lunes, 27 de marzo de 2017

GOLONDRINAS

EL GOLONDRINA

 Imagen relacionada
Aquella mañana de agosto, decidimos pasar el día en el Golondrina y salir a navegar. Hacía un sol radiante, ni una sola nube en el cielo, corría una ligera brisa. Estábamos muy contentos con el barco, de reciente adquisición: un Bénéteau Antares 650.
Antes de su compra, tuvimos largas conversaciones, opiniones y discrepancias estas últimas, por mi parte, como:
Ten en cuenta que esto es el Cantábrico, no el Mediterráneo, al que estás acostumbrado. Cuando este mar se enfada, es de temer; ya sabes que me da miedo, etc., etc., y más etc., etc.,…  
Pero el barco se compró, no debí de ser muy convincente con mis argumentos de meses atrás ya es sabido, que cuando a un hombre se le mete algo entre ceja y ceja...
Pues bien, esa mañana de verano cogimos el coche en dirección al puerto deportivo, Getxo Kaia, a unos quince minutos desde casa. Al llegar, fuimos a uno de los varios restaurantes del puerto. Esta vez elegimos comida china para llevar y nos encaminamos hacia el pantalán, donde nos aguardaba el Golondrina.
Una vez en él, las maniobras de costumbre. Esto lo hacía yo, me gustaba: boyas dentro y el bichero en mano se trata es de un asta de aluminio que en su extremo tiene un garfio y se emplea para empujar o sujetar; en este caso, para separarse del atraque y del barco vecino.  
Salimos despacio; el límite, 3,5; había un cartel avisándolo en el puerto. Ya fuera, aceleramos. El mar era un plato de azul intenso. Cuando estaba así, me gustaba sentarme en la proa, con las piernas colgando, y así lo hice. Era como volar, una sensación única, como ir en moto sin casco, dándote la brisa.
Llegamos a nuestro destino, un lugar tranquilo y resguardado lo llamaban la bañera, donde estaban construyendo el súper puerto de Bilbao en Santurce. Estaba lleno de embarcaciones de todo tipo. Anclamos, tomamos el sol y nos bañamos. Después, un aperitivo y la comida comimos como chinos.
Tras tomar el café, él bajó a dormir una siesta y apagó la radio del Golondrinaesto nunca se debe hacer. Yo me quedé en la bañera, bajo el toldo, a leer un libro me acordaré toda la vida de este libro de Terence Moix: Chulas y famosas. Estaba relajada.
Levanté la mirada y observé cómo todos los barcos se iban a la vez. Serían las cinco de la tarde. Me pareció raro, pero continué leyendo. En poco rato, comenzó viento y lluvia, el cielo se nubló, el viento aumentaba, el Golondrina giraba y giraba sobre si mismo. Ya alarmada, bajé a despertarle, ¡no se había enterado de nada!
            Encendió la radio nada más despertarse y anunciaban que se avecinaba galerna. Ya era demasiado tarde. Intentó levar el ancla, pero ésta se negaba; el barco giraba y giraba. ¿Yo?: histérica, mojada de pies a cabeza.
De pronto, apareció una embarcación de la Cruz Roja del Mar iban a hacer prácticas, nos dijeron después―. Yo vi a mis salvadores, empapada por la lluvia. Comencé a hacerles señales con los brazos, gritaba, me sentía como en el Titanic. Dos chicos nos vieron y se acercaron con una lancha Zodiac. Uno de ellos subió al Golondrina e intentó tranquilizarme. Después, cortó el cabo del ancla. El barco dejó de girar, pero se movía de babor a estribor fuertemente.
Mi héroe de la Cruz Roja tomó el timón dirección al puerto. Yo, abajo, tumbada en la litera, abrazada al salvavidas a lo mejor fui muy peliculera, estaba aterrada―. Mi héroe nos iba o me iba tranquilizando, no paraba de hablar. Las olas subían al barco y lo dejaban caer de golpe como era motor fuera borda, quedaba arriba de las olas y volvía a caer―. No sé cuánto tiempo pasó hasta llegar al puerto. Para mí..., día y medio.
Ya en el atraque, asomé la cabeza, abrazada aún al salvavidas, para darle las gracias a mi Leonardo di Caprio aunque era moreno―. Nos presentamos, logré despegarme del salvavidas y a Leonardo le propiné dos besos, de esos con ruido, en ambas mejillas. Después de gracias, muchas gracias y no sé cuántas gracias más por mi parte, como diría un niño... GOMITÉ.

