lunes, 11 de enero de 2016

El Ojeniu
 
“¡Yeeépa! ¡Yeeépa! Tira-pa-entro-tira-pallá-tarreo-con-la-vara-y-tejo-eslomá.”

Nadie conducía la vacada como el Ojeniu. Había aprendido, de sus mayores, ancestrales conjuros, como el anteriormente citado, que las reses parecían entender y a los que respondían casi siempre antes de que la experta vara del vaquero les recordara su significado. El Ojeniu manejaba el palo cual si de la batuta de un director de orquesta se tratara. Un certero golpe, seco, decidido, a medio costillar y la vaca giraba al instante hacia el lado contrario a la zurra. La misma soba, aplicada a los cuartos traseros, aceleraba el paso del cuadrúpedo. Si en el interior de la pata, lo frenaba. Atizada en la cerviz, el animal doblaba la susodicha. Y así, con pericia acumulada tras muchos años de profesión, había aprendido el Ojeniu cómo hacer que sus vacas realizaran un sinfín de maniobras con asombrosa disciplina y precisión. Pero lo que más distinguía al Ojeniu de los demás vaquerizos era su inhabitual conocimiento de aquellos ancestrales conjuros:
“¡Yeeépa! ¡Yeeépa! No-te-quées-atrás-Condesa-tarreo-un-hostia-tejo-tieeésa.”

El Ojeniu llamaba a cada una de sus vacas por su nombre, que a todas se lo había puesto nada más nacer. El hombre tenía una tirada natural hacia lo aristocrático, así que su vacada estaba salpicada de princesas, duquesas, marquesas, condesas… Cuando alguna de sus aristócratas reses acababa su paso por este valle de lágrimas metamorfoseada en solomillos, entrecots, chuletas y demás, su nombre pasaba rápidamente a la primera nueva becerra que nacía, con lo que la continuidad del linaje quedaba asegurada. El Ojeniu era un gran conocedor de la psicología bovina y no se le escapaba detalle y, así como sus cuadrúpedas comprendían sus conjuros, también él había aprendido a entender las sutilezas de ellas. Cuando la Princesa lo miraba de soslayo y soltaba un tierno “Múuu”, sabía el Ojeniu que le estaba agradecida por el trato dispensado; si la Duquesa, con la cabeza gacha, exclamaba un sonoro “Muuú”, él sabía que la res se mostraba disconforme con sus instrucciones y había que darle vara; si la Marquesa miraba para otro lado y espetaba un lacónico “Mú”, sabía él que la mala bestia tenía las hormonas revueltas y que pocas bromas con ella; cuando la Regenta profería un sinuoso “Muuúuú”, la muy loca pedía monta. Él comprendía a sus vacas mejor que a las personas. Eran más nobles. 

El Ojeniu era hombre de campo, rudo, de pocas palabras, pero también tenía su sensibilidad. Desde los verdes pastos a donde llevaba a sus animales, veía, a lo lejos, el faro, donde ya sólo moraba la viuda del farero, que había muerto hacía un par de años arrollado por un tren en un paso a nivel cuando volvía del pueblo ciego de vino. A veces, mientras su real corte de rumiantes daba buena cuenta de los pastos, el Ojeniu veía a la farera en el balcón circular que rodeaba el faro en su parte superior, a donde ella gustaba subir, si el tiempo era bueno, para inspirarse. Porque la Colasa, en los años de forzada soledad pasados en tan aislado destino, había desarrollado el gusto por escribir poemas y en ningún sitio se inspiraba tanto como en aquella solitaria altura, con la mirada perdida en el horizonte, arropada por el arrullo de las olas. Sus pensamientos volaban a espacios etéreos y soñaba con un amor que aparecía a lo lejos sobre un barco velero que ponía rumbo hacia ella, hacia su faro. Entonces sacaba su cuaderno y escribía versos de ensueños marineros y de noches en vela consumida por angustiosas nostalgias. El Ojeniu la atisbaba allá arriba, como una valquiria cabalgando cual mascarón de proa de una intrépida nave lanzada a la conquista de los mares ―ya ha quedado dicho que el hombre tenía su lado sentimental―, con sus largos cabellos ondeando al viento, con sus voluptuosas formas recortadas contra el azul del cielo, y ese corazón que llevaba agazapado en su tosco pecho de campesino se despertaba y exudaba ternura:

―¡Cagon la mar…! Cacho hembra ahí sola, y yo mirando el culo las vacas.

Un día, en el bar del pueblo, oyó comentar a dos poetisas, que por allí vivían y que estaban avivando sus inspiraciones con una botella de Somontano, que había un concurso internacional de algo que le sonó como “jaicus”, y que la obra ganadora sería embarcada, grabada en disco, en una nave espacial con destino a Plutón. El Ojeniu se hizo el longuis y aplicó el oído hasta que quedó satisfecho con la composición de lugar que se hizo sobre de qué iba aquello de los “jaicus” y, listo como el hambre, captó enseguida que se le ofrecía en bandeja la ocasión para llevar a cabo una maniobra de aproximación a la apetecible viuda del farero.

