sábado, 18 de abril de 2015

PRAGMATISMO.





Ya en el colegio, donde el maestro del pueblo batallaba con doce o trece niños a cual más bestia, Gumersindo daba muestras de ser diferente. Mientras sus compañeros hacían pequeños proyectiles de papel que se disparaban unos a otros con gomas elásticas, Gumersindo se escondía bajo el pupitre y lloriqueaba para que tuvieran compasión de él. En el patio, mientras los demás jugaban con una pelota de goma medio desinflada que ya se negaba a rebotar, Gumersindo buscaba un rincón apartado, extraía de uno de sus bolsillos aguja e hilo y se remendaba algún descosido, o sacaba una lima y se arreglaba las uñas.

La vida no era fácil para Gumersindo, o Gumersinda, como le llamaban cruelmente en el colegio. Le pegaban, le insultaban, le excluían de todos los juegos de los que no se hubiera apartado ya por sí mismo. Pero él no podía hacer nada contra su naturaleza, así que iba a lo suyo y, de vez en cuando, si le sorprendían acariciando a algún amigo, le propinaban unas palizas que a veces le dejaban un par de días sin poder asistir a las clases.

Cuando tenía ya doce años, la situación era tan insostenible que el maestro convenció a los padres para lo enviaran a vivir con unos parientes que habían emigrado a Francia, y que allí, como estaban más adelantados, podría llevar una vida normal. Los parientes accedieron, a cambio de que no les faltara cada mes un envío de embutidos y queso. Y fue así como, un buen día, Gumersindo desapareció del pueblo, sin preaviso y sin pena ni gloria.

Pasaron tres décadas. Corrían los años setenta. El mundo había cambiado mucho; España, un poco; Cantalejos del Cruce, nada. Y no porque el alcalde no se esforzara. El cartel rezaba:

            Se hace saber por el señor alcalde que el domingo que viene recibiremos a una comisión del ayuntamiento francés de Pont Neuf, que nos visitará para  celebrar juntos el hermanamiento de su pueblo con el nuestro. Que haga todo el mundo el favor de asearse un poco y mostrarse educados con los visitantes.

No se dejó cabo suelto. El maestro se ocupó de ensayar con la banda del pueblo la música para el recibimiento y la despedida. El cura, de hacerlo con las niñas del pueblo, que cantarían cuando los visitantes se aproximaran a la tarima dispuesta en la plaza para los discursos. La Sixta y la Adolfina organizaron un grupo de mujeres para que no faltara manduca. La expectación iba en aumento a medida que se acercaba el domingo.

Y llegó. Bien avanzada la mañana, tres automóviles, grandes como nadie había visto antes por Cantalejos del Cruce, se aproximaban por el camino, después de un largo viaje desde Madrid, donde habían pernoctado. El primero, iba limpísimo; el segundo, hecho un desastre por el polvo que levantaba el primero; el tercero, se intuía más que se veía. Hicieron sonar sus bocinas desde lejos, para asegurarse de que todo el pueblo acudiera a recibirles. El alcalde y sus concejales, en el centro, vestían chaquetas que ya no había forma de que abrocharan y, como la singularidad de la ocasión exigía, también corbata, que la Herminia, que aún se acordaba de cuando le hacía el nudo a su difunto marido, había anudado a todos ellos. A la derecha, la banda de música, compuesta por cuatro vecinos que habían tocado en el cuartel cuando hicieron la mili y que aún se suponía que se acordaban, para lo cual estuvieron practicando con un par de cornetas, un tambor y, a falta de otros instrumentos y para no desaprovechar las innatas dotes rítmicas del Eufrasio, una botella vacía de Anís del Mono, que el precario percusionista rasparía con un palo. A la izquierda, todas las niñas del pueblo, vestiditas de blanco y llevando ramos de flores, formaban un pasillo por el cual desfilarían los visitantes en su acercamiento a la tarima, mientras las angelitas cantarían con sus voces puras.

