Los
focos estaban apagados, al contario que las máquinas de humo y los gritos del
otro lado del escenario. Yo respiraba profunda, calmadamente, para poder
apaciguar los nervios, que tenían el control de todo.
Nerviosa
era quedarse corta; era un océano de ellos, pero también era mágico, quería
decir que estaba haciendo las cosas bien y quería que todo saliera bien. ¿Me
estaría haciendo mayor? Como diría mi mejor amiga: “treinta y no te encuentras”.
La sonrisa sale sola, esa frase me acompañará toda mi existencia; eso sí,
cambiando las cifras, porque encontrarme, no me encuentra ni el miedo, y mucho
menos la vergüenza.
Levanté
la vista, encontrándome a una decena de ojos, que eran espejos de los míos. Había
tanta profesionalidad y respeto en ellos que simplemente sonreí. No me salían
las palabras y recibí su sonrisa como respuesta, estaba todo dicho.
El
público cada vez se impacientaba más, sus gritos eran cada vez más fuertes. Pegué
un salto cuando noté las manos de Juanjo, nuestro técnico de sonido,
colocándome el pinganillo. Comprobamos todo y me dio el micro apagado. Asentí
en modo de respuesta y desapareció entre bambalinas.
Los
músicos ya se habían colocado en sus sitios en el escenario y los primeros
acordes aparecían junto a las luces de color verde esperanza. La gente, ya
enloquecida, subió un nivel más, llegando a algo llamado euforia. Cerré los ojos, pegué un par de saltos para descargar toda
la energía eléctrica que contenía, y toqué la piedra luna que llevaba como
colgante –según Celia, equilibraba las emociones–, haciendo que me relajase, no
sé si en modo placebo o no, pero pasaba.
Un
paso tras otