Acababa
de cumplir ocho años cuando a mi padre, oficial de Artillería, le destinaron a Mahón.
Vivíamos en unos pabellones militares junto a una amplia plaza ajardinada,
donde nos encontrábamos los amigos después del colegio y los domingos. Los
niños jugábamos partidas de canicas, le dábamos al balón o intercambiábamos
cromos. Si teníamos algunas perras gordas, comprábamos chucherías y nos las
apostábamos a ver quién daba antes la vuelta a la plaza en bicicleta. Las niñas
jugaban en los columpios y toboganes, se contaban cosas del colegio y siempre
se reían, y nunca sabíamos por qué. La plaza era donde más a gusto estábamos y
pasábamos allí todo el tiempo que nuestros padres nos permitían.
Como
todas las plazas importantes de cualquier ciudad por aquel entonces, tenía el
nombre de algún personaje decisivo de la guerra civil. Pero de eso no fui
consciente hasta muchos años más tarde, porque, en aquella época, nunca nos
referíamos a ella por su nombre. Para nosotros, era la “Plaza del loco”.
“El
loco” era inseparable de la plaza. Sentado siempre en una esquina donde, si
había sol, daba todo el día, apoyado contra la pared, miraba pasar a la gente
sin inmutarse. Su mirada era desconcertante, porque cuando la dirigía hacia ti,
sus ojos, muy abiertos, parecían enfocar a algún lugar por detrás de tu cabeza,
de manera que no tenías nunca la certeza de a dónde miraba. Si alguna vez, cosa
rara, soltaba alguna palabra, no se le entendía, porque tenía el labio inferior
como descolgado hacia un lado y no articulaba bien. Era delgado, algo mayor que
mi padre, pero no recuerdo mucho más de su aspecto físico. Lo que sí me quedó
grabado, supongo, que porque uno
esperaría justo lo contrario, es que no tenía pinta de vagabundo, ni iba sucio,
ni pedía nada. Simplemente, estaba.
La
gente del lugar no le hacía ni caso; pero nosotros, los niños de la plaza, sí.
Éramos crueles y, a menudo, nos divertíamos gritándole alguna impertinencia:
¡loco!, ¡zumbado!, ¡te falta un tornillo! y cosas por el estilo. El desdichado
simulaba que no nos oía y seguía en su limbo, como si tal cosa. Se limitaba a
mirarnos con sus ojos trastornados que nos daban miedo, pero no recuerdo una
sola vez que contestara a nuestras insolencias o hiciera ademán de salir
corriendo tras nosotros ni nada por el estilo.
Cuando
se ausentaba, supongo que para irse a comer o cuando tenía ganas de orinar, lo
que hacía en un bar cercano donde no se oponían a que usara los lavabos,
marcaba su territorio, ¡pobre necio!, no fuera que a alguien se le pasara por
la cabeza quitarle el sitio. Para ello, dejaba en su rincón cualquier cosa que
se le ocurriera, como algunas flores que arrancaba de los jardinillos de la
plaza o, si rondaba por allí el municipal, algún trasto que sacaba de las
papeleras: una caja de cartón, una botella vacía, cualquier cosa. La gente del
lugar, que estaba ya acostumbrada, se encogía de hombros y ponía los ojos en
blanco, como diciendo ¡qué le vamos a hacer!
El
loco era casi como una estatua, así que a veces te olvidabas de que existía. No
hablaba, apenas se movía, no reaccionaba ante las burlas, no se enfadaba con
nadie. Miraba a la gente, pero se diría que no la veía. No mostraba emociones,
parecía no tener sangre en las venas. Sólo una cosa le sacaba de su estado casi
vegetativo: cuando pasaba cerca de él alguna niña, el loco se transformaba.
Mis
hermanas, uno y dos años menores que yo (eran otros tiempos y, a mis ocho años,
era ya el mayor de una familia numerosa), tenían prohibido, al igual que todas
sus amigas, acercarse a aquella esquina. Nuestros padres les advertían que, si
las atrapaba, podía hacerles “cosas feas”, así que mucho cuidado con él. Cuando
alguna, por malicia o por descuido, se le acercaba, el loco se alteraba mucho,
agitaba los brazos llamándola con gestos para que se acercara más y, con su
expresión alelada, balbuceaba palabras que nadie entendía. Las niñas corrían
asustadas y nosotros, si éramos testigos de la escena, insultábamos al loco
para que las dejara en paz. De hecho, nunca pasó nada y la cosa siempre acababa
con el pobre desgraciado regresando, resignado, a su ensimismamiento.
A
veces, cuando se incorporaba un nuevo miembro a nuestro grupo de amigos, algún
recién llegado a los pabellones militares, algún nuevo compañero del colegio,
había que “iniciarle”, así que provocábamos la reacción del loco valiéndonos de
un par de niñas que accedieran a pasar cerca de él. Invariablemente, se repetía
el ritual: su repentino despertar al mundo, sus intentos de acercar a las
niñas, la salida de éstas a la carrera y las risas y burlas de todos nosotros.
Éramos perversos.
Al
cabo de dos años, mi padre recibió otro destino y nos fuimos de Mahón. Tardé
casi cuarenta en volver, esta vez de vacaciones con quien era entonces mi
pareja. Naturalmente, después de tanto tiempo, contaba con que los sitios donde
había vivido no serían ya tal y como los recordaba, pero, de hecho, los
pabellones militares seguían casi exactamente igual y la plaza no estaba tan
diferente como cabía esperar tras cuatro décadas. Había más tiendas, claro, y
muchos más coches, y semáforos y mucha más gente, pero nada de todo eso había
cambiado sustancialmente la plaza. Lo que sí la había cambiado es que el loco
no estaba y, sin él, aquel lugar me resultaba raro, incompleto. Era como mirar
un cuadro muy familiar al que, de repente, le hubieran borrado un personaje.
