sábado, 1 de julio de 2017

LA  VISITA
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Llegaron exhaustos. Hubo que ir a recogerlos a Miranda de Ebro; aunque apenas quedaba un cuarto de hora  en tren. Los múltiples trasbordos, el acarreo de las valijas, el constante traqueteo los agotó.

Era el mes de agosto cuando Alice y Kenneth llegaron desde Escocia. Como buenos británicos, venían dispuestos a henchirse de cultura y, haciendo oídos sordos a nuestros consejos, salimos a que el ardiente sol nos abrasase. Caminaríamos una media hora entre soplidos. Al llegar al parque de Arriaga, compraron tres helados y se sentaron a la sombra de un árbol. Yo me senté en el banco contiguo —para evitar el calor corporal— dando sorbos al agua. Tres especímenes se sentaron a mi lado y cambiaron sus risas insustanciales por otras de peor gusto: Alice volvía con otros tres helados y la emprendieron con ella: que si el casquete de un guerrero, que si la sotana de un cura —mostraba, a las claras, la falta de pecho y jejejé-jajajá—. Luego, fue el turno de Kenneth por los cucuruchos, y la descripción de los borreguillos: que aquellas medias de algodón que le llegaban hasta las rodillas eran propias de los esquimales,  que las bermudas, la camisa y el gorro hawaianos lo harían ganador del safari de Botsuana —uno, por lo menos, era asiduo a los documentales—. Al tercero lo apodaron  el guirispanish. Y aplaudían su habilidad léxica. Apenas me quedaba agua y, con tanto sudor, pensaba que me deshidrataba. Por fin, se levantaron mis amigos y  el guirispanish, mi marido. Y como, poco a poco, iban perdiendo su escenario, los morralleros se levantaron dando traspiés, desentonando el ”Celedón-Celedón”, portando el resto del kalimotxo.
Echamos un vistazo a la Virgen de la ermita y nos encaminamos hacia casa. Sol intenso y humedad asfixiante. A los diez minutos, nos sentamos bajo una sombrilla ante el bar Goliath. La primera cerveza nos apremió a los toilettes; la segunda y tercera nos refrescaron algo. Ninguna risotada, ni una leve voz…
Alice y Kenneth, agotados, se retiraron. Comentaron que no podían soportar otro día como aquel; que lo sentían mucho.
Yo preparé una tortilla de patatas con una tabla de quesos. Cuando el matrimonio se hubo levantado, se duchó y se sentó a saborear sus manjares predilectos. Parece que superaron su primer contratiempo y se encontraban mejor,  por lo que se dispusieron a salir a la calle como los vitorianos. Malcolm, más solícito que yo, salió con ellos. Alice se compró un abanico —Kenneth, una riñonera de cuero— en los stands de la feria. No podía faltar el paseo por la calle Dato, con los paseantes vestidos de Blusa y el resto, endomingado. Atraídos por el delicioso despertador de pituitarias y exclusivo café de Casa Blanca, esperaron su turno en la terraza mientras saboreaban los helados italianos. La calle Dato era, además, una verbena  en el paraíso.
A las diez de la mañana, descansados, subimos hasta la misma catedral de Santa María con camisas y vestidos floreados, aunque sin olvidar los paipáis y los gorros. La guía nos fue mostrando los últimos hallazgos que se llevaban a cabo en los cimientos —¡era el desarrollo de la historia a sus pies!— y, desde el triforio, nos congraciamos con los artistas que habían construido aquella obra de arte. Aunque habíamos disfrutado de la sombra, ellos se encontraban cansados, mas  accedieron a no romper la exquisitez en nuestras retinas con el uso de las ordinarias escaleras automáticas. Bajamos por el Casco Antiguo, con sus casas típicas en [estructura de] alforjas, con colorido  irisado. Su fatiga se desvaneció tras unos pinchos de tortilla y unas cervecitas. Ya en casa, con la paella de verduras acompañada de abundante tinto de La Rioja, hasta les vi sonreír.
Se olvidaron, durante unos días, de sus maletas. Empezaron a levantarse temprano y, sin ningún ayudante, fueron capaces de visitar el Guggenheim y la bodega Ardanza, en la Rioja Alavesa.
Se marcharon descansados, agradecidos… No les comentamos el asfalto inmisericorde que encontrarían en Zaragoza.

