jueves, 4 de mayo de 2017

"LA CONFESIÓN"

LA  CONFESIÓN
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Lucía un día precioso, de esos que invitan a salir a pasear, por lo que decidimos subir a los Lagos de Covadonga. Nos encontramos con bastantes parejas jóvenes que, ataviadas con forros polares, botas de montaña y sus mochilas, se disponían a recorrer los circuitos más largos. Nosotros optamos, sin embargo, por el circuito de cinco kilómetros. En el recorrido, desoyendo la retahíla de mi esposo, recogí unas florecillas blancas, frágiles —semejantes a las Edelweisse de los Alpes—, con su tierra y sus raíces. Estaban resguardadas en las grietas de la roca, pero yo, adicta a las flores y sobre todo a las extrañas, recogí unas con sumo cuidado y las protegí en un tissue húmedo. Creo que nadie me vio, excepto mi fiscal.
En la tienda de souvenirs, compramos un precioso libro sobre los bellísimos parajes de Asturias. Atraída por los extensos lagos, me encaminé a verlos in situ. La verdad es que me decepcionaron un poco; no contenían ni la mitad de agua que mostraba el libro. Me descalcé, me enrollé el pantalón y entré en el agua (infringí, de nuevo, la ley), pero salí en un pispás, con los dedos amoratados y rígidos (un día de sol no había variado la temperatura invernal). Sobre nuestras cabezas, huían las sombras de las nubes: era como si Eolo las soplara con toda su furia, ya que pronto formó una capa espesa y baja. En escasos minutos, la niebla nos envolvió como a momias y las retinas se cubrieron de cataratas. Abrazados, con los pasos tanteando al unísono, avanzamos como tortugas hasta que nos topamos con una cabaña de pastores.  Entramos, las cataratas se tornaron negruzcas. Fuimos absorbiendo el sabor agrio: una mezcla a queso fermentado, a las ascuas no ha mucho extinguidas, y a las pellizas del pastor. Silenciosos, pensativos, sentados sin remilgos en el catre, nos percatamos de la relatividad del tiempo… Palpé mi alijo, los pétalos se sentían tersos, la tierra me humedeció los dedos: sí, se mantenía vivita. De pronto se iluminó el ventanuco: las nubes ya habían cesado su huida. La niebla se elevaba rauda. El coche se hallaba a tiro de piedra. Disfrutando de nuestros bocadillos, admirando el “prodigioso” fenómeno atmosférico, desperezamos nuestras piernas.
De regreso, hicimos un alto para visitar el santuario. El oficiante celebraba la eucaristía ante una decena de feligreses. Nos marchamos pronto, ya que el vocerío nos incomodó: parecía un stand de feria. Según llegábamos a la plaza, percibimos una música celestial que nos transportó al interior de la basílica. Los ojos fueron acomodándose a la penumbra. Nos sentamos y disfrutamos durante un buen rato de las angelicales melodías y deseé quedarme allí para siempre, como aquellos monjes que se cobijaban en sus confesonarios, ¿o eran figuras de cera? Me fijé en el más cercano: su hábito era [en verdad] de cera; mantenía un breviario en la mano izquierda, también amarillenta; su cara —cirio pascual— se asemejaba a “un mimo”. Me levanté a solventar mi duda: la mano de Malcolm quiso detenerme de otra locura. Cuando estuve cerca, extendí el brazo derecho, luego alargué el índice —como hacen los niños sin dominio de vocabulario— para tocarle la cara. En aquel instante cerró el libro, apagó la luz. Yo me hinqué de rodillas y le saludé con el “ave María Purísima”. Él pronunció el “sin pecado concebida”.
De reojo, me fijé en los ojos inquisitivos de mi marido.
“Padre, confieso haber robado una flor protegida por la ley.”
Él, a su vez, me preguntó si había quebrantado los Diez Mandamientos. Si había  ofendido a Dios.
Y entonces, comenzó la verdadera confesión.
           
