viernes, 5 de abril de 2019

UNA VEZ TUVE QUINCE AÑOS




            Una vez tuve quince años… y creía saberlo todo.

Algunos fines de semana, cuando el tiempo era bueno, mis tres mejores amigos y yo íbamos de vivac al bosque. Con las mochilas cargadas, solíamos andar casi todo el día y, al caer la tarde, buscábamos un sitio adecuado para acampar. Por la noche, después de cenar y apagar la hoguera, nos metíamos en los sacos de dormir, a los que les habíamos cosido, de forma algo chapucera pero práctica, una tela de mosquitero que nos protegía la cara ante la incómoda visita de mosquitos y otras alimañas y, de cara a las estrellas, nos contábamos historias, generalmente de chicas, hasta que nos dormíamos. Atesorábamos nuestra amistad. Nos creíamos libres. Pensábamos que lo sabíamos todo… Inconscientes de nuestra ignorancia sobre el mundo real; desconocedores de hipotecas, préstamos, morosidades, insolvencias; profanos en impuestos, fondos de inversión, cuentas de ahorro, planes de pensiones, rentas fijas y variables; legos en amortizaciones, garantías, intereses, vencimientos, pleitos… En las mochilas llevábamos comida y bebida suficiente, y cuatro duros mal contados por lo que pudiera acontecer. Y éramos felices.   

Los días de clase, al terminar, solíamos quedar en unos bancos que había en una plaza cerca del instituto y, mientras compartíamos unos pitillos furtivos, traficábamos con que el yo te paso los apuntes de mates si tú me dejas copiar los tuyos de química, y demás trueques académicos. Nuestras preocupaciones no iban más allá de la fecha del próximo examen. Y porque nos sabíamos las asignaturas, creíamos saberlo todo… Y sin embargo, estábamos en la inopia sobre oposiciones, competencias, entrevistas de trabajo, currículos; incultos en envidias, infidelidades clientelares, trepas, horarios fijos y flexibles… No teníamos ni idea.

De vez en cuando quedábamos para ir al cine con algunas chicas. Nos sentábamos por parejas y el objetivo era ‘hacer manitas’. No tener éxito no estaba mal visto, pero no intentarlo, sí: quien no se atrevía era simplemente un cagao. En el pueblo de veraneo, los sábados de julio y agosto, por la noche, hacían cine al aire libre en los jardines del club y nos sentábamos en sillas plegables de madera que cada uno colocaba donde quería. Marina y yo nos colocábamos al final, junto a un seto de cipreses, a cubierto de miradas indiscretas, y nos besábamos. Aprendí a beber en aquella maravillosa fuente en la que cuanto más bebía más sed tenía. Aprendí que la puerta al paraíso se abría desabrochándole dos botones de la blusa y deslizando la mano para explorar la fruta prohibida. Y creía que ya había descubierto el nuevo mundo de la mujer… Iluso… Ignaro en ataduras, celos, susceptibilidades, suspicacias, infidelidades, desazones, obligaciones; nesciente en embarazos deseados o no, abortos espontáneos o inducidos, rivalidades, separaciones, divorcios… Todos ellos asuntos ajenos, extraños, inexplorados. Estaba sumido en la ignorancia. Me bastaba saber que aquellos labios se abrían para mí y que, al cine, acudía siempre con blusa de botones.

El futuro estaba preñado de aprendizajes que habría que ir adquiriendo con el paso del tiempo. Pero entonces yo tenía quince años y creía que ya sabía casi todo lo que realmente merecía la pena saber. Y tenía razón.


José-Pedro Cladera Fontenla©

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