                                                     San Vicente de la Barquera, a 8 de Junio de 2017
                                                                                             Isabel  Bascaran ©


LA VEJEZ

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Esta señora se fue acercando a mí con un disimulo increíble. La vi de lejos, y  como pensé que iba a visitar  a cualquiera de mis congéneres y no a mí, ni caso le hice. De repente, un día descubrí que yo era el motivo de su visita y que, lejos de volverse a marchar, se quedó conmigo para siempre. Me quedé perplejo. Porque yo, a pesar de la sabiduría que me ha dado el montón de años que tengo, nunca creí que me atraparía. Pero me atrapó.
Lo primero que hice fue tranquilizarme y pensar un poco. Lo de luchar en su contra, lo descarté porque adiviné rápidamente que el tiempo estaba a su favor, y el tiempo es inexorable. Al principio me hice el tonto, simulando que la cosa no iba conmigo, pero… ya verás:
De  una forma ladina se fue colando en mi mente, y con mucha lentitud, casi de un modo impredecible, transformó mi pensamiento. Todo aquello que hasta su llegada habían sido proyectos, lo convirtió  en recuerdos.
Borró mi posible visión de futuro, por lo que al escribir, que es mi entretenimiento, no me atrevo a predecir sobre ningún tema. Casi ni a discernir entre lo bueno y lo malo. A lo más, solo me atrevo a decir si la cosa me gusta o no me gusta.
La vejez me atrapó e infantilizó mi memoria, haciéndome escribir cien historias de los años pasados, y evocarlas  con la añoranza de quien ha perdido tiempos inmejorables, cuando la realidad es que actualmente  vivimos mucho mejor de lo que entonces ni siquiera pudiéramos soñar. Porque lo que el mundo avanzó en este último  medio siglo pasado es increíble. Tenías que haberlo vivido para que te dieras cuenta de ello.
No obstante, con mis recuerdos, me voy arreglando. Aunque los repita, procuro narrarlos  de formas distintas, y  mientras haya un lector que me haga saber que leyéndolos distrae sus ratos perdidos, me doy por satisfecho. Pero… la vejez es implacable: por todos lados me arrima achaques que algunos médicos se ocupan de mantener a raya. Pero ella, que se ha empeñado en fastidiarme los días que me queden por vivir, se me agarró a las ‘patas’ y ya no creo que me suelte. A Dios gracias, no me duele nada. Pero no puedo caminar sin bastón, y más de doscientos metros seguidos, me es imposible. Lo repito. No me duele nada. Sólo eso, lo que solían decir los viejos de mi pueblo cuando yo no era viejo: ‘Que las piernas no me  llevan’. Que no pueden con el peso de mi cuerpo, y se niegan a trasladar mi esqueleto  de un lugar a otro…
Oye, que no. Que no me estoy quejando de nada. Que lo acepto con muchísima  deportividad, porque la vida es así, y porque ¡pobre de aquél que no llegue a viejo! Te lo cuento para eso, para  que, cuando te llegue el turno a ti, estés prevenido y te hayas buscado un entretenimiento que puedas practicar de sentado. Lo más fácil, la lectura.
Porque eso, lo que te decía más arriba: antes, antiguamente —o sea, cuando yo no era más que un niño—, podías entretener las horas sentado en un ‘bancucu’ desgranando maíz para llevarlo a moler al molino de Mónica, en Las Cuevas de Roiz. O desgranando  alubias para que al día siguiente el ama de casa las pusiera  en ensalada con tocino y chorizo. Pero ya ni se come borona, ni se comen alubias porque son flatulentas…  Que la vida cambió un montón; menos la coño Vejez, que sigue siendo la misma, y más vale tenerla como amiga.