San Vicente de la Barquera, a 20 de abril de 2017
                                      Isabel Bascaran

                                      

"LA CONFESIÓN"

YO CONFIESO
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Creo que sueño todas las noches. Cuando era joven, recordaba perfectamente lo que soñaba. Ahora no. Ahora tengo la impresión de que solo sueño en las mañanas cuando estoy próximo a despertarme, y lo soñado se me escapa como peces sorprendidos. Se escurre de mi mente con una rapidez increíble, y solo me queda en el subconsciente una débil estela de lo soñado.
No obstante, hay sueños que recuerdo perfectamente. Son los que sueño estando despierto y que, por estar despierto cuando los sueño, no sé si, mejor que sueños, debería llamarlos ilusiones. Posiblemente su verdadera identidad esté a mitad de camino entre  ambas definiciones. Creo que sueños de este tipo los tenemos todo el mundo. Son sueños íntimos de los que no hacemos partícipe a  nadie. Sueños secretos en los que siempre nos recreamos en la más absoluta intimidad. Sueños que ocultamos no por temor a nada, sino por puro pudor, y que nos ruborizaría como niños dejarlos al descubierto. Pertenecen a la vida interna de cada persona, y supongo que son un eslabón más de esa pequeña cadena de cosas que nos diferencia de lo que llamamos animales.
En esta ocasión escribo para el Taller de Escritura, y el tema que hoy tenemos a redactar es ‘La Confesión’. Por ello, y por primera vez  para vosotros que sois mis amigos, os voy a confesar, (también en secreto), uno de mis más viejos sueños que nunca veré cumplido. Guarda íntima relación con la escritura, por lo que espero acojáis la confesión de este sueño  con la máxima comprensión y  benignidad:
            Como a vosotros, siempre me gustó escribir. Y a quienes escribimos, nos gusta que nos lean. Es la más normal de las aspiraciones de todo  aquél que practique cualquiera de las distintas artes que embellecen nuestra existencia. (Un cantante no cantaría en un escenario sin público, ni un rapsoda declamaría un poema sin alguien que le escuchara). Nosotros, (al menos yo), no escribiríamos si supiéramos que nadie había de leer lo que escribimos.
Pues bien, siempre soñé con ver publicado alguno de mis escritos, y acabo de llegar a la conclusión de que nunca se realizará este  sueño. Sí es verdad que han aparecido algunas cosas mías en periódicos locales y en alguna revista, pero eso no ha sido ‘mi sueño’. Mi sueño fue un libro. Y la imagen siempre soñada, fui yo parado ante el escaparate  de una librería, leyendo mi nombre impreso sobre la cubierta de un libro.
Mitigo mi decepción pensando que quizás yo no hice lo suficiente por conseguirlo. Aunque también pienso que, de haberlo hecho, mis escritos no interesarían al gran público, porque solo escribo cosas sencillas sobre temas rurales de escasa importancia. Pero me hubiera conformado con eso: una publicación menor, para un reducido número de lectores sin grandes ambiciones literarias.
Nunca lo conseguí. Sin duda, por justa penitencia a mi pecado de íntima vanidad. Y tras esta confesión de auténtica sinceridad, solo espero de vosotros, mis amigos, la más noble y comprensiva de las absoluciones….

Jesús González ©


"LA CONFESIÓN"

LA CONFESIÓN
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Inés y María paseando por el campo.

—¿Y dices que qué? —le pregunta Inés.
—¡Que sí, que te juro que es verdad!
—¿Serás burra? No jures… ¿Y cuándo fue eso?
—Un atardecer de verano, hará unos años.
—¡Cuéntamelo otra vez!
—Pero si ya te lo he contado.
—Confiesa… confiesa… ¡Yo creo que estás del revés y lo has soñado!

—Estaba contemplando el jardín cuando, de pronto, vi algo redondo y con luces posarse sin ruido entre los frutales. Tres patas tenía. Se abrió una puerta y una escalera, que de plata parecía, se deslizó bajando sin prisa. Yo me agazapé detrás de un arbusto y vi cómo dos hombres del artefacto salían.
—¿Dos hombres? ¿Y cómo eran?
—¡Pues como nosotros! ¿Por qué tienen que ser raros?
—¡Siempre dicen los que los ven que son rarísimos!
—¡Y yo que sé de dónde venían! Eran altos. Eso sí, llevaban unos monos ajustados de un blanco plateado.
—¿Y qué hicieron?
—Se agachaban y cogían cosas del suelo y las guardaban en bolsas transparentes.
—¿De plástico, como las nuestras?
—¡Transparentes!
—¿Y qué cosas?
—Musgo entre la hierba, hojas de roble y hasta una manzana y una pera; avellanas del suelo y hasta ciruelas.
—¿Todo eso?
—Y más… ¡Se metieron en la huerta!
—¿Ah, sí? ¿Y recolectaron?
—El mejor tomate y el mejor puerro, y hasta la mejor berenjena que tenía echado el ojo para la tortilla de la cena.

