sábado, 18 de enero de 2014

LA PLAZA DEL LOCO





Acababa de cumplir ocho años cuando a mi padre, oficial de Artillería, le destinaron a Mahón. Vivíamos en unos pabellones militares junto a una amplia plaza ajardinada, donde nos encontrábamos los amigos después del colegio y los domingos. Los niños jugábamos partidas de canicas, le dábamos al balón o intercambiábamos cromos. Si teníamos algunas perras gordas, comprábamos chucherías y nos las apostábamos a ver quién daba antes la vuelta a la plaza en bicicleta. Las niñas jugaban en los columpios y toboganes, se contaban cosas del colegio y siempre se reían, y nunca sabíamos por qué. La plaza era donde más a gusto estábamos y pasábamos allí todo el tiempo que nuestros padres nos permitían.

Como todas las plazas importantes de cualquier ciudad por aquel entonces, tenía el nombre de algún personaje decisivo de la guerra civil. Pero de eso no fui consciente hasta muchos años más tarde, porque, en aquella época, nunca nos referíamos a ella por su nombre. Para nosotros, era la “Plaza del loco”.

“El loco” era inseparable de la plaza. Sentado siempre en una esquina donde, si había sol, daba todo el día, apoyado contra la pared, miraba pasar a la gente sin inmutarse. Su mirada era desconcertante, porque cuando la dirigía hacia ti, sus ojos, muy abiertos, parecían enfocar a algún lugar por detrás de tu cabeza, de manera que no tenías nunca la certeza de a dónde miraba. Si alguna vez, cosa rara, soltaba alguna palabra, no se le entendía, porque tenía el labio inferior como descolgado hacia un lado y no articulaba bien. Era delgado, algo mayor que mi padre, pero no recuerdo mucho más de su aspecto físico. Lo que sí me quedó grabado, supongo,  que porque uno esperaría justo lo contrario, es que no tenía pinta de vagabundo, ni iba sucio, ni pedía nada. Simplemente, estaba.

La gente del lugar no le hacía ni caso; pero nosotros, los niños de la plaza, sí. Éramos crueles y, a menudo, nos divertíamos gritándole alguna impertinencia: ¡loco!, ¡zumbado!, ¡te falta un tornillo! y cosas por el estilo. El desdichado simulaba que no nos oía y seguía en su limbo, como si tal cosa. Se limitaba a mirarnos con sus ojos trastornados que nos daban miedo, pero no recuerdo una sola vez que contestara a nuestras insolencias o hiciera ademán de salir corriendo tras nosotros ni nada por el estilo.

Cuando se ausentaba, supongo que para irse a comer o cuando tenía ganas de orinar, lo que hacía en un bar cercano donde no se oponían a que usara los lavabos, marcaba su territorio, ¡pobre necio!, no fuera que a alguien se le pasara por la cabeza quitarle el sitio. Para ello, dejaba en su rincón cualquier cosa que se le ocurriera, como algunas flores que arrancaba de los jardinillos de la plaza o, si rondaba por allí el municipal, algún trasto que sacaba de las papeleras: una caja de cartón, una botella vacía, cualquier cosa. La gente del lugar, que estaba ya acostumbrada, se encogía de hombros y ponía los ojos en blanco, como diciendo ¡qué le vamos a hacer!
El loco era casi como una estatua, así que a veces te olvidabas de que existía. No hablaba, apenas se movía, no reaccionaba ante las burlas, no se enfadaba con nadie. Miraba a la gente, pero se diría que no la veía. No mostraba emociones, parecía no tener sangre en las venas. Sólo una cosa le sacaba de su estado casi vegetativo: cuando pasaba cerca de él alguna niña, el loco se transformaba.

Mis hermanas, uno y dos años menores que yo (eran otros tiempos y, a mis ocho años, era ya el mayor de una familia numerosa), tenían prohibido, al igual que todas sus amigas, acercarse a aquella esquina. Nuestros padres les advertían que, si las atrapaba, podía hacerles “cosas feas”, así que mucho cuidado con él. Cuando alguna, por malicia o por descuido, se le acercaba, el loco se alteraba mucho, agitaba los brazos llamándola con gestos para que se acercara más y, con su expresión alelada, balbuceaba palabras que nadie entendía. Las niñas corrían asustadas y nosotros, si éramos testigos de la escena, insultábamos al loco para que las dejara en paz. De hecho, nunca pasó nada y la cosa siempre acababa con el pobre desgraciado regresando, resignado, a su ensimismamiento.

A veces, cuando se incorporaba un nuevo miembro a nuestro grupo de amigos, algún recién llegado a los pabellones militares, algún nuevo compañero del colegio, había que “iniciarle”, así que provocábamos la reacción del loco valiéndonos de un par de niñas que accedieran a pasar cerca de él. Invariablemente, se repetía el ritual: su repentino despertar al mundo, sus intentos de acercar a las niñas, la salida de éstas a la carrera y las risas y burlas de todos nosotros. Éramos perversos.

Al cabo de dos años, mi padre recibió otro destino y nos fuimos de Mahón. Tardé casi cuarenta en volver, esta vez de vacaciones con quien era entonces mi pareja. Naturalmente, después de tanto tiempo, contaba con que los sitios donde había vivido no serían ya tal y como los recordaba, pero, de hecho, los pabellones militares seguían casi exactamente igual y la plaza no estaba tan diferente como cabía esperar tras cuatro décadas. Había más tiendas, claro, y muchos más coches, y semáforos y mucha más gente, pero nada de todo eso había cambiado sustancialmente la plaza. Lo que sí la había cambiado es que el loco no estaba y, sin él, aquel lugar me resultaba raro, incompleto. Era como mirar un cuadro muy familiar al que, de repente, le hubieran borrado un personaje. Sin aquel enajenado en su rincón, era una plaza más, como tantas que he conocido en otras ciudades. Había perdido su singularidad: no era ya la “Plaza del loco”.

