martes, 6 de junio de 2017

CELOS

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Candela se enamoró siendo jovencita. En el pueblo no le faltaban pretendientes, pues era esbelta y risueña, pero puso sus ojos en un apuesto hombre de la capital, negociante de telas. Pronto se les vio agarraditos  de la mano, sonrientes como dos girasoles. Al lado de Candela caminaba su hermana Lucía, de “carabina”. Era un cometido harto  incómodo, así que, a veces, se hacía la despistada y, por el rabillo del ojo, veía los besos robados. Y en el cine, se sentaba en medio de los tortolitos.
Lucía trabajaba en la sastrería de su padre, hilvanando prendas, confeccionando trajes en papel, tomando medidas a los clientes… Su padre, convencido de las aptitudes de Lucía, la puso a trabajar bajo las directrices de Madamme Charlotte, en Madrid. Y allí, se presentó Hermógenes con el muestrario de telas. Al principio, sintió pena por aquella moza hermosa alejada de su pueblo y de su familia, por lo que la invitó a dar cortos paseos con el beneplácito de Madamme.    Luego, le fue regalando libros de Sánchez Ferlosio —El Jarama—; de Blasco Ibáñez —La barraca—; de Martín Vigil —La muerte está en camino—… Los paseos se volvieron cada vez más largos. Parece que, en uno de ellos, por El Retiro, fueron vistos por Celestina —una amiga de Candela—, que trabajaba en Madrid.
En la siguiente visita de Hermógenes a Frías, Candela le mostró la carta y le exhortó a que fuera sincero. Él, viéndola tan serena, con el azul límpido de sus ojos, no sólo lo asintió, sino que le confesó que había ido enamorándose de Lucía, poco a poco,  casi sin pretenderlo. Mientras Hermógenes  se confesaba, Candela guardaba silencio.

La duración del curso de modista oscilaba de dos a tres años. Pero Lucía logró el título en un año. Su madre la apremiaba a que volviera al pueblo, que fuera buena con su hermana y se alejara de “su amiguito”, mas fueron sus manos  expertas, su capacidad para elaborar los diseños más primorosos, las que lograron su nombramiento de especialista en un período tan inusual. Antes de volver a casa, las aprendices y Madamme la ayudaron con el ajuar, sabor a azahar.
Candela suavizaba sus nervios con los dedos al piano, silenciaba los gritos de su mente escuchando música sacra y curaba su herida en el corazón confeccionando su  ilusionante ajuar —Hermógenes Candela.

            Lucía y Hermógenes vivían en la casona que sus padres tenían en el centro de Valladolid. Sí, con los tres hijos como tres soles, era un matrimonio que rezumaba felicidad. Y, cuando se jubilaron los padres y fueron a vivir con ellos, Lucía agradeció al Señor que la hubiera colmado de tanta dicha —quizá  demasiada.
Y llegaron los tiempos difíciles: la inactividad fue succionando la vida de su buen  padre. Hermógenes enfermó de una rara incapacidad. Pasaba días postrado en la cama, generalmente inconsciente. Cuando la sangre irrigaba su cerebro, la sonrisa iluminaba su rostro y la casa. Besaba los labios y las manos de su esposa que con tanto anhelo lo cuidaba, y fue entregando su vida con amor.

Nada más decir “adiós” y “hasta luego” a su querido padre y esposo, se presentó Candela con su negra y alcanforada maleta. Ansiaba abrirla ante Lucía.  Contenía sábanas de seda con las iniciales “HC”: toallas de tejido egipcio, también marcadas con las letras “HC”; cojines bordados con dos corazones “HC”. Lucía, burlada por tal afrenta, pidió a su madre que la despidiera. Pero su madre fue inflexible: “Debes perdonarla”. Pero  fueron enrojeciendo las ascuas, después de aquella  ofensa.
En otra ocasión, Candela se presentó con un vestido confeccionado por las monjas del convento de Miraflores, que velaba el vestido que Lucía había elaborado para la primera comunión de su hija. Carmen prefirió el modelo de la tita. La hemorragia iba incrementándose. Un invierno, Candela venía engalanada con la capa original salmantina que años atrás le había regalado su novio. Todos la aplaudieron, a excepción de Lucía y de su madre.
A comienzos  de la primavera, Candela llegó  desmaquillada, inclinada por el  peso de la maleta —llevaba botellitas de agua bendita del Jordán—.
—Sí, esta casa necesita de mucha agua bendita para apagar el fuego que está quemando los cimientos —pensó  Lucía.
Aquella vez, Candela —con mucho disimulo—, fue cotejando si Carmencita estaría dispuesta a acompañarla a Burgos a finales del curso escolar. Abiertamente,  Lucía no puso reparos.
Mientras los niños jugaban fuera y los mayores echaban la siesta, Lucía [¿Carmencita?] se acercó al bolso de Candela y vio en él la esquina ocre de un impreso de adopción.    Corrió a la habitación de su madre que descansaba en una butaca; el papel oscilaba violentamente en las trémulas manos de Lucía [¿Carmencita?]. Cual bomba que está a punto de explotar, con la granada en una mano y asida a Lucía con la otra, irrumpió en la habitación de Candela. No hubo tiempo de quitarse el salto de cama.
                                           San Vicente de la Barquera, a 21 de mayo de 2017
                                            Isabel Bascaran                  