—Alcé la cabeza y me descubrieron. Estaba llena de estupor y de miedo. Ellos, solícitos, ademán de subir me hicieron. Temblando como una hoja, no tuve más remedio…
—¿Y qué tenía por dentro?
—Pues como un avión y un laboratorio.
—¿Cómo?
—¡Hija!, ¿no estás harta de verlo por televisión? Palancas, botones, pantallas…
—¿Y números?
—No, mira, eran signos extraños.
—¿Y lo del laboratorio?
—Para analizar lo que cogían, muchos artilugios y pipetas.
—¿Te hicieron algo?
—Sí, me tumbaron en una camilla y me pasaron por un aparato.
—¡Vamos, que te escanearon!
—¡Y yo que sé! Me cortaron un rizo y me rasparon la piel.
—¡Y de repente te despertaste!
—¡Que no, que no! Me devolvieron a mi jardín y, sin hacer ruido, desaparecieron.
—¡Hala, es más fácil creer en brujas que en eso!
—¡Qué pasa! ¿Es que vamos a ser los únicos seres del universo?
—¡Tú estás chalada!

Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ
                                                                       Abril 2017


"LA CONFESIÓN"

Paseo de verano
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            Antes de comenzar mi breve relato, me confieso una enamorada del cine, pues desde una butaca puedes soñar y vivir otras vidas.        Pero mi historia es real, ya que yo misma la he vivido.
Pasó hace unos años, un domingo de verano con mucho calor. Mi esposo me propuso ir a visitar, en la costa, una pequeña cala donde él, desde niño, acudía a pescar y a coger percebes. Dicho lugar no tiene acceso por carretera, sino a campo través. Después de un buen rato caminando por piedras y cuestas, llegamos. En aquel momento, me pareció el sitio más maravilloso del mundo. Había tanto silencio que hasta nuestras voces hacían eco. La mar, como decimos en San Vicente, estaba como un plato.
Nos metimos en sus aguas transparentes y azules. Le comenté a mi marido que daba la sensación de encontrarnos en otro planeta. El agua me cubría hasta la cintura. Comencé a notar una fuerza en mis piernas que me arrastraba para el fondo. Pensé que era mi fantasía; aquella soledad me estaba jugando una mala pasada y estaba muerta de miedo.
Como el agua era tan clara, me agaché, a ver qué pasaba. Fue entonces cuando ocurrió lo mismo, pero esta vez en mis brazos. Comencé a gritar. No sé cómo a mi marido no le dio un infarto, pues reconozco que parecía una loca. “Tranquila”, trató de explicarme él.
Pero ya os imagináis lo que era: pues cuatro hermosos pulpos que, atraídos por mi piel blanca, se me habían pegado con sus tentáculos como si con super glue fuera. No había forma humana de separarlos de  mi cuerpo. Costó, pero lo conseguimos.
Comimos pulpo en todas sus variedades, pero he de confesaros y me confieso que es el día que más miedo he pasado en toda mi vida.


Mari Carmen Bengochea ©   

"LA CONFESIÓN"

