sábado, 13 de junio de 2015

LA TONTA.





Carmelita era tonta. En el colegio, no había forma de que le entraran las cosas en la cabeza, así que, como veía que sus compañeras avanzaban y ella no, se ponía a llorar. La pobrecilla dejaba caer su carita sobre el pupitre y miraba a la profesora con sus ojitos enrojecidos e inundados de lágrimas. ¡Sus amigas sentían por ella una penita…!

No tenía sentido ser con ella igual de exigente que con las demás ―se decía la profesora―, ¡si la pobre criatura no daba más de sí…! ¿Qué culpa tenía la chiquilla? ¿Para qué hacer que se encontrara mal, si la cosa no tenía remedio? Bastante desgracia le había caído encima con haber nacido tan cortita de entendederas… Así que la profesora, conmovida, acababa pasándole por alto los errores en los exámenes para que no se considerara inferior a sus compañeras. La cosa es que fuera pasando los cursos como pudiera y, después, Dios dispondría.

Y así las cosas, llegó Carmelita al instituto. La pobrecilla iba más perdida que calzón en luna de miel. Lo que se explicaba en clase le entraba por un oído y le salía por el otro, sin que en el tránsito intracraneal quedara ni rastro retenido en la mollera. Los deberes, no sabía ni por dónde cogerlos. Todas sus amigas iban avanzando y ella, como era tonta, se iba quedando atrás. ¿Qué podía hacer?

Un día se dio cuenta de que Leopoldo, el empollón de la clase, la miraba de manera distinta a como la miraban los otros chicos. A la salida, Leopoldo se hizo el encontradizo y, charla que te charla, acabaron paseando por el parque y se sentaron en el césped. “¡Huy! ¿Qué es esto?”, pensó, desconcertada, cuando notó la mano de Leopoldo bajo la falda. Y, como la pobrecilla era tan tonta, se dejó hacer. Y, como le gustó, se dejó hacer casi todas las tardes. Y, como Leopoldo era agradecido, le hacía los ejercicios y la ayudaba a preparar los exámenes. Y así, tira que te va tirando, a trancas y barrancas y con algún que otro escozor, se fue sacando los cursos. ¡Y qué iba a hacer si no, si era tan tonta…!

Para los estudios, como ha quedado dicho, no servía. Para trabajar, otro tanto: no le había llamado Dios por el camino del sudor. En cambio, como no tenía nada en la cabeza, era despreocupada, divertida; y, como era monilla, siempre llevaba una cohorte de moscones alrededor. Un día, con dieciocho añitos recién cumplidos, en una fiesta, conoció a don Blas, treinta años mayor que ella. El hombre se sintió atraído por aquella monada con la cabeza hueca y Carmelita, como era tan tonta ella, se quedó embarazada a la primera de turno.

El escándalo fue descomunal. Los padres le echaban en cara que, mientras sus amigas empezaban a ir a la universidad o estaban ganándose el pan en distintos trabajos, ella iba a ser una desgraciada toda la vida por crearse esas ataduras a edad tan temprana. Pero Carmelita, al ser tan limitada, la pobre, lejos de sentirse abrumada por la responsabilidad, estaba la mar de contenta. Y don Blas, que era un caballero, se casó con ella. (Don Blas ―digámoslo de pasada― era riquísimo.)

La vida tiene extraños mecanismos, así que, lo que parecía que tuviera que desembocar en tragedia, resultó todo lo contrario. Don Blas estaba encantado con su joven y guapa esposa. Entre ellos dos, muy interesantes las conversaciones, la verdad, no eran. Ella, muy culta, muy culta, la verdad, tampoco era. Pero don Blas, con tantos negocios, estaba poco en casa durante el día y, por las noches, todo eso se le olvidaba entre las sábanas.

Carmelita, por su parte, se pasaba el día comprando ropa, jugando al golf, yendo al cine, bañándose en la playa y demás ocupaciones de alta exigencia intelectual. Como la pobre era tonta y no tenía más aspiraciones… Y como tenía una criada fija en casa que le hacía todo el trabajo y no tenía que ir a la compra, ni cocinar, ni limpiar… ¡qué iba a hacer, la pobrecilla!

La fogosidad de don Blas hizo que, en un visto y no visto, se encontrara Carmelita madre de tres preciosas hijitas, a cabeza por año. Con el paso del tiempo, la mayor, que les había salido listísima, estudió y estudió hasta quemarse las pestañas y acabó dos carreras. Como el asunto laboral estaba tan mal, no le sirvieron para encontrar trabajo, así que se sacó unas oposiciones para una plaza de funcionaria que le daba ―eran tiempos de crisis― justillo para ir tirando.

La segunda, que les salió un lince para los negocios, trabajó y trabajó sin descanso año tras año hasta conseguir, ella solita, levantar un negocio de tintorería que ―recuérdese que eran tiempos de crisis― la tenía sujeta al trabajo catorce horas diarias para conseguir pagar la hipoteca y poco más.

La tercera, en cambio, les salió rana. A todas luces, ¡vaya por Dios!, subía tonta…


                                      José-Pedro Cladera ©

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