LA VISITA
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Hace poco fui a Madrid, en una excursión cultural de seis días (cuatro, de no parar). Aunque viví once años allí y casi todo lo conocía, había un sitio que no, y en esta ocasión lo conseguí: la Ermita de San Antonio de la Florida. Han hecho otra igual al lado para el culto y esa ha quedado para museo. Tuvimos la suerte de que en esos momentos, además de los frescos de Goya —tan bonitos, rememorando el milagro de San Antonio—, estaba también “ÁNGELAS”, de Denise de la Rue, visto por TV. Habían colocado un espejo enorme en el suelo, casi no quedaba espacio para andar alrededor. El efecto era espectacular, reflejándose todo, y parecía que una caía en el fondo o estaba entre las pinturas.
            Tuvimos un recorrido de norte a sur y de este a oeste desde el autobús con guía, explicándonos éste todos los sitios más emblemáticos de la capital. Parada para ver, por supuesto el Palacio Real, la Catedral de la Almudena, la plaza de Oriente con sus jardines, donde está el Teatro Real. Ya lo conocía, pero esas cosas no importa verlas una y otra vez. Seguimos andando con otra guía por el Madrid de los Austrias, con sus monumentos de aquella época. Parada en la plaza de San Miguel, con un mercado del mismo nombre, precioso, de forja y cristal, lleno de delicatesen, que daban ganas de quedarse a comer allí. Puerta del Sol, plaza Mayor, calle de Bordadores, donde se hace encaje desde el siglo XVII.
Otra visita guiada fue el paseo por el Madrid de los literatos (tampoco lo conocía). Siglo de Oro, calle de las Huertas. Casas donde habían vivido Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y Calderón de la Barca. El mentidero, donde los literatos leían sus obras. El suelo se iba adornando con textos de        Benito Pérez Galdós, Luis de Góngora, Gustavo A. Bécquer, José Zorrilla, José Echegaray, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Larra y Espronceda. Eran unas calles llenas de encanto, con flores, comercios y bares antiguos; hasta vimos (no recuerdo el nombre) un tablao flamenco, lleno de murales enormes hechos en cerámica, dentro y fuera, muy bonitos y alegres.
            No podía faltar la visita al Monasterio del Escorial. Por mucho que lo conozcas, es tan impresionante… Esta vez vi la biblioteca, con sus frescos en el techo, que parece la Capilla Sixtina. Y una explicación curiosa: los libros, por la sequedad ambiental, están vistos por la parte de las hojas, ventilados por sus rejillas. Otra explicación curiosa: después de tanta historia y opulencia arquitectónica, cuando bajamos al Panteón de Reyes, el guía nos explicó que ya solo quedaban dos tumbas vacías, las que estaban encima de la puerta, guardadas para los padres del Rey Juan Carlos, que siguen en el pudridero. Hay dos opciones: o reformar ampliando (que sería muy costoso) o ponerlos a todos por matrimonios, con lo cual quedaría libre la mitad.
Comimos  en el pueblo y paseamos por sus preciosas calles, llenas de árboles, recordando muchas tardes de cuando vivimos cerca de allí.
Me mereció la pena la excursión porque nos llevaron a Alcalá de Henares, que tampoco conocía. Su nombre significa “castillo sobre rio Henares”. Patrimonio mundial por la Unesco desde 1998. La universidad, fundada por el Cardenal Cisneros en 1499, el palacio arzobispal y la catedral, con los restos en urna de plata de los Santos Niños Mártires, Justo y Pastor. La plaza Cervantes, con jardines y centro animado, junto con su calle Mayor de medio kilómetro. Con arcos a ambos lados y mucho comercio y terrazas. Compramos almendras garrapiñadas, muy famosas. En esa calle está el Museo Casa Natal de Cervantes. Delante, un banco con Don Quijote y Sancho. En ella se recrea la vida cotidiana de una familia acomodada de los siglos XVI y XVII. Está junto al hospital de Antezana, donde pudo haber trabajado el padre del escritor. Había una botica, donde se exponían instrumentos quirúrgicos. El estrado de las damas, donde, entre cojines, alfombras y braseros, leían o hacían labores de bordados, comedor, cocina, habitaciones…
Para el día final, nos dejaron por Aranjuez, que era donde teníamos el hotel. Me encanta, y otra vez vi el Palacio Real con su sala china de porcelanas y espejos, tan maravillosa. Los inmensos jardines junto al rio Tajo, sus fuentes (menos la grande de la entrada) funcionando. Una tarde inolvidable de sol paseando por ellos.
Merecieron la pena esos días, aunque acabáramos todos agotados.
           
                                                           Mª EULALIA DELGADO GONZÁLEZ©

                                                                                  Junio 2017
LA VISITA

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            Antonia, su marido y su padre: están acabando de cenar cuando suena el teléfono. Se pone toda contenta cuando reconoce la voz de uno de sus hijos:
            —Mamá, te llamo porque necesito mandarte unos días a mi suegra al pueblo. Se trata de resolver unos asuntos relacionados con la casita que nos hemos comprado. Tú ya sabes que, debido a mi trabajo, yo no paro de viajar. Oliva es una mujer muy activa y apenas notaréis su presencia.
            Pasados unos días, Oliva llegó: una maleta pequeña, cara de vivaracha y buenos modales. Justo se disponían a comer y la invitaron a sentarse con ellos. Ese día tenían carne con patatas. Antonia pone la comida sobre la mesa y comienzan a servirse. Cuando llega el turno de Oliva:
            —No, no, no. Yo, carne, ni hablar; todo son hormonas. Y las patatas, tampoco me fío de ellas. Creo que me haré una ensalada de remolacha y una infusión de diente de león.
            Pasados los primeros días, comer una hamburguesa delante de aquella mujer era un delito. Y luego, tratando que todos bebieran agua de la mar, pues era lo que mejor depuraba los riñones.
            En la habitación de invitados, que era su aposento, hubo que retirar el cuadro que con tanta ilusión Antonia había comprado en los chinos y que tanto le gustaba, pues Oliva sugirió que “le daba malas vibraciones”. El cigarro que el abuelo acostumbraba a fumar después de comer se hizo delito casi con multa, pues el humo “penetraba en los pulmones”. Sus baños con agua fría, “es bueno para la circulación” —y el pobre abuelo susurraba: “¡si me quito el refriado! Y esas infusiones, que son como medicinas… ¡dónde está mi cafelito!
            —Bueno, familia, me ausento; pero en breve volveré, y no de visita, sino a pasar una larga temporada con ustedes…


