(Escrito
como tema
obligado
“El Cruce”,
para
el Taller de Escritura).
La
carretera que desde Caviedes lleva a la Nacional 634, tenía su final en otro lugar. Después de rebasar la
altura de las desaparecidas escuelas, era prácticamente una recta hasta llegar
a la Carretera General, (nombre con el que en mi niñez y primera juventud designábamos a la mencionada 634), justo frente a la que continúa hasta Roiz.
Aquello era El Cruce. Así, con mayúscula, porque aunque el Camino Real, (nombre con el que se conocía la misma cuando
los infantes fueron nuestros progenitores), estuviera a lo largo de su camino
llena de cruces, cuando en mi pueblo se nombraba El Cruce, todo el mundo sabía
de qué cruce se estaba hablando.
La
Carretera General de entonces era como una
estática serpiente que se
retorcía en mil curvas bajo la sombra claro-oscura de los
cientos de plátanos que había plantados en sus orillas. Y en el tronco
de cada árbol, a la altura de un hombre, y con
un metro de anchura, había pintada con cal una franja blanca, que
Remigio el caminero se ocupaba de conservar reluciente. Lo mismo que un faro
advierte en las noches a quien navega, del peligro de la costa, así las franjas
de cal de aquellos árboles advertían del peligro de curvas y rectas a los
escasísimos conductores que se aventuraban en una circulación nocturna.
Pero
El Cruce de mi pueblo fue durante largas décadas mucho más que un cruce. Para
comprender mi historia, primero hay que tener conciencia de lo aislados que
vivíamos entonces en nuestras aldeas por
la falta de medios de comunicación. Recuerdo por ejemplo, que las primeras
bicicletas que hubo en Caviedes llegaron con hombres que vinieron de fuera. La
primera de la mano de Pedro García cuando desde La Revilla fue a cortejar a Elisa la de María, y la segunda de la mano de Manolo Gutiérrez cuando desde La Ayuela llegó para
casarse con Cesárea la de Cofiño.
A
El Cruce íbamos los niños y niñas de las
escuelas todos los años durante una semana por las mañanas, para “ver” y saludar a Franco cuando desde
Santillana del Mar donde se hospedaba,
se desplazaba hasta los ríos Nansa o Deva a pescar salmones. Nos colocaban nuestros maestros a ambos lados
de la carretera, ponían en nuestras manos banderitas de papel que debíamos
agitar al paso de la comitiva, y nos revolvíamos presa de nervios y entusiasmo
en cuanto asomaban aquellas motos atronadoras,
y tras ellas los cochones negros, largos y relucientes, con banderas pequeñas como las
nuestras, pero de trapo, que el aire hondeaba
sobre los guardabarros. Y luego otro coche, mucho más cochón que los
anteriores con otra bandera, pero metálica y tiesa que ni la velocidad ni el
viento podían mover…
-¡Franco!
¡Franco! ¡Franco!- Gritábamos como locos mientras agitábamos aquellas
banderitas de papel manila, y hacíamos jirones de ellas con tanto movimiento. -¡Mírale! ¡Mírale! Yo
le vi. ¿Le viste tú? –Lo decíamos con tal entusiasmo que terminábamos creyendo nuestra propia
mentira. Era imposible verle tras los
cristales ahumados, repanchingado en el oblongo asiento.
Pero
El Cruce fue en aquellos y otros tiempos mucho más que eso. Fue el punto de
encuentro de la juventud de entonces. Fue el lugar donde los domingos después del rosario de las
tres de la tarde, iban y paseaban las muchachas de alpargatas blancas y
floridas faldas cogidas del brazo, carretera arriba, y carretera abajo…Y donde
acudíamos como moscones los adolescentes y
los de mayor talla a escuchar sus risas cantarinas, y a sufrir sus desplantes, porque ellas preferían la conversación con cualquier
forastero de los que al verlas cuando pasaban, frenaban su bici y con
petulancia se quitaba los ganchos del bajo de los pantalones antes de ponerse a
charlar con ellas.
Para
pasear por El Cruce aquellas tardes de Semana Santa, estrenó con quince
o dieciséis años Toñín, (el Largo de Vallines), su primera gabardina, y como empezaron a caer del cielo unas cuantas gotas de agua, se la quitó corriendo,
la dobló muy doblada, y echó a correr
hacia su casa para que no se le mojara.
El
Cruce fue testigo de cómo algunas manos se entrelazaban por primera vez sin que sus dueños se
atrevieran a mirarse de frente a la cara, fue testigo de disimulados roces, que
se iban haciendo más atrevidos, y de cuando
los atardeceres hicieron más oscuras las bóvedas que formaban las copas
frondosas de los plátanos, florecieron
bajo ellas los primeros besos
consentidos…
Jesús González ©
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