Puente de la Cabaña se elevaba con
asilvestrada majestuosidad en esa franja fronteriza entre Lérida y Aragón donde
quien no habla catalán con acento castellano habla castellano con acento
catalán. Los domingos por la tarde, la cobla sardanística interpretaba en la
plaza las piezas de siempre para que la peña se cogiera de las manos y bailara
en corros. El Quimet tocaba la tenora, especie autóctona de oboe estridente con
el que el virtuoso local contribuía a la precoz sordera de los parroquianos; y
también, por falta de personal, se encargaba de tocar el flabiol, flautín
asimismo autóctono que daba comienzo a cada pieza con un trino, cual si de un
jilguero se tratara (tit-tirorí-tirorit-tirorí), al que se unía, en enérgico
frenesí, el resto de la cobla (chinga-pun-chinga-pun). Sujeta con un pequeño
soporte colocado sobre la caña de su instrumento, el Quimet mantenía frente a
sus ojos una minúscula partitura que, pese a sus escasas dimensiones, daba para
mucho, pues las precarias cinco o seis líneas de pentagrama se repetían,
inclementes, una y otra vez. En realidad, todos tocaban de memoria, porque
nadie sabía leer las partituras; pero exhibirlas frente a los instrumentos le
daba al conjunto musical un toque de profesionalidad, algo así como la Filarmónica
de Berlín en versión rural.
El Quimet tenía frenillo labial, que
no le afectaba para soplar la tenora y el flabiol, pero sí lo hacía para el
habla, resultándole difícil, cuando no imposible, pronunciar algunas
consonantes.
–¡Olores! ¿Ónde mas dejao la boina,
que no la encuentro?
–¡Pues en el cajón de la cómoda, no
haberla dejado tirada por ahí!
La Olores y el Quimet se conocieron
y se enamoraron durante un concurso de bailes folclóricos organizado por Coros
y Danzas de España de la Sección Femenina de la Falange Española
Tradicionalista y de las JONS. Ella bailaba jotas aragonesas y le daba a las
castañuelas como nadie. Quedó fascinada con las sardanas catalanas, en las que el
personal se cogía de las manos formando un círculo y, al compás de un caos
cacofónico, daba saltitos sin moverse del sitio, ora pequeños, ora más grandes;
ora de puntillas, ora no; ora elevando la rodilla un poquito menos, ora un
poquito más; y así durante toda la tarde si era menester. Como suele ocurrir
con los forasteros advenedizos, que quieren ser más papistas que el papa,
cuando se casó con el Quimet, la Olores se convirtió en la mejor sardanista de
la comarca. ¡Oh, cuán gráciles sus pasitos adelante y atrás! ¡Oh, cuánto fervor
en sus elevaciones de rodilla cuando el conjunto instrumentista, despertando de
un coyuntural sopor musical, acometía la decimocuarta repetición de los mismos
compases pero ahora con inusitado brío!
Pasaron los años y un buen día se
percató ella de que al Quimet le salían entonces los trinos del flaviol
(tit-tirorí-tirorit-tirorí) con una frescura, una claridad, un fraseo, como no
se los había oído anteriormente. Por una parte, se alegraba por él, porque los
aplausos de la parroquia se multiplicaban; pero por otra, una mosca le rondaba
tras la oreja. Y los ensayos, que cada vez acababan más tarde, no contribuían a
espantar al pertinaz insecto que la incordiaba en torno al pabellón auditivo.
Él trató de convencerla de que eso era normal, que los músicos son como son,
excéntricos, y que no convenía interferir con sus hábitos, no fuera que se les
torciera la inspiración; que había que
ensayar mucho las piezas, que las cosas no salen bien así como así; y que si
eso suponía cenar un poco más tarde, pues no pasaba nada, ¿no? Pero a ella,
¡descendiente de Agustina de Aragón, ahí es nada!, no se la iba a dar con
queso, y barruntaba que allí había gato encerrado –o gata, para mayor
precisión.
Así que decidió espiar y descubrió
que su marido se entendía con la mosquita muerta de la Montserrat, la que
tocaba el contrabajo. Hasta entonces le había pasado casi desapercibida porque,
al ser de reducida estatura, quedaba prácticamente oculta tras el voluminoso
instrumento. Pero, ¡mira tú por dónde!, la Montserrat, además de su indudable
maestría marcando el ritmo de las sardanas, se manejaba con mucho salero cuando
cambiaba la posición erguida del contrabajo por la yacente del Quimet.
Después del ensayo, cuando el resto
de los músicos se hubo marchado, los dos granujas se quedaron rezagados con la
excusa de ordenar un poco los trastos del local. Sobre el diván del rincón, la
mosquita muerta, en entusiasta interpretación, contrabajaba y contrasubía
por toda la alterada orografía del Quimet, en un apasionado presto agitato
con fuoco que tenía al adúltero varón jadeante y ojiplático.
–¡Golfa! ¡Pelandusca! –bramó la
Olores, irrumpiendo en la sala con la fuerza arrolladora de un panzer
alemán al asalto.
–Aixó no es el que sembla –terció
el Quimet en catalán con acento castellano.
–¡Tú te callas, imbécil! –respondió
la Olores en castellano con acento catalán.
–Yo me voy, ¿vale? Es que tengo que
pasarme por el colmado y me van a cerrar –se disculpó, educada ella, la
mosquita muerta, en pelotas, mientras recogía a toda prisa la ropa.
–Tú a donde vas es al centro médico,
so zorrón –le espetó la aragonesa, arrancándole un manojo de pelos que dejó a
la virtuosa contrabajista con medio cuero cabelludo sangrando.
–¡Y tú te vas a enterar! ¡Mira lo
que hago con esto! –le gritó a su atemorizado esposo, abalanzándose sobre él.
–¡No, no, aixó no! ¡¡Aixó no!!
En el quirófano de Urgencias, el
médico de guardia, mientras trabajaba con mano experta, compartía impresiones
con la enfermera que le ayudaba:
–Estamos en un mundo cada vez más
degenerado, querida. En mis años de profesión creía haberlo visto todo, pero
esta es la primera vez que a un músico le tengo que sacar del culo un flabiol.
A la mañana siguiente, la Olores
cogió a su hijo y se fue con él a su Calatayud natal, donde una copla la mató
de vergüenza y sinsabores.
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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