Mari Carmen Bengochea ©
LA VISITA
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            En toda España no había clementinas más buenas que las de San Clemente de la Cantera, sin discusión. Los entendidos en estos asuntos coincidían en alabar su dulzura, nada empalagosa ni artificial, sino que manifestaba la cuidada y exquisita crianza que las caracterizaba. Existía la creencia de que el apelativo “de la Cantera” que figuraba en el topónimo del pueblo era debido a que, desde allí, en los buenos tiempos, se abastecía de clementinas a todos los lugares del país; pero no es cierto. La verdad es que el nombre del pueblo se debía a que lo fundó San Clemente de Canto, quien, por ser gallego, se colocaba siempre de perfil, no sabiéndose nunca si iba o venía. No es de extrañar, pues, que sus habitantes, para referirse a que alguien se desentendía de algo, pretendiendo no enterarse, en lugar de utilizar el tosco vulgarismo “hacerse el sueco”, usaban el mucho más castizo “marcarse un Canto”.
Las clementinas tuvieron su tiempo de esplendor. Ahora, con la crisis vocacional, quedaban en el convento no más de treinta. Pero la orden seguía ejerciendo un gran magnetismo para las postulantas, de forma que no era raro que algunas hermanas abandonaran otros conventos y tocaran a la puerta de las dulcísimas monjitas de San Clemente. Sin ir más lejos, ese fue el caso de sor Balbina, que inicialmente ingresó en las Cabezonas de la Cal, notorias por su terquedad, pero que un buen día sintió la llamada clementina. O también el de sor Remedios, quien, procedente del convento de Cotillas, conocido por la inclinación al chisme, decidió también entregarse a la orden del santo gallego de la citada propensión a los perfiles.
Amanecía en el convento de Las Virtuosas Clementinas de San Clemente de la Cantera. La nueva novicia no llevaba bien eso de los maitines. Oía la llamada de las seis, pero se le pegaban las sábanas y se volvía a quedar como un tronco. Sor Mari Carmen, que dormía en la celda contigua, como ya la había calado, le daba unos cuantos golpes en la pared a las seis y cuarto y entonces, invariablemente, la novicia se despertaba de nuevo, ahora sobresaltada, y tenía que lavarse a toda prisa —un agüilla por la cara para quitarse el sueño; no le daba el tiempo ya para más—, y hala, a hacer un pis a toda prisa, quitarse el camisón y ponerse al vuelo aquel sinfín de prendas: que si las medias, que si la sayuela, que si el manto, que si el rollo de la toca, y venga a correr pasillo abajo mientras se anudaba el cordón a la cintura y se colocaba el escapulario pasando la cabeza por la abertura. ¡Quién habría tenido la ocurrencia de inventarse un hábito tan complicado, con lo bien que irían con un chándal! —se decía a sí misma— ¡Total, si allí estaban en familia!
            Pasaban unos minutos de las seis y media y la abadesa —toda ella dulzura clementina— la estaba esperando en la puerta del coro, con los brazos en jarras y careto de malas pulgas. Esta novicia la había traído por la calle de la amargura desde el día que llamó, como postulanta, a la puerta del convento diciendo que había sentido la llamada y que quería dedicarse a la espiritualidad monástica. La abadesa no se fiaba mucho de la autenticidad de la llamada que decía haber sentido la recién llegada, pero, con las pocas vocaciones que se daban en estos tiempos, no era cuestión de decirle que no.
            —¿Qué, hermana Ana? ¡Vaya cromo! ¿A dónde pensáis que vais con el escapulario del revés y las sandalias desabrochadas, eh?
            —Ay, perdón, madre Isabel. Es que a estas horas aún tengo los ojos pegados —se disculpaba la novicia, mientras se abrochaba las sandalias y se colocaba debidamente el escapulario—. Ya está, madre Isabel. ¿Entro ya?
            —¿Entro ya, entro ya? ¿Pero es que habéis pensado que el coro es una discoteca? ¿Creéis que os voy a dejar entrar con esos mechones de pelo saliéndoos de la toca? ¡Venga: para adentro esos mechones! ¡Y esta noche os ponéis el cilicio! 
            —¡El cilicio, no, madre Isabel, porfa, porfa! ¡El cilicio no, que duele mucho! —imploró, espantada, la hermana Ana, a quien aún le dolían las heridas que el último mortificante artilugio le había dejado en un muslo, que casi en carne viva le había quedado a la pobrecita.  
