más y más la costumbre hasta quedar en nada.
            ―¿No vienes a jugar? ―me dijo una compañera.
            ―¡No, estoy pensando!
Pero a ver… ¿Y qué escribo yo ahora? ¡Un sueño! ¡Pues como no me lo invente! Si los sueños de verdad están todos mezclados… Y son rarísimos. ¡Los recuerdas a veces con nitidez un rato y luego se suelen esfumar para siempre!
Ya habían apagado las luces del dormitorio, y sigo pensando. Como tengo cerca el baño, me levanto y voy. Es grande y su ventana, la única desde donde puedo ver las estrellas. De repente, suena un toc, toc, toc…
            ―¿Todavía despierta? 
¡La monja! ¡A la cama!
SABADO: Toca paella en la comida. Esparzo el arroz por el plato hasta que me lo unen y me instan a comerlo todo ¡Que no quede nada!. Mis compañeras de mesa me dijeron:  
            ―¿Te pasa algo? ¡Qué callada estás!
―No, es que estoy pensando…
La tarde la paso entretenida en clase de Labor. Sigo sacando hilos para hacer el filtiré en el juego de cama bordado que tengo entre manos. El Francés, la Taquigrafía y la Mecanografía quedan para el lunes. ¡Y EL MALDITO SUEÑO!
Me quedo al estudio nocturno. ¡Ahora o nunca, mañana es domingo! Y escribo. No mucho, la verdad; pero para salir del paso, servirá…
DOMINGO: Por la mañana, subo con mis compañeras cantoras al coro para la misa. Al bajar a comulgar, tenemos que hacerlo por las escaleras que dan a la entrada del colegio y entrar en la capilla y, como siempre a esa hora, ya están los cestos del pan con ese olor tan irresistible. ¡Me comería todos los bollos!
Por la tarde, visitas familiares. Pude estar con mis padres e ir a la cafetería del pueblo a merendar con ellos (chocolate con bollo suizo). ¡Vivaaa!
LUNES: De nuevo en clase. Hoy llueve y las ventanas están cerradas. Toca Lengua a primera hora, pero estoy tranquila. ¡Tengo mi escrito! Me toca detrás de Teresa. ¡Menudo sueño que lió, con excursiones y monedas falsas! ¡Perdió el autobús y tuvo que andar un montón de kilómetros!
            ―La siguiente.
Comienzo a leer:
«Una vez soñé que me encuentro entre mucha gente, amigos y familia. Era muy curioso: había mar y como piscinas y, para bajar de un sitio a otro, escaleras; pero escaleras rarísimas, muy altas y que teníamos que hacer cabriolas para cambiar de bajar a subir, pero todos lo hacíamos como la cosa más natural del mundo.
De repente, un barco enorme de pasajeros encallaba en las rocas y todos echábamos a correr, saltando de roca en roca como podíamos porque unas olas gigantes se nos venían encima. 
Ya estábamos a salvo, en un corredor entre rocas, que parecía como un claustro. El suelo era bastante liso, hasta que, de repente, un socavón enorme nos impedía seguir. Habían puesto una escalera, pero faltaban peldaños. Me tenía que  agarrar como podía, estirarme como si mis brazos y piernas fueran de chicle, pero lograba pasar sin que nadie me tuviese que ayudar. Y seguimos por las rocas hasta volver a subir por el otro tramo parecido, y seguíamos caminando por el pasadizo que ahora tenía luces de colores estratégicamente puestas y era largo, larguísimo…
            FIN»

            ―¡Eso lo ha soñado o se lo ha inventado? ―dijo la monja.
            ―¡De verdad que lo he soñado!
            ―¡Bueno, bueno! Puede sentarse. La siguiente…
En realidad, lo que no sabe es que son tres sueños. Los llaman sueños recurrentes. Entre escaleras rarísimas, rocas y más rocas y peldaños sueltos, me despierto agotada; pero lo supero y salgo siempre airosa. ¡Hala! ¡Como son sueños! Pero luego tendré que tener cuidado cuando suba otra vez al tobogán…
                                                          