La confesión
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            —Ave María Purísima.
            —Sin pecado concebida.
            —Eh… Hum… Me he estado acostando con el vecino.
            Sabía que las cosas no se dicen así, tan de sopetón; que la buena educación aconseja una pequeña introducción; que la gente prepara el terreno y va diciendo lo que tenga que decir, pero suavemente, para no sobresaltar al interlocutor. Pero había estado cavilando sobre el asunto y, como le daba vergüenza contar sus intimidades a un extraño, por más que éste, tras la rejilla del confesionario, no fuera más que una forma anónima en la penumbra, sabía que se entrecortaría, que se embarullaría y que haría el ridículo. Así que había decidido que lo mejor era soltarlo de golpe, sin prolegómenos, y ya está: al grano. Una vez dicho, ya todo lo que viniera detrás le resultaría más fácil.
            —Vaya, hay que reconocer que no tiene usted pelos en la lengua. Pero está muy bien, ¿eh? No se lo reprocho, que hay gente que se va tanto por las ramas que no sabe uno lo que le están contando. En fin, mujer, no se aflija, que la carne es débil y un desliz le puede ocurrir a cualquiera. Porque habrá sido una cosa ocasional, ¿no?
            —Bueno, verá… Muy ocasional, no, la verdad. Llevo tres años acostándome con él por lo menos una vez todas las semanas. 
            —Vaya… Tres años y todas las semanas… Pues entonces no podemos decir que haya sido un desliz, ¿verdad?
—Bueno, más o menos. No vaya a creer que soy una viciosa, tampoco es eso.
—No, no, yo no creo nada. Pero ha tardado usted un poquillo en venir, reconózcalo. Bueno, bueno, más vale tarde que nunca. Además, estas cosas pasan hasta en las mejores familias. Dígame: ¿estará usted soltera, no?
            —Pues…, pues no. Llevo casada veinte años y tengo cuatro hijos. El mayor ni estudia ni trabaja, que es un vago; va a pasar más hambre que un ratón de iglesia ¡Uy, perdón, vaya cosa he dicho! No se me ofenda, ¿eh?; es un decir nada más. La segunda está estudiando en Santander, ¡es más lista! Y además…
            —Pare, pare, señora, por favor, que a mí lo que hagan sus hijos me tiene sin cuidado. Así que está usted casada… ¿Y lo sabe su marido? ¿Se lo ha dicho usted ya?
            —¿Mi marido? ¡Huy no! Si se entera mi marido, me mata a palos. Usted no sabe lo bestia que es. Y es que, además, mi vecino es su hermano.
            —A ver, a ver si lo entiendo: ¿me está usted diciendo que lleva tres años acostándose con el hermano de su marido?
            —Pues… sí. Es que mi marido viaja mucho, ¿sabe?, y a veces me siento muy sola, y como su hermano es tan atento y me trata tan bien… Y cuando me ve se pone tan contento…
            —No, no, si ya me imagino que se debe de poner la mar de contento… Hasta ahí llego. Y que la debe de tratar muy bien también lo entiendo. Pero dígame: después de tres años, ¿qué la ha decidido a dar este paso? ¿Le ha entrado el arrepentimiento así, sin más, como por arte de magia?
            —¡Qué va! Lo que ha pasado es que nos ha pillado su mujer y, aparte de llamarme furcia, zorra y todo lo que se pueda usted imaginar, me ha traído aquí a la fuerza y me ha amenazado con que, si no, se lo cuenta todo a mi marido. Mire, mire, ¿la ve? Ahí está sentada, vigilándome para asegurarse de que no me escaqueo.
            —¿Y está usted arrepentida?
            —Pues sí, visto el resultado… Pero de los otros, no tanto.
            —¿Los otros? ¿Qué otros?
            —Bueno, es que, verá… También me acuesto con el director de la oficina del banco y con el técnico que viene a revisar la caldera del gas. Pero de esos dos nadie se ha enterado, ¿eh?, ni siquiera mi cuñada.