            —Así aprenderéis a no llegar tarde y a venir arreglada. Y no me hagáis comprobar si os habéis puesto toda la ropa interior, ¿eh? Que como os vuelva a pescar…
            —Sí, sí, madre Isabel, os lo prometo: la llevo toda.
            La abadesa la repasó de arriba abajo con ojos escrutadores. La hermana Ana temblaba de miedo, por si se le ocurría comprobar lo de la ropa interior. Por suerte, la dejó pasar sin más registros ni cacheos. Al entrar al coro, el grupo de monjas la miró con sorna. Tomó asiento entre la hermana Angelines y la hermana Balbina.
Sor Angelines era de las veteranas en el convento. Años atrás, tomó el hábito para huir de un matrimonio no deseado, convencida de que en el convento maduraría hacia una nueva disposición de ánimo. Maduró. Ahora atesoraba sueños inconfesables, en los que aparecía en su ventana un caballero andante que la secuestraba y le hablaba en versos endecasílabos mientras retozaban por la hierba.
            —Pero mira que sois dormilona, ¿eh? Y nosotras aquí esperándoos.
            —¡Pssst! —le soltó por toda respuesta la novicia, con mirada displicente; que con la abadesa se tenía que aguantar, pero a las demás no les consentía ninguna licencia.
            A su otro lado, percibió la mirada acusadora, afilada como un cuchillo, de la hermana Balbina. Monja de pocas palabras, sor Balbina lo decía todo con la mirada. Tenía fama de echar mal de ojo. Se decía que, antaño, cuando mozuela de la primera tijera, un mozo quiso propasarse con ella, y lo miró de tal guisa que se le quemaron las córneas y quedó ciego. Desde entonces, iba por ahí el desgraciado palpando las mozas, con lo que, en justo castigo por su licenciosa osadía, recibía guantazos cada dos por tres. Tales eran los males de ojo que podía echar sor Balbina. Así pues, la hermana Ana tembló. Y calló.
            La madre Isabel hizo un gesto para que se levantaran, porque iba a dar comienzo a los cantos de maitines. Sor Mari Carmen —que de niña había cantado en el coro del colegio y se decía que una vez se le apareció Santa Cecilia, patrona de la música, para felicitarla por su timbre angelical y su perfecta afinación—, inició el canto con una nota sostenida que fue in crescendo y a la que se fueron sumando las demás profesas con desigual fortuna. En los árboles del jardín, los gorriones que allí pernoctaban se despertaron sobresaltados y salieron volando en bandada despavorida.
            Más tarde, en el refectorio, las monjas daban cuenta del desayuno con su proverbial apetito. Como estaba mandado por la Regla, guardaban un respetuoso silencio, roto únicamente por las sorbiciones de los humeantes tazones de leche, los chasquidos masticatorios de las tostadas con mantequilla y alguna que otra extraviada ventosidad de difícil contención y comprensible dispensa en esas tempranas horas del alba.
            La madre Isabel les comentó la novedad que les esperaba aquel día especial: a media mañana, recibirían la visita del vicario de San Clemente de la Cantera con sus acólitos, que venían al convento, comisionados por el obispo de la diócesis, para comprobar la veracidad del milagro que en él se estaba produciendo  todas las tardes coincidiendo con los cánticos de la hora nona. Se quedarían a comer en el convento y, después de la siesta, esperaban ser testigos de tan insólito fenómeno para poder dar fe de su existencia. Pues sucedía que todas las tardes, a esa hora, mientras las paredes del convento devolvían el eco de las angelicales, por más que desafinadas, voces de las monjitas, sor Eulalia entraba en trance y levitaba. No fallaba: tarde sí y tarde también, la hermana ponía los ojos en blanco, le entraban unos temblores extraños y allá iba, desafiando la ley de la gravedad, elevada por los aires; se daba un garbeo y volvía a su sitio de partida. Naturalmente, el hecho se mantendría en secreto hasta que hubiera sido debidamente verificado por la autoridad del vicario.
            Cuando llegó la comitiva, las hermanas esperaban, respetuosas y un poco nerviosas, en el patio del convento. Se abrió la cancela y entró, majestuosa y autoritaria, la figura del vicario, el venerado pero temido padre Jesús, apoyado en su bastón y con una expresión como diciendo que no se pensaran aquellas monjitas, con sus caritas de no haber roto un plato, que se la iban a dar con queso con eso de la levitación; que él estaba ya de vuelta de todo y aún tenía que nacer la monja que le diera gato por liebre. Tras él, con la mirada gacha y gesto sumiso al que les obligaba su humilde condición, sus tres acólitos: el padre Rafael, que llevaba las manos metidas en los bolsillos del hábito, porque su lema era Ora et labora, pero, convencido como era del trabajo en equipo, se reservaba para él la parte del ora y dejaba para los otros dos, inferiores a él en el escalafón monástico, la parte del labora; el padre Perico —que estuvo a punto de ser expulsado de la orden cuando le encontraron en su celda una revista Play Boy, que el padre prior se apresuró a confiscar y de la que nunca más se supo—, llevaba el portafolios del vicario y era el encargado de tomar notas al dictado; y el padre Javier, que llevaba cara de mala leche porque, como era el último de los tres en haber tomado los hábitos, le tocaba cargar con la cartera del vicario, que pesaba un montón porque nunca se desplazaba sin llevar con él una estatuilla en bronce de San Dominguito del Val, virgen y mártir —mas luego resucitado—, patrono de los monaguillos, a fin de que le recordara sus humildes comienzos en la cosa monacal.
            La abadesa dio la bienvenida al padre Jesús soltándole un pequeño discursito, pero pronto descubrió que la reputación que precedía a tan alta autoridad no era inmerecida:
            —A ver, madre Isabel, corte el rollo. En este convento, ¿a qué hora se come?
            En un rincón, la vista en el suelo y las manos recogidas con los dedos entrecruzados, sor Eulalia, ilusa ella, pretendía pasar desapercibida para que no le hiciera preguntas acerca de su peculiar milagro. ¡Poco sabía la pobre que nada escapaba a la mirada de lince del concienzudo padre Jesús!
            —¿Quién es la hermana esa que se dedica a volar por ahí?
Estaba claro que el señor vicario venía con actitud de lo más escéptica acerca del prodigio. Y sin esperar respuesta:
—Así que levitando, ¿eh, hermana? —preguntó con socarronería, dirigiéndose a sor Ana.
—No, no, yo no he hecho nada —respondió, subiendo los hombros y señalando con los ojos hacia la hermana Eulalia.
Hubo unas risitas contenidas entre las monjitas, que cortó de sopetón la mirada, perforadora y terrible, del padre Jesús.
—Bueno, bueno, ya veremos —zanjó el incidente el vicario.
Hasta la hora del almuerzo, la abadesa le acompañó en un recorrido por las distintas partes del convento:
—Mirad, padre: esas que trabajan allí, en la huerta, regando las legumbres y recogiendo frutas de los árboles, son la hermana Balbina y la hermana Mari Carmen. Ambas han sentido la llamada recientemente, pero creo que madurarán pronto.
—Ah, muy bien, muy bien. Oiga, y esos tomates estarán riquísimos, ¿no?
La abadesa hizo como que no le oía.
—Esas dos que veis ahí, en la cocina, elaborando nuestras afamadas pastas y dulces tradicionales, son la hermana Angelines y la hermana Eulalia. Con sor Angelines, hay que andarse con cuatro ojos —y a continuación bajó un tono la voz—: la pobre, a veces se siente tentada de sensualidad.
—Sí, sí, vigílela, que Satanás está siempre al acecho. Ya sabe lo que ordena la Regla para estos casos: a dormir con las manos fuera de las sábanas y a picar de palmas en la ducha. Oiga, ¡y qué bien huelen esas pastas que hacen! Espero que no nos iremos sin probarlas, ¿verdad?
La madre Isabel respiró hondo y no quiso regalarle la dádiva de una respuesta.
—Y esa que veis allí, tan atareada en su rinconcito, es la hermana Remedios. Ahí donde la veis, elabora el té más exquisito que hayáis probado en vuestra vida. Nosotras lo tomamos siempre después de comer, porque es muy digestivo; ya veréis. No os preocupéis, que, cuando os marchéis, os daremos de regalo un paquetito a cada uno junto con unas cuantas pastas y dulces.
—Eso está bien, madre Isabel; eso está muy bien. ¿Y ya puestos, no podría añadir una cajita de esas galletas de jengibre que veo que también tienen ahí?   