                                                                       Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ

                                                                                  Enero 2017

UNA VEZ SOÑE

El harén
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Una vez soñé que tenía un harén. Nada del otro mundo, nada que llamara excesivamente la atención; lo justito para una persona de vida modesta y discreta como yo. Es decir: diecisiete concubinas, seis odaliscas ―o sea, aprendices del tema, que ahí no se trataba de tener niñatas que no se esteraran de lo que vale un peine―, más algunas esclavas, eunucos y todo eso. ¡Vaya tela! Unas huríes de verdadero escándalo, escogidas una a una por mi menda para tener a mano ―bueno, a mano y a lo que se terciara, que para eso eran mías― la variedad que cada situación exigiera, que ya se sabe que no todos los días se levanta uno del mismo talante y nada hay peor que la monotonía. (Sí, ya sé que alguien estará pensando que qué pasa con la monotonía para ellas; pero quien así piense es que aún no se ha enterado de qué va esto).
Me hallaba yo postrado en un diván en mi frondoso jardín, bañado por los rayos del sol, arrullado por el susurro de unas fuentes que descargaban sus delicados chorros en un estanque de aguas cristalinas. Peces de colores serpenteaban perezosamente entre unos maravillosos nenúfares. Sonaban, lentas y delicadas, las notas de un laúd punteado por uno de los eunucos, que se ocultaba tras unas cortinas, porque a mí la visión de los eunucos me molesta mucho y les tenía dicho que debían estar siempre fuera de mi vista para no incordiar.
Yasmín me estaba dando masajes en los pies, untándolos con cremas y aromáticas esencias traídas de Oriente y acariciándolos con sus expertas manos. ¡Ah, Yasmín, qué manos tenía, la muy lagarta! Ninguna de mis chicas daba masajes en los pies como ella. Sus delicados deditos se metían bajo las yemas de los dedos de mis pies y ejercían una firme pero ligera presión hacia arriba que me transportaba al edén. Lo que más me gustaba es cuando me lo hacía en los meñiques, ¡uy, qué gustirrín!
Fátima estaba recostada a mi lado y me acariciaba el hombro con su larga y ondulante cabellera de color avellana, que tiene el mismo tacto que la seda, mientras me susurraba carantoñas, me dispensaba tiernos arrumacos y me ponía morritos de cómeme, cómeme. ¡Ay, los morritos de Fátima! Como las yemas de Santa Teresa, pero más dulces.
Samira me iba poniendo en la boca deliciosas uvas que ella previamente mordía y a las que retiraba las pepitas, que es una cosa que siempre me ha dado asquito encontrar. “¿Quién se va a comer esta uvita?”, me decía mientras me la pasaba cerca de la boca, y cuando yo, con cara de besugo, la abría para comérmela, me plantaba un besazo de tornillo, rosca inglesa, que me dejaba sin respiración. ¡Qué gran destreza la de Samira! Ninguna quitaba las pepitas a las uvas como ella.
Rania, sentada junto a mí, me hacía la manicura con tanta suavidad que más parecía que me la hiciera con una pluma que con una lima. Siempre he tenido una adoración especial por Rania, porque es políglota: lo mismo domina el francés, que el griego, que el tailandés… ¡Qué lista es, la condenada!
A todo eso, Zulima revoloteaba a mi alrededor bailándome la danza de los siete velos. Desde luego, si tuviera que pasar por el inimaginable y doloroso trance de tener que limitarme a una sola mujer como si fuera un vulgar matado, me quedaría con Zulima: una pasada de revoluciones que no se puede ni explicar. Cómo sería que yo tenía terminantemente prohibido que hubiera espejos en el jardín, porque una vez me vi en uno mientras ella bailaba la danza del vientre y estaba bizco como un búho y tan colorado que parecía una gamba con turbante. Feísimo, vaya; impropio de un señor del harén. Sólo le quedaban por quitarse dos velos y a mí ya se me atragantó la uva ―menos mal que no tenía pepitas, porque si no, allí igual pringo y se me acaba el sueño―. ¡Qué movimientos los de Zulima! Pero bueno, bueno… Sus caderas seguían el ritmo de la música con un contoneo, con un vaivén de aquí me acerco y aquí me alejo, que yo ya no sabía si lo que tocaba el puñetero eunuco era un laúd, los timbales  o el flabiol de una cobla de sardanas. Estaba ya por quitarse el penúltimo velo y yo bufaba como un miura a punto de embestirla, pateando a la de los masajes en los pies, atropellando a la tragapepitas y pasando por encima del eunuco del laúd, del flabiol o de lo que fuera. ¡Menuda es esta Zulima! ¡No sabe nada, el angelito!
Esto de tener un harén es una pasada, no voy a negarlo; pero que nadie se vaya a pensar que es todo color de rosa. Con tanta mujer junta, la gloria no puede durar mucho. ¡Bueno, si yo os contara! Se traen unas envidias, unos encelamientos, unas grescas… Bueno, bueno… Santa paciencia la que uno ha de tener. Y además es que son criaturas gregarias. No hay forma de conseguir que vaya cada una a su rollo. ¡Qué va! Siempre haciendo piña, pero siempre sacándose los ojos. Raro es el día en que no me vienen unas u otras para que medie en sus desavenencias, sus porfías y sus acaloramientos. En cuanto les das un poco de confianza, estás perdido.