                                                                               Ana Pérez Urquiza ©



GOLONDRINAS

                                                       LA GOLONDRINA    

 Resultado de imagen de PAREJA ABRAZADA
Herb y sus amigos van  finalizando su jira por Orlando. Las últimas actuaciones apenas exigen ensayos. Los aplausos requieren su presencia bajo las tenues luces del  escenario.
            Las golondrinas, en cambio, aletean a porfía interminables horas antes de emprender su migración. ¡Están muy inquietas! ¡La próxima luna llena está tan cerca…! Las más experimentadas, las más recias, las que tienen en sus alas el peso de tantos kilómetros, son las maestras de las más novatas, de las más débiles. El éxodo desde el sur del Sahara hasta el norte de España les supondrá cientos de kilómetros.
Luego llegan los trinos para que las más cercanas acudan; después, las voces agudas para aquellas que viven más lejos. Llega el frenesí del encuentro general. Se saludan y van colocándose cerca de las conocidas; se rozan sus picos, se acicalan unas a otras. Y suena una especie de pitido. Todas vuelan en círculos, el aleteo es nervioso. Por fin, llegan las guías, que ocupan los primeros puestos. Vuelan durante la dulce luz de las estrellas, vuelan bajo la tenue luz del alba. Y avanzan, avanzan; despiertas o en duermevela. Se aparean durante el vuelo, se  cuentan sus cuitas; sus gorjeos son sones para las parejas. Aminoran o aceleran el vuelo al compás de su pareja. Van reconociendo el paisaje y luego avistan sus frescas casas de veraneo.
            Herb es un aerófobo. Siente con todo su corazón declinar la propuesta de su esposa; negarse a las pocas solicitudes de Theresa le produce un gran sinsabor, pero Herb  teme más al avión que al mal que le carcome las entrañas.
Al despedirse de sus amigos vecinos, las lágrimas mojan las mejillas sonrosadas de Herb. Sus abrazos son todavía fuertes como los de Hércules. Los de Theresa, sin embargo, son ligeros como el roce de una pluma; más, sentidos como los de una hija. Les cuesta separarse, parece que los dedos se han pegado por el contacto con los ojos, como si se hubieran convertido, de pronto, en pegamento.
El matrimonio se pone en marcha. Theresa ha dispuesto lo imprescindible: seis botes de aceitunas, verdes y negras; seis tabletas de chocolate, blanco y negro; y la nevera portátil, con agua fresquita. Durante muchos años han hecho el recorrido desde Florida a Hoosick, a ochenta kilómetros de Nueva York: mil cien kilómetros, sin pararse a pernoctar.
Herb ya ha disfrutado de dos botes de aceitunas y de mucho chocolate. Mientras, va rememorando las horas pasadas en su tractor verde y cantando a pleno pulmón su música preferida. Nadie interrumpe sus actuaciones; su perro Brown da sus tonos de soprano… Su esposa ya se ve abrazando a su hija Karla. Sus manos se han asedado y dorado con la kresala durante los cuatro meses que han pasado en el litoral.  De pronto, interrumpe sus recuerdos, algo extraño sucede: su esposo está estacionando el coche ante un restaurante Inn. Theresa protege la cara con las manos.  No  se atreve a mirarle. Hoy  es el aniversario de su primer encuentro. Él,  emigrante polaco; ella, procedente de Suecia. Su vida ha sido la de una pareja de enamorados; ninguna voz altisonante, ningún improperio. Y ahora… Le va mirando desde las ventanillas de sus manos. Las lágrimas le impiden ver con claridad la silueta de su querido esposo. Su corazón late como el plumón de las golondrinas… Llega un botones y, sin pronunciar palabra, saca la maleta del portamaletas. Luego, un suave “Hello” y le abre la puerta con amabilidad. Theresa camina a cámara lenta hacia el hotel.
Herb va a su encuentro. Parece fatigado, algo le va a decir, pero le da un beso y le coloca algo metálico en su mano derecha. Theresa le mira a los ojos azules que se abren como una parcelita en la galaxia. Es el destello de la llave de la habitación.  Ambos se funden en un abrazo.

                                         San Vicente de la Barquera, a 20 de marzo de 2017

                                                  Isabel Bascaran

GOLONDRINAS

GOLONDRINAS
 Resultado de imagen de golondrinas volando tumblr
Sin querer que sea así, el pensar en ellas me retrotrae  a los años de mi más tierna infancia, porque posiblemente las golondrinas  sean los primeros pájaros que conocí en mi vida. Y te explico el porqué: Nací en una vieja casa ubicada en medio de cuatro casas más, unidas una a la otra lo mismo que se unían del brazo las muchachas de mi pueblo cuando los domingos por las tardes, después del rosario, salían a pasear cantando por la carretera. Aunque remozadas, las casas de mi barrio siguen conservando aquellos largos corredores con barandillas  y tornos de madera, donde yo descubrí por vez primera las golondrinas:
De dos en dos. Negras y blancas, como las monjas. Su presencia anunciaba la primavera. Las recuerdo de espalda, agarradas  sus  finísimas patas  a cualquiera de los dos largos alambres donde mi madre colgaba a secar  ropa de la colada. Juntas. Mirando siempre hacia afuera; al resto de las casas del pueblo que se extendían a lo largo del panorama. Emitían entre ellas dos un leve gorjeo, que siempre me dio la impresión de que era un parloteo, una crítica que hacían sobre mi persona cada vez que me veían salir al  balcón. Los días soleados estaban como más contentas. Los gorjeos se transformaban en trinos encadenados con un final alargado al que los críos de mi pueblo le inventamos una  letra, que decía: “Fui por mar, vine por mar, hice una casa como un pilar, y tú, te quedaste en casa, ¿y no hiciste ‘naaaaaaa’…?”
En el techo del corredor de mi casa había no menos de media docena de nidos, donde criaban. Trabajadoras meticulosas, con tierra amasada y largas yerbas que sirvieran como nervios de acero, reconstruían poco a poco  alguno de aquellos nidos que mis hermanas habían roto en invierno, con la esperanza de que a la primavera siguiente buscaran otro lugar. Porque la realidad era que las dichosas golondrinas ponían el piso del corredor hecho una pena con la tierra que caía y los excrementos que  dejaban. Cartones ponían en el suelo, pero siempre eran un incordio.
Respetábamos a las golondrinas, porque desde niños nos las mostraron nuestros mayores como aves protegidas por el cielo. Nos aseguraban que las golondrinas fueron quienes le arrancaron a Cristo las espinas que de su corona le habían quedado incrustadas en la cabeza, y nos aseguraron que si alguno les prohibía anidar en el techo de su casa, se le moriría la mejor vaca que tuviera en la cuadra. Y nada mejor que la mejor vaca poseía nadie en el pueblo.
Es curiosa la actitud de las golondrinas, que siempre les gustó vivir cerca de los humanos, sin ser excesivamente amigas de ellos. Gorriones y pisonderas se dejaron acercar mucho más a ellos y,  sin embargo, siempre anidaron más lejos.
Todavía hoy me sigue alegrando la presencia de las golondrinas, porque, entre otras cosas, son un certificado de buen tiempo. Y decoran el espacio vacío, con sus alas y colas horquilladas, sus  vuelos  raudos y sus picos chicos de anchas bocas con las que atrapan mil insectos que pululan en el espacio…
Jesús González ©