            Las monjitas, ciertamente, sabían cocinar —comentaron entre ellos en el refectorio—, y no como en su propia abadía, donde los hermanos cocineros no sabían hacer la o con un canuto y no les daban más que cremas de verdura y guisos de patatas. Las monjitas, en cambio, les agasajaron con sabrosas hortalizas de la huerta, carnes exquisitamente cocinadas, un vinillo que había que ver cómo se cuidaban las hermanas, y unos postres que estaban para chuparse los dedos. Y el té de sor Remedios, ¡para qué hablar!: el mejor que habían probado nunca.
Tras el almuerzo, se retiraron a descansar y dormir la siesta, a fin de estar en plenas condiciones para el gran acontecimiento.
             A la hora nona, los cuatro frailes estaban sentados en primera fila para no perderse detalle. Tras ellos, las hermanas elevaban sus voces atonales. Frente a todos, sor Eulalia, arrodillada, los brazos en cruz, la cabeza ligeramente ladeada y mirando al cielo, sentía ya como le iba llegando el trance.
            Las monjas, acostumbradas ya al cotidiano portento, no le prestaban mayor interés. El padre Jesús y sus tres humildes acólitos, en cambio, comenzaron a sentirse realmente nerviosos cuando pudieron constatar como sor  Eulalia comenzaba a tiritar y todo su cuerpo parecía como si se estuviera estirando, como perdiendo gravidez. De repente, aparecieron unos estigmas sangrantes en las manos de la monja, sus rodillas se despegaron del suelo y se fue elevando sin perder en ningún momento su posición genuflexa y contemplativa. Atónitos, contemplaron como sor Eulalia, efectivamente, levitaba con un ligero temblor. La fueron siguiendo con la mirada mientras hacía algunas evoluciones sobre sus cabezas; luego, como ascendía majestuosamente unos metros, daba una voltereta en el aire y salía por una de las ventanas, que estaban abiertas para mitigar el calor estival, desapareciendo de la vista, para reaparecer poco después por otra ventana en el lado opuesto del recinto.
            Lentamente, sor Eulalia fue descendiendo hasta quedar de nuevo arrodillada en el mismo sitio del que había despegado; pero, en su maniobra de aterrizaje, golpeó la imagen en yeso de Santa Inés de Roma y la rompió. Una vez en tierra, sus temblores fueron desapareciendo, sus ojos dejaron de mirar hacia arriba, sus manos descansaron y regresó de su trance. La levitación había acabado. Como cada tarde.
            La madre Isabel estaba furiosa. ¡Rota la imagen de Santa Inés, la pobrecita, que permaneció virgen pese a haber sido sentenciada a vivir en un prostíbulo, porque, cada vez que la exponían desnuda, los cabellos le crecían de manera que tapaban su cuerpo y el lascivo aspirante se espantaba y se marchaba! Y claro, como no podían beneficiársela, la degollaron.
—¡Rota, rota nuestra imagen de Santa Inés! ¡Ved lo que habéis hecho! ¿Es que no podéis mirar por dónde voláis o qué?
            —Que no, madre, que estaba en trance y no veía nada.
            —¡Excusas! —y la castigó a postrarse de bruces en el suelo, con los brazos en cruz, hasta que la avisara.
            Ni el vicario ni ninguno de sus tres monjes acólitos podían pronunciar palabra. Las monjas les lanzaban miradas no exentas de cierta guasa, como diciendo que ya se lo habían advertido. Sor Ana, por aquello de que aún no dominaba el protocolo, les comentó:
            —Qué pasada, ¿no? A mí me molaría levitar.
            —¡Hermana, silencio! —la conminó la abadesa, y su mirada, de nuevo, presagiaba cilicio.
            Decididamente: era un milagro. El vicario padre Jesús conferenciaba con sus acólitos y les hacía partícipes de que lo más probable es que hubiera que beatificarla. Con esos antecedentes y el informe que elevaría a las autoridades, seguro que la beata Eulalia acabaría siendo el orgullo del convento, del pueblo y del país entero. Peregrinos de todas partes harían cola para comprar las yemas de la beata Eulalia y las figuritas de yeso de la monja que, en posición de rodillas, colgaría del techo por un hilo de pescar, en imaginativa alusión a sus levitaciones. Si había suerte y conseguía morir virgen  —tarea nada fácil, dadas las tentaciones de la vida moderna— y sobre todo mártir, hasta podría acabar siendo nombrada patrona de los pilotos de vuelo sin motor. Contrariamente a lo que habían temido, la visita había sido un rotundo éxito.
            A su partida, tal como les habían prometido, les entregaron a cada uno una bolsa con pastas de cabello de ángel, dulces de hojaldre con crema pastelera, galletas de jengibre y un tarrito con las hierbas para preparar el té de sor Remedios. El padre Javier seguía con cara de mala leche, porque ahora, además de acarrear la imagen en bronce de San Dominguito del Val, le habían encomendado que cargara con las cuatro bolsas de regalos.
            —No es justo —se lamentaba—, siempre me tiene que tocar a mí.
            —Ora et labora, hermano Javier, ora et labora —le sermoneaba el padre Rafael.
            —¡Qué pasada! — susurraba la hermana Ana al oído de sor Mari Carmen— Me encanta como pronuncia el griego.
            A través de una de las ventanas abiertas del coro, llegó la voz angustiada de sor Eulalia:
            —¡Madre Isabel, madre Isabel, que me estoy haciendo pis!
           