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Yo la quería                                             

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Yo la quería.
La quería desde que la vi por primera vez. Estaba con un grupo de chicas muy dinámicas y alegres. Me dije que esa chica sería  para mí.
Estudiaba magisterio. Decía que le encantaban los niños. Disfrutaría mostrando a los peques el camino de un mundo feliz. 
En segundo, tuvo un pequeño accidente que le impidió asistir a clase por varias semanas. Estaba muy triste y con gran stress. La tranquilice quitando importancia. Sería, le dije, la mejor madre y maestra posible para mis hijos. Logró tranquilizarse. No volvió a clase y yo la quise más todavía.
Entendió perfectamente mi cariñoso comentario sobre el comportamiento tan infantil de sus amigas, siempre gritando y cantando y viviendo a lo loco. Poco a poco las fue dejando y yo la quería más.
Me molestaba la injerencia de sus padres en su vida y sobre todo cuando no me veían con buenos ojos. Pensaban que no era suficiente para su hija. 
Afortunadamente, creía en mí y se dio cuenta de que no la dejaban vivir libremente su vida. Prefirió estar conmigo. 
La quise más desde ese momento porque vi que era el único apoyo en su vida.
¡Oh, Dios! ¡Nunca entenderé lo de aquel día!
Se rió.
¿Qué quiso decirme con aquella risa? 
¿Que era libre?
¿Por qué se rió?
¿Qué será ahora de mí?

Javi González ©

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Arturo vivía con su padre en la casa familiar al cuidado de la finca y del ganado que quedaba. Era el hijo pequeño; los demás ya estaban casados y viviendo en la ciudad. Su padre se iba haciendo mayor y cada vez recaía más trabajo sobre él.
            —Padre, tenemos que ir a la zona alta de la finca a desbrozar y ver cómo están los robles; me parece que hay uno más seco que un higo en Navidad.
            —Pues llevamos la desbrozadora y la cortadora entonces.
Subieron todos los pertrechos necesarios al tractor, unos buenos bocadillos de filetes de ternera, previamente pasados por la sartén, algo de fruta, agua y que no faltase la bota de vino. Tendrían tajo hasta saber qué hora…
¡Aquello parecía una selva! Las ramas de los avellanos habían crecido a lo bestia; tuvieron que emplearse a fondo con la cortadora y la desbrozadora para los matorrales.
            —¡Hijo! ¿Comemos ya algo? Estoy cansado.
            —Sí, padre; yo también lo estoy.
Se sentaron debajo de uno de los robles a comerse los bocadillos. Se agradecía una buena sombra; el sol ya estaba alto y el día seguía prometiendo…
—¿Ves lo que yo veo? —dijo Arturo—. El roble de la derecha está sequito.
—Pues habrá que darle caña —contestó su padre.
Arturo siguió comiendo con ganas. Al ir a coger la bota de vino se fijó en que un pequeño roble estaba creciendo debajo del seco y que éste tenía una rama grande y verde extendida sobre él.
—¡Jo, qué curioso, lo estaba protegiendo! Cómo es la naturaleza de imprevisible —pensó.
Pero de pronto notó algo raro: el pequeño árbol no iba recto, su guía se doblaba mucho hacia la luz. ¡Lo estaba ahogando! El roble grande se moría y era como si tuviese celos del roble sano y lleno de vitalidad que crecía a su lado.
            —Padre, ¿qué te parece esto? ¿Crees que merece la pena sacarlo y trasplantarlo en otro lugar?
El padre dudó un momento y, de repente, tuvo una idea:
—Sí, ya sé lo que vamos a hacer: lo plantaré junto a la casa. Nunca quise tener árboles grandes cerca de ella; solo arbustos y pocas flores.
Así que, antes de meterse en faena, recogieron el arbolito con un buen cepellón de raíces para dañarlo lo menos posible y lo subieron al tractor.
El roble seco fue cayendo trozo a trozo. Tendrían buenos troncos para el invierno al amor de la chimenea.
            —¡Mañana lo bajo poco a poco, y a la leñera! —dijo Arturo.
Al día siguiente, su padre cavó un buen hoyo en la tierra y plantó aquel tierno árbol de guía torcida. Mientras lo hacía, le hablaba:
—Ya me estoy haciendo mayor, y sabes… quiero tenerte cerca, para que, cuando mis piernas se cansen con cuatro pasos, sentarme a tu sombra a leer y a recordar…
Vio a su hijo con el tractor bajar por la pradera entre las vacas que plácidamente pastaban y dirigirse a la leñera con los primeros troncos. La vida seguía…

Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ
                                                                       Mayo 2017



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LOS CELOS
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            Felisa era una mujer casada con un pescador. Tenían dos hijos ya casados y llevaba una vida sencilla y normal, llegando siempre justa a fin de mes pero tratando de ser feliz y disfrutando de su familia, que era su más preciado tesoro.
            Como todas las mañanas, como había hecho toda su vida, acudió a la panadería del pueblo. La casualidad hizo que se encontrara con Maruchi, su amiga de la infancia y con quien tantas cosas y penalidades había vivido. Después de abrazarse y contarse cosas de sus hijos y nietos y de cómo les había tratado la vida, Maruchi le preguntó:
            —Pero Felisa, hija, ¿no te aburres en este pueblo? ¡Si aquí no hay nada! Yo, para unos días en verano, lo aguanto; pero si estoy aquí en invierno, me muero. Esto es como vivir en un desierto. Chica, con lo que yo viajo…, ¡pero si es que no paro! Imagínate: El perfume… ¡cojo un avión y a París! Y la vajilla… ¡a Londres! Porque eso sí, la cambio cada año; ¡porque menudo aburrimiento, comer toda la vida en los mismos platos! Y mi casa… ¡ay, mi casa! Entera de mármol. Bueno, y la piscina, gigante; no te imaginas la gente tan importante que nos visita. Y los coches… tenemos cuatro. En fin, que no me puedo quejar. Pero bueno, Felisa, cuenta tú algo, que te has quedado muy callada.
            —Pues mira, mi pisito —con mucha falta de arreglo, eso sí—, lo tengo pagado. Pero estoy loca por meter el gas ciudad, pues con la bombona de butano me ocurre siempre lo mismo, que, cuando estoy en la ducha, con todo el pelo lleno de jabón, se acaba el gas, ¡y sal a cambiar la bombona! Y no veas lo mal que me sienta. Los baños, como siempre: en verano y en la playa. Lo de viajar, pues en La Cantábrica: a Santander, a Torrelavega, etc. Bueno, hace poco estuve en Oviedo, pues mi marido se lesionó en el barco un ojo y fuimos a los Vega. Olvidaba la excursión parroquial: no me la pierdo, pues lo pasamos en grande; porque suele haber baile y disfrutamos de lo lindo. Cine: en verano, en la plaza. Y, de vez en cuando, al auditorio, aunque llevamos una racha de películas raras que no las acabo de coger o de entender.
            Estaban en esa exposición de sus vidas cuando apareció el marido de Maruchi a recogerla. ¡Caramba, qué hombre tan guapo! ¡Y qué elegante! ¡Si hasta me ha besado la mano en la presentación! Esto es el colmo: siempre presumiendo que yo, de envidia, nada de nada…, ¡pero si estoy supercelosa de lo bien que la vida ha tratado a mi amiga! Y para más rabia, me pregunta si aún existe La Cantábrica, que qué paliza viajar con tanta parada.
            Ya en casa, sobre mi tabla de madera, picando perejil, estoy refunfuñando sola. Yo, de su vida, ¿celos? Para nada. Porque algo le tiene que faltar. Su cara está arrugada, y el cuerpo… bien gordita que está. ¿Celosa? Para nada.

P.D. – Ya quisiera su marido tener los ojitos del mío, ja, ja, ja.     