            Notaba que estaba más calmada y hasta le gustaba poder sincerarse. No, si al final resultaría que tendría que venir a confesarse más a menudo. Había pensado contar sólo lo del vecino, que es a lo que la obligaba la bruja de su cuñada, pero, por alguna razón, se sentía bien sacándolo todo. Ya puestos… Pero eso sí: lo de Adela no se lo iba a contar. Lo de los hombres, al fin y al cabo, era ya una cosa tan habitual que, vaya, que no creía que le fuera a poner ni penitencia. O quizás le pusiera alguna, pero poca cosa. Pero si le contaba lo de Adela… No, no, lo de Adela se lo guardaba para ella; quizás en otra ocasión.
            —¡Ah, vaya, también con el director del banco y con el técnico del gas! No, si yo entiendo que, con estas cosas, todo es empezar. Pero, dígame: ¿no siente usted remordimientos cuando su marido llega a casa y ha estado usted por ahí poniéndole los cuernos? Perdone que se lo diga tan directamente.
            —Pues sí, un poquito sí. Además, es que es tan bueno… Pero es que yo siempre he sido muy fogosa, ¿sabe? Y si no le doy una alegría al cuerpo, es que me pongo de los nervios y se me caen los platos al suelo, y me dan palpitaciones, y estoy que le sacaría los ojos a todo el mundo, y me sudan las axilas, y…
            —Pare, pare, hija mía, que ya me ha quedado claro. Pero reconozca que una cosa es darle una alegría al cuerpo y otra es estar todos los días en la feria de abril. Pero, la entiendo, ¿eh? Claro, si le dan las palpitaciones…
            —Y los picores, oiga. Es que usted no se hace a la idea. Mire, me empiezan por aquí…
            —Señora, que se calle, por favor. Que no hace falta que me dé usted todos los detalles, que uno tampoco es de piedra. ¿No ve que yo también soy un hombre? Pues tenga un poco de consideración, caramba. Bueno, ¿y qué piensa usted hacer?
            —¿Qué pienso hacer de qué?
            —Pues eso, ¿qué piensa hacer con todos esos fuegos artificiales que se tiene montados? ¿Con esos tres rollos —disculpe la franqueza— que tiene usted por ahí?
            —¡Uy, uy, uy! A partir de ahora, esa marimandona que está ahí sentada va a controlar a su marido hasta cuando vaya al váter. O sea, que eso se ha acabado, ¡menuda es mi cuñada! Mire, una vez ya estuvo a punto de pescarnos cuando…
            —¡Señora…!
            —Es verdad, es verdad, que no me tengo que enrollar. Pues nada: que a partir de ahora, con mi vecino: jiji jaja, buenos días, buenas tardes, y si te he visto no me acuerdo. Capítulo cerrado. Se acabó.
            —¿Y los otros dos?
            —No, no, con esos no hay problema. Lo de esos no lo sabe nadie. Además, el del gas sólo viene un par de veces al año. Es una máquina, ¿eh? Ya sé que no está bien decirlo, pero es que me deja el cuerpo nuevo. Mire, ¿sabe usted como cuando…?
            —Oiga, señora, ¿pero cuántas veces se lo tengo que decir?
            —Vale, vale. Pero la verdad es que a veces me invento que el gas no quema bien para que venga a echarle un vistazo y, en cuanto entra en casa, ¡zas!, ya estamos dando guerra.
            —O sea que con ése no piensa usted hacer nada…
            —¡Cómo que nada! Hacemos de todo.
            —Digo que si no piensa cortar el rollo con él.
            —Pues, la verdad, no se me ha pasado por la cabeza.
            —Y con el del banco…, ¿tampoco?
            —Hombre, es que el del banco me viene muy bien, porque casi todos los días, en la hora del desayuno, sale y se viene a casa. Y el desayuno ya se lo doy yo… Usted ya me entiende.
            —Ya, ya... Si desayunar, desayunará bien, ya lo entiendo. ¿Casi todos los días, dice usted?
            —Es que, mire, yo siempre he sido muy fogosa y, si no me cuido el cuerpo, ya sabe usted: las palpitaciones, los sudores. Además, si le digo cómo se me ponen los…
            —Oiga, que ya está bien. Mire, haga el favor de marcharse ya, que esto está llegando a un punto en que ya no sé ni lo que voy a decirle. Hala, haga usted el favor: levántese y váyase.
            —Bueno, oiga, tampoco se ponga así, ya me voy. Pero me dará antes la absolución, ¿no?
            —¿La absolución? Pero señora, que yo soy el carpintero; que estoy arreglando el techo del confesionario, que se le ha caído encima al cura y está en Urgencias.