GOLONDRINAS

LA GOLONDRINA
Resultado de imagen de golondrinas volando

            ―¡Barón! ¿Qué has hecho?
Luisa no daba crédito a lo que veían sus ojos. Desde la ventana de la cocina vio como su maravilloso perro acababa de dejarle una hermosa plasta en el jardín. Esta vez ya era la tercera en que no bajaba al fondo de la parcela. “¡Se está haciendo viejo!” ―pensó.
Salió a regañarlo y apareció Dolly, su compañera.
            ―¡Qué! ¿Vienes a salvarlo?
La miró con sus ojos penetrantes y Barón hizo como casi siempre: la observaba y seguía su camino sin inmutarse. Dolly lo siguió. “¡Vaya par de mastines preciosos! Dentro de poco comenzarán a soltar la borra y a llenar barreños…” Cogió pala y rastrillo, dispuesta a limpiar, y ya de paso haría una tournée por la parte baja.
            Su hija pequeña, que jugaba con un montoncito de arena, pegó un grito de alegría:
―¡Mamá, mamá, ya vienen las golondrinas!
Y era verdad. Por la mañana y al atardecer sobrevolaban el pequeño estanque y era un espectáculo digno de contemplar. Ya las había visto el día anterior colarse en sus nidos debajo de los aleros de la casa.
            Se entretuvo un rato por el jardín, pero con guantes, y tampoco cogió el azadón. Tenían cena en casa del jefe y no era cosa de ir desriñonada y con arañazos en los brazos. Ni por asomo se acercó a los rosales.
            Dieron lasa ocho. “¿Y ahora, qué ropa me pongo yo?” ―pensó―. Nadie había dicho nada al respecto, así que decidió (como no tenía confianza) ir discreta y elegante. Se puso su vestido negro de seda sin mangas y con escote redondo, su collar de perlas, se sujetó su melena negra en un recogido gracioso en la nuca, zapatos de tacón de salón, y bien maquillada y perfumada. Se miró al espejo. “¡Perfecta!” ―se dijo.

Su marido apareció en escena.
―¿No te has puesto demasiado elegante?
            ―Es que, como no tengo mucha confianza…, no sé…
            ―Pues yo no me pongo traje, que ya tenemos buen tiempo ―y cogió dos botellas de buen Rioja y montaron en el coche.
Llegaron. Había dos automóviles más delante del portón. Entraron. El jardín se veía bonito y cuidado. Cuando llegaron donde estaban los demás, Luisa se quedó cortada. Todos vestidos de sport, y ellas, con vestidos de colores, grandes collares de fantasía y sandalias descalzas. ¡Quiso que se la tragase la tierra! “¿Por qué somos tan estúpidos, y una cosa tan nimia nos trastoca de esa manera?” ―pensó.
Se conocían todos y salieron a la terraza a tomarse unas cervezas. Pero Luisa se seguía sintiendo desplazada (hasta le preguntaron si estaba de luto), cogió la suya y bajó a explorar el jardín. Detrás de unos setos, resguardada del viento, había una pequeña piscina, y cuál no fue su sorpresa al ver otra vez golondrinas al atardecer. Se quedó contemplándolas, sentada en un murete, y recordó otros tiempos y otra casa en la que un día hizo un experimento: una tarde, cuando más golondrinas había, se metió en la piscina. Al principio, todas se marcharon. Se quedó quieta en el centro y, al rato, una que debía de tener más sed dio unas pasadas hasta que se atrevió a beber. Poco después, ya eran tres, y luego siguieron unas cuantas más. Fue un momento emocionante, con ese vuelo rasante a su alrededor…
            ―¡Qué! ¿No piensas venir a cenar? ―su marido venía a rescatarla.
                                                                                 
Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ ©

                                                                                  Marzo 2017

GOLONDRINA

Golondrina Love Story
Resultado de imagen de GOLONDRINAS Y AMOR

(Como se decía en las películas españolas antiguas, esta historia y sus personajes son pura ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Bueno, o casi…)

            Tenía agujetas en las alas de tanto volar dando vueltas y vueltas sin conseguir encontrar a las demás. Se había perdido cuando su bandada volaba en busca de tierras más calentitas y apareció, solo, exhausto y desvalido, en aquel pueblecito costero. Con un último esfuerzo, hizo un vuelo de reconocimiento, hasta que vio un grupo de hembras de su misma especie que estaban charlando animadamente subidas a un árbol. Exhibiendo un majestuoso planeo ―era muy coqueto y, por más cansado que se sintiera, no estaba de más presumir un poco ante aquellas golondrinas de tan buen ver―, aterrizó suavemente junto a ellas.
            ―Pio, pio; pio, pio… Me he perdido y voy a tener que quedarme un poco aquí. ¿Puedo pasar unos días en este pueblo con vosotras?
             Hubo algunas consultas entre ellas en voz baja. Mientras deliberaban y lo miraban de soslayo emitiendo risitas, él no podía apartar la vista de una golondrinita con un pecho inmaculadamente blanco y un lomo de un azul brillante cegador que reflejaba los rayos del sol. De hecho, le pareció que ella también le miraba con unos ojillos que le hacían pensar que no era insensible a sus encantos de macho volador. Pio, piooo…
            ―Vale, hemos decidido que puedes quedarte. Si no te importa estar entre tantas hembras, tú verás ―y vio cómo todas se reían mucho.
            ―Si a vosotras no os importa que sea un golondrino…
            ―Un golondrino, ha dicho el jodío ―intervino una de las hembras que tenía el pico un poco más largo que las demás―, ¡qué gracioso! Aquí no os llamamos así, hombre (perdón; digo: pájaro). Un golondrino es lo que nos sale a veces debajo del ala y pasamos las de Caín. Tú eres una golondrina, como nosotras.
            ―¿Que soy como vosotras? ¡Pero qué dices! Que yo soy muy macho, ¿eh? Si vosotras sois golondrinas, yo seré otra cosa, ¡digo yo! Entonces, si no somos golondrinos, ¿cómo nos llamáis, eh, listillas?
            ―Pues golondrinas macho, como está mandado ―se rió de él la del pico largo, que por eso era la que más le daba al pico.
            ―¡Ah, vale! Pues entonces, en este pueblo tendréis enfermeras macho, cocineras macho, camareras macho… ¡Qué raras sois!
            Se rieron mucho a costa de él, todas menos la golondrinita que le hacía tilín, que parpadeaba mucho cuando le miraba y le hacía morritos (digo: piquitos). Otra, que cantaba a la legua que tenía aires de superioridad y llevaba el plumaje cardado de peluquería y se hacía la patacura ―o sea, que llevaba las uñas de las patas que daba gloria verlas―, tomó la palabra:
            ―Nos parece que lo que te pasa a ti es que te falta culturizarte un poco, que tienes el vocabulario un poco distraído. Hemos decidido que mañana te vamos a llevar a nuestro Dalealpico Golondrinas’ Club y así a lo mejor espabilas un poco.
            ―¿Y eso qué es? ―preguntó el pobre, temiéndose haber caído en las redes de un grupo radical de golondrinofeminismo.
            Le explicaron que se reunían periódicamente para debatir sobre temas de lo más interesante y que así aprendían un montón; y que a él le vendría muy bien, porque saltaba a la vista que era un poco obtuso y necesitaba una mano de pintura intelectual. Así que quedaron para el día siguiente.
Pasó la noche solo, pensando en aquella golondrinita de la que no había podido apartar los ojos. ¡Oh, qué formas tenía…! ¡Y la cola…! ¡Madre mía, qué colita tenía la pájara! ¡Y cómo entornaba los ojos…! Ya se imaginaba volando con ella, rozándole el ala, picoteándola en el pescuezo, y susurrándole en el oído: pióoo, pióoo…
            Dicho y hecho: al día siguiente, tal como habían acordado, le llevaron al Dalealpico Golondrinas’ Club, donde un nutrido grupo de ellas estaban reunidas alrededor de la copa de un árbol. Flotaba en el ambiente un clima intelectual, sosegado y de un orden poco común entre las golondrinas:
            ―Pues a mí me ha gustado ―decía una que tenía un pico muy estridente.
            ―Pues a mí, no ―decía otra, con gesto despectivo.
            ―Pues está muy bien escrito ―apostillaba otra más, semicerrando los ojos.
            ―¿Bien escrito, dices? ¡No tienes ni idea! ―dijo amablemente la del pico largo.
            ―La que no tienes ni idea eres tú, que no sabes mover un ala sin cagarla ―le respondió, muy alterada, la del plumaje de peluquería, que tenía un pico de lo más soez.
            ―Pues anda que tú…
            ―Oye, y tu polluelo, ¿cómo está? ―iban otras a su bola―, ¿se le ha curado ya el resfriado?
            ―Aún no, pobrecito. Ha estornudado toda la noche.
            ―Huy, qué horror.
            ―Pues a mí, el final me ha decepcionado ―acotó una que se había hecho en las alas una permanente de lo más pasado de moda.
            ―¿Pero qué dices? Si el final es lo mejor. Lo que pasa es que no lo has pillado.
            ―Ah, yo no lo he pillado pero tú sí, ¿no, sabionda?
            ―¿Vas a ir al carnaval? ―preguntaba una que llevaba el plumaje a lo chico (digo: a lo golondrino; digo: a lo golondrina macho)―. Yo me voy a disfrazar de paloma.
            ―Ay, pues mira: yo, de gaviota.
            ―¡Copiona!
            ―¿No sabes? ―comentaba en otro corrillo una que tenía fama de quejarse por todo―, la pelandusca de la tienda me ha timado en el cambio.
            ―Callaos ya, ¿no?, que ahora estaba hablando yo ―gritó una desde el lado opuesto.
            ―¡Orden de una puñetera vez! Hablad de una en una, que si no, no se entiende nada ―terció la del pico largo, a la que le gustaba mucho mandar―. A ver, tú, ¿a ti qué te ha parecido?
            ―Pues yo no lo he leído ―dijo la golondrinita sexy, un poco avergonzada.
            ―Huy, qué plumas más brillantes llevas hoy ―hablaban en otro aparte dos de lo más presumidas―, ¿qué crema te pones?
            ―Sí, te lo voy a decir a ti, para que me la copies…
            ―Esas que quieren que nos entendamos con los gorriones son unas desgraciadas ―se quejaba una plomogolondrina que siempre derivaba los temas hacia la política―. Como salgan elegidas, nos llevarán a la ruina.
            ―Tú lo que pasa es que estás anticuada. Integración, chica (digo: pájara), integración. Es lo que mola ―replicó una que estaba afiliada a un partido que se llamaba Volemos.
            ―Como me vuelvas a llamar anticuada, te meto el pico en un ojo.
            ―¿El pico en el ojo? Atrévete, ¡lechuza, más que lechuza!
            ―Y tú: ¡gorriona, más que gorriona!
            ―¿Y qué te han cobrado en la pelu por ese peinado tan chulo?
            ―¡Orden, cagonlamar!
            Y así iban pasando el rato y, por lo que parece, aprendían mucho. Era un grupo de golondrinas de lo más bien avenido. Cuando se calmaron un poco, la que llevaba el pico cantante (es decir: más cantante que las otras, que ya es decir), le preguntó:
            ―Bueno, ¿qué te ha parecido?
            ―Ah, pues muy interesante ―respondió él, sin saber a dónde mirar―. Pero, ¿y vuestros golondrinos… perdón, quiero decir vuestros golondrinas macho, dónde están?
―Ah, esos no vienen casi nunca. Yo creo que nos tienen un poco de miedo. ―Jajajajaja ―corearon todas, y hacían gestos de ¡toma ya, toma ya!
―De todas formas ―dijo una que, por su forma de piar, se notaba que iba de  sobrada―, nos da igual. Mientras tengan el gusano a punto…
            El pobre golondrina macho ―que era muy vergonzoso― agitó las alas, horrorizado ante semejante libertinaje y tamaña ordinariez, y se sonrojó ostensiblemente.
            ―Pero, ¿qué te pasa? ¿Por qué te sonrojas?
            ―No, por nada. Bueno, sí, por lo del gusano. Me ha cogido un poco desprevenido. Es que no sabía que las golondrinas de aquí estuvieseis tan desinhibidas.
            ―¡Pero qué dices! ¡Qué desinhibidas ni qué niño (digo: pájaro) muerto! ¿Pero qué clase de golondrina eres tú? ¿Es que en tu casa no coméis gusanos como los demás? Pues eso: vosotros, a trabajar, y a volver a casa con un gusano colgando del pico para que nosotras nos lo comamos. ¿Qué te habías pensado? ―y todas lo miraron mal, como si fuera un pervertido, y volvieron a reírse de él.
            Cuando finalmente acabaron la reunión, él estaba un poco aturdido, así que, en cuanto echó a volar, se despistó y se dio un topetazo contra otro árbol. Cayó al suelo agitando las alas como un poseso y quedó allí, quejumbroso y dolorido. Cuando se dio cuenta, la golondrina que le movía el palmito estaba junto a él y le acariciaba las magulladuras.
            ―Pobrecito, ¿te duele? ―le preguntó, casi susurrándole al oído.
            ―Huy, mucho, mucho. Sigue, sigue… ¡Ay, qué dolor, qué dolor! ―le decía él, aunque la verdad es que no le dolía mucho, pero la ocasión la pintan calva. En una de esas, sus miradas se cruzaron y sus picos estaban muy juntitos, muy juntitos… Piooó, piooó…
            La noche cayó sobre el pequeño pueblo costero y se hizo el silencio. No había un alma por las calles ni por los cielos. Únicamente, destacándose sus siluetas sobre el dorado disco de la luna llena, dos golondrinas volaban muy juntas, muy juntas, rozándose las alas, y se perdían hacia el horizonte. Piiío, piiío…