Mari Carmen Bengochea Santovenia ©

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CELOS
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            Joaquín era un hombre tranquilo. Para él, la vida consistía en una serie de rutinas bien asentadas que le permitían saborear cada instante sin que nada turbara su trabajo y su vida doméstica. Laborioso, metódico, disciplinado, su perfecto orden cotidiano le procuraba una sensación de control y de seguridad. Odiaba los imprevistos. No tenía hijos, pero eso no lo incomodaba. Aunque nunca lo confesó a su mujer, se alegraba secretamente de que no hubieran podido tenerlos, pues siempre pensó que los niños no eran más que un incordio y un continuo sobresalto.
Dolors, su mujer —“un pedazo de tía”, decían por ahí—, andaba rascando los cuarenta y provenía de un pueblucho perdido en las montañas de la provincia de Gerona, donde Cristo dio las tres voces, en el corazón de los Pirineos catalanes. Esbelta, guapa, segura de sí misma ya desde jovencita, Joaquín la conoció por casualidad cuando hizo el servicio militar por aquellas tierras. Se enamoraron perdidamente y, en cuanto él acabó sus obligaciones castrenses y se puso a trabajar en la carnicería de su padre, en un pueblo de regular tamaño anclado en los valles cántabros, se casaron contra viento y marea siendo los dos aún muy jóvenes.
Los padres de Joaquín murieron en un accidente de carretera, cuando el autobús que les llevaba de vacaciones cayó desde lo alto de un terraplén hasta la vía del tren y fue arrollado por éste. Desde entonces, Dolors trabajaba en la carnicería, compaginando esta ocupación con sus quehaceres domésticos con una laboriosidad y eficiencia admirables. Ella estaba tras el mostrador, atendiendo a los clientes, mientras Joaquín, en una estancia anexa que él llamaba su “sala de máquinas”, rodeado de artesas, rascadores, cuchillos, garabatos y demás utensilios propios de su oficio, se afanaba preferentemente en cortar las piezas de carne, preparar embutidos, salchichas, ahumados, etc. Hasta hacía poco, contaba con la ayuda de un mozo de carnicero y así podía él atender a los clientes cuando Dolors estaba trabajando en casa o haciendo sus compras; pero ahora, tras la crisis, se les hacía cuesta arriba pagar el sueldo de un empleado, así que se las arreglaba el matrimonio solo.
En la carnicería, los clientes respiraban el orden y la limpieza nada más traspasar el umbral de la puerta. A la izquierda, el mostrador, desbordante de longanizas, salchichas cocidas, ensaladas de fiambre, bandejas de carne picada, de jamón cocido y demás, todo ordenado perfectamente y con los precios bien visibles. Tras el mostrador, la bella Dolors, siempre sonriente, encantadora, y tras ella, la pared repleta de jamones colgados, hojas de tocino, carne seca... A la derecha del recinto, un gran congelador rectangular con platos preparados y, contra la pared del fondo, unas estanterías, de lado a lado, con salsas de todas las clases, latas de foie gras y otros productos envasados. En el centro mismo del recinto, donde aguardaban los clientes su turno, un gran cesto circular, montado sobre unas patas de hierro forjado, contenía las ofertas especiales, generalmente preparados artesanales salidos de la innovadora maestría de Joaquín, que gozaban de gran aceptación porque, además de ser ocasionales y no saber nunca cuándo se iban a repetir, siempre eran de la mejor calidad: morcillas que ríase usted de las de Burgos, salchichas que ya quisieran para sí los alemanes, hamburguesas que harían chuparse los dedos a cualquier americano.
Pero Joaquín, donde se sentía más a gusto, plenamente feliz y realizado, no era tanto en la tienda como en la trastienda, en su “sala de máquinas”. Ataviado con delantal de carnicero y gorro, la camisa remangada, manejaba con maestría la sierra y el hacha para cortar huesos, el cuchillo de desosar, el cuchillo-rajadera… Cortaba con destreza las grandes piezas que le entregaban de madrugada los días señalados y guardaba en el frigorífico las partes debidamente ordenadas: aquí las de ternera y vaca —espaldillas, lomos, solomillos, faldas, culetas, babillas—,  allí las de cerdo —agujas, chuletas, lomos, solomillos, pancetas, paletillas—, más allá las de cordero y, en el anaquel de arriba, los pollos y los conejos. A la izquierda, junto a la puerta que daba a la tienda, había instalado un gran horno con dispositivo de producción de vapor para estofar del que se sentía orgulloso, porque no lo había mejor en el mercado. Junto a él, una amplia mesa de trabajo, con rascadores, espumaderas, embutidor de mano, tubo para rellenar y otros elementos que manejaba con la enorme pericia adquirida con el correr de los años. En el rincón, un ahumadero, enorme, que llegaba casi hasta el techo y desde el que salían dos tubos que se empotraban en la pared, para la entrada y salida, respectivamente, del aire. Contra la pared opuesta, una amplia pila de lavado, la máquina para picar la carne y una gran tabla de carnicero donde llevaba a cabo los trabajos más rudos. Por todas partes, cuchillos, sierras, rascadores, cubos de basura. Y una limpieza que parecía imposible conseguir trabajando allí una persona sola. Pero es que Joaquín era un obseso de la pulcritud, el esmero, el trabajo bien hecho.
Su momento más querido eran aquellas dos horas en que cada mañana, solo en la carnicería, antes de abrir la puerta al público, preparaba las especialidades que tanto gustaban a sus clientes y que habían granjeado un buen nombre a su establecimiento y un bienestar económico a él y su mujer. Armado con sus cuchillos y hachas de carnicero, golpeaba con mano firme y experta sobre los muslos de ternera que le entregaban de madrugada, cortándolos en trozos de tamaños adecuados para que cupieran en las cámaras frigoríficas; preparaba los pollos y conejos para que estuvieran listos para su venta una vez puestos en el mostrador; picaba carne e inventaba sus exquisitas especialidades para no dejar de sorprender a sus queridos clientes. Entre las carnes despellejadas, vísceras esparcidas, cubos de sangre y sus máquinas y herramientas: él, el hombre, y su regia soledad. Por la noche, en casa, al fin los dos solos, miraba a Dolors con la misma delectación sensual que en su juventud y pensaba que no podía haber hombre más afortunado que él. Joaquín era feliz.
Un día, su prima Alicia, con la que había ido al colegio y con quien siempre, toda su vida, había tenido una relación de amistad y que era la única persona en el mundo, incluida su mujer, con la que jamás había tenido reserva alguna, quiso hablar con él en privado. Una vez a solas, ella, con la ruda franqueza propia de la familia de campesinos de la que provenía, le dijo que su mujer, Dolors, le estaba poniendo los cuernos. Que todos los miércoles, cuando se suponía que estaba de compras, se encontraba con un hombre en un pequeño hotel de carretera a unos veinte kilómetros de allí; y que lo había descubierto por casualidad pero se había asegurado, espiándolos, para no tener dudas antes de decirle nada a él.
Joaquín sintió como si un martillo pilón se hubiera desplomado de pronto sobre su pecho, aplastándoselo e incapacitándolo para inhalar ni una pizca de aire. Durante varios minutos no pudo emitir palabra alguna, sólo bregaba con sus pulmones para que le devolvieran la vida. Le preguntó a su prima, suplicándole con la mirada, si estaba segura, si no había posibilidad de que la hubiera confundido con otra persona. No había confusión posible. Y él, ¿quién era? Alicia no lo había visto nunca antes; desde luego no era del pueblo, imposible. Joaquín parecía un perro rabioso; sus ojos, inyectados de sangre; las venas, abultadas en la frente y en el cuello, tanto que Alicia pensó que no le fueran a estallar. Joaquín no había sabido jamás lo que eran los celos, y ahora, de repente, sin preaviso, sintió un zarpazo desgarrador para el que no estaba preparado, como si un animal se hubiera metido en su interior y le estuviera devorando las entrañas.
Esa misma noche mató a Dolors. La metió en la “sala de máquinas”, le cortó el cuello de lado a lado de un solo y certero tajo con un cuchillo jamonero, la desangró y la descuartizó; desosó los trozos, los pasó por la máquina de picar carne y luego lo guardó todo ordenadamente en bolsas de plástico en el congelador. De los restos, básicamente los huesos y las vísceras, se deshizo en la forma habitual, como lo había hecho siempre con los de los animales.