Los tres coches se detuvieron frente a la entrada del bar, en una esquina de la plaza, y de ellos descendieron varios hombres elegantemente vestidos. Destacando sobre todos, el alcalde de Pont Neuf, con traje de hilo blanco y corbata de color miel, sombrero blanco de paja con una banda a juego con la corbata y refinados zapatos también blancos, con puntera y talón marrones y pequeños agujeritos. Cogida de su mano, una hermosa mujer, con unas formas que tenían babeando a los vecinos del pueblo, y cinco hijos, ninguno de los cuales pasaría de los diez años de edad. Como un reguero de pólvora, corrió la voz de que era nada menos que Gumersindo. El alcalde de Cantalejos hizo un gesto al maestro y éste, encarando a sus cuatro músicos de ocasión, alzó la vara de avellano que hacía las veces de batuta y, cual torero clavando las banderillas a un toro bravo, hizo un gesto decidido para que comenzara la música.

El Genaro lanzó las baquetas con furia española sobre la membrana del tambor y arrancó un frenético redoble con el que comenzaba la España Cañí, versión Cantalejos del Cruce. El Florencio y el Bienvenido, con los carrillos hinchados, enrojecieron soplando en sus respectivas cornetas, los ojos a punto de saltarles de las cuencas, en un arrebato por ver quién tocaba más fuerte. El Eufrasio rascaba con fruición la botella de Anís del Mono, en infructuosa porfía por que se le oyera. El maestro agitaba frenéticamente los brazos, dibujando arabescos en el aire con la tosca batuta, sin que ninguno de los cuatro músicos le mirara, porque bastante trabajo tenían con lo suyo. Florencio tocaba su corneta en do mayor; Bienvenido tocaba la suya en mi menor. Pero como ninguno de los dos tenía ni idea de lo que era un do o un mí, ya les iba bien. El resultado, con las cornetas disonantes, el tambor marcando un ritmo del que nadie hacía caso y el de la botella de anís en su inútil guerra de raspamientos, era un caos atonal y apocalíptico que concluyó con una larga nota desafinada que supuso el clímax musical. El maestro indicó a sus músicos que saludaran, se volvió e hizo una reverencia al público, sin acabar de entender por qué no aplaudían.

El público masculino de Cantalejos del Cruce no estaba por la labor musical. Estaban todos pendientes, con la boca abierta, de la mujer francesa de su antiguo convecino Gumersindo. La hembra transpirenaica llevaba un vestido de flores muy ceñido, muy ceñido…, sin mangas, generosamente escotado y que, para asombro de la jauría carpetovetónica, mostraba las piernas hasta por encima de la rodilla. Un largo cabello castaño claro le caía en cascada a ambos lados de la cara, enmarcando unos labios sensuales y unos grandes ojos de color caramelo, que nadie vio porque nadie miraba tan alto.

Acosada por alguna urgencia biológica tras el largo viaje, la apetecible hembra se acercó a la entrada del bar y preguntó a los vecinos que se apiñaban a su alrededor:

―¿El tocadog de señogas, pog favog?

―¿Ca disho?

―¿Arguien entiende fransé?

―Dise que onde ehtá er tocadó de señora, joé.

Una marea de manos viriles, con uñas negrísimas, se alzó en hispana solidaridad:

―¡Yo mimmo, señora!

―Yo, yo, yo lo toco tóo.

La mujer se asustó ante aquel revuelo y buscó ayuda con la mirada. La multitud de machos ibéricos la rodeaba y estrechaba el cerco, deseosos todos de prestar sus servicios de tocaduría.

―¡Saparten, coño! ―La voz atronadora sonó bajo el tupido mostacho que, a su vez, asomaba bajo el lustroso tricornio acharolado.

La masa de carne ibérica pata negra masculina conocía bien aquella voz. Como un solo hombre, calló y se apartó para dejar paso a la pareja de la Benemérita. El del bigote hizo un gesto a su subordinado para que no perdiera de vista a ninguno de los facinerosos y se disculpó ante la forastera.

―Saggento Heredia, pa sehvil-le a uhté. Venga aquí pa entro, que yo lindico.

Mientras tanto, concluida la brillante actuación de la banda municipal, Gumersindo y sus concejales avanzaban ya por entre el pasillo de niñas vestiditas de blanco y con ramos de flores. A un gesto del cura, el voluntarioso coro de dentaduras inconclusas arrancó, a capela:

Banderita tú ereh roja,
            banderita tú ereh guarda,
            llevah sangre, llevah oro
en er fondo de tu arma…

Todas las madres miraban, embelesadas, a sus hijas ―es decir, cada madre miraba a la suya, que las demás les importaban un carajo―, pensando, cada una, que su angelita era la que mejor voz tenía, la que mejor afinaba y la más mona. Los padres hubieran pensado lo mismo, pero estaban más pendientes de la puerta del bar y de por qué tardaba tanto en salir el sargento, porque, vaya, que para indicarle a la francesa dónde estaba el retrete tampoco hacía falta tanto tiempo.

Finalmente, apareció y la muchedumbre retrocedió ante su mirada siempre amenazadora. Su subordinado se adelantó un paso:

―Sin novedá, mi saggento, tóo controlao. Con er debío rehpeto, señó, lleva uhté er tricornio ar revé y la bragueta abierta.

―¿De qué cohone su reí? ¡Un rehpeto a la autoridá, joé! Y tú, Morale, no le quitel ojo a lo ehtranjero, que pué habé argún rojo suversivo.
Se sucedieron los discursos de ambos alcaldes. Cuando habló monsieur Gumersindo ―que, desde que se casó con la francesa y adquirió la doble nacionalidad, se hacía llamar así―, la gente se asombró de que aquel muchachillo tan rarillo y sarasa que salió del pueblo hacía tantos años se hubiera convertido en un maestro en darle al pico, en todo un personaje, y además casado con una mujer tan guapa, y nada menos que con cinco hijos. ¡Pues sí que había cambiado! ¡Y lo elegante que iba! ¡Si eso sólo se veía en las revistas de la peluquería!

Luego llegó el momento más esperado, cuando sacaron los jamones, los chorizos, los quesos, las pancetas chirriantes, las hogazas recién horneadas y las botellas de vino. Y todo gratis.

La turbamulta estaba eufórica por esta su primera experiencia en política internacional:

―Si eh que ehto de la política eh cohonúo. Si ehto tendriamo casel-lo cada semana.

Sinforoso y Conrado habían esperado la ocasión de saludar a su antiguo compañero de colegio, devenido en alcalde de Pont Neuf. Cuando lo tuvieron a tiro, el cambio de estatus les echaba para atrás y ninguno se atrevía a ser el primero en hablarle. Iban a perder la oportunidad de hacerlo, porque ya se iba haciendo tarde y la comitiva gala se disponía a retomar sus vehículos y marcharse del pueblo. Conrado insistió en que fuera su amigo Sinforoso quien lo hiciera, porque, como últimamente hasta componía poesías, estaba más acostumbrado a escoger las palabras correctas.

Finalmente, Sinforoso accedió. Caviló un momento y se dijo a sí mismo que la ocasión exigía entrarle con tacto:

―¿Pero tú no era maricón perdío?

A Gumersindo, hay que reconocerlo, le chocó un poco la pregunta, no porque la esencia de la misma le resultara extraña, sino porque, de tanto vivir fuera, había olvidado esa sutileza y ese gusto por el mensaje matizado que caracterizan al macho bravo que mora por la piel de toro. No obstante, no perdió la compostura y, a punto se subirse al coche, se dirigió a sus ex compañeros de colegio:

―¡A ver si salís de la prehistoria de una vez! Yo aprendí en Francia que lo importante en la vida es ser pragmático.

―A nosotro no noh hablen fransé, coño, que no sabemo.

Gumersindo tenía ya un pié en el coche y otro en tierra.

