miércoles, 7 de diciembre de 2011

EL CAMPO.


En esta ocasión, que nos brinda el profe de escritura, aprovecharé para dar una imagen totalmente diferente de la que, los grandes escritores, sobre todo los poetas, nos tienen habituados en sus idílicas composiciones literarias.

En primavera, cuando los poetas observan el despertar de la naturaleza con sus espectaculares flores y los bellos trinos de las aves, en el pueblo donde yo nací y me crié, lo mismo que en los de los alrededores, se miraba al cielo y a las fases de la luna buscando el momento más adecuado para la preparación y siembra de los huertos y “tierras” con los productos que habrían de servir como alimento y sustento de personas y animales durante todo el año.

De los huertos, por lo general, se ocupaban las mujeres. Dependiendo de la época del año que fuera, invierno o primavera, sembraban las lechugas, acelgas, berzas, repollos, pimientos y un largo etcétera de hortalizas que servirían para el consumo de la familia, y si las cosechas se daban bien y había cierta abundancia, también se regalaban a los vecinos que por diversas circunstancias no tuvieran en sus casas un pequeño huerto. De aquella se ayudaban todos entre sí, sin darle la menor importancia al hecho, como la cosa más natural del mundo. Se intercambiaban semillas si el año anterior la cosecha de alguno no había sido de la mejor calidad.

-Fulanita, espera un poco que voy a “date” unas semillas de berza que salen muy buenas.

-Ah, vale. Luego mándame al “criu” que tengo en casa una docena de huevos “pa ti” que están todas las “pollucas” poniendo sin parar.

Cuando se trataba de sembrar una “tierra” de maíz y alubias o de patatas ahí la cosa cambiaba y toda la familia tenía que arrimar el hombro.
En primer lugar había que arar la parcela con un arado tirado por el caballo que prácticamente todos los vecinos tenían para ayudar en las labores agrarias y ganaderas. Unos cuantos años antes estos trabajos se hacían con la pareja de bueyes o de vacas preparadas para el “tiru”. En mi familia no llegué a conocerlas pero uno de mis abuelos fue carretero por esta zona donde ahora el destino me ha traído a vivir. Los tractores y demás maquinarias de labranza tardarían en llegar a la zona donde me crié porque su orografía montañosa dificultaba bastante su uso.

Como decía, en la preparación de las “tierras” para la siembra participábamos todos los miembros de la familia, incluso niños y ancianos. Los mayores escogían las semillas sentados en la solana de las casas mientras hablaban de tiempos pasados que siempre habían sido mejores y de lo perdida que estaba la juventud. Tenían gran preocupación por lo que acabaría siendo el mundo cuando ellos ya no estuviesen supervisando las cosas.

A los pequeños de las casas, como no teníamos todavía fuerza para sujetar los arados, nos ponían el ramal del caballo en la mano y ¡hala! vete y ven, lo más derecho que puedas, de “punta a punta” de la tierra para que en cada pasada quedara la tierra levantada.

Después de unos días, dejando que se airease la tierra removida, se usaba el “rastro”. Este era mi preferido porque nos servía como atracción de feria a falta de otra cosa. Teníamos que hacer cuanto más peso mejor subidos encima de él para que la tierra quedase lo más molida y uniforme posible. Como por aquella época el sobrepeso en los niños no existía y estábamos todos más bien flacuchos venían los de otras casas para aumentar peso y lo vivíamos como una fiesta. Era todo un ejercicio de equilibrio el mantenerse en pie sobre el rastro, cinco o seis criaturas todos agarrados al mismo palo. El que caía tenía que levantarse rápido y echar una carrera para volver a subirse al rastro sin que este parase. ¡Toda una fiesta el día que había que arrastrar!

El siguiente paso sería hacer los surcos para introducir las semillas. La siembra de patatas era muy cansada porque había que agacharse a colocar la patata con “los ojos” hacía arriba. La del maíz y alubias la hacíamos caminando a paso ligero cuando ya habías cogido el “tino” de soltar los granos justos de cada vez. A veces se nos escurrían por nuestras pequeñas manos granos en demasía y teníamos que agacharnos a recoger los que sobraban porque si no cuando naciesen las plantas habría mucho trabajo en el “sayo”. Además no debíamos desperdiciar las semillas. Las alubias y el maíz las sembrábamos juntas para que el tallo del maíz sirviese de guía y soporte a la planta de la leguminosa. De esta manera nos ahorrábamos el tener que sembrar otra tierra y tener que poner palos que hiciesen esa función.