En la tienda preguntaban por Dolors: que dónde estaba, que si se encontraba mal. Joaquín les decía que se había tenido que ir a su pueblo natal en las montañas de Gerona, asuntos familiares, y que seguramente tardaría en regresar. Hasta que volviera, Alicia, su prima, le ayudaría en la tienda. Entretanto, los clientes estaban encantados con las nuevas hamburguesas que se le había ocurrido hacer a Joaquín, y el cesto de especialidades de la casa se vaciaba cada mañana en un periquete. Le preguntaban que cómo demonios se las había ingeniado para obtener una mezcla de carnes tan sabrosa, que de qué eran, que de dónde se las servían, que qué regustito tan bueno te dejaban en la boca. Pero él jamás desvelaba sus recetas; no lo había hecho nunca.
La venganza apaciguó a Joaquín, pero no por mucho tiempo. Su desquite estaba consumado sólo a medias. Al cabo de unas semanas, ya había asimilado lo que hizo con su mujer, ya se sentía reconciliado con el hecho de haberle dado su merecido, pero el fuego de los celos volvía a consumirle, las llamas del odio seguían lamiéndole la carne. No paraba de darle vueltas a la cabeza sobre quién sería el amante de su ex mujer. Insistentemente le hacía preguntas a su prima Alicia, quien, poco a poco, pregunta a pregunta, iba recordando un detalle por aquí, otro por allá: era tirando a alto, delgado pero con un poco de barriga, llevaba un coche blanco un poco destartalado, con una abolladura en la puerta y con matrícula de Madrid… ah, sí, y tenía el pelo gris y bastante largo, le llegaba casi hasta los hombros, y llevaba bigote, también gris.
Nada; del pueblo, imposible. Joaquín no pensaba ya en otra cosa. De día y de noche, su cabeza daba vueltas y más vueltas y hacía conjeturas barajando los pocos datos que Alicia le había podido aportar sobre él: no podía ser alguien simplemente de paso, porque se veían todas las semanas; tenía que vivir en alguno de los pueblos cercanos, porque no iba a venir una semana sí y otra también desde demasiado lejos para pasar una hora u hora y media como mucho; y teniendo las características del coche, y sabiendo que llevaba el cabello largo y gris, y el bigote… Era cuestión de tiempo dar con él. Se dedicó a recorrer todos los domingos, metódicamente, una y otra vez, los pueblos en derredor, primero en un radio pequeño, luego cada vez más grande, en la seguridad de que acabaría encontrándolo tarde o temprano.
Un domingo, en uno de tantos pueblos investigados, lo encontró. Primero vio el coche blanco, matrícula de Madrid, destartalado, con una abolladura en la puerta, aparcado frente a un bloque de pisos. Su corazón comenzó a palpitar desbocado. A partir de entonces, montó guardia durante horas y horas, domingo tras domingo, esperando que saliera su dueño y ratificar que se trataba, efectivamente, de su presa. Hasta que la presa salió y se metió en el coche destartalado: el hombre alto, con algo de barriga, cabello largo y bigote, ambos de color gris. Antes de que la presa hubiera podido poner el coche en marcha, Joaquín, como un rayo, se introdujo en él, se sentó en el asiento del pasajero, le puso en el cuello un cuchillo para desollar y le dijo que condujera. Una vez en la “sala de máquinas”, sin mediar palabra, le clavó un cuchillo de matarife de treinta centímetros entre las costillas, justo por debajo del esternón, empujándolo poderosamente hacia arriba con las dos manos, en ángulo ascendente ligeramente desviado hacia la derecha, sabiendo que le partiría en dos el corazón. El infeliz cayó muerto al instante y sólo pudo exhalar un gemido ahogado que a Joaquín le pareció como la tos de un asmático.
Volvió a repetir las operaciones que había llevado a cabo con tanto éxito cuando lo de Dolors, con la misma maestría y escrupulosidad. Esta vez, sus clientes quedaron maravillados con las exquisitas butifarras y salchichas, y sobre todo con aquellas increíbles morcillas: que qué sabor tan exquisito, que aquella sangre debía de ser de cerdos pata negra, porque había que ver qué rica estaba.
Ahora, por fin, Joaquín se sentía plenamente resarcido. Los dos amantes habían recibido su merecido y él podía vivir en paz. Aquel fuego interior se fue apagando, su vida volvía a girar en torno a su trabajo. Su mujer, según circuló la versión oficial, una vez que hubo regresado a su pueblo natal, allá por los Pirineos, había conocido a alguien y había abandonado a Joaquín. Nunca más volvería. Joaquín vivía ahora con su prima Alicia, con quien, de tanto trabajar juntos en la carnicería, ya se sabe, acabaron liándose. Los dos parecían llevarse bien. Él volvía a ser el hombre feliz, ordenado, tranquilo y jovial que siempre había sido.