            ¡Qué vergüenza pasó la pobrecilla! Menos mal que la cuñada no se enteró y se quedó tranquila con  la supuesta confesión. Y el vecino… Bah, la verdad es que había perdido mucho físicamente: llevaba la cara siempre hinchada, llena de cardenales, como si alguien le atizara cada día con el palo de la fregona.
            Y ella…, pues tirando. El del banco y el del gas: bien, gracias a Dios. Y además, estaba de suerte: en las próximas semanas, no pararon de llegarle por correo ofertas increíbles de carpintería para remodelar el piso. De ganga, vamos.


José-Pedro Cladera ©

miércoles, 3 de mayo de 2017

"LA CONFESIÓN"

CONFIESO...

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I

Confieso que me siento sorprendido
y creo que no es cierto lo que pasa,
parece que los sueños han venido
y atrapan lo que ocurre por mi casa.

Confieso que me encuentro malherido
por culpa de una espada que traspasa,
es fácil renegar de haber nacido
y duro parecer como un sarasa.

Confieso que parezco un amargado,
un hombre resentido de la vida
que espera ya pagar por su pecado.

Confieso que la sangre de la herida
supura y se desliza en el costado
y el alma pide ya la despedida.

II

Nuevamente confieso mi impotencia
al tratar de vivir y ver la vida;
es posible que sea mi conciencia
el crisol y el cedazo de la herida.

Nuevamente recojo la secuencia
y la excusa falaz y  transmitida;
es, quizás, y será por mi inocencia
que recaiga, otra vez, en mi caída.

Nuevamente las dudas amanecen
deseando volcarse en una mano
para luego saber de qué carecen.

Nuevamente me siento tan lejano
que rechazo hasta el premio, que me ofrecen,
porque pienso que es vano ser humano.

III

Por último confieso que abandono,
que bajo por mi pie de la escalera,
no busco el oropel ni colecciono
el premio ni el laurel de esta carrera.

Confieso que renuncio, y no perdono,
a ser el pordiosero que pidiera,
la miga de ese verso que menciono
por culpa de una envidia torticera.

Confieso que me quedo, tristemente,
llorando como un tonto, arrepentido,
y herido por un arma, mortalmente.

Confieso que he vivido y he sentido,
la vida de una forma diferente,
y ahora el corazón está vencido.


Rafael Sánchez Ortega ©
05/04/17


"LA CONFESIÓN"




VITORIA

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Sorprende perderse al anochecer en las calles de Vitoria. Cada callejuela es una corriente de aire que te quiebra la espalda, pero, si levantas la vista, fácilmente te encontrarás con la belleza y la historia. El gótico y principalmente el Renacimiento te contemplan. Su espléndida catedral de Santa María y su programa "Abierto por obras", donde, con la sola condición de calzarte un casco blanco, te paseas por las alturas, caminas por el triforio, te late fuerte el corazón, se asustan las piernas y se eriza la piel en la "contemplación" de las generaciones pasadas que dedicaron su vida a colocar piedra a piedra, a confesar su amor a Dios.
Es otro día. El sol del atardecer nos deslumbra, la fina chaqueta apenas nos protege del aire helado. Les estamos observando, agazapadas al pié de un tramo de la antigua muralla. Ella sale sola, mirando atrás, temerosa; susurra la enagua de su vestido en el camino. El palacio de Montehermoso (donde ha transcurrido su infancia) va cerrando cancelas, nadie se percata de la falta de la primogénita. Sólo una calle estrecha y una pequeña y hermosa plazuela les separa. El palacio de Esquibel lo ve salir a él. Crujen las piedras a su paso, pero ningún guardia acude… duermen. Se confiesan su amor. Se pierden en la noche. Al amanecer, la luz atravesará los postigos de ambos palacios; no tardará en herir los corazones de sus dueños, cristales que se clavarán en sus almas, teniendo como único consuelo el dolor de su rival.
            Apenas unos años antes, muy cerca de allí, la Casa del Cordón ve llegar a la reina Juana y al rey Felipe el Hermoso. Son recibidos con pompa en esa casa que vende paños, aunque esté en la calle Cuchillerías, y donde la puerta principal no mide más que un metro setenta de alto, obligando al que la traspasa a entrar con gesto humilde. En una magnífica sala situada en el corazón de una torre del siglo XIII se recibe a los monarcas; agasajos interminables acaban por agotarles tras un arduo camino desde el corazón de Europa. El amor de Juana por su esposo es inagotable y, aprovechando su embeleso y morar en tierra extraña, Felipe le confiesa la traición a su padre, el rey Fernando. La reina Isabel acaba de morir. Juana monta en cólera y abandona la torre. La noche se traga al séquito de la soberana, que se dirige a Castilla.

Todo eso pudimos observar ocultas junto a la antigua muralla, tiritando de frío. Despacio y casi en silencio, nos fuimos alejando; no queríamos romper el sueño de los habitantes palaciegos, de los protagonistas de la historia, de los vitorianos antiguos.
En Vitoria hace frío. Llegamos al hotel. Un grupo de japoneses reía en el vestíbulo. Lástima, ¡el sueño terminó!

Remedios Llano Pinna
Abril de 2017
COMILLAS