Hay gente que
nace a destiempo y gente que muere a destiempo. No era suyo el pensamiento. Lo
había leído hacía años y se le quedó grabado en algún lugar de su cerebro, en
algún lugar que permitía que aflorara de vez en cuando; a veces, demasiado a
menudo. Sí, hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir. Y hay quien se
empeña en estar a destiempo en ambos.
Somos
marionetas moviéndonos por un escenario en el que los telones cambian, los
títeres a nuestro alrededor se van
sucediendo, algunos efímeros, otros obstinadamente presentes. El tiempo se
llena de historias de éxitos y de fracasos, de odios y pasiones, de sueños
alcanzables y sueños inasequibles, de aspiraciones sublimes y aspiraciones
mezquinas, de amores posibles y amores imposibles, de risas y de llantos. Y en
esa enmarañada madeja de rutas perseguidas y otras abandonadas, de placer y de
sufrimiento, de obligaciones y frustraciones, de fidelidades y de traiciones,
de pronto uno mira hacia arriba y ve que no es más que una frágil marioneta que
pende de un par de hilos, y que bastaría con cortarlos para que toda,
absolutamente toda aquella complejidad, se sumiera en la balsámica simplicidad
de la nada... Y uno ve que hay unas tijeras al alcance de la mano.
Sentía frío. La
humedad había encontrado la forma de colarse entre la ropa. El agotamiento se
iba apoderando de él. La luz de la luna, lechosa, tenue, mortecina, desaparecía
tras la capa de nubes negras, que comenzaron a descargar una lluvia espesa y
obstinada. Desde el suelo inseguro de matorrales, desde las copas imponentes de
los árboles, desde todas partes, le embriagaba el olor a hierba mojada. Respiró
hondo. Siempre le había gustado el sabor del aire en una noche lluviosa en
medio del bosque. Los chorros de agua crepitaban a su alrededor y apenas
lograban ahogar el sonido de su propio jadear. Hacía horas que deambulaba sin
rumbo. No llevaba brújula, ni reloj, ni teléfono. Nada de eso le sería útil
para llegar a su destino, pues su destino era ninguno. Debía de ser,
barruntaba, más de la media noche. Sus miembros estaban ya entumecidos y su cuerpo le apremiaba a encontrar algún lugar
protegido donde sentarse y recuperar algunas fuerzas; pero paradójicamente,
recuperar fuerzas no era lo que le acercaría a su destino. Sacó la petaca de
acero que llevaba en un bolsillo del anorak y bebió un largo trago de whisky.
Sintió el calor en sus entrañas, y sus piernas recuperaron vigor. Tanteaba el
terreno con los pies para no caer. Sus ojos se habían aclimatado tanto a la
profunda oscuridad que percibía siluetas frente a él, siluetas que a veces
adquirían formas fantasmagóricas a las que estaba ya demasiado acostumbrado
como para que le afectaran, formas que parecían moverse espasmódicamente, como
a fotogramas, vistas a través de la cortina de agua que le caía delante de los
ojos desde la visera de la capucha.
Pensar… No
quería pensar. El tiempo de pensar ya había pasado. Ahora era el tiempo de
olvidar.
Se concentraba
en encontrar algún recoveco entre la oscuridad por el que atravesar un macizo
de arbustos; columbrar alguna elevación del terreno hacia la que dirigir sus
pasos. Toda su vida le habían atraído los lugares altos; ante la duda, hacia
arriba, se había dicho siempre, y seguía instintivamente su regla, aunque
ahora, la verdad, le daba exactamente lo mismo hacia dónde se dirigiera. Le
invadía un sentimiento de plenitud, de realización, que en otras circunstancias
hubiera resultado contradictorio, al constatar que sus fuerzas se acababan, que
no tendría aguante para superar la noche, que la agradable rendición le iba
invadiendo, que no tardaría en caer agotado y se abandonaría por la dulce
pendiente que conducía a la nada.
Se notaba
mojado y tenía mucho frío. No habría abrochado con cuidado el cuello de su
anorak y el agua había encontrado la ruta hasta su piel cansada. No recordaba
ya si había sido un descuido o si lo había hecho deliberadamente. Cayó de
rodillas y se lastimó las manos con unas piedras al intentar instintivamente
asir a ciegas lo que fuera para amortiguar la caída. La sangre caliente en las
palmas de las manos le resultó agradable. Se las frotó para repartir un poco de
calor por los dedos, entumecidos. Permaneció un rato en la misma posición, de
rodillas, y encontró así un poco de descanso. Tenía hambre. Sacó de un bolsillo
una tira de longaniza mojada y tomó dos bocados. Sintió la inyección de fuerza
de forma inmediata.
La lluvia
amainaba. De su capucha ya sólo colgaban hilachos, riachuelos de agua en vez de
la espesa cortina de antes. Tenía escalofríos por todo el cuerpo y calambres en
los pies. Volvía a caminar, el paso ya impreciso, vacilante. La negrura frente
a él parecía ser menos profunda ahora que el agua había cesado. Las sombras y
las formas eran algo más precisas, pero le daba igual. Arrastraba los pies, y
sus botas se hundían en cualquier desnivel y le hacían tambalearse. Ya no era
capaz de pensar con claridad y eso le complacía. Era un autómata, un fantasma
deambulando perdido por un bosque profundo en un último caminar hacia un
deseado abismo.
No sabía cuánto
tiempo llevaba así, pero debían de ser ya muchas horas porque no le quedaban
fuerzas ni para sostenerse en pie. Se dejó caer sobre la hierba mojada. Su
mirada, fija en la silueta de una colina que adivinaba más que veía no
excesivamente lejos de sí. Llegaba el momento, pensaba, y se sentía bien. Por
la cresta de la colina, colándose entre la línea de árboles que la coronaba, de
pronto, un rayo de luz roja, titubeante, de un nuevo amanecer le sorprendió. No
creía que fuera ya momento para el alba. Le admiró la rapidez con que el cielo
se encendía, como fuego asomándose por encima de la colina. La mera visión de
la luz le hizo sentir, seguramente imaginar, el delicioso latigazo de un poco
de calor. El día acudía presto. El paisaje se iluminaba a su alrededor como un
escenario sobre el que se encendieran de pronto todos los focos. Por primera
vez desde hacía muchas horas, se vio a sí mismo tumbado en la maleza, mojado,
abatido. La cima del pequeño montículo prendido por la luz del alba le llamaba
con un magnetismo irresistible. Se irguió. Quizás, pensó, quizás…
Titubeante,
encorvado, temblando de frío, encaminó sus pasos hacia los rayos de sol que iluminaban,
ahora con insolente descaro, todo el horizonte. La humedad de la noche se
elevaba del suelo, formando una bruma
por la que se iba abriendo paso hacia una nueva esperanza. Otra vez había
perdido.
José-Pedro Cladera Fontenla©
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