Alicia, en cambio, no era la mujer que Joaquín había conocido toda la vida. Parecía amargada. Un día, ella, le dijo que no podía más, que tenía que confesarle algo: le había engañado. Todo lo que le contó de Dolors y su amante era mentira. Siempre había estado enamorada de él y creyó que, contándole que su mujer le era infiel, él se separaría de Dolors y ella, Alicia, tendría el camino libre. Jamás se le pasó por la cabeza que él haría la barbaridad que hizo. Luego, como él la acosaba a preguntas sobre el amante, se vio contra las cuerdas y fue inventando detalles a medida que él le iba tirando de la lengua, pensando que era imposible que fuera a encontrar a nadie que encajara con aquella descripción fraguada a base de datos dispersos y todos falsos; y que, con el tiempo, se le iría pasando el ansia de venganza y dejaría de buscar y serían felices los dos. El destino, la fatalidad, hicieron el resto. Pero ella no podía más con el remordimiento y por eso tenía que contárselo. Y lloró, y le suplicó que la perdonara.
Joaquín estuvo desconsolado varios días. Pensó que todo aquello no podía ser más que una pesadilla; que de un momento a otro despertaría y que Dolors, su mujer, estaría allí, a su lado, como antes, y que no habría conocido nunca a aquel infortunado cuya única culpa fue tener el pelo y bigote grises, un poco de barriga y conducir un coche abollado y con matrícula de Madrid. Sí, despertaría y su querida prima Alicia nunca le habría contado aquellas cosas terribles y todas aquellas atrocidades jamás habrían sucedido.
El carnicero del pueblo ya no volvió a sonreír. Jamás. Y eso que sus clientes le daban palmaditas en la espalda y le felicitaban, porque parecía imposible pero las nuevas hamburguesas que había últimamente en el cesto de las especialidades superaban con creces todo lo que había confeccionado antes. ¡Qué lástima que su prima Alicia se hubiera marchado tan súbitamente del pueblo y tuviera que hacer todo el trabajo él solo!


