Me encontraba dando
vueltas por la misma calle durante más de media hora. ¡En buen momento había
decidido salir del hotel! Pero claro, llevaba metido tres días sin pasar de la
puerta de entrada, solamente trabajo, trabajo y más trabajo. Como consecuencia:
perdido en Berlín, muerto de frio y con un hambre atroz. Pero todo no estaba
perdido, porque, al cruzar la esquina, encontré un pequeño restaurante,
decorado de una manera muy elegante, con los camareros con chaqueta, pajarita,
arañas enormes iluminando el comedor. Al llegar, pedí una mesa para uno. Me costó
unos cinco minutos entenderme con el encargado del restaurante, porque yo no
hablaba my bien alemán; pero él, mucho menos de inglés y español: ole, toros,
san Fermín y para de contar. Pero un mensajero, que debía de llevar los
encargos a las casas, sí sabía. Y así entré en su maravilloso comedor. Era como
meterme en el castillo en medio de un baile.
Noté que me miraban,
esa sensación que no sabes por qué pero tú notas. Me senté a una pequeña mesa,
con una vela como única compañía. El camarero me entregó la carta y, parapetada
detrás de ella, hice un barrido por toda la estancia en busca de quién producía
aquella sensación, y lo encontré, pero… ¡Ella, no puede ser! Pero cuando
nuestras miradas se encontraron, me guiñó un ojo de una manera tan sexy, y yo
simplemente me quedé en blanco. Cuando mis neuronas volvieron a funcionar y le
iba a devolver el coqueteo, un alemán de casi dos metros, más rubio que el maíz,
venía a tomarme el pedido, pero yo estaba a otra cosa: una obra de arte, creada
por los grades escultores, me estaba sonriendo y mirando de manera muy, muy
dulce. Pedí los dos primeros platos de la carta –me daba igual, ya no tenía
hambre, o no de la misma manera que al salir del hotel–. Quería preguntarle al
camarero que si la conocía o invitarla a una copa, pero… si tardé cinco minutos
para una mesa, para esta aventura necesitaba más de media vida, y no estaba
dispuesto.
Cuando el camarero se
alejó, decidí que era ahora o nunca, porque esa mirada me había atrapado. Así que
cogí todo mi valor y me dirigí hacia ella. Al llegar a la mesa de postres, cogí
la tarta de red velvet y dije: como
me vuelvas a mirar otra vez así, te como de un bocado. Y así me dejé seducir.
Jezabel Luguera ©
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