Aquella noche, en la cama, en la oscuridad, repasaba las experiencias del día y no conseguía apartar el recuerdo de aquel infortunado. Me preguntaba qué habría sido de él, si habría acabado en algún manicomio, si habría estado loco desde siempre, si alguna vez habría tenido una familia, si habría muerto de viejo o de alguna enfermedad… Faltaba un final para aquel episodio de mi niñez que, súbitamente, había resucitado después de tantos años. 

A la mañana siguiente, con el consiguiente enfado de mi pareja, decidí que iba a dedicar el día a intentar averiguar qué había sido del loco. Y, ¡lo que son las cosas!, apenas me costó esfuerzo, ya que me dirigí de entrada a unos ancianos que vivían por los alrededores y resultó que lo recordaban muy bien. Me enteré por ellos de que tenía una hermana, y me proporcionaron suficientes datos para poder encontrarla. Por lo visto, fue ella quien le cuidó desde que enloqueció hasta que una neumonía se lo llevó hacía ya bastantes años.

El piso de la hermana del loco estaba a unos diez minutos andando desde la plaza. Me encontré con una anciana amable, de mirada bondadosa, con buen aspecto y a la que su avanzada edad no parecía haber hecho mella en su memoria ni en sus ganas de hablar. En esencia, esto es lo que me contó:

"Se llamaba Felipe. A los veintidós años, era un joven apuesto, guapo, simpático, trabajador y sobre todo, insistía, una buena persona. Un buen día conoció a una chica, unos cuantos años mayor que él, que había llegado de Dinamarca de vacaciones, y se enamoraron apasionadamente. La cosa les cogió tan fuerte que la danesa no quiso ni regresar a su país, así que se quedó a vivir con él, para escándalo de muchos lugareños, que, por aquel entonces, consideraban aún ese comportamiento como ignominioso.

Tuvieron una niña preciosa. El cruce de sangres de los padres proporcionó a la pequeña una belleza, mezcla de rasgos mediterráneos y nórdicos, que resultaba exótica en la isla, lo que daba a la criatura un encanto especial. Felipe la adoraba y, como trabajaba desde temprano hasta muy tarde y siempre la veía dormida los días laborables, esperaba ansioso los fines de semana y los días festivos para no despegarse de ella, para saborearla todas las horas del día. Nada en el mundo podía hacerle más feliz que llevarla en brazos, jugar con ella, leerle cuentos en la cama para que se durmiera. Se sentía muy afortunado.

Un día, cuando la niña acababa de cumplir cinco años, Felipe, al volver del trabajo, se encontró con que ella y la madre habían desaparecido. Nunca más volvió a saber de ellas. La policía de la isla siguió su rastro hasta Copenhague, pero ahí lo perdió. La policía danesa no tenía constancia de que estuvieran en Dinamarca, debían de vivir en algún otro país. No hubo forma de encontrarlas. Felipe gastó en buscarlas todo cuanto tenía y, en su empeño, se le fueron sus ahorros, su crédito, su piso, su trabajo… Lo perdió todo.

El muchacho alegre y enérgico de antes fue cediendo paso a un hombre envejecido, agotado, taciturno, nostálgico, doliente. No saber dónde estaban, ni siquiera por qué no estaban, era un tormento que no pudo soportar. Y un día, como si alguien hubiera activado un interruptor en su cabeza, se volvió loco.

De no haber sido por su hermana, habría muerto en las calles de Mahón como un perro abandonado; pero ella se ocupó de él, de que fuera aseado, de que comiera todos los días, de que durmiera en casa. Tenía la esperanza de que, con sus atenciones y con el paso del tiempo, algún día su hermano recuperaría la cordura. Nunca ocurrió.

No hablaba ya con nadie, ni con su hermana. Se pasaba el tiempo en su esquina de la plaza, mirando embobado a la gente, perdido en sus tinieblas mentales, cayendo cada vez más hondo en un pozo de oscuridad y de vacío. En su mente enferma, el tiempo se había detenido y su hija, por más años que pasaran, seguía y seguiría por siempre teniendo la edad, el aspecto, la voz y la risa de la última vez que la vio.

Entonces me contó la anciana algo que me heló la sangre y me quedó grabado como a fuego. El pobre infeliz, en su rincón de la plaza, sólo emergía de su pozo de tinieblas cuando veía a una niña cerca. En algún lugar profundo de su mente trastornada se encendía una chispa, sus ojos se abrían aún más, sus brazos se agitaban en dirección a la niña tratando de atraerla hacia sí… para preguntarle si había visto a su hija. Simplemente quería saber si había visto por ahí a su hija"

El día que acababa mi estancia en Mahón, antes de dirigirme al aeropuerto, pedí a mi compañera que detuviera un momento el coche de alquiler frente a la esquina de aquel hombre a quien ya nunca recordaría sin que me asaltara un sentimiento de amargura. Unos transeúntes me miraban con recelo cuando me bajé del coche, arranqué una flor de un jardinillo y la deposité en el suelo en un rincón de la plaza. No podían saber a quién pertenecía aquel rincón ni, de haberla oído, habrían comprendido mi despedida: “Felipe, perdóname”. Debieron pensar, simplemente, que estaba… loco.

José-Pedro Cladera ©

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