José-Pedro Cladera ©

GOLONDRINAS

APRECIA LAS CARICIAS DE LAS OLAS...
 Imagen relacionada
Aprecia las caricias de las olas
y vuela, golondrina, sobre el mar,
sabrás como navegan las traineras
y bregan los marinos con afán.

Verás la quintaesencia de la vida,
el faro de la costa, el cormorán,
también a la gaviota tan coqueta
que suele, por el puerto, pasear.

Y luego, cuando vuelvas a tu casa,
seguro que atraviesas un marjal,
con fauna variopinta y silenciosa
que espera que la noche llegue ya.

Serás, si tú bien quieres, la sirena,
la bella princesita de coral,
el ave juguetona, que en la tarde,
cruzaba por los cielos en zigzag.

No temas, golondrina, las resacas
ni el viento que te manda el vendaval,
estímalo cual beso de unos labios
que entregan la pasión de algún volcán.

Ya llega, para ti, la primavera,
y entonces, con la misma, volverás,
sin prisas y sin pausas, en tus vuelos,
a ser ese cometa singular.

La bella cenicienta de las rimas
del ojo que te sigue en el cristal,
el verso que da paso a los poemas
del niño que precisa ser juglar.

Tú tienes el encanto de las hadas
y vuelves de los mares con la sal,
las algas y el salitre de la costa,
te nublan tus ojitos de azafrán.

"...Aprecia las caricias de las olas
y sigue, golondrina, tu volar,
seguro que hallarás ese latido
y el verso que alguien guarda en su rosal..."