Sin comerlo ni beberlo, un buen día me encontré con que me pasaba la mayoría del tiempo aguantando quejas y reivindicaciones. Cuando antes no hacía yo más que insinuarles lo que quería y se ponían manos a la obra (bueno, manos o lo que fuera, claro, que eso era un harén y no un convento), ahora, por el contrario, todo les parecía mal: que si queremos levantarnos más tarde, que si por qué a mí me toca día sí y día también y a ésta sólo una vez por semana, que si estamos hartas de comer uvas, que si me duelen las manos de tanto masaje, que si tengo agujetas en las caderas de tanto mover el culo, que si no nos queremos depilar el… bueno, ¡que no se querían depilar, vaya!
Se volvió la cosa tan pesada que había días en los que yo ya ni salía al jardín y me quedaba en mis aposentos, más solo que la una, con tal de no oírlas. Bueno, tampoco hay que exagerar: de vez en cuando, hacía subir a alguna para que me diera una alegría al cuerpo, porque tampoco era cuestión de llevar las cosas al extremo y uno tiene su corazoncito. Aunque, como digo, sólo de vez en cuando: un par de veces al día, más o menos. Pero, claro, ya no era como antes. Acostumbrado al pack completo, esto de estar con una sola y encerrado en un cuarto ya no tenía gracia; era una cosa como vulgar, del populacho, indigna de un verdadero señor de un harén. Y eso me estresaba un montón. Me tenían ya hasta lo que les falta a los eunucos.
Un día, ¡mira por dónde!, me levanté con el pie izquierdo y mandé que les cortaran la cabeza a todas. Así, sin más, ¡ya está, hombre! ¡Qué tantas puñetas con las uvas, la depilación, que si les duelen las manos, que si tienen agujetas! ¡Zas! Tajo por aquí, tajo por allá, y se acabó la historia. Me cogió así, mira, ¡qué le vamos a hacer! Ya sabéis, es la naturaleza: te levantas un día con mala gaita y se te va un pelín la mano, tampoco hay que darle más vueltas. Me encontré de pronto bañado en un mar de sangre, rodeado por cabezas sin cuerpos y cuerpos descabezados. ¡Bueno, bueno, qué estropicio! Me quedó el jardín hecho un desastre. Tan hecho unos zorros quedó todo, tal desorden había, que yo creo que esa noche hasta me costó conciliar el sueño. Es que no os podéis ni figurar lo sucio que lo dejaron todo, ¡qué asco!
Entonces me desperté y me encontré frente a un tribunal de la Inquisición. Estaba en una mazmorra fría, húmeda, oscura, inundada por una neblina lúgubre y de terribles presagios. Estaba encadenado a una pared y, frente a mí, a escasos centímetros, las facciones desfiguradas por la neblina y la semioscuridad, amenazante y apuntándome con su dedo índice acusador, entreveía la cara del inquisidor principal, el que tenía mi vida en sus manos y que estaba a punto de emitir su espantosa sentencia por mi mala cabeza. Por lo visto, eso del harén no les caía demasiado bien a los la Inquisición. Seguramente es que me tenían envidia, pero, fuera como fuese, mi situación no auguraba buenos presagios.
―¿Quién es esa Zulima? ―me preguntó con una voz baja, sibilante, que me heló la sangre en las venas.
La neblina se fue disipando y las facciones del inquisidor se fueron recomponiendo hasta aparecer los mucho más familiares rasgos faciales de mi parienta. La mazmorra inquisitorial se fue metamorfoseando en mi dormitorio. Respiré más tranquilo. Bueno, por lo menos por unos segundos.
―¡Te has delatado, desgraciado! Hablabas en sueños y te he pillado. Así que me pones los cuernos con una tal Zulima y una tal Rania que habla idiomas y un montón más, ¿no? Sí, sí, no mientas, que tengo todos los nombres aquí apuntados.
―¡Pero no ves que era un sueño! Y encima les he cortado la cabeza a todas, ¿qué más quieres?
―Nada, nada, excusas. Que te he pillado, no le des más vueltas. Ya me enteraré yo de dónde vive la Zulima esa y las otras y se van a enterar ―y mientras esas cosas decía, el inquisidor-parienta no dejaba de darme zurriagazos con el mocho de la fregona y todo lo que pillaba a mano.
¡Madre mía, qué despertar más malo! Pero eso ya pasó, afortunadamente. Ahora ya no tengo esos problemas. Ahora, cuando sueño, estoy liado con el eunuco del laúd. Es más bueno… Y, después del apaño que le hice, le ha quedado una vocecita de querubín… Nunca se queja de nada. Un día le pregunté que cómo es que nunca se queja, y me dijo:
―Pero mi amo… Si no habiendo dicho esta boca es mía mire el tajo que me pegó, no quiero ni pensar la que me iba a caer si abro el pico…
Nunca se me había ocurrido, pero igual tiene razón y no es tan tonto como pensaba.
Y la parienta, contenta, porque el eunuco se la trae al pairo. De vez en cuando aún se acuerda de Zulima y compañía y le entra la vena meditativa y especulativa. El otro día me planteó una cuestión trascendental:
―Lo tengo crudo como algún día falte. Aún estaré caliente en la tumba y ya estarás por ahí con una pelandusca de esas. ¿O me vas a decir que no?
―Mujer, visto así… Si algún día faltas, las reglas del juego ya no serán las mismas, ¿no?
―¿Qué quieres decir? ―bramó, mientras me sacudía con la escoba.
―Tranki, titi, tranki. Lo que quiero decir es que, si algún día faltas, mi menda se va a vivir con Jesús Vázquez. ¡Por éstas!


