—Sospechoso intentando golpear con
bolso en el control de equipajes. Cambio.
—Afirmativo. Describa sospechoso.
Cambio.
—Excéntrico. Barba densa a lo Bakunin,
sombrero Fedora, falda de tablas y botas de cowboy. En Seguridad ríen, ya ha pasado
el control. Cambio.
—No le pierda de vista. Cambio.
—Afirmativo. Va preguntando a la gente
que si quieren ver sus tetas, y le dicen que sí. Cambio.
—Campuzano, ¿es usted tonto o se lo
deletreo en alfabeto de la OTAN? Le estoy llamando al móvil o no se entera.
Deje ya el puto walkie y escúcheme.
—Disculpe, Sr. Martínez, a sus
órdenes.
—Campuzano, hemos escuchado el audio
del control de equipajes y les ha dicho: Mamá, mamá, en el colegio me llaman
maricón. ¿Y tú, qué haces? Pegarles con el bolso. Y ahora les está contando el
clásico e infantil del perro Mis tetas
¿Ha visto a Mis tetas? No, pero me
gustaría verlas. Campuzano, usted no ha tenido infancia, ¿verdad?
—No señor; digo, sí señor.
—Campuzano, el sospechoso es una
patata caliente. Vamos a intentar infiltrarle en su vuelo a Osaka.
—Pero Sr. Martínez, tengo entradas
para el clásico de esta noche.
—Campuzano, el deber es el deber y
puede salvar muchas vidas; además, no tiene familia y no se le conoce novia.
—Lo que usted mande.
—Campuzano, y si cree que puede poner
en peligro a los pasajeros, dispare a matar.
—Sr. Martínez, soy Campuzano. Le llamo
desde la cabina del piloto. Vamos a ver, por dónde empiezo. Este hombre, o lo
que sea, parece no estar muy cuerdo. No para de contar chistes de “un inglés,
un alemán, un francés y un español van en un avión…” Y hasta los tripulantes se
mondan de risa. Habla mucho de su mujer, que falleció recientemente y que se
llamaba María y, según cuenta, se la llevaba con frecuencia a la era para el
folleteo –las noches mágicas, las llama–. Parece ser que se dedica a la
inteligencia artificial y está creando una aplicación de chistes. También dice
que va a Osaka de peregrinación, como regalo de su familia política, para
conocer al chino Cudeiro, aquel de humor amarillo. Pero digo yo que el chino
Cudeiro estará en China.
—Campuzano, usted no opine. Remítase
sólo a describir los hechos.
—A sus órdenes, Sr. Martínez.
—Por cierto, ¿le ha dicho el nombre?
—Chelsea, Sr. Martínez, dice que se
llama Chelsea.
—Infórmeme en cuanto esté en tierra.
—Sr. Martínez, estamos en el
aeropuerto de Osaka y esto es una locura. Escuche, escuche lo que la gente
canta:
¡AGUANTA EN LA ERA! ¡MARÍA AGUANTA EN LA ERA!
¡AGUANTA EN LA ERA! ¡MARÍA AGUANTA EN LA ERA! (Versión libre de Guantanamera).
—Seriedad, Campuzano, le pido
seriedad. ¿Dónde está el sospechoso?
—Se ha puesto a cantar Aguanta en la era… Y hay cientos de
personas por el aeropuerto secundando sus congas y cánticos. Escuche,
escuche... Sr. Martínez, ¿sabe lo que le digo? Que dimito, ¡váyase usted a
tomar por culo!
—¡Campuzano, Campuzano…!
—AGUANTA EN LA ERA, ¡YEAH!
En una de estas desatadas congas
colectivas del aeropuerto, Campuzano conoció a Shigeo, un fofisano, dulce y
cariñoso, con el que montó una tienda de dorayakis
rellenos y se quedaron a vivir en Osaka con sus caniches.
¿Y qué fue de nuestro sospechoso?
Chelsea, que era más listo de lo que
parecía, montó las congas para dar boleto a Campuzano, que sabía que le
vigilaba. Pidió un taxi y se fue al hotel Cudeiro, engañado por la familia de
María, que querían vengarse de él por haberse operado las tetas tras su muerte.
El hotel pertenecía a la Yakuza y era
una tapadera. Aparecía en Booking para no levantar sospechas, pero no tenía
clientes. Cuando llegó Chelsea, sólo había un recepcionista con cara de pocos
amigos y múltiples tatuajes por toda la parte visible de su cuerpo.
Chelsea le contó varios chistes con el
traductor del móvil: el del fantasma de los ojos azules y el del fantasma de
los calzoncillos rotos. Y la primera noche, de madrugada, bajó a la recepción,
despertó al malas pulgas y le contó el de los “perros del curro no me dejan
dormir” pero en chino, o lo que es lo mismo: “los pelos del culo no me dejan
dolmil…” El yakuzero, enfurruñado ante lo que interpretó como ofensa, cogió una
espada de samurai y se lanzó al ataque. Pero Chelsea, que había sido legionario
en Ceuta y experto en Kung-fu, Muay Thai y Aikido, se la arrebató de las manos,
rodó por el suelo y, haciendo una elipse, le corto los dos pies a la altura de
los tobillos. El nipón, en señal de horror, subió las dos manos y se las rebanó
también, dejándole con cuatro muñones escupiendo sangre, y le dijo: ¿Has visto
mis tetas? Y se subió la camisa para enseñárselas y, mientras el mafioso
gritaba horrorizado, le seccionó la cabeza de una tajada.
Todavía espada en mano y rezumando
chorros de sangre por las extremidades, escuchó unos aplausos pausados en la
penumbra. Era Yamaguchi-gumi,
jefe de la Yakuza, que invitó a Chelsea en perfecto castellano a que se acercara
y se sentara en el Chester frente a él. Y ahí Chelsea, con la cara, la barba y
las manos a rebosar de viscosidades, le deleitó durante más de tres horas con
toda una retahíla de chistes old school.
Fueron tal el disfrute y las carcajadas de Yamaguchi-gumi que decidió cederle
el establecimiento, el cual, a partir de entonces, pasó a llamarse el Chelsea
Palace, donde por fin pudo incubar la aplicación de inteligencia artificial de
chistes clásicos que se iba retroalimentando con la participación de aquella
creciente comunidad de japo-freaks. Y
no sólo eso, sino que, para endulzar a aquellos fanáticos del chiste, Campuzano
y Shigeo llevaron allí su tienda de dorayakis
rellenos.
Y por
supuesto, los sábados por la noche, con reservas a un año vista, lo más exitoso
fueron las veladas especiales de la archiconocida conga y reivindicable desde
ya: Aguanta en la era.
Óscar Nuño©
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