―Pragmático, tíos, pragmático. A ver si os enteráis: un día se enamoró locamente de mí el padre de este pedazo de hembra que os tiene a todos babeando y que resulta que es dueño de dos concesionarios de Renault y es el tío más rico de Pont Neuf. En cuanto pude, me casé con su hija, y ahí viene lo bueno: ella, contenta, porque dice que soy una máquina en la cama y, encima, me pone los cuernos con todos los concejales y yo me hago el loco; yo, contentísimo, porque el suegro me suelta una pasta que no sabía ni que existía y, encima, me ha hecho alcalde; y él, más feliz que unas Pascuas, porque no para de darme pol…
La última frase de Gumersindo quedó ahogada por el rugido del motor y el chirriar de los neumáticos.

Los dos amigos se rascaron la cabeza, desconcertados.

―¿Pero tú tanterao qué eh eso de pramático? ―Inquirió Conrado, repentinamente interesado por la cuestión semántica.

―Yo creo que quiere desí que, en engordando, lo mimmo le da comé canne que pehcao.

―Joé, pué nosotro hasemo lo mimmo.

―¡Pero qué dise, Conrao, coño! Aquí, mariconá, poca, ¿eh?

―Me refiero que nosotro, si no noh podemo aviá una cordera, canda sobre doh pata, noh aviamo una oveja, canda sobre cuatro, y noh quedamo iguá de pramático.

―Ohtia, pué tiene rasón. Entonse también semo pramático, ¡como loh fransese!

―Po anda, tira pallá. A ve si aún pillamo argún casho panseta ante que sacabe.


                     José-Pedro Cladera ©

HAY UN CARTEL EN TU PUERTA...




Hay un cartel en tu puerta
que me dice que no llame,
que es muy pronto todavía
y que tú llegarás tarde.

Y yo que soy muy nervioso,
me como las uñas, aunque
reconozca que las prisas
no son buenas para nadie.

Hay un cartel en mi puerta
en que dice que tu pases
que mis labios tienen frío
y mi boca tiene hambre.

Estoy solo y ya te espero
con mil besos para darte
y un clavel y una azucena
que a tu pelo lo realce.

Hay un cartel en tu puerta
que detiene mis andares,
mi carrera hacia tu lado
hoy se queda por los aires.

Y allí vago entre los sueños
esperando que me llames,
que me ofrezcas tu ventana
sin cadenas y sin llaves.

Hay un cartel en mi puerta
primoroso y desplegable,
donde dice que está libre
este pecho que tú sabes.

Que te esperan complacidas
unas venas que ya arden,
y unas gotas de rocío
con que alivies bien tu sangre.

Hay un cartel en el cielo
con mil besos de los ángeles,
que te esperan y me esperan
para darnos sus bondades.

El abrazo y la caricia
de una noche interminable,
y aquel acto de ternura
de tu carne con mi carne.

Hay un cartel, simplemente,
y unas letras y un mensaje,
donde dicen que te quiero
y me invitas a tu baile.

A ese baile con la luna,
las estrellas y los mares,
y una eterna sinfonía
que arrullando, nos abrace.

"...Hay un cartel en tu puerta
y en mis dedos un brillante
para ponerlo en tus labios
y con los míos besarte..."

Rafael Sánchez Ortega ©
13/04/15

EL CARTEL





           Los carteles que más me gustaron fueron siempre aquellos que aparecían sobre un árbol, clavados con un puñal afilado. Generalmente decían muy poco: “Se busca, vivo o muerto”, Siempre solía estar vivo, porque de otro modo era más difícil dar con él, amén de que se perdía la emoción de ver al bueno cabalgando tras el malo a una velocidad que sólo  el truco de una filmación ralentizada puede ofrecer.

            Oye, éramos críos, y en el cine Mafepe que proyectaba las películas de indios más viejas que puedas imaginar, unos animábamos con gritos y silbidos al bueno para que espoleara con fuerza al caballo que siempre era blanco, mientras otros, sólo por el hecho de llevar la contraria, daban trastazos con el asiento de la butaca que era de pura madera sin tapizar, para que el malo pusiera pies en polvorosa y desapareciera a toda velocidad, con lo que si lo conseguía, fíjate tú que final  de película más desastroso.