Rafael Sánchez Ortega ©

https://ssl.gstatic.com/ui/v1/icons/mail/images/cleardot.gif

GOLONDRINAS

PLUMAS

Resultado de imagen de PAREJA DE PaJAROS NEGROS
Nunca me han gustado las golondrinas. No me gustan los pájaros negros. No solo es la nociva influencia del Sr. Alfred Hitchcock, es desde niña chica. Yo pensaba: si los pájaros pueden ser de mil colores, ¿por qué muchos tienen que ser negros? Eso no puede ser bueno... 
Tengo una relación amor-odio con los pájaros. Mi padre siempre tuvo en casa jaulas con canarios. Eran amarillos y verdes, magníficos, cantaban muy bonito, literalmente obedecían sus órdenes. Conocía muy bien a los pajaritos, hasta les operaba de las patucas. Siempre recuerdo jaulas sobre mi cabeza ―a veces lograban enganchar mi pelo―, a mi madre quejándose de lo que manchaba el alpiste. Me recuerdo fascinada observando sus baños ―sus abluciones, decía mi padre―. Yo admiraba aquella diligencia, pluma a pluma; que tampoco entendía, porque a mí me llevaban a rastras a la bañera. 
Mi padre era muy feliz con sus pájaros, y eso que tenían la vida corta; pero al día siguiente de una muerte, ya había otro canario en la jaula. Hasta muy mayor, creí que eran el mismo; por eso yo le quería. A la vez, no entendía el concepto "jaula", era aterrador. Yo decía a mi padre que tenían alas, que debían volar. Me contestaba que no sabían y que ahí afuera morirían, y yo eso no lo entendía, ¡pobrecillos!
En primavera, me decía: ya vienen las golondrinas. Y yo las veía tan grandes y oscuras que temía mucho por los gorriones, me parecía que se los comerían...
Yo, confieso, he asesinado a dos pájaros (bueno, homicidio involuntario). El primero era uno de los canarios más longevos y queridos por mi padre. Tendría yo alrededor de 9 o 10 años. Estaba en eso que os cuento de la libertad pajaril y en ese agobio que tenía, que un día que mi hermano (y secuaz) y yo nos quedamos solos en casa, decidimos darle una alegría al pajarín. La jaula estaba al lado de la ventana. Cerramos ventana y puerta y decidimos que se merecía un paseo. Abrimos la jaula y el pajarillo revoloteó, torpe, por la cocina, hasta caer en el hervidor de la leche (recuerdo que entonces la leche se hervía, se dejaba enfriar y se cubría al final de una capa de deliciosa nata, y en este caso estaba casi helada). Lo cogimos como pudimos y, debajo del grifo, lo lavamos cuidadosamente, y de vuelta a la jaula. Fuimos dos santos cenando y durmiendo. Al día siguiente, por la tarde, escuchamos a mi padre decirle a mi madre: este pájaro tiene pulmonía (juro que lo dijo), ¿qué le habrá pasado? Murió a los dos días. Me sentí mala, malísima.
El segundo homicidio fue hace pocos años. Era un pájaro negro y no recuerdo si era un vencejo o un estornino. Se coló en mi despensa. Oí unos golpes fuertes y siniestros contra la puerta de madera. Abrí, asustada, y solo vi alas negras voltear locas buscando la rendija por la que entró. Cerré de golpe y cogí el teléfono y, a grito pelado, llamé a mi padre ―vivía a 200 metros― pidiendo socorro, auxilio (sic). Cuando el hombre llegó aterrado y sin aliento, yo, ¡osada de mí!, había abierto la puerta tras un silencio repentino y, al ver al pajarraco mirarme fijamente, empecé a saltar de miedo. Lo asusté a él más, voló y cayó a mis pies y, en uno de los ridículos saltos, le reventé la cabeza contra el suelo. Mi pobre padre recogió la escabechina y calmó a una hija loca. Fue mi segundo asesinato.
Después, recuerdo algo muy curioso: una pareja de pájaros negros revoloteaban cerca de la celosía. Son los padres que se van sin su hijo, dijo mi padre. ¡Lo terminó de arreglar, el hombre!
No, no me gustan las golondrinas. Son negras.

Remedios Llano Pinna ©
Marzo de 2017
COMILLAS


miércoles, 8 de marzo de 2017

EL DESAYUNO

REFLEXIÓN ANTES DE DESAYUNAR
Resultado de imagen de DESAYUNO EN LA CAMA

Con mi taza de cereales en una mano y mí portátil siendo aporreado por la otra, me dispongo a desayunar. ¿Me acompañáis?
Abro la ventana para que Lorenzo amenice mi mañana, pero no entra solo: la música de la radio del vecino y la misma voz de éste haciendo los coros, son dos comensales más a mi desayuno.
Sin darme cuenta, mi cuerpo empieza a moverse al ritmo de los coros de mi vecino y, en menos de 30 segundos, estamos haciendo un dúo a un piso de distancia. Pero la canción acaba rápido y los dos nos volvemos a nuestra rutina; o al menos durante un rato que lo delimitará otra canción que nos guste a los dos y el dúo vuelva a la carga. (Gracias, vecino. Sin ti, el dúo no sería posible).
A medio tazón, me doy cuenta de que el reloj de la cocina… Sí, señores, yo desayuno en la cocina; otros desayunan en el salón, mirando las noticias en la televisión; otros desayunan en cafeterías o bares para llegar a la hora a su trabajo, o simplemente porque les da tristeza desayunar solos; y algunos privilegiados desayunan en la cama. Todos sabemos que desayunar en la cama es un poco… putada. Es muy bonito ver cómo alguien se ha preocupado de levantarse sin hacer ruido, ha pensado qué querías desayunar, lo ha preparado como ha podido y te ha despertado con una bandeja y una sonrisa. Hasta aquí, todo perfecto, igual que una peli de Hollywood. Pero en cuanto la bandeja encierra tus piernas encima de la colcha y ves cómo tiemblan los líquidos dentro de las tazas y vasos, tu mente empieza a mandar mensajes de alerta en forma de… “si se te cae el café, la colcha no volverá a ser la misma y tu madre te matará, porque fue su regalo de Navidad”, así que te armas de valor y de todas las servilletas a tu alcance para cubrir todos los centímetros posibles de ser manchados.
Pero la cosa no acaba ahí. En cuanto haces el mínimo gesto de movimiento, la cama tiene su propia respuesta de acción-reacción y… la mesa se mueve como si estuvieras en una colchoneta inflable en la piscina de la casa de tus sueños ―perdón, que me voy del tema―, así que no te mueves si no es necesario o no hay aviso de bomba.
Y llega el momento de… comerte las tostadas o cereales o simplemente de darle un sorbo al zumo de naranja, y parece que nos ha poseído el espíritu de la niña del exorcista, o sencillamente nos hubiera enseñado a comer un orangután con pulgas y no para de arriscarse. En definitiva: es muy romántico, pero no es la manera más cómoda de empezar a alimentar nuestro cuerpo.
Volviendo a mi reloj de cocina ―que me disperso como los niños pequeños frente a un bol de golosinas―, me informa de que mi tiempo de reflexión conmigo misma se está acabando y que tengo que adentrarme en la nueva aventura que supone un nuevo día.
Os cuento como desayuno yo. No quiere decir que sea la mejor manera ni la correcta, pero quería dejar constancia de lo importante que es este acto tan rutinario y para algunos prescindible, porque cada día es un reto y tenemos que estar preparados para la batalla.