 José-Pedro Cladera © 

CELOS

SOSPECHO QUE TE VAS...
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Sospecho que te vas y que no vuelves,
que marchas de mis brazos y me dejas,
siguiendo la corriente del deseo
y vuelas a otras tierras sin fronteras.

Es fácil que unos celos infundados
transmitan al papel mi pataleta,
y digan lo que surge en las entrañas
y aquello que me ronda en la cabeza.

Los celos son la fruta envenenada,
la argolla bien atada a la cadena,
la envidia que carcome corazones,
la nube que acompaña a la galerna.

Recelos de unas tardes de verano,
y noches de lujuria y borrachera,
llevados a su punto culminante
con besos, con abrazos y promesas.

Ahora, cuando vuelvo a esos momentos
el alma, nuevamente, se envenena,
admite que te quiere y no comparte
que marches a buscar lo que deseas.

Existe un componente de egoísmo,
que encarna sumisión y pertenencia,
y todo recubierto de crisoles
llevando esclavitud a muchas cejas.

Los celos son la fuente de conflictos

y en ellos se derrumban muchas fuerzas,
sucede que las almas se transforman
quitando de volar a quien quisiera.

No somos el juguete de otros labios,
tampoco corazones de novela,
ni el alma que recibe avergonzada
acosos que le nublen la cabeza...

"...Sospecho que te marchas para siempre
dejándome mil dudas sin respuesta,
los celos son la rosa envenenada
que cambian el amor por la tristeza..."


Rafael Sánchez Ortega ©
04/05/17

CELOS

 ¡Ese monstruo de los ojos verdes!