            Pero no me digas que no eran interesantes aquellos carteles: Siempre con los bordes como roídos  por los ratones, bastante arrugados, pero estirados lo suficiente para que  pudiera leerse lo que decían, y presentados de una forma que, aunque no quisieras, estabas pendiente de ellos hasta el final. Verás, es que la cámara cogía una toma general del paisaje con un árbol gigante a la derecha. Seguramente eran secuoyas, pero como entonces yo no había visto las que hay en el monte de Cabezón, camino de Comillas, no las conocía, y no lo puedo asegurar. Bueno pues la cámara hacía un zun (zoom) lento, lento, que atraía el árbol con lo que al principio parecía un papel de fumar pegado al tronco, y cuando parecía que ese tronco te iba a dar en las narices, entonces veías claramente que era un cartel, donde anunciaban que se buscaba a alguien.

            Eso fue otra cosa que nunca comprendí: Si le buscas, no lo publiques, coño, que el buscado lo puede leer y esconderse mucho más. Pero claro, si no lo anunciaban, y no ponían el cartel en el árbol,  tampoco tenía objeto hacer esa toma de cámara lenta, y la película resultaría mucho más corta, y los que pagamos un peseta por verla desde el  gallinero protestaríamos por lo mucho que pagamos y lo poco que duró.

            Hay otros tipos de carteles, pero como te digo, a mí, particularmente, me gustaban aquellos  que salían en las películas de indios.


           Jesús González ©

EL CARTEL



                                                           
 
  "Pozo Blanco" había pasado desde el bisabuelo Juanuco,  al abuelo Saturnino, luego  al hijo de éste Higinio y posteriormente a Paquito.   Durante sus largos setenta años pasó de ser un bar moderno a una reliquia vecinal.

 Cada año, era encalado para darle prestancia y evitar que el sol lo agrietase.   El interior, también era acicalado: las paredes recibían dos manos de pintura azul;  las deterioradas cerámicas eran sustituidas por otras, manteniendo siempre el ambiente taurino.  La media docena de mesas con la veintena de sillas de formica fueron formando un mosaico multicolor, desde el azul añil original, al verde botella, al amarillo celestial…al rojo sangre.  La adquisición más valiosa fue la cafetera de acero inoxidable. 

  Fue durante el gobierno de Higinio, el padre de Paquito, cuando se amplió el bar.  En el ala Este, levantaron un miradorcito cubierto de frondosos naranjos y bordeado de buganvillas perennes.  Sobre el mullido césped colocaron unas hermosas mesas y sillas  de nogal.  Los manteles de hule,  de cuadros rojiblancos  le daban al adosado un toque de coquetería.

  Henchida de satisfacción,  la familia se afanó aún más en satisfacer a cada uno de los que acudían al local.  Cada día, Merceditas escribía con letra caligráfica el menú y lo colgaba de la cerámica de bienvenida.  Y así, poco a poco, la familia era más próspera.  A la noche, cuando todo relucía como los chorros del oro,  y el aroma de azahar rezumaba por doquier, Higinio y Merceditas abrían el libro de contabilidad y anotaban en el Haber, en azul, lo  ganado durante el día, y en el Debe, en rojo peligro,  lo que habían ingresado al comerciante Tomasón.  Y viendo la panza gorda del Debe, se acostaban con los corazones algo inertes. 

  Por la mañana, Higinio se levantaba esperanzado e infundía su confianza en Merceditas y María Mercedes.  Los primeros que llegaban a desayunar eran los turistas que después de sufrir cientos de kilómetros, daban buena cuenta de las tostadas bañadas en aceite de oliva virgen y tomaban humeantes y estimulantes vasos de café o colacao.   Al mediodía,  se acercaban los jornaleros de la hacienda de la duquesa, así como los trabajadores de las fábricas de cerámicas y Terracota.  Higinio apuntaba en el cuaderno “B”, con detalle, los nombres o seudónimos de la clientela que liquidaba la deuda a últimos de mes, el mismo día en que cobraban el sueldo.  Desde que hubo ampliado el restaurante,  llegaba gente más endomingada e  incluso hacían reservas para algún que otro evento familiar.   A la tarde noche, el local se llenaba de voces –de mal presagio algunas-   eran cuadrillas con sus toreros aficionados,  rejoneadores novatos…que se llenaban las entrañas mientras sus bolsillos estaban agujereados.   Una  noche,  como pago de lo degustado Higinio recibió un cartel enrollado.  Mientras trabajaban en el libro de Contabilidad, desenrollaron el cartel –papel de pago.  No sabían qué precio asignarle,  llamaron a María Mercedes  y ésta conocedora de los diestros que tomaban parte el dichoso día, anotó en el Haber una cantidad desorbitada.