José-Pedro Cladera ©

UNA VEZ SOÑE

UNA VEZ SOÑÉ QUE…

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Una vez soñé que estaba
por la playa, en bicicleta,
¡vaya susto el de aquel sueño
aunque fuera sobre ruedas!

Porque sueños y pedales
son mal vistos en la arena,
y hasta ponen una multa
los agentes si te observan.

Es que perros y sillines
siempre alteran las mareas
produciendo mil resacas
en las olas altaneras.

Una vez soñé contigo
barcarola de novela,
y lo hice mucho tiempo,
siendo joven, sin cartera.

Eran años de pasiones,
de lujuria y de tormentas,
con cilicios tropicales
y cadenas y promesas.

Pero el tiempo no perdona
y se hicieron incompletas,
las misiones imposibles
de salir por peteneras.

Una vez soñé despierto
que tenía una trompeta,
y tocaba por las calles
pasodobles y saetas.

Sin embargo, de ese tiempo,
hoy recuerdo la escalera,
y el trompazo recibido
al caerme por su cuesta.

Fueron pasos y suspiros
tras la falda y unas piernas,
que nublaron mis sentidos
y me hicieron ir tras ellas.

Una vez soñé, soñando,
que era un pez en la pecera,
y nadaba y daba brincos
porque el agua no era buena.

Es que el cloro que tenía
daba un poco de candela
y hasta hacía que yo ansiase
el salitre y la sal muera.

Sin embargo en aquel sueño
tuve un ripio de tristeza,
unos dedos, sin caricias,
que me echaron a una espuerta.

Una vez soñé, dudando,
si podía ser poeta,
y escribí cientos de versos
a la luna y las estrellas.

Pero el cielo, que en silencio,
se reía de mis letras,
bostezaba y se dormía
al oír mis entelequias.

Eran versos malsonantes
con estrofas dormideras,
que arrancaban las sonrisas
sin picante y sin canela.

"...Una vez soñé... ¡qué extraño!,
(si es soñar, enhorabuena),
que vagaba por un bosque
y era el verso de un poema..."

