domingo, 15 de febrero de 2015

EL CRUCE




(Escrito como tema
obligado “El Cruce”,
para el Taller de Escritura).


            La carretera que desde Caviedes lleva a la Nacional 634, tenía  su final en otro lugar. Después de rebasar la altura de las desaparecidas escuelas, era prácticamente una recta hasta llegar a la Carretera General, (nombre con el que en mi niñez y primera juventud  designábamos a la mencionada 634),  justo frente a la que continúa hasta Roiz. Aquello era El Cruce. Así, con mayúscula, porque aunque el Camino Real,  (nombre con el que se conocía la misma cuando los infantes fueron nuestros progenitores), estuviera a lo largo de su camino llena de cruces, cuando en mi pueblo se nombraba El Cruce, todo el mundo sabía de qué cruce se estaba hablando.

            La Carretera General de entonces era como una  estática  serpiente que se retorcía en mil curvas bajo la sombra claro-oscura  de los  cientos de plátanos que había plantados en sus orillas. Y en el tronco de cada árbol, a la altura de un hombre, y con  un metro de anchura, había pintada con cal una franja blanca, que Remigio el caminero se ocupaba de conservar reluciente. Lo mismo que un faro advierte en las noches a quien navega, del peligro de la costa, así las franjas de cal de aquellos árboles advertían del peligro de curvas y rectas a los escasísimos conductores que se aventuraban en una circulación nocturna.

            Pero El Cruce de mi pueblo fue durante largas décadas mucho más que un cruce. Para comprender mi historia,  primero  hay que tener conciencia de lo aislados que vivíamos entonces  en nuestras aldeas por la falta de medios de comunicación. Recuerdo por ejemplo, que las primeras bicicletas que hubo en Caviedes llegaron con hombres que vinieron de fuera. La primera de la mano de Pedro García cuando desde La Revilla fue a cortejar  a Elisa la de María, y la segunda  de la mano de Manolo  Gutiérrez cuando desde La Ayuela llegó para casarse con Cesárea la de Cofiño.

            A El Cruce íbamos  los niños y niñas de las escuelas todos los  años  durante una semana por las mañanas,  para “ver” y saludar a Franco cuando desde Santillana del Mar  donde se hospedaba, se desplazaba hasta los ríos Nansa o Deva a pescar salmones.  Nos colocaban nuestros maestros a ambos lados de la carretera, ponían en nuestras manos banderitas de papel que debíamos agitar al paso de la comitiva, y nos revolvíamos presa de nervios y entusiasmo en cuanto asomaban aquellas motos atronadoras,  y tras ellas  los cochones  negros, largos  y relucientes, con banderas pequeñas como las nuestras, pero de trapo, que el aire hondeaba  sobre los guardabarros. Y luego otro coche, mucho más cochón que los anteriores con otra bandera, pero metálica y tiesa que ni la velocidad ni el viento podían mover…

            -¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!- Gritábamos como locos mientras agitábamos aquellas banderitas de papel manila, y hacíamos jirones de ellas  con tanto movimiento. -¡Mírale! ¡Mírale! Yo le vi. ¿Le viste tú? –Lo decíamos con tal entusiasmo que  terminábamos creyendo nuestra propia mentira.  Era imposible verle tras los cristales ahumados, repanchingado en el oblongo asiento.

            Pero El Cruce fue en aquellos y otros tiempos mucho más que eso. Fue el punto de encuentro de la juventud de entonces. Fue el lugar  donde los domingos después del rosario de las tres de la tarde, iban y paseaban las muchachas de alpargatas blancas y floridas faldas cogidas del brazo, carretera arriba, y carretera abajo…Y donde acudíamos como moscones los adolescentes y  los de mayor talla a escuchar sus risas cantarinas, y a sufrir  sus desplantes, porque ellas  preferían la conversación con cualquier forastero de los que al verlas cuando pasaban, frenaban su bici y con petulancia se quitaba los ganchos del bajo de los pantalones antes de ponerse a charlar con ellas.

            Para pasear por El Cruce aquellas tardes de Semana Santa, estrenó  con quince  o dieciséis años Toñín, (el Largo de Vallines), su primera gabardina,  y como empezaron a caer del cielo unas  cuantas gotas de agua, se la quitó corriendo, la dobló muy  doblada, y echó a correr hacia su casa para que no se le mojara.

            El Cruce fue testigo de cómo algunas manos se entrelazaban  por primera vez sin que sus dueños se atrevieran a mirarse de frente a la cara, fue testigo de disimulados roces, que se iban haciendo más atrevidos, y de cuando  los atardeceres hicieron más oscuras las bóvedas que formaban las copas frondosas de los plátanos, florecieron  bajo ellas  los primeros besos consentidos…

            Jesús González ©

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