            —¡Qué monjitas tan encantadoras! —comentaba el vicario en el tren, viaje de regreso, mientras degustaba ya una de las galletas de jengibre.
            —A ver si hay suerte y nos vuelven a mandar para hacer una segunda comprobación —soñaba el padre Javier, pensando que no había comido tan bien desde que se marchó de casa para tomar los hábitos, con gran disgusto de sus padres y de su novia embarazada.
            —Y estos regalos, ¿hay que compartirlos con los demás frailes? —preguntó el padre Perico, que, como había ido al seminario en Cataluña, se había vuelto de la virgen del puño.
            El padre Rafael, que era muy de leerlo todo, se entretenía estudiando la etiqueta del tarrito de hierbas para el té de sor Remedios. Llamó la atención del vicario:
            —Padre Jesús, mire lo que pone aquí.
            —Pero, hombre, ¿no ve que estoy dormitando?
            —No, no, mire, mire lo que pone: “Ingredientes: té de romero, cannabis, mescalina y LSD”.
            —Bah, yo no entiendo de hierbas. Está bueno, ¿no? ¡Pues qué más da!


José-Pedro Cladera ©
QUIZÁS...
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Quizás por lo que sigue
cesaron las visitas,
la casa abandonada,
balcones sin cortinas...

Recuerdo, en otro tiempo,
con gracia esas visitas,
pasteles en la mesa,
cafés y mantequilla.

Por eso quiero hablaros
del tiempo de visitas,
aquellas que de niños
llenaban de alegría.

Las rosas en la mano,
(regalo de visita),
dos besos en la frente
y luego unas caricias.

¡Qué tiempo el de los niños
buscando las visitas,
y en ellas los encuentros
de juegos en pandilla!

Visita a los abuelos
que pronto repetías,
también a tíos ricos
que daban calderilla.

Visita a primos bordes
mostrando chulería,
y hermanos y cuñados
del padre de mi vida.

Por eso yo renuncio
ahora, a las visitas,
no quiero más agobios
ni usar tantas mentiras.

"...Quizás por la experiencia
prescindo de visitas,
y vivo en el silencio
pasando de puntillas..."

Rafael Sánchez Ortega ©


LAS VISITAS DE AQUELLOS AÑOS

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Recuerdo un día hace muchos años. Fui a jugar a las muñecas a casa de una amiga. Era un piso algo más grande que el nuestro. Había una "salita" que me llamó poderosamente la atención: todos los muebles estaban forrados con plástico; los adornos, espantosos, colocados estratégicamente; un olor indescifrable, mezcla de moho y piel sintética sin utilizar. Le pregunté a mi amiga que para qué tenían en su casa un lugar así, donde además solo podíamos asomar nuestras cabecitas —no se podía pisar—. Me contestó que era para las visitas de sus papás.
—¡Ah! Pero ¿tienen muchas visitas?
Yo casi no sabía qué era eso. Me contestó que no, pero que, cuando iba a venir alguien a casa, quitaban corriendo aquellas fundas y todos se sentaban muy rígidos. Le dije que entonces mis padres no recibían visitas, solo que a veces iban a verles algunos amigos; pero que estábamos todos juntos en una sala grande, con una tele chica y muchos juguetes por el suelo, y tenía una  mesita donde amontonaba cuidadosamente mis cuentos de hadas de dos pesetas y mis maravillosas "maripepas" recortables. Mis hermanos jugaban con los indios y vaqueros por el suelo, y con cochecitos, amén de con las pinzas de colores de tender la ropa. Y yo veía a mis padres cómodos delante de un café; si caían migas, pues se recogían más tarde.
Mi amiga no entendía muy bien:
—¿Pero no tienen visitas?
Yo creía que sí, pero no acertaba a explicarlo. Sí que le dije, muy estirada, que cuando venía el médico de visita tenía su propia toalla, una bordada blanca y muy bonita.
Ambas seguimos jugando juntas en su cuarto, pequeño y abigarrado, viendo a sus papás enfrente, sentados en un sofá muy viejo en una saluca también pequeña y bastante oscura. Había por allí otro hermanito correteando. Recuerdo un olor dulzón y desagradable. La "salita de las visitas" ocupaba una cuarta parte del piso, con sofá y butacones; una vitrina, con puertas de cristal y madera brillante, mostraba una vajilla y una cristalería que algún día debió de colocar Almodóvar (aunque en esa época seguro que estaba cambiando los dientes de leche). Estaba todo impoluto, lustroso, vacío y triste.
Llegué a mi casa más feliz que nunca. Aquella sala grande, llena de vida, me calentó el alma. Le pregunté, algo ceñuda, a mis padres que por qué ellos nunca recibían visitas. Me dijo mi madre:
—¿Pero de dónde sacas eso?

Remedios LLano Pinna©
Junio 2017
COMILLAS