domingo, 15 de enero de 2023

OLORES

 


 

            Puente de la Cabaña se elevaba con asilvestrada majestuosidad en esa franja fronteriza entre Lérida y Aragón donde quien no habla catalán con acento castellano habla castellano con acento catalán. Los domingos por la tarde, la cobla sardanística interpretaba en la plaza las piezas de siempre para que la peña se cogiera de las manos y bailara en corros. El Quimet tocaba la tenora, especie autóctona de oboe estridente con el que el virtuoso local contribuía a la precoz sordera de los parroquianos; y también, por falta de personal, se encargaba de tocar el flabiol, flautín asimismo autóctono que daba comienzo a cada pieza con un trino, cual si de un jilguero se tratara (tit-tirorí-tirorit-tirorí), al que se unía, en enérgico frenesí, el resto de la cobla (chinga-pun-chinga-pun). Sujeta con un pequeño soporte colocado sobre la caña de su instrumento, el Quimet mantenía frente a sus ojos una minúscula partitura que, pese a sus escasas dimensiones, daba para mucho, pues las precarias cinco o seis líneas de pentagrama se repetían, inclementes, una y otra vez. En realidad, todos tocaban de memoria, porque nadie sabía leer las partituras; pero exhibirlas frente a los instrumentos le daba al conjunto musical un toque de profesionalidad, algo así como la Filarmónica de Berlín en versión rural.

            El Quimet tenía frenillo labial, que no le afectaba para soplar la tenora y el flabiol, pero sí lo hacía para el habla, resultándole difícil, cuando no imposible, pronunciar algunas consonantes.

            –¡Olores! ¿Ónde mas dejao la boina, que no la encuentro?

            –¡Pues en el cajón de la cómoda, no haberla dejado tirada por ahí!

            La Olores y el Quimet se conocieron y se enamoraron durante un concurso de bailes folclóricos organizado por Coros y Danzas de España de la Sección Femenina de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Ella bailaba jotas aragonesas y le daba a las castañuelas como nadie. Quedó fascinada con las sardanas catalanas, en las que el personal se cogía de las manos formando un círculo y, al compás de un caos cacofónico, daba saltitos sin moverse del sitio, ora pequeños, ora más grandes; ora de puntillas, ora no; ora elevando la rodilla un poquito menos, ora un poquito más; y así durante toda la tarde si era menester. Como suele ocurrir con los forasteros advenedizos, que quieren ser más papistas que el papa, cuando se casó con el Quimet, la Olores se convirtió en la mejor sardanista de la comarca. ¡Oh, cuán gráciles sus pasitos adelante y atrás! ¡Oh, cuánto fervor en sus elevaciones de rodilla cuando el conjunto instrumentista, despertando de un coyuntural sopor musical, acometía la decimocuarta repetición de los mismos compases pero ahora con inusitado brío!                                                                                                                                       

            Pasaron los años y un buen día se percató ella de que al Quimet le salían entonces los trinos del flaviol (tit-tirorí-tirorit-tirorí) con una frescura, una claridad, un fraseo, como no se los había oído anteriormente. Por una parte, se alegraba por él, porque los aplausos de la parroquia se multiplicaban; pero por otra, una mosca le rondaba tras la oreja. Y los ensayos, que cada vez acababan más tarde, no contribuían a espantar al pertinaz insecto que la incordiaba en torno al pabellón auditivo. Él trató de convencerla de que eso era normal, que los músicos son como son, excéntricos, y que no convenía interferir con sus hábitos, no fuera que se les torciera la  inspiración; que había que ensayar mucho las piezas, que las cosas no salen bien así como así; y que si eso suponía cenar un poco más tarde, pues no pasaba nada, ¿no? Pero a ella, ¡descendiente de Agustina de Aragón, ahí es nada!, no se la iba a dar con queso, y barruntaba que allí había gato encerrado –o gata, para mayor precisión.

            Así que decidió espiar y descubrió que su marido se entendía con la mosquita muerta de la Montserrat, la que tocaba el contrabajo. Hasta entonces le había pasado casi desapercibida porque, al ser de reducida estatura, quedaba prácticamente oculta tras el voluminoso instrumento. Pero, ¡mira tú por dónde!, la Montserrat, además de su indudable maestría marcando el ritmo de las sardanas, se manejaba con mucho salero cuando cambiaba la posición erguida del contrabajo por la yacente del Quimet.

            Después del ensayo, cuando el resto de los músicos se hubo marchado, los dos granujas se quedaron rezagados con la excusa de ordenar un poco los trastos del local. Sobre el diván del rincón, la mosquita muerta, en entusiasta interpretación, contrabajaba y contrasubía por toda la alterada orografía del Quimet, en un apasionado presto agitato con fuoco que tenía al adúltero varón jadeante y ojiplático.

            –¡Golfa! ¡Pelandusca! –bramó la Olores, irrumpiendo en la sala con la fuerza arrolladora de un panzer alemán al asalto.

            Aixó no es el que sembla –terció el Quimet en catalán con acento castellano.

            –¡Tú te callas, imbécil! –respondió la Olores en castellano con acento catalán.

            –Yo me voy, ¿vale? Es que tengo que pasarme por el colmado y me van a cerrar –se disculpó, educada ella, la mosquita muerta, en pelotas, mientras recogía a toda prisa la ropa.

            –Tú a donde vas es al centro médico, so zorrón –le espetó la aragonesa, arrancándole un manojo de pelos que dejó a la virtuosa contrabajista con medio cuero cabelludo sangrando.

            –¡Y tú te vas a enterar! ¡Mira lo que hago con esto! –le gritó a su atemorizado esposo, abalanzándose sobre él.

            –¡No, no, aixó no! ¡¡Aixó no!!           

            En el quirófano de Urgencias, el médico de guardia, mientras trabajaba con mano experta, compartía impresiones con la enfermera que le ayudaba:

            –Estamos en un mundo cada vez más degenerado, querida. En mis años de profesión creía haberlo visto todo, pero esta es la primera vez que a un músico le tengo que sacar del culo un flabiol.

            A la mañana siguiente, la Olores cogió a su hijo y se fue con él a su Calatayud natal, donde una copla la mató de vergüenza y sinsabores.

 

José-Pedro Cladera Fontenla©

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