 Cerca del tablero del menú,  Higinio colocó el cartel de la corrida.

 Cada vez, más comensales solicitaban las mesas cercanas al cartel.  Según se acercaba el día de la corrida,  la clientela exigía sentarse cerca del atractivo anuncio y estoicamente dejaba  pasar su turno y esperar.

Higinio llevado por la curiosidad se plantó ante el imán de sus parroquianos:


                         PLAZA DE TOROS
                                  DE
                        POZO BLANCO, CÓRDOBA

                        Miércoles, 26 de setiembre

                        6, BRAVOS TOROS, 6

              (en el centro, mostraba un hermoso astado )
                            

                      LIDIADOS POR TRES FAMOSOS      MAESTROS

                         FRANCISCO RIVERA “PAQUIRRI”                                                                                      
                         JOSÉ CUBERO  “EL YIYO”       
                                             y     
                         VICENTE RUIZ     “EL SORO”         


  La  clientela fue  aumentando hasta tal punto que Higinio precisó de la ayuda  incalificable  de Paquito.  Y así, el cuaderno de contabilidad volvió a teñirse de azul ¡Iba a resultar factible la  cantidad  que María Mercedes le había asignado al cartel! 

Todas las mañanas, antes de encender la cafetera inoxidable, Higinio con un paño húmedo limpiaba las manchitas negras de las moscas.  ¡Cómo osaban enturbiar la vida  de los espadas!

  Agosto se presentó, a la vez, dragónico y agónico.  El aire era fuego que resquemaba el césped, levantaba las láminas de formica de las mesas, resquebrajaba las cerámicas de banderilleros… Higinio cada vez necesitaba más de Paquito y de personal especializado   A veces,  precisaban ayuda de la capital para hacer acopio de baldosas y baldosines apropiados.  Una mañana del mes de setiembre, Higinio no hizo caso al despertador.  La fiebre lo tenía postrado en la cama.  Merceditas, cada vez que  disponía de un minuto ascendía por la escalera y le suavizaba la fiebre con paños frescos.  El médico le diagnosticó  tuberculosis: expulsaba bilis y sangre; apenas hablaba.

  El 25 de septiembre   - le iban a llevar al hospital- pero  Higinio tuvo una repentina mejoría.  Después de analizar la contabilidad de las últimas semanas, suplicó a su familia, que jamás se desprendieran del afortunado cartel, ya que presentía que en un futuro muy próximo, la gente acudiría  como en hordas…

  El 26 de setiembre, por orden de Higinio se cerró el bar y la familia fue exhortada a acudir a la feria. 

  Salió “Avispado” y en el tercio de varas –antes de las banderillas-   El  astado empitonó a “Paquirri” Voces de estupor se oyeron  en el ruedo; se apaciguaron, en parte, viendo que el matador conversaba con el doctor, con semblante tranquilo y voz imperiosa. “No es nada” –decía.

  Merceditas tiraba de la mano de su madre y su tío Paquito con un ojo aún en el Espada; avanzaba, el trío, ante su enfermo.  Al abrir la puerta,  Higinio les recibió con su cara serena.  Había una similitud entre los dos encamilllados. Y el rojo sangre teñia los lienzos, y se empañaban los rostros de dolor y de tragedia.

             San Vicente de la Barquera, a 31 de marzo de 2015
                                 Isabel Bascaran ©