Jezabel Luguera González ©

EL DESAYUNO

EL DESAYUNO

 Resultado de imagen de NIÑO DEVORANDO TARTA DE CUMPLEAÑOS
Mi hermano es como un Troll noruego. ¿Por su físico? Bueno, un poco sí. La nariz, sobre todo: es prominente, larga y termina en una bolita gorda, redonda. Con estas características, huele la comida a distancia, más que cualquier humano ―perdón, no digo que no lo sea; humano, lo es―. Vi su primera ecografía, que ahí estaba ese puntito dentro de mamá, y ya destacaba su nariz, lo único que pude distinguir cuando me dijeron “tu hermano”. Bueno, esto ya es el pasado; corramos un tupido velo; volvamos al presente.
Ayer por la tarde tuvo dos cumpleaños, de unos compañeros del colegio; en ambos merendó como si no hubiera mañana. Como buen Troll, olisquea y se tira en plancha sobre cualquier cosa comestible, dulce o salada, carne o pescado. Mi abuela dice que es un estómago muy agradecido. Cuando llegó a casa después de los dos cumpleaños, quería cenar:
―Guillermo tiene hambre ―dijo la criaturita, hablando en tercera persona; ahora le ha dado por ahí.
Mamá le dio un gran vaso de cacao. Lo tiene que tomar todas las noches; de lo contrario, no duerme. Lo hace como un cachorrito, panza arriba, emitiendo sonidos de placer.
Al día siguiente, bien de mañana, se levantó diciendo:
―Guillermo tiene hambre, quiere desayunar. Mami, caliéntame la leche en “tu croondas”.
Mamá, se quedó extrañada y dijo:
―Guillermo: será caliéntala en el microondas.
Y respondió el okupa:
―Sí, mamá, eso ha dicho Guillermo: en tu croondas.
Mamá oculta la mente, digamos distraída, de mi hermano; se hace la loca, todo está bien, perfecto. Yo miré a papá, arqueando mis cejas. Él me retiró su mirada, aguantando la risa. Yo no le vi la gracia, la verdad.


Ana Pérez Urquiza ©

EL DESAYUNO

EL  DESAYUNO

 Resultado de imagen de TIPOS DE CAFES
“Es el Cola Cao desayuno y merienda.
  Es el Cola Cao desayuno y merienda ideal…”
Y llegaba mi tía cargada de besos dulces, expandiendo el  perfume ―cual dama que era― y acarreando un paquete familiar y vistoso de Cola Cao. Nos lo traía para que fuéramos un poco más urbanitas. Mi madre lo colocaba en la repisa de la chimenea ―para que nos eclipsara―, aunque yo nunca lo probé y mis hermanos  tampoco   lo hicieron.
“Lo toma el ciclista que es el amo de la pista,
              Y  también el boxeador, que lucha que es un primor.”
Mi padre, atraído por el slogan dos veces atractivo ―energético y con sus ídolos―, añadía, de vez en  cuando, un cucharón a su tazón de leche con sopas hervidas de borona. Y la caja era sustituida por otra con sus colores nítidos y dibujos primorosos.
            Con los años, a la leche con sopas hervida a fuego lento, le fui añadiendo café aromático y antisomnífero.
            Y llegaron los hijos y por escrito solicitamos los cereales Corn Flakes. 
“A los del pueblo, no nos gustan esos productos tan exóticos”, nos aseguró la jefa de la cooperativa. Pero pronto llegaron los copos de maíz y cambió nuestro desayuno: zumo de naranja recién exprimido, un tazón de cereales y una tostada de miel con un vaso de café ―las hijas, quizá por los genes del abuelo, empezaron a disfrutar del Cola Cao―.  Así, nuestros desayunos fueron tomando un cariz real.
            Me levantaba a las 6:30 y preparaba legumbres, pescadito frito, huevos cocidos, bacon  ―más o menos, el menú de la comida y de la cena―; el aroma que se expandía por el resquicio de  la puerta hacía de despertador para mi familia. Además del desayuno ordinario, empezaron a picar de aquí y de allí y hacían lo que se llama “un desayuno completo”. A veces, les abría una lata de alubias blancas y otra de Corn Beef, que hacían las  delicias de mi marido.
            Con los estómagos repletos y exhalando diversos aromas, a las hijas solo les tocaba hacer sus camas; el fregado lo iba haciendo entre bocado y bocado y luego me dedicaba a la limpieza de la cocina…, ¡puf!
Me restregaba con fuerza y brío. Volaba al autobús mientras me abotonaba el abrigo. Y así, cual posesa, pasaron treinta y tantos años. En el colegio, apenas tenía tiempo para el cafecito; el sandwich lo engullía como engullen los pavos. 
Durante todos esos años anhelé levantarme a las 7:30, ¡una hora más tarde, para no volverme loca! Pero no cayó esa bicoca; todo lo contrario: caí enferma. A las clases, se me juntaban las correcciones de los cuadernillos, las reuniones de padres y madres…, auxiliada solo por un café de máquina.
            Llevo ocho años jubilada en Serdio, donde la tranquilidad es absoluta: cerca de  los Picos y del mar. Cada vez que me acerco, San Vicente me saluda, las naranjas y los limones me tiñen los ojos, la bandada de gaviotas desayuna esparciendo un olor a abono; “la finca”, segada por un experto, me hace partícipe de su hermosura; las flores que embellecen el camino me hacen sonreír; hasta el milano, que desde su observatorio escudriña su desayuno, mantiene su porte soberbio. Todo es telúrico, la tierra de la región me hace sentirme de esta forma tan especial. Cuatro curvas pueden tragarte si no vas arrimada a la cuneta, las palmeras esbeltas ondean a cámara lenta.  Freno  en el recodo: pasa en fila y a paso ligero la vacada holandesa. A cada paso, ven más cerca la tierna hierba… Desde su coche, el dueño “urbanita“ me saluda. 
También a mí se me ensaliva la boca ante el café deleitoso…

