miércoles, 25 de marzo de 2020

EL PAPEL




            Klaus von Kirchhoff fue el mejor actor de teatro de todos los tiempos. La crítica decía de él, como en otra época dijo de Niccolò Paganini, que tenía un pacto con el diablo y que, más que interpretar a sus personajes, gozaba de la insólita facultad –y temeridad– de transmutarse en ellos. Sobre el escenario, Klaus dejaba de ser él y era, realmente era, Shylock, el judío usurero, cruel, despiadado y vengativo de El mercader de Venecia. Acabada la obra, los espectadores, lejos de aplaudirle, le maldecían, le vituperaban, le insultaban; sentían genuino odio y desprecio hacia él. Hasta que, pasados unos minutos, salían de su trance y, poco a poco, dejaban de ver a Shylock a medida que cobraba cuerpo el genial von Kirchhoff. Y entonces le aplaudían rabiosamente hasta dolerles las manos, incondicionalmente rendidos ante aquel gigante de la escena.

            El actor era raro, muy raro. Mientras otros grandes de su época alardeaban de representar tantas o cuantas obras en un año, cuantas más mejor, Klaus podía pasarse ese tiempo, o más, sin aparecer en público, retirado en la casa solariega de su familia en Baja Sajonia, sin recibir visitas, estudiando hasta la extenuación y haciendo todo tipo de extrañas ceremonias y conjuros para conectar con un más allá que sólo él sabría en qué consistía, hasta lograr esa identificación, esa transmutación sin la cual no se exhibiría jamás. La gente sabía que, cuando saliera al escenario, no verían a Klaus von Kirchhoff, sino que, por obra de la extraña magia del actor, como tocado éste por una varita mágica sostenida por el mismísimo Dostoyevski, gozarían del extraordinario privilegio de conocer en persona a Dévushkin, entrar en el alma compleja de su vulgaridad, ignorancia y profunda infelicidad, tratando de mantener su dignidad aun conformándose con las migajas de un amor no correspondido. Y la gente se emocionaba y se compadecía del atribulado funcionario ruso, y salían del teatro convencidos de haberlo conocido en persona, encarnado en el cuerpo prestado de Klaus. 

            Un acontecimiento insólito revela elocuentemente la personalidad perturbada y aterradora de von Kirchhoff. Encarnando al personaje de van Gogh en una representación sobre la vida del genial y atormentado pintor, en la famosa escena en la que se corta una oreja, fue tan sobrecogedor el grito de dolor, tan estremecedor el realismo con que se retorcía apretándose un pañuelo ensangrentado para contener la hemorragia, que un médico de entre el público saltó al escenario… y quedó aterrado ante la realidad. Desde entonces y hasta el fin de sus días, Klaus llevó siempre una parlota española del siglo XVI que le colgaba sobre un lado de la cara, ocultando la horrenda cicatriz.

            Le fascinaba Gregorio Samsa, el personaje de Kafka en su mundialmente conocida y mal traducida obra La metamorfosis. Un crítico berlinés, oyendo a su interlocutor extranjero hablar sobre esta obra, le preguntó si había leído a Kafka en alemán, a lo que el otro le contestó que no, que lo había leído traducido. El primero le espetó: Entonces usted no ha leído a Kafka. Desde el título, le dijo, ya está mal traducida: en alemán no se llama La metamorfosis, sino La transformación; pero además, la palabra alemana usada por el autor para esa transformación tiene el matiz de degradación, aspecto éste que está totalmente ausente en la palabra metamorfosis. Y así toda la obra está plagada de malas traducciones que alejan el sentido del Gregorio de Kafka. Y Klaus von Kichhoff sería el primer intérprete fiel de Gregorio. Digo mal: sería, por primera vez sobre un escenario, el mismísimo Gregorio, como nadie antes lo había visto ni lo vería jamás después. Gregorio era una alimaña monstruosa, deforme, repulsiva, cercana a un escarabajo gigante… pero con una vida interior intacta, incluso más acentuada por el inmenso dolor psicológico que le atormentaba y el drama infinito de su vida, sin comprender por qué le ocurría a él, hasta llevarle a la muerte por saturación de dolor. Y aislado en su retiro de la Selva Negra, absorto en su papel, en íntima comunión con el espíritu del escritor bohemio, que él captaba en sus extraños trances telepáticos, Klaus se iba transformando él mismo. Las pocas personas que le vieron allí, siempre y únicamente de su familia, se asustaban al ver cómo su mirada adquiría una intensidad animalesca, enigmática; se preocupaban por ver cómo Klaus pasaba horas arrastrándose por los suelos, cómo a veces respondía a las preguntas que le hacían con sonidos guturales incomprensibles y cómo se refugiaba en rincones alejados ante la presencia humana. Al cabo de unas horas se recuperaba, pero no pasaba un día sin que viviera esas extrañas transformaciones. Y cuando finalmente llegó el estreno, algo hipnótico debió de pasar con la percepción colectiva, porque la gente salía del teatro jurando que habían visto a un repugnante escarabajo, pero que les había hecho llorar con su profundo dramatismo.

            No obstante, el personaje más trascendental en la vida de von Kirchhoff, el que más le fascinó y para el cual se preparó con un ahínco jamás superado ni por él mismo, nunca llegó a subir a un escenario. El actor fue encontrado muerto en su casa de la Selva Negra pocos días antes del anunciado estreno. La conmoción fue tal en el mundo de las artes escénicas que muchas salas europeas exhibieron durante un mes en todas las representaciones crespones negros en homenaje a tan soberbio intérprete. Aterradora la imagen en la portada de los periódicos de aquella trágica jornada, donde el actor yacía en el suelo sobre un baño de sangre. Murió ensayando el suicidio de su admirado Yukio Mishima, cuya escena quería que fuera de una crudeza jamás antes conocida. La katana de mentira, de material blando, que le había proporcionado la compañía que le contrató, reposaba, aburrida de inacción, sobre una consola. Klaus von Kirchhoff se habría sentido un insecto repugnante, como el de Kafka, engañando al público con una que no fuera la auténtica, afiladísima, del genial escritor japonés.

José-Pedro Cladera Fontenla©

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