Rafael Sánchez Ortega ©

11/12/16

UNA VEZ SOÑE

LUNA

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Me llamo Luna y tuve un sueño.
Cuando nací me acunaron los sonidos de los campanos de las vacas de mi padre. Mis primeros pasos los di sobre hierba fresca, y me escondía de mis hermanos entre hierba seca cuando jugábamos al escondite. Me regalaron mi primer perrín, Turco, mi primera responsabilidad. Me gustaba ir al gallinero a recoger los huevos aún tibios y llevarlos a la cocina, donde mi madre me recibía con una amplia sonrisa y me prometía un flan para merendar. Aún era muy pequeña, pero sabía que mi padre dejaba a veces el tazón de leche con sopas sin tocar, el arreglo de sus vacas llevaba más tiempo del previsto; si la noche anterior había nevado, el traslado del pienso, la paja y el agua se hacía más lento.
Crecí al calor de la Lucera, la Gitana, la Manzanera... Los inviernos eran largos y duros. Yo esperaba ansiosa los primeros soles calientes, las primeras margaritas y los helechos más verdes: eran las señales para subir a las vacas a los pastos de la montaña. Corría como un jilguerín alrededor de mi padre y de mis hermanos por aquellas linderas que solo sabían subir. Cuando, cansada de saltar y manejar mi pequeña ahijada, no podía más, ellos me cargaban a hombros y yo era la más feliz de las niñas, la más alegre y, según los hombres de mi casa, la más bonita. Sólo los fríos otoñales volverían a bajarlas a casa.
Pasaron los años, dejé mi casa y marché a estudiar. La ciudad no se hizo para mí: el ruido, el estrés, las muchedumbres me apagaban poco a poco, se marchitaba mi brillo, y aquél sueño que prendió en mí cuando era muy chiquita, lejos de sofocarse, creció. Un buen día tomé una decisión: yo quería vivir en el campo, con mis adorados animales, ceca de sus cuadras, prados y montañas, y quién me amase, así debería entenderlo y compartirlo.
Y así fue, y así me amaron, y mi sueño fue compartido. En la falda de una hermosa montaña, montamos una ganadería; mucho esfuerzo y mucha lucha nos costó. A medio camino entre nuestra casa y la cima a la que todas las primaveras subíamos a nuestras vacas, la Galfarruca, la Rubia, la Gallarda... A medio camino, digo, compramos una pequeña loma con las mejores vistas del mundo, todo paz y sosiego, y decidimos construir una cabaña. Cuánto cariño y esfuerzo derrochamos en ella, en cada rincón, en cada detalle ―las alfombras, las cortinas, la cocina y la pequeña biblioteca, las telas bordadas por mí, los regalos de mis amigos, las vigas de 400 años subidas una a una― sacado clavo a clavo.
Ardió la cabaña y mi alma con ella. Una mano asesina prendió fuego durante la noche ―ni los perrines pudieron avisar―, una noche dantesca en la que desde nuestra casa veíamos el terrible resplandor, sentíamos el intenso olor a humo. ¡No puede ser!, ¡nuestra cabaña no!
Con ella ardió mi sueño, quemaron mi inocencia, tiznaron mi vida.
Aún lloro, lloro mucho. También hay sueños rotos, hay sueños que arden.
YO SIGO...

Remedios LLano Pinna
Enero de 2017. COMILLAS.


