Klaus von Kirchhoff fue el mejor
actor de teatro de todos los tiempos. La crítica decía de él, como en otra época
dijo de Niccolò Paganini, que tenía un pacto con el diablo y que, más que
interpretar a sus personajes, gozaba de la insólita facultad –y temeridad– de
transmutarse en ellos. Sobre el escenario, Klaus dejaba de ser él y era,
realmente era, Shylock, el judío usurero, cruel, despiadado y vengativo de El mercader de Venecia. Acabada la obra,
los espectadores, lejos de aplaudirle, le maldecían, le vituperaban, le
insultaban; sentían genuino odio y desprecio hacia él. Hasta que, pasados unos
minutos, salían de su trance y, poco a poco, dejaban de ver a Shylock a medida
que cobraba cuerpo el genial von Kirchhoff. Y entonces le aplaudían
rabiosamente hasta dolerles las manos, incondicionalmente rendidos ante aquel
gigante de la escena.
El actor era raro, muy raro.
Mientras otros grandes de su época alardeaban de representar tantas o cuantas
obras en un año, cuantas más mejor, Klaus podía pasarse ese tiempo, o más, sin
aparecer en público, retirado en la casa solariega de su familia en Baja
Sajonia, sin recibir visitas, estudiando hasta la extenuación y haciendo todo
tipo de extrañas ceremonias y conjuros para conectar con un más allá que sólo
él sabría en qué consistía, hasta lograr esa identificación, esa transmutación
sin la cual no se exhibiría jamás. La gente sabía que, cuando saliera al
escenario, no verían a Klaus von Kirchhoff, sino que, por obra de la extraña magia
del actor, como tocado éste por una varita mágica sostenida por el mismísimo
Dostoyevski, gozarían del extraordinario privilegio de conocer en persona a
Dévushkin, entrar en el alma compleja de su vulgaridad, ignorancia y profunda
infelicidad, tratando de mantener su dignidad aun conformándose con las migajas
de un amor no correspondido. Y la gente se emocionaba y se compadecía del
atribulado funcionario ruso, y salían del teatro convencidos de haberlo
conocido en persona, encarnado en el cuerpo prestado de Klaus.
Un acontecimiento insólito revela
elocuentemente la personalidad perturbada y aterradora de von Kirchhoff.
Encarnando al personaje de van Gogh en una representación sobre la vida del
genial y atormentado pintor, en la famosa escena en la que se corta una oreja,
fue tan sobrecogedor el grito de dolor, tan estremecedor el realismo con que se
retorcía apretándose un pañuelo ensangrentado para contener la hemorragia, que
un médico de entre el público saltó al escenario… y quedó aterrado ante la
realidad. Desde entonces y hasta el fin de sus días, Klaus llevó siempre una
parlota española del siglo XVI que le colgaba sobre un lado de la cara,
ocultando la horrenda cicatriz.
Le fascinaba Gregorio Samsa, el
personaje de Kafka en su mundialmente conocida y mal traducida obra La metamorfosis. Un crítico berlinés,
oyendo a su interlocutor extranjero hablar sobre esta obra, le preguntó si
había leído a Kafka en alemán, a lo que el otro le contestó que no, que lo había
leído traducido. El primero le espetó: Entonces usted no ha leído a Kafka.
Desde el título, le dijo, ya está mal traducida: en alemán no se llama La metamorfosis, sino La transformación; pero además, la
palabra alemana usada por el autor para esa transformación tiene el matiz de degradación, aspecto éste que está
totalmente ausente en la palabra metamorfosis.
Y así toda la obra está plagada de malas traducciones que alejan el sentido del
Gregorio de Kafka. Y Klaus von Kichhoff sería el primer intérprete fiel de
Gregorio. Digo mal: sería, por primera vez sobre un escenario, el mismísimo
Gregorio, como nadie antes lo había visto ni lo vería jamás después. Gregorio era
una alimaña monstruosa, deforme, repulsiva, cercana a un escarabajo gigante…
pero con una vida interior intacta, incluso más acentuada por el inmenso dolor
psicológico que le atormentaba y el drama infinito de su vida, sin comprender
por qué le ocurría a él, hasta llevarle a la muerte por saturación de dolor. Y
aislado en su retiro de la Selva Negra, absorto en su papel, en íntima comunión
con el espíritu del escritor bohemio, que él captaba en sus extraños trances
telepáticos, Klaus se iba transformando él mismo. Las pocas personas que le
vieron allí, siempre y únicamente de su familia, se asustaban al ver cómo su
mirada adquiría una intensidad animalesca, enigmática; se preocupaban por ver
cómo Klaus pasaba horas arrastrándose por los suelos, cómo a veces respondía a
las preguntas que le hacían con sonidos guturales incomprensibles y cómo se
refugiaba en rincones alejados ante la presencia humana. Al cabo de unas horas
se recuperaba, pero no pasaba un día sin que viviera esas extrañas
transformaciones. Y cuando finalmente llegó el estreno, algo hipnótico debió de
pasar con la percepción colectiva, porque la gente salía del teatro jurando que
habían visto a un repugnante escarabajo, pero que les había hecho llorar con su
profundo dramatismo.
No obstante, el personaje más
trascendental en la vida de von Kirchhoff, el que más le fascinó y para el cual
se preparó con un ahínco jamás superado ni por él mismo, nunca llegó a subir a
un escenario. El actor fue encontrado muerto en su casa de la Selva Negra pocos
días antes del anunciado estreno. La conmoción fue tal en el mundo de las artes
escénicas que muchas salas europeas exhibieron durante un mes en todas las
representaciones crespones negros en homenaje a tan soberbio intérprete.
Aterradora la imagen en la portada de los periódicos de aquella trágica
jornada, donde el actor yacía en el suelo sobre un baño de sangre. Murió
ensayando el suicidio de su admirado Yukio Mishima, cuya escena quería que
fuera de una crudeza jamás antes conocida. La katana de mentira, de material
blando, que le había proporcionado la compañía que le contrató, reposaba,
aburrida de inacción, sobre una consola. Klaus von Kirchhoff se habría sentido un
insecto repugnante, como el de Kafka, engañando al público con una que no fuera
la auténtica, afiladísima, del genial escritor japonés.
José-Pedro
Cladera Fontenla©
No hay comentarios:
Publicar un comentario