Si me
prometes que trabajarás al máximo, yo te prometo que cursaré la EGB contigo.
Y un abrazo
selló el acuerdo.
Mari Tere había
sido profesora de música en el colegio de la Vera Cruz, pero ahora se dedicaba –zum,
zum, zum– a la educación e instrucción de su hijo.
Habían
acudido con asiduidad a la consulta del famoso oftalmólogo, doctor Barraquer, y
seguían a rajatabla sus directrices: nada de lupas, nada de quevedos
endiosados, nada de forzar la visión. Asier no recuperaría su vista; sería
afortunado si no aumentaban sus dioptrías. Los analfabetos se
preguntaban por qué no accedía al sistema Braille como lo habría hecho su tío
Jesús, ciego y brailliano...
Se podía decir
que Asier era un chico feliz: cuando volaba sobre su velocípedo, cuando
derrapaba, cuando marchaba sobre la rueda trasera o cuando paraba de golpe al
reconocer la voz de algún aliado. Durante la
segunda etapa de la EGB, su tutor fue Mikel del Olmo: bálsamo para Asier,
que dejaba de ser hiperactivo, no sólo en las asignaturas de Matemáticas y
Ciencias, sino en casi todas las demás. Mari Tere, tragándose –glu,
glu, glu– su orgullo, acudía a casa del profesor para que le explicara
algunas fórmulas o conceptos que tenía
oxidados, y así subsanar los lapsus de su hijo-alumno.
También contó
con la paciencia de Job,
Emiliano Elorza. Impartía la asignatura de Euskara. Los alumnos disponían de
amplias fotocopias, que, una vez plastificadas, eran un material valioso, sobre
todo, en el estudio de la Declinación.
Asier gozaba de buena memoria, y a la hora de hablar –como era
locuaz– salía airoso en las preguntas orales. Quedaban para casa los ejercicios
escritos, que podían exigirle un par de horas. Pero cada vez más grandes e
hirientes fueron las clases de Inglés:
la diferencia entre la pronunciación y la escritura fue un obstáculo
insalvable. La grafía le resultaba una serie de palitroques: ahora th, luego
ph..., y veía ora dos oes y ora una sola para pronunciar una o. La falta de
empatía de la profesora, que opinaba que era un caso perdido, incrustó la
visión de Asier en el frío suelo.
Si me prometes que te sacrificarás al máximo, me
comprometo a cursar la EGB contigo.
Y no perdió la autoestima. Su hermano, Fernando, le ayudó
a aprobar el Inglés.
La señorita Andrea impartía las asignaturas de Lengua
Española e Historia. Muchos de los alumnos más
aventajados habrían ansiado tener el bagaje de Asier. Había heredado de su tía y abuela, maestras, vastos
y sólidos conocimientos del idioma: una sintaxis ejemplar y un léxico rico y
profundo. Había muchos relatos, muchos entremeses, muchas hazañas odiséicas
para leer, más las fichas que diseñó Andrea, con espacio para el argumento y
datos del autor, que eran aptas para rellenar.
Y como cada maestrillo tiene su librillo para enseñar, sobre todo, para sacar a flote a alumnos con alguna discapacidad o para ayudar a los pupilos de aprendizaje más lento, Andrea, sin consultar con el equipo directivo, quedaba una hora antes, a las dos de la tarde, para realizar los exámenes de Sociales: mientras Asier repondía a las preguntas, ella escribía toda la información que obtenía del educando. A veces, sonaba la sirena –dando las tres– cuando estaban con lo secundario: tres puntos suspensivos... Y las firmas de Asier y la copiadora quedaban impresas (por si acaso tuvieran que dar explicaciones al Inspector de Enseñanza sobre las aptitudes del alumno).
Apéndice: Si Asier hubiera nacido treinta y cinco años más
tarde, la Medicina habría sido una grandísima aliada, abriéndole otro futuro:
un futuro mucho más digno.
Isabel Bascaran Garechana©
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