martes, 3 de enero de 2017

navidad

ÉL

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Él llegó de Italia. Nació en Cagliari (Cerdeña), el lugar más bonito del país. Su padre fue siempre duro con él y sus dos hermanas, pero especialmente con el hijo. Familia de la baja aristocracia, ahora pujante, pero con más tierras y abolengo que dineros. Vivió en una gran casa rodeada de árboles centenarios. Conocía cada recoveco para burlar las guardias nocturnas cuando, ya tarde, regresaba por la noche; pero si los carabinieri  lo encontraban, no dudaban en llevarlo ante su padre y éste, a su vez, tampoco dudaba en azotar su espalda con una fusta.
Estudió ingeniería de minas (más tarde, terminó la carrera en Roma), pero en ese tiempo él prefería jugar al billar y divertirse con sus amigos ―aún era muy joven para sus andanzas, deportivas y amorosas―. Contaba, entre otros, con dos: Benito Mussolini (más tarde, maldito Duce)  y Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, futuro Pío XII. Cierto es que, con 18 años, fue campeón de Italia de billar en su categoría; pero a su padre poco le importó, porque siguió azotando su espalda. 
Terminó de estudiar, bajó a luchar a África, regresó y se enamoró. Un duelo por amores (ya prohibidos por la Ley y penados) lo obligó a abandonar su amada Italia ―siempre "olvidó" si aquél duelo fue a espada o a pistola, pero su oponente no debió de salir bien parado―. La niña de sus amores nubló sus ojos para siempre, aunque en su vientre prendió la vida. Matrimoniaron por orden de sus encorsetadas y conservadoras familias, pero su padre utilizó sus contactos para enviar a su hijo a España. Debía huir y huyó. ¿Para siempre?
En un pueblo de la costa vasca (donde ejercía su profesión), conoció y se enamoró de una joven francesa, que engendró dos hijos, sin   boda, sin papeles, sin contratos. Durante unos años, trabajó sin descanso en las minas del norte de España, y desde Cabezón de la Sal a Tánger eran solicitados sus servicios. Era ingeniero y vivía bien. Dispuso de casas a lo largo de esos caminos. Hablaba y escribía varios idiomas ―se conserva una preciosa carta de amor en francés.
           ¡Guerras en Europa! Se traslada a vivir a Cantabria. Desde Italia se movieron hilos, órdenes, se pidieron lealtades; necesitaban al italiano que vivía en España, era la hora del compromiso. Ese sardo que nunca adoptó la nacionalidad española, que nació y murió siendo italiano, esto lo obligaba a viajar cada mes a firmar ante el gobernador de Santander, viaje que realizaba a caballo desde el pueblo.
Su mujer falleció muy joven y a esos niñitos los cuidó una bellísima asturiana que, al poco tiempo, le conquistó el corazón. Ahora sí hubo boda ―la esposa italiana había fallecido―. Formaron un hogar en Cantabria, llegaron los hijos, varios, para unirse a los anteriores y al aportado por la asturiana, madre soltera, hermosa y valiente como ninguna.
Pasaron los años. ¿Italia? De vez en cuando, llegaban postales extrañas, telegramas cifrados, textos incomprensibles. Con el tiempo, "olvidó" hasta las visitas intempestivas que recibía y que asombraban a sus hijos. Hablaban distintas lenguas, gente seria, siempre desconocida. La madre prohibía entrar en el despacho de "papá".
¿Dedicó su vida a su país?, ¿a sus ideas? (ideales, decía él). El precio lo pagó: nunca volvió a su adorada tierra. ¿Cumplía alguna secreta misión? Nunca contó, nunca compartió. Se le amó inmensamente y jamás se pidieron explicaciones. Misterios, olvidos.
Con el correr de los años, la cruel Guerra Civil española se llevó a dos de sus hijos. Llorando, cuenta en un manuscrito que ha debido emplear su capital en la búsqueda de uno de ellos, perdido en la batalla del Ebro, sacrificando el porvenir académico del resto. Desdichadamente, nunca fue encontrado.
Llegó la oscuridad, la posguerra, el dolor. En su pueblo, lo admiraban y querían. Ayudaba cuanto podía agilizando la burocracia de las gentes. Nunca perdió el don. Siguieron los secretos contactos con su país, pasaron los años...
―Mamá, cuéntame más cosas del abuelo...
―He olvidado casi todo, cariño. No olvides tú que soy muy mayor y la historia se desdibuja... y algunas cosas... es mejor no saberlas. Solo te diré que fue un gran hombre.

Remedios LLano Pinna

COMILLAS

navidad

RUMOR DE HOJAS

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¡Qué bonito es el rumor de las hojas, al caer,
impulsadas por el viento!

Sinfonía indescriptible de una música sublime
que nos deja la surada.

Cuchicheos y suspiros que se quedan en el aire
y que vuelan al oído.

Una tierna melodía cuyo nombre no me importa.

Se relajan las neuronas y hasta el alma
se me ensancha, lentamente.

Llueven hojas de los árboles y parece que es la nieve,
quien anuncia su llegada, en los copos tan dorados.

Te recuerdo Cenicienta, en este instante,
y hasta pienso si estarás escuchando estos acordes.

Es el viento y es el árbol. Son los plátanos altivos
que dan sombra a la calzada.

Por su lado transitaron nuestros sueños muchas veces
y hasta fuimos a su lado, tras las nubes
que escapaban de las ramas.

Quizás oigas los rumores y susurros de mis pasos
que se mezclan con la lluvia y esa nieve que te cuento
tan dorada y tan hermosa.

Fue algo tierno que creamos "sin palabras"
y que luego compartimos en silencio.

Yo era un pobre Peter Pan que caminaba por los bosques
añorando mil caricias de la vida.

Y te vi en aquella tarde tan callada y silenciosa
caminando hacia mi encuentro.

Me miraste, y nos miramos, con los labios
esbozando una sonrisa.

Nuestras manos se enlazaron y sintieron
el calor con que la sangre bombeaba
nuestros pechos.

Yo te dije, en mi silencio, "si era un sueño"
y tú, también, con tu sonrisa seductora
respondiste "sin palabras".

...¡Qué bonito es el rumor de los recuerdos
como hojas desprendidas que regresan
y acarician nuestras almas!

Es otoño y tú no estás, aunque pervives
y te quedas, para siempre, entre mis sueños.


Rafael Sánchez Ortega ©

04/12/16