Sin aquel enajenado en su rincón, era una plaza más, como tantas que he
conocido en otras ciudades. Había perdido su singularidad: no era ya la “Plaza
del loco”.
Aquella
noche, en la cama, en la oscuridad, repasaba las experiencias del día y no
conseguía apartar el recuerdo de aquel infortunado. Me preguntaba qué habría
sido de él, si habría acabado en algún manicomio, si habría estado loco desde
siempre, si alguna vez habría tenido una familia, si habría muerto de viejo o
de alguna enfermedad… Faltaba un final para aquel episodio de mi niñez que,
súbitamente, había resucitado después de tantos años.
A
la mañana siguiente, con el consiguiente enfado de mi pareja, decidí que iba a
dedicar el día a intentar averiguar qué había sido del loco. Y, ¡lo que son las
cosas!, apenas me costó esfuerzo, ya que me dirigí de entrada a unos ancianos
que vivían por los alrededores y resultó que lo recordaban muy bien. Me enteré
por ellos de que tenía una hermana, y me proporcionaron suficientes datos para
poder encontrarla. Por lo visto, fue ella quien le cuidó desde que enloqueció
hasta que una neumonía se lo llevó hacía ya bastantes años.
El
piso de la hermana del loco estaba a unos diez minutos andando desde la plaza.
Me encontré con una anciana amable, de mirada bondadosa, con buen aspecto y a
la que su avanzada edad no parecía haber hecho mella en su memoria ni en sus
ganas de hablar. En esencia, esto es lo que me contó:
"Se
llamaba Felipe. A los veintidós años, era un joven apuesto, guapo, simpático,
trabajador y sobre todo, insistía, una buena persona. Un buen día conoció a una
chica, unos cuantos años mayor que él, que había llegado de Dinamarca de
vacaciones, y se enamoraron apasionadamente. La cosa les cogió tan fuerte que
la danesa no quiso ni regresar a su país, así que se quedó a vivir con él, para
escándalo de muchos lugareños, que, por aquel entonces, consideraban aún ese
comportamiento como ignominioso.
Tuvieron
una niña preciosa. El cruce de sangres de los padres proporcionó a la pequeña
una belleza, mezcla de rasgos mediterráneos y nórdicos, que resultaba exótica
en la isla, lo que daba a la criatura un encanto especial. Felipe la adoraba y,
como trabajaba desde temprano hasta muy tarde y siempre la veía dormida los
días laborables, esperaba ansioso los fines de semana y los días festivos para
no despegarse de ella, para saborearla todas las horas del día. Nada en el
mundo podía hacerle más feliz que llevarla en brazos, jugar con ella, leerle
cuentos en la cama para que se durmiera. Se sentía muy afortunado.
Un
día, cuando la niña acababa de cumplir cinco años, Felipe, al volver del
trabajo, se encontró con que ella y la madre habían desaparecido. Nunca más
volvió a saber de ellas. La policía de la isla siguió su rastro hasta
Copenhague, pero ahí lo perdió. La policía danesa no tenía constancia de que
estuvieran en Dinamarca, debían de vivir en algún otro país. No hubo forma de
encontrarlas. Felipe gastó en buscarlas todo cuanto tenía y, en su empeño, se
le fueron sus ahorros, su crédito, su piso, su trabajo… Lo perdió todo.
El
muchacho alegre y enérgico de antes fue cediendo paso a un hombre envejecido,
agotado, taciturno, nostálgico, doliente. No saber dónde estaban, ni siquiera
por qué no estaban, era un tormento que no pudo soportar. Y un día, como si
alguien hubiera activado un interruptor en su cabeza, se volvió loco.
De
no haber sido por su hermana, habría muerto en las calles de Mahón como un
perro abandonado; pero ella se ocupó de él, de que fuera aseado, de que comiera
todos los días, de que durmiera en casa. Tenía la esperanza de que, con sus
atenciones y con el paso del tiempo, algún día su hermano recuperaría la
cordura. Nunca ocurrió.
No
hablaba ya con nadie, ni con su hermana. Se pasaba el tiempo en su esquina de
la plaza, mirando embobado a la gente, perdido en sus tinieblas mentales,
cayendo cada vez más hondo en un pozo de oscuridad y de vacío. En su mente
enferma, el tiempo se había detenido y su hija, por más años que pasaran,
seguía y seguiría por siempre teniendo la edad, el aspecto, la voz y la risa de
la última vez que la vio.
Entonces
me contó la anciana algo que me heló la sangre y me quedó grabado como a fuego.
El pobre infeliz, en su rincón de la plaza, sólo emergía de su pozo de
tinieblas cuando veía a una niña cerca. En algún lugar profundo de su mente
trastornada se encendía una chispa, sus ojos se abrían aún más, sus brazos se
agitaban en dirección a la niña tratando de atraerla hacia sí… para preguntarle
si había visto a su hija. Simplemente quería saber si había visto por ahí a su
hija"
El
día que acababa mi estancia en Mahón, antes de dirigirme al aeropuerto, pedí a
mi compañera que detuviera un momento el coche de alquiler frente a la esquina
de aquel hombre a quien ya nunca recordaría sin que me asaltara un sentimiento
de amargura. Unos transeúntes me miraban con recelo cuando me bajé del coche,
arranqué una flor de un jardinillo y la deposité en el suelo en un rincón de la
plaza. No podían saber a quién pertenecía aquel rincón ni, de haberla oído,
habrían comprendido mi despedida: “Felipe, perdóname”. Debieron pensar,
simplemente, que estaba… loco.
José-Pedro
Cladera ©
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