martes, 25 de mayo de 2021

EL OMBLIGO DEL MUNDO

 



            Al igual que a los temibles emperadores romanos Calígula, Nerón–, todo el mundo lo miraba, pero de lejos, por si acaso. Ciertamente había motivos para considerarlo el ombligo del mundo. Parecía que los dioses del Olimpo se hubieran conjurado para dar a la humanidad un modelo al que admirar, venerar, envidiar… y temer. Su sola presencia dejaba boquiabiertos a propios y extraños por igual. Su porte imperial y a la vez atlético, musculoso, su mirada autoritaria, orgullosa, sus gestos, elegantes a la vez que intimidatorios, todo él irradiaba la cualidad de los dioses. Él no se mezcló nunca con el populacho, al que siempre miró de arriba abajo, al que siempre observó impasible desde la altura y la distancia que le daba ser depositario de la más refinada aristocracia de sangre. Era hermoso, a la vez que temible. Su hermosura no era comparable a la de un Adonis o un Apolo, sino que más bien evocaba la de un Hércules, un Sansón: poder, fuerza, determinación, autoridad. En su presencia, todos empequeñecían. Su virilidad andaba pareja a sus portentosas facultades para la lucha, y de él se contaban proezas que corrían de boca en boca con una mezcla de estupor, admiración y envidia. Siendo como era, español, de tierras de Al Andalus, a nadie sorprenderá que el vulgar y soez populacho, tan dado a idolatrar esa explosiva mezcla de fuerza, valor, arrojo y hazañas sexuales, encontrara en él una fuente de inspiración para refranes, dichos y chascarrillos de tan imaginativo y elegante verbo como: “no hay en el mundo aquel que tenga más huevos que él”, y joyas de similar talla poética.                                                                                                                   

            Su reinado fue largo y, como ocurre con todas las grandes figuras de la historia, no faltaron quienes le odiaron e hicieron cuanto pudieron para bajarlo de su pedestal, pero, en general, la admiración y cariño por parte del pueblo se mantuvieron firmes, y hasta hubo épocas en que se hubiera dicho que su fama y figura perdurarían por toda la eternidad. Pero no fue así. El tiempo no perdona ni a los ídolos, ni a los héroes, ni siquiera a los dioses. Un buen día, los españoles de buena cuna descubrieron, con un sentimiento de orfandad, que ya no estaba. Seguía en la memoria de todos, pero ya como cosa de un pasado lejano. A veces, algún despistado caminante de mochila a la espalda o algún viajero apresurado en su automóvil, aún lo busca, en vano, recortado en la cima de alguna colina. ¿Qué habrá sido del ombligo del mundo, del toro de Osborne?

 

José-Pedro Cladera Fontenla©                                                                                                          

No hay comentarios: