Al igual que a
los temibles emperadores romanos –Calígula, Nerón–,
todo el mundo lo miraba, pero de lejos, por si acaso. Ciertamente había motivos
para considerarlo el ombligo del mundo. Parecía que los dioses del Olimpo se
hubieran conjurado para dar a la humanidad un modelo al que admirar, venerar,
envidiar… y temer. Su sola presencia dejaba boquiabiertos a propios y extraños
por igual. Su porte imperial y a la vez atlético, musculoso, su mirada
autoritaria, orgullosa, sus gestos, elegantes a la vez que intimidatorios, todo
él irradiaba la cualidad de los dioses. Él no se mezcló nunca con el populacho,
al que siempre miró de arriba abajo, al que siempre observó impasible desde la
altura y la distancia que le daba ser depositario de la más refinada
aristocracia de sangre. Era hermoso, a la vez que temible. Su hermosura no era
comparable a la de un Adonis o un Apolo, sino que más bien evocaba la de un
Hércules, un Sansón: poder, fuerza, determinación, autoridad. En su presencia,
todos empequeñecían. Su virilidad andaba pareja a sus portentosas facultades
para la lucha, y de él se contaban proezas que corrían de boca en boca con una
mezcla de estupor, admiración y envidia. Siendo como era, español, de tierras
de Al Andalus, a nadie sorprenderá que el vulgar y soez populacho, tan dado a
idolatrar esa explosiva mezcla de fuerza, valor, arrojo y hazañas sexuales,
encontrara en él una fuente de inspiración para refranes, dichos y
chascarrillos de tan imaginativo y elegante verbo como: “no hay en el mundo
aquel que tenga más huevos que él”, y joyas de similar talla poética.
Su reinado fue
largo y, como ocurre con todas las grandes figuras de la historia, no faltaron
quienes le odiaron e hicieron cuanto pudieron para bajarlo de su pedestal,
pero, en general, la admiración y cariño por parte del pueblo se mantuvieron
firmes, y hasta hubo épocas en que se hubiera dicho que su fama y figura
perdurarían por toda la eternidad. Pero no fue así. El tiempo no perdona ni a
los ídolos, ni a los héroes, ni siquiera a los dioses. Un buen día, los
españoles de buena cuna descubrieron, con un sentimiento de orfandad, que ya no
estaba. Seguía en la memoria de todos, pero ya como cosa de un pasado lejano. A
veces, algún despistado caminante de mochila a la espalda o algún viajero
apresurado en su automóvil, aún lo busca, en vano, recortado en la cima de
alguna colina. ¿Qué habrá sido del ombligo del mundo, del toro de Osborne?
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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