domingo, 15 de enero de 2017

UNA VEZ SOÑE

El harén
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Una vez soñé que tenía un harén. Nada del otro mundo, nada que llamara excesivamente la atención; lo justito para una persona de vida modesta y discreta como yo. Es decir: diecisiete concubinas, seis odaliscas ―o sea, aprendices del tema, que ahí no se trataba de tener niñatas que no se esteraran de lo que vale un peine―, más algunas esclavas, eunucos y todo eso. ¡Vaya tela! Unas huríes de verdadero escándalo, escogidas una a una por mi menda para tener a mano ―bueno, a mano y a lo que se terciara, que para eso eran mías― la variedad que cada situación exigiera, que ya se sabe que no todos los días se levanta uno del mismo talante y nada hay peor que la monotonía. (Sí, ya sé que alguien estará pensando que qué pasa con la monotonía para ellas; pero quien así piense es que aún no se ha enterado de qué va esto).
Me hallaba yo postrado en un diván en mi frondoso jardín, bañado por los rayos del sol, arrullado por el susurro de unas fuentes que descargaban sus delicados chorros en un estanque de aguas cristalinas. Peces de colores serpenteaban perezosamente entre unos maravillosos nenúfares. Sonaban, lentas y delicadas, las notas de un laúd punteado por uno de los eunucos, que se ocultaba tras unas cortinas, porque a mí la visión de los eunucos me molesta mucho y les tenía dicho que debían estar siempre fuera de mi vista para no incordiar.
Yasmín me estaba dando masajes en los pies, untándolos con cremas y aromáticas esencias traídas de Oriente y acariciándolos con sus expertas manos. ¡Ah, Yasmín, qué manos tenía, la muy lagarta! Ninguna de mis chicas daba masajes en los pies como ella. Sus delicados deditos se metían bajo las yemas de los dedos de mis pies y ejercían una firme pero ligera presión hacia arriba que me transportaba al edén. Lo que más me gustaba es cuando me lo hacía en los meñiques, ¡uy, qué gustirrín!
Fátima estaba recostada a mi lado y me acariciaba el hombro con su larga y ondulante cabellera de color avellana, que tiene el mismo tacto que la seda, mientras me susurraba carantoñas, me dispensaba tiernos arrumacos y me ponía morritos de cómeme, cómeme. ¡Ay, los morritos de Fátima! Como las yemas de Santa Teresa, pero más dulces.
Samira me iba poniendo en la boca deliciosas uvas que ella previamente mordía y a las que retiraba las pepitas, que es una cosa que siempre me ha dado asquito encontrar. “¿Quién se va a comer esta uvita?”, me decía mientras me la pasaba cerca de la boca, y cuando yo, con cara de besugo, la abría para comérmela, me plantaba un besazo de tornillo, rosca inglesa, que me dejaba sin respiración. ¡Qué gran destreza la de Samira! Ninguna quitaba las pepitas a las uvas como ella.
Rania, sentada junto a mí, me hacía la manicura con tanta suavidad que más parecía que me la hiciera con una pluma que con una lima. Siempre he tenido una adoración especial por Rania, porque es políglota: lo mismo domina el francés, que el griego, que el tailandés… ¡Qué lista es, la condenada!
A todo eso, Zulima revoloteaba a mi alrededor bailándome la danza de los siete velos. Desde luego, si tuviera que pasar por el inimaginable y doloroso trance de tener que limitarme a una sola mujer como si fuera un vulgar matado, me quedaría con Zulima: una pasada de revoluciones que no se puede ni explicar. Cómo sería que yo tenía terminantemente prohibido que hubiera espejos en el jardín, porque una vez me vi en uno mientras ella bailaba la danza del vientre y estaba bizco como un búho y tan colorado que parecía una gamba con turbante. Feísimo, vaya; impropio de un señor del harén. Sólo le quedaban por quitarse dos velos y a mí ya se me atragantó la uva ―menos mal que no tenía pepitas, porque si no, allí igual pringo y se me acaba el sueño―. ¡Qué movimientos los de Zulima! Pero bueno, bueno… Sus caderas seguían el ritmo de la música con un contoneo, con un vaivén de aquí me acerco y aquí me alejo, que yo ya no sabía si lo que tocaba el puñetero eunuco era un laúd, los timbales  o el flabiol de una cobla de sardanas. Estaba ya por quitarse el penúltimo velo y yo bufaba como un miura a punto de embestirla, pateando a la de los masajes en los pies, atropellando a la tragapepitas y pasando por encima del eunuco del laúd, del flabiol o de lo que fuera. ¡Menuda es esta Zulima! ¡No sabe nada, el angelito!
Esto de tener un harén es una pasada, no voy a negarlo; pero que nadie se vaya a pensar que es todo color de rosa. Con tanta mujer junta, la gloria no puede durar mucho. ¡Bueno, si yo os contara! Se traen unas envidias, unos encelamientos, unas grescas… Bueno, bueno… Santa paciencia la que uno ha de tener. Y además es que son criaturas gregarias. No hay forma de conseguir que vaya cada una a su rollo. ¡Qué va! Siempre haciendo piña, pero siempre sacándose los ojos. Raro es el día en que no me vienen unas u otras para que medie en sus desavenencias, sus porfías y sus acaloramientos. En cuanto les das un poco de confianza, estás perdido.