                                             San Vicente de la Barquera, a 31 de enero de 2017
                                                                         Isabel  Bascaran







EL DESAYUNO

EL DESAYUNO
 Resultado de imagen de vale por un fin de semana
―¡Cierra los ojos y pon las manos! ¡Sorpresaaa!
            Marga, que estaba haciendo la cena en esos momentos, miró a su marido un tanto perpleja, pero se echó a reír y las puso después de haberlas limpiado con el paño de cocina. El sobre era normal, blanco y en su interior, una nota: “VALE POR UN FIN DE SEMANA LOS DOS SOLOS JUNTO AL MAR”.
―¿De verdad? ¿Te has vuelto loco?
―¡Sí, lo estoy! Loco loco…
            Hacía unos días que habían celebrado sus bodas de plata: misa, renovación de votos, comida con su familia más íntima. Hasta sus hijos les hicieron un verso precioso, y placa de plata conmemorativa. Todo había sido muy entrañable.
            ―¿Sabes?, he pensado que, con suerte, podemos estar en el medio de nuestra vida, y quería algo especial e íntimo para nosotros.
            Marga se echó en sus brazos y pensó muchas cosas. ¡Pero qué demonios, en la vida no vienen nada mal estas cosas, aunque sean muy de vez en cuando! No todo iba a ser trabajar y criar hijos…
            Al día siguiente, hizo la maleta y hasta metió los bañadores, por si acaso. Todavía era finales de septiembre y en el norte es buena época. La playa huele a algas. Es tiempo de montañas de algas, de uvas, de berberechos, de…
            Y se fueron a rememorar sus tiempos. Esos que pasaron tan, tan rápidos. El viaje, sin incidencias. Paró el coche junto a una verja de jardín. La chica de la agencia les esperaba para darles las explicaciones pertinentes y la llave.
            ―Espero que esté todo a su gusto. Disfrútenlo. Tenemos muy buen tiempo.
            La casita no era muy grande, pero parecía acogedora, un poco en alto y un sendero cerca que ponía: “A la playa”.
            En el salón, lo primero que Marga vio fue un jarrón con rosas rojas en la mesita junto a la chimenea.
―Otra sorpresa, ¿eh? ―se echó a reír y leyó la tarjeta con misiva de amor.
Salieron abrazados a la terraza, llena de hortensias en macetones. Se estaba bien allí: buenos butacones de jardín y el mar al alcance de la mano.
            ―Te voy a llevar a cenar a ese sitio que nos gusta tanto.
―¿Más sorpresas? ―dijo Marga.
Se pusieron cómodos para caminar y se acercaron hasta el hotelito que tenía unas vistas grandiosas. Aquello estaba bastante animado. Consiguieron una mesa para dos en aquella pradera y pidieron una dorada a la plancha, ensalada y, de postre, tarta de queso con arándanos. ¡Todo estaba riquísimo!
            Se volvieron despacio, saboreando minuto a minuto el paseo con olor a salitre y a algas.
            ―¡Tengo otra sorpresa! ―abrió el frigorífico y sacó una botella de cava.
―¿Pero qué tienes ahí? ―dijo de nuevo Marga.
―¡No se mira; eso es para mañana! ―dijo él.
Buscaron dos copas y salieron de nuevo a la terraza y brindaron por esos años juntos, por la familia que habían creado y sobre todo por ellos, que a pesar de las dificultades, que nunca faltan, seguían en la brecha. Y se quedaron allí, abrazados, contemplando el majestuoso espectáculo del sol escondiéndose por el mar con los destellos rojizos que lo inundaba todo. La noche prometía. ¡Especial, todo era especial!

            ―¡Despierta, dormilona!
            Marga le escuchaba como en sueños, pero era de verdad. La estaba besando por la mañana… ¡Increíble! Abrió los ojos. El sol inundaba la habitación y su marido estaba con el bañador puesto y una camiseta playera. ¡Era tarde, seguro!
            ―¡Tenemos desayuno especial esperando en la terraza!
            ―¿De verdad que has cocinado?
            ―Bueno, cocinar, cocinar… ¡Pero ya verás como todo está riquísimo!
            Salieron a la terraza y se quedó perpleja. La mesita estaba llena de viandas, y muy buenas. En una fuente alargada, un pudin de cabracho, con sus cuadraditos de pan tostado alrededor y su mayonesa en el centro. Otra fuente llena de lonchas estupendas de salmón ahumado, con su limón, mantequilla y tostadas para acompañar. En otra, redonda, había puesto unas lonchas de jamón ibérico que olía…, tenía una pinta… Y por si fuera poco, hasta una lata de Chatka. Un frutero con unos enormes melocotones y, para beber, una botella de Albariño bien fría.
            ―¡Bueno, bueno, bueno!, lo de abrir sobres y latas se te da muy requetebién. ¡Pero esto es un festín!
            Se echó de nuevo en sus brazos. Parecían dos tortolitos recién casados y decidieron disfrutar como lo que eran: dos seres que se seguían queriendo y que aquel impasse les serviría para cargar pilas y seguir en la lucha diaria. El lunes quedaba lejos…

                                                                       Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ

                                                                                  Febrero 2017