lunes, 15 de noviembre de 2021

EL PATO DE LA INSPIRACIÓN

  


Fue portada de periódicos y revistas internacionales. Desbordó los angostos límites de la sección de cultura y su cara se convirtió en popular y familiar para personas de cualquier confín perdido del planeta. Era querida, deseada y envidiada a partes iguales.


Artista polifacética y multidisplicinar, Paloma Berlanga se hallaba en la cúspide de su aún corta trayectoria. Resultaba complejo etiquetarla: premiada como actriz y directora de cine, cantante número uno en ventas y compositora lírica, escritora de una tetralogía de novela negra traducida a decenas de idiomas, escultora de referencia para las vanguardias contemporáneas… Una mente privilegiada refugiada en una mujer de agresiva belleza y afable carácter. Siempre sonriente y cercana. Un ser que elevaba a la enésima potencia los ideales renacentistas.


Madrileña de cuna, siempre presumió de ser más castiza que las mantillas de las chulapas de la “Verbena de la Paloma”. Residía en un imponente apartamento con jardín en la Avenida Séneca, en el distrito de Moncloa. Solo necesitaba cruzar la carretera para perderse entre la frondosidad, los monumentos y las charcas del Parque del Oeste.


Esos paseos, tan mundanos y usuales, bastaban para encender en ella la mecha de la creatividad. Allá donde posara su mirada, veía una historia que narrar, magia que crear: abuelos contando avatares de su vida, parejas de adolescentes de la mano, la caída rítmica de la hoja parda rendida al otoño, el titileo de la luz de una farola averiada o una bandada de patos picoteando las migas que les lanzaban los niños. De hecho, su obra más reconocida era la escultura de un extraño y feo pato en mármol de Carrara de más de cinco metros de altura, inspirada en el famoso cuento de Hans Christian Andersen, que presidió la entrada a un congreso internacional sobre el acoso infantil y la dictadura de la belleza, que se celebró en Johannesburgo.


Nadie hubiera imaginado que, a su meteórica ascensión personal y profesional, le sucedería un descenso aún más vertiginoso hacia el inframundo. Las razones fueron multicausales: el relato de pareja ideal que había creado junto a su marido escondía las infidelidades de éste tras la puerta del armario, lo que desembocó en una agresiva ruptura matrimonial narrada con luz y taquígrafos. Tuvo que sumar además las enfermedades de personas muy cercanas, un accidente de tráfico que la mantuvo postrada en cama varios meses… Una serie de obstáculos tan inesperados dentro de su vida inmaculada que, sencillamente, no tenía las herramientas necesarias para hacerles frente, lo que provocó su hundimiento hacia la bruma del desquicie y de la abulia. Su inagotable inspiración e imaginación se habían secado al tiempo que su cuerpo se empapaba de madrugadas, drogas y alcohol.


Abandonada y olvidada por familia, amigos y multinacionales, se convirtió en una vagabunda anónima más. Dando tumbos, entró en aquel tugurio con la certeza de que nada bueno podía suceder allí. El olor era fétido y nauseabundo. El suelo de madera carcomida estaba pegajoso, lleno de grasa y sustancias cuya procedencia prefería desconocer. Los ojos beodos de hombres sudorosos, con los codos apoyados sobre la barra, intentando mantener una verticalidad cada vez más improbable, la desnudaban, lascivos.


Sin saber realmente cómo, acabó derrumbándose sobre una silla en la parte más lúgubre y apartada de aquel antro de mala muerte. Todo le daba vueltas. Vomitó allí mismo, sin que nadie hiciera ademán de ayudarla, expulsarla o interesarse por ella. Perdió la noción de su existencia. Se dejó ir.


En ese estado alterado de conciencia, transitó por sueños densos, grises y plomizos, moviéndose con la lentitud de un encadenado entre arenas movedizas. De repente, en ese universo de oscuridad y temor infinitos, surgió la figura luminosa de una mujer menuda y tan delgada que podían apreciarse todos los huesos de su endeble esqueleto. Llena de arrugas, apenas cuatro pelos grises asomaban bajo un gorro sucio y puntiagudo. Parecía haber sido testigo del primer segundo del mundo.


Sin mediar palabra, sacó un recipiente en forma de caldero pequeñito y se lo tendió. En su interior bullía un líquido amarillento de aspecto nada apetecible. Aunque aquella especie de chamana no abriera la boca, el mensaje llegó claro a su cerebro:


–Los ingredientes de ese brebaje inmundo son tus miedos, penurias y desdichas. Trágatelos y lucha. Todo depende de ti.


Cerró los ojos, se tapó la nariz, cogió el cuenco donde se reunía esa mezcla ignominiosa de su existencia, y se la bebió de un trago.


Cuando volvió en sí misma se encontraba confortablemente acurrucada bajo el cálido abrazo de las mantas de su cama. El reloj de la mesilla de noche aseguraba que eran las diez en punto de la mañana. Un petirrojo cantaba, pizpireto, sobre el alfeizar de su ventana. Cómo había llegado hasta allí será un misterio eterno.


Se levantó animada. Nueva. Con el ánimo fresco. La cabeza, despejada. El cuerpo, poderoso. Sin rastro de síntomas resacosos. Con la sonrisa tatuada en su rostro, desempolvó su viejo chándal gris, se calzó sus deportivas, trenzó su eterna cola de caballo y salió a caminar con una dirección clara y firme en sus pasos. El día había amanecido despejado y se agradecían las primeras caricias del sol de la incipiente primavera verde.


El Parque del Oeste, que nunca se había ido, volvía a estar ahí. Nada había cambiado. Los viejos de siempre sentados en los mismos bancos, repitiéndose las mismas historias y batallas; enamorados lanzando guijarros a la lámina de agua impertérrita; cada árbol, anclado en el lugar exacto; el sendero adoquinado... Paisaje inamovible. Pero a la vez, todo era diferente. Realmente, era ella la diferente. El aire que rodeaba aquella escena era bucólico y jovial. Sintió esa chispa ardiente dentro de sí misma. Había llegado la hora de regresar.


Miró hacia el cielo mientras espiraba un suspiro de paz y satisfacción. Y lo hizo justo en el espacio, tiempo y dimensión exacta para poder disfrutar del despegue torpe y solitario, pero valiente y decidido, de un pato extraño, pero muy bonito.


 


Óscar Gutiérrez©

 

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