Sin comerlo ni beberlo, un buen día me encontré con que me pasaba la mayoría del tiempo aguantando quejas y reivindicaciones. Cuando antes no hacía yo más que insinuarles lo que quería y se ponían manos a la obra (bueno, manos o lo que fuera, claro, que eso era un harén y no un convento), ahora, por el contrario, todo les parecía mal: que si queremos levantarnos más tarde, que si por qué a mí me toca día sí y día también y a ésta sólo una vez por semana, que si estamos hartas de comer uvas, que si me duelen las manos de tanto masaje, que si tengo agujetas en las caderas de tanto mover el culo, que si no nos queremos depilar el… bueno, ¡que no se querían depilar, vaya!
Se volvió la cosa tan pesada que había días en los que yo ya ni salía al jardín y me quedaba en mis aposentos, más solo que la una, con tal de no oírlas. Bueno, tampoco hay que exagerar: de vez en cuando, hacía subir a alguna para que me diera una alegría al cuerpo, porque tampoco era cuestión de llevar las cosas al extremo y uno tiene su corazoncito. Aunque, como digo, sólo de vez en cuando: un par de veces al día, más o menos. Pero, claro, ya no era como antes. Acostumbrado al pack completo, esto de estar con una sola y encerrado en un cuarto ya no tenía gracia; era una cosa como vulgar, del populacho, indigna de un verdadero señor de un harén. Y eso me estresaba un montón. Me tenían ya hasta lo que les falta a los eunucos.
Un día, ¡mira por dónde!, me levanté con el pie izquierdo y mandé que les cortaran la cabeza a todas. Así, sin más, ¡ya está, hombre! ¡Qué tantas puñetas con las uvas, la depilación, que si les duelen las manos, que si tienen agujetas! ¡Zas! Tajo por aquí, tajo por allá, y se acabó la historia. Me cogió así, mira, ¡qué le vamos a hacer! Ya sabéis, es la naturaleza: te levantas un día con mala gaita y se te va un pelín la mano, tampoco hay que darle más vueltas. Me encontré de pronto bañado en un mar de sangre, rodeado por cabezas sin cuerpos y cuerpos descabezados. ¡Bueno, bueno, qué estropicio! Me quedó el jardín hecho un desastre. Tan hecho unos zorros quedó todo, tal desorden había, que yo creo que esa noche hasta me costó conciliar el sueño. Es que no os podéis ni figurar lo sucio que lo dejaron todo, ¡qué asco!
Entonces me desperté y me encontré frente a un tribunal de la Inquisición. Estaba en una mazmorra fría, húmeda, oscura, inundada por una neblina lúgubre y de terribles presagios. Estaba encadenado a una pared y, frente a mí, a escasos centímetros, las facciones desfiguradas por la neblina y la semioscuridad, amenazante y apuntándome con su dedo índice acusador, entreveía la cara del inquisidor principal, el que tenía mi vida en sus manos y que estaba a punto de emitir su espantosa sentencia por mi mala cabeza. Por lo visto, eso del harén no les caía demasiado bien a los la Inquisición. Seguramente es que me tenían envidia, pero, fuera como fuese, mi situación no auguraba buenos presagios.
―¿Quién es esa Zulima? ―me preguntó con una voz baja, sibilante, que me heló la sangre en las venas.
La neblina se fue disipando y las facciones del inquisidor se fueron recomponiendo hasta aparecer los mucho más familiares rasgos faciales de mi parienta. La mazmorra inquisitorial se fue metamorfoseando en mi dormitorio. Respiré más tranquilo. Bueno, por lo menos por unos segundos.
―¡Te has delatado, desgraciado! Hablabas en sueños y te he pillado. Así que me pones los cuernos con una tal Zulima y una tal Rania que habla idiomas y un montón más, ¿no? Sí, sí, no mientas, que tengo todos los nombres aquí apuntados.
―¡Pero no ves que era un sueño! Y encima les he cortado la cabeza a todas, ¿qué más quieres?
―Nada, nada, excusas. Que te he pillado, no le des más vueltas. Ya me enteraré yo de dónde vive la Zulima esa y las otras y se van a enterar ―y mientras esas cosas decía, el inquisidor-parienta no dejaba de darme zurriagazos con el mocho de la fregona y todo lo que pillaba a mano.
¡Madre mía, qué despertar más malo! Pero eso ya pasó, afortunadamente. Ahora ya no tengo esos problemas. Ahora, cuando sueño, estoy liado con el eunuco del laúd. Es más bueno… Y, después del apaño que le hice, le ha quedado una vocecita de querubín… Nunca se queja de nada. Un día le pregunté que cómo es que nunca se queja, y me dijo:
―Pero mi amo… Si no habiendo dicho esta boca es mía mire el tajo que me pegó, no quiero ni pensar la que me iba a caer si abro el pico…
Nunca se me había ocurrido, pero igual tiene razón y no es tan tonto como pensaba.
Y la parienta, contenta, porque el eunuco se la trae al pairo. De vez en cuando aún se acuerda de Zulima y compañía y le entra la vena meditativa y especulativa. El otro día me planteó una cuestión trascendental:
―Lo tengo crudo como algún día falte. Aún estaré caliente en la tumba y ya estarás por ahí con una pelandusca de esas. ¿O me vas a decir que no?
―Mujer, visto así… Si algún día faltas, las reglas del juego ya no serán las mismas, ¿no?
―¿Qué quieres decir? ―bramó, mientras me sacudía con la escoba.
―Tranki, titi, tranki. Lo que quiero decir es que, si algún día faltas, mi menda se va a vivir con Jesús Vázquez. ¡Por éstas!


José-Pedro Cladera ©

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