CELOS

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Sofía llegó al convento con una maleta pequeña, temblorosa y algo asustada. Casi anochecía. Sabía que, cuando la puerta se cerrara tras ella, podría estar dando portazo a la vida que hasta ahora conocía. Pero el amor a su vocación era grande, muy grande. Entre esos muros y junto a esas benditas mujeres, encontraría lo que ella tanto ansiaba.
Nadie conocía sus intenciones, era su historia. Su familia, su novio, quedaban afuera. Sabía que no estaba haciendo lo correcto, que así no se hacían las cosas, pero no encontraba más caminos.
Fue acogida con cariño y respeto. Su celda le pareció pequeña, pero menos austera de lo que esperaba (claro que su única referencia eran las películas). Su hábito de postulante le resultó cómodo; era blanco y sencillo, ¡qué placer olvidar que cada día tendría que pensar en su vestuario! Sólo siete hermanas había en el convento. Fue presentada antes de la cena, en el humilde refectorio. Las contempló en silencio; eran ellas, las mejores. Dos de ellas eran bastante más mayores; desprendían serenidad y experiencia, de mirada inteligente, ojos oscuros, inescrutables.
El duermevela de esa noche  apenas la tranquilizó. Después de la leche y el bizcocho del desayuno, le fue mostrado todo el convento. La clausura tampoco tenía mucho que enseñar: unas cocinas limpísimas, un huerto grande y soleado —donde imaginó muchos ratos cuidando de la vida—, una sala acogedora donde se reunía la comunidad. Al fin, le mostraron el "santa sanctorum", el corazón que  hacía latir al convento: los dos talleres de restauración de obras de arte.
Su novio se extrañó de que hacía dos días que no tenía noticias de Sofía. No se llegó a preocupar, porque conocía sus costumbres y a menudo reclamaba espacios y tiempos solo para ella.
Poco a poco, la vida de Sofía se fue adaptando a la del convento. Junto a ella, había otra postulante y cuatro novicias de la India, además de las siete monjas. Pasada una semana, se sintió mejor de lo que nunca creyó. Hacía lo que más amaba: restaurar. Al precio que fuese, ella iba a ser una de las mejores. Para ello, tenía magníficas maestras, el mejor material y todo el tiempo, tranquilidad y silencio del mundo.
Sin pretenderlo ella, la vida monacal estaba entrando en su espíritu, y en su cuerpo. Sólo sentía el cosquilleo de la culpa por no haberle contado sus planes a Luis. Aunque confiaba en él, no sabía si esto podría entenderlo y, mucho menos, apoyarlo. Decidió enviarle una carta. Hacía siglos que no escribía cartas, no sabía cómo empezar. Al cabo de algunas semanas de aislamiento, se confió a él y le contó sus planes. A Luis, al principio, le hizo hasta gracia: a menudo tenía ideas descabelladas. Pero, con el paso de los días, comenzó a angustiarse. Aquello era peligroso y él la amaba demasiado, adoraba a aquella mujer menuda con voluntad de hierro.
Mientras, Sofía era feliz. Había conseguido su propósito: estaba restaurando, recomponiendo, devolviendo la vida a auténticas obras de arte. Pasaba en el huerto alrededor de una hora al día; ver crecer sus hortalizas era otro motivo de orgullo. Y aprender a cocinar sencillas delicias en la cocina con aquellas monjas que había empezado a venerar. Pero lo más sorprendente eran las horas dedicadas a la oración. Nunca fue especialmente practicante. En esos tiempos comenzó a sentir la comunión con Dios, ¿sería posible que su sitio estuviese en esa sencilla comunidad religiosa? No entendía. ¿Y Luis? ¿Y el profundo amor que sentía por él? Luis acudía, día sí y día también, a los muros de lo que para él era una cárcel. Clamaba y dejaba cartas y notas en el torno. Lo que al principio le pareció arriesgado, ahora se le antojaba peligroso y trágico. Sentía que perdía al amor de su vida. ¡Malditas! ¡Malditas sean!

En un sinvivir para Luis y una serenidad y dulce vivir para Sofía, pasó casi un año. Hasta el día que recibió la fatídica carta: Sofía había decidido profesar los votos y tomar los hábitos. Lo que para ella había comenzado como una aventura, entrando con engaños al convento con la única intención de aprender a restaurar con las mejores maestras, se convirtió en una auténtica vocación. Permanecería en aquella clausura el resto de su vida, que presumía larga y feliz.
Lo que nunca pudo prever, pasó a los pocos días: una novicia que madrugaba más que las demás para encender la lumbre, comenzó a dar gritos despertando a las moradoras de las celdas. Cuando todas salieron asustadas, pudieron ver, iluminada por el sol del amanecer, la sombra de un cuerpo reflejada en la blanquísima pared del gallinero, mecida por el aire. Una rama de la gran mimosa, orgullo del convento, se veía doblada por el peso.
¡Silencio! ¡Silencio!

(Basado en hechos reales).

Remedios Llano Pinna
Mayo 2017
COMILLAS