La Colasa lo vio venir de lejos, pues raramente se acercaba nadie por el camino del faro, así que lo esperó ya en el umbral de la puerta, pensando que era algún despistado que se había perdido. Cuando la tuvo delante, la exhaustiva preparación del hombre previa a la visita, sus voluntariosos ensayos de lo que le iba a decir a la codiciada hembra, no le sirvieron de nada: se quedó medio petrificado y no le salían las palabras. Lánguida, la piel blanca como la nieve, la mirada melancólica, los gestos lentos y elegantes… El Ojeniu pensó que todo en la Colasa irradiaba un aire como puro y angelical. Su boca era pura y angelical. Sus manos eran puras y angelicales. Ella pensó que él era bizco, pero en cuanto consiguió el Ojeniulevantar la vista de los puros y angelicales pechos de la farera, sus ojos recobraron al instante su acostumbrado paralelismo. Cuando recuperó la compostura, se presentó y le dijo que el motivo de su visita era informarle del citado concurso internacional, por si le interesaba: que podía conseguir, fíjese usted, que su obra fuese a parar al quinto carajo, oiga, a otra galaxia o por ahí; a Plutón, oiga, que iban a alucinar por allí cuando la leyeran. La cosa prometía, porque la Colasa se mostró ciertamente interesada, si bien algo insegura.

―Pero, dígame: ¿en qué consiste exactamente eso de los “jaicus”? Porque no lo había oído nunca ―le preguntó la sirena del faro―. No sé si será de mi estilo.

―Fácil, mujer, fácil: que a ver quién la dice más gorda con menos palabras. No hay más.

El caso es que, al Ojeniu, la maniobra le salió bien, porque, a partir de aquel día, visitaba el faro cada atardecer. A veces se sentaban en el saloncito; otras, si el tiempo acompañaba, en un banco del jardín, y ella le leía sus poesías. Él no entendía la mitad de las palabras tan finas que se gastaba la Colasa y, aunque las entendiera, le traían sin cuidado; pero asentía de vez en cuando con la cabeza y emitía algún que otro sonido aprobatorio, mientras le repasaba visualmente las piernas y, bizco de nuevo, otros atributos femeninos que sería prolijo enumerar.

El concurso internacional no dio el resultado apetecido y la Colasa, tan sensible, se llevó una gran desilusión. Había creído adecuado dedicar este su primer “jaicu” a quien la había introducido en esta, para ella, nueva especialidad poética, por lo cual, decidió componer una alusión a la vida bucólico-pastoril del Ojeniu. Así pues, con la obligada economía de palabras, creó su “jaicu” destinado a viajar a las profundidades siderales:

         Verdes pastos:
         Vaca sana,
         Boñiga monumental.

El jurado no estuvo a la altura y no se mostró nada receptivo, y ella se sumió en una gran tristeza y melancolía. ¡Con la ilusión que le hacía que su obra fuera leída por los habitantes de Plutón! Estuvo desganada y alicaída, y sólo tenía ganas de llorar. El Ojeniu, que, aparte de sus manifiestas habilidades, parece que también contaba con la de ser un excelente consolador, encontró rápidamente la manera de calmarla, tal vez de forma no del todo ortodoxa desde el punto de vista de la psicología, pero de indiscutible eficacia para que, de pronto, a la farera le volvieran los colores a las mejillas y se la trajeran al pairo los “jaicus”, los habitantes de Plutón y la madre que los parió.

El cuartelillo de la Guardia Civil recibió la insólita visita nocturna de dos peregrinos que hacían el Camino de Santiago y a quienes la noche había sorprendido perdidos por esos senderos del Señor. Deseaban denunciar un delito de extrema violencia de género del que habían sido testigos y que esperaban aún estuviera a tiempo La Benemérita de evitar que acabara en tragedia. Habían decidido acercarse al faro para preguntar dónde había alguna posada por las inmediaciones, cuando oyeron unos chillidos alocados de mujer y, acto seguido, los gritos de un hombre que, a todas luces, la quería matar. Agazapados tras unos arbustos, grabaron en vídeo con un teléfono móvil cuanto aconteció seguidamente, vídeo que mostraron muy angustiados a los guardias civiles. Aunque había luna llena y la noche estaba relativamente iluminada, la imagen no era muy buena, pero sí se acertaba a ver una hembra de formas nada despreciables, en pelota picada, saliendo del faro a la carrera por el prado adyacente, a la que perseguía un cafre, talmente en cueros vivos y con inquietantes signos anatómicos que no podían presagiar más que barbaridades para la pobre muchacha, y que blandía, amenazante, una vara con la que intentaba atizarle. Si bien, como queda dicho, las imágenes no eran muy claras por la relativa penumbra, el sonido, en cambio, era muy bueno gracias al silencio imperante en el lugar. Los guardias civiles escucharon atentamente, tratando de descifrar el extraño mensaje:

“¡Yeeépa! ¡Yeeépa! Tira-pa-entro-tira-pallá-tarreo-con-la-vara-y-tejo-eslomá.”



José-Pedro Cladera ©

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