Una vez tuve quince años… y creía
saberlo todo.
Algunos
fines de semana, cuando el tiempo era bueno, mis tres mejores amigos y yo
íbamos de vivac al bosque. Con las mochilas cargadas, solíamos andar casi todo
el día y, al caer la tarde, buscábamos un sitio adecuado para acampar. Por la
noche, después de cenar y apagar la hoguera, nos metíamos en los sacos de
dormir, a los que les habíamos cosido, de forma algo chapucera pero práctica,
una tela de mosquitero que nos protegía la cara ante la incómoda visita de
mosquitos y otras alimañas y, de cara a las estrellas, nos contábamos
historias, generalmente de chicas, hasta que nos dormíamos. Atesorábamos nuestra
amistad. Nos creíamos libres. Pensábamos que lo sabíamos todo… Inconscientes de
nuestra ignorancia sobre el mundo real; desconocedores de hipotecas, préstamos,
morosidades, insolvencias; profanos en impuestos, fondos de inversión, cuentas
de ahorro, planes de pensiones, rentas fijas y variables; legos en
amortizaciones, garantías, intereses, vencimientos, pleitos… En las mochilas
llevábamos comida y bebida suficiente, y cuatro duros mal contados por lo que
pudiera acontecer. Y éramos felices.
Los
días de clase, al terminar, solíamos quedar en unos bancos que había en una
plaza cerca del instituto y, mientras compartíamos unos pitillos furtivos, traficábamos
con que el yo te paso los apuntes de mates si tú me dejas copiar los tuyos de química,
y demás trueques académicos. Nuestras preocupaciones no iban más allá de la
fecha del próximo examen. Y porque nos sabíamos las asignaturas, creíamos
saberlo todo… Y sin embargo, estábamos en la inopia sobre oposiciones, competencias,
entrevistas de trabajo, currículos; incultos en envidias, infidelidades
clientelares, trepas, horarios fijos
y flexibles… No teníamos ni idea.
De
vez en cuando quedábamos para ir al cine con algunas chicas. Nos sentábamos por
parejas y el objetivo era ‘hacer manitas’. No tener éxito no estaba mal visto,
pero no intentarlo, sí: quien no se atrevía era simplemente un cagao. En el pueblo de veraneo, los
sábados de julio y agosto, por la noche, hacían cine al aire libre en los
jardines del club y nos sentábamos en sillas plegables de madera que cada uno
colocaba donde quería. Marina y yo nos colocábamos al final, junto a un seto de
cipreses, a cubierto de miradas indiscretas, y nos besábamos. Aprendí a beber
en aquella maravillosa fuente en la que cuanto más bebía más sed tenía. Aprendí
que la puerta al paraíso se abría desabrochándole dos botones de la blusa y
deslizando la mano para explorar la fruta prohibida. Y creía que ya había
descubierto el nuevo mundo de la mujer… Iluso… Ignaro en ataduras, celos, susceptibilidades,
suspicacias, infidelidades, desazones, obligaciones; nesciente en embarazos
deseados o no, abortos espontáneos o inducidos, rivalidades, separaciones, divorcios…
Todos ellos asuntos ajenos, extraños, inexplorados. Estaba sumido en la
ignorancia. Me bastaba saber que aquellos labios se abrían para mí y que, al
cine, acudía siempre con blusa de botones.
José-Pedro Cladera Fontenla©

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