En la labor de “sayar” a los pequeños ya no nos dejaban participar pues podíamos echar a perder toda la siembra si no dominábamos bien la “azá”. El “sayu” consistía en remover un poco la tierra que rodeaba a la planta y quitar malas hierbas o excesos de plantas en un mismo hoyo para que la que quedase pudiese crecer con holgura suficiente.

Dependiendo de la estación del año en que nos encontrásemos se sembraban diferentes cosas, no como ahora que con los invernaderos tenemos todo tipo de productos durante todo el año. Eso sí, lo que nunca fallaba en mi casa era que había que hacerlo cuando la luna estaba en su fase menguante. Al igual que la poda de los árboles frutales. Aquello sí que era una despensa de frutas. Cuando el estómago “roía” un poco no teníamos más que acercarnos a cualquier árbol frutal, nuestro o de cualquier vecino, y coger lo que nos apeteciese. Siempre había alguien a quien no le gustaba que los críos se alimentasen de sus árboles y lo único que conseguían con esa actitud era que nos supiesen más sabrosas que ninguna otra del pueblo, por lo que no escatimábamos esfuerzos en conseguir esas frutas prohibidas.
En invierno el campo nos daba una tregua y podíamos descansar un poco al calor de la “lumbre” cuando el frio y los temporales no nos dejaban salir de casa. Eso sí, los animales había que seguir atendiéndolos. Había que ordeñar las vacas, a mano, un par de veces al día y se alimentaban de la “yerba” recogida durante el verano.

Las mujeres y niñas pasábamos el tiempo cosiendo o tejiendo y los hombres haciendo madreñas, preparando palos para las palas o haciendo praderas para el verano. Las praderas en mi casa eran de todos los tamaños y cada uno teníamos la nuestra acorde a nuestra altura y tamaño de manos. Al principio de verano nos hacía ilusión estrenarla, al final estábamos deseando azotarla en cualquier rincón y no volver a saber de ella en mucho tiempo.

Nuestros veranos no eran precisamente de relax y vacaciones. En la primavera se empezaban a segar algunas fincas para ensilar el “verde”. Por regla general eran los hombres los que segaban y las mujeres y las criaturas de todas las edades cargaban el carro con el “verde” y atropaban para que quedasen los “praos” limpios y listos para dar enseguida frescas paciones para el ganado. Otras fincas se dejaban para segarlas durante los meses de julio y agosto aprovechando el sol para secar la “yerba” y almacenarla en los pajares para poder mantener a los animales durante el invierno.

No quiero describir la cara que se nos quedaba a los más pequeños cuando, a media mañana, veíamos a los escasos vecinos de la zona que no vivían del ganado, marchar a pasar el día en la playa mientras nosotros nos dábamos una paliza “esparciendo”, dando vuelta, “morujando”, vuelta a “esparcer”, hacinando o recogiendo la “yerba”. Pero a pesar de maldecir nuestra suerte no nos desmoralizábamos. Al contrario, trabajábamos más rápido porque si acabábamos rápido nuestros quehaceres siempre teníamos cerca un pequeño riachuelo para darnos un chapuzón y disfrutar un rato después del duro trabajo. Y es que por mi pueblo, a pesar de ser muy pequeño, pasan tres ríos. No son muy grandes, pero sí lo suficiente como para formar “pozas” donde poder saltar y hacer nuestros pequeños amagos de natación. De hecho, antes de que yo naciera, en esos ríos que atraviesan mi pueblo, llegaron a contabilizarse ocho molinos de maíz.

Competíamos también en coger “zamarros” y renacuajos que metíamos en frascos con un poco de agua y a ver a quien le duraban más tiempo vivos. Algunos de aquellos renacuajos llegaron a subsistir durante bastante tiempo teniendo en cuenta el trato que les dábamos. De aquella no existía la Sociedad Protectora de Animales...

Desde muy pequeña yo tenía muy claro que quería ser “urbanita”. Todavía, después de tantos años transcurridos, no tengo ni la más remota idea de dónde pude sacar semejante palabra pues por aquella época la mayoría no sabían lo que significaba. Cuando nos juntábamos a comentar lo que íbamos a ser de mayores yo siempre tenía a punto la frasecita:

-Yo voy a ser “urbanita”.

Como es lógico cuando comencé a decirlo se reían de mí. Con el transcurso del tiempo se fueron acostumbrando a oírmelo y me dejaban, no sé si por imposible o por tonta. Seguramente por las dos cosas.

He de decir que durante algún tiempo llegué a serlo, (urbanita), y lo disfruté mucho mientras duró. Después las circunstancias de la vida nos llevan a donde, seguramente, nos corresponde estar y aquí estamos escribiendo sobre el campo.

Laura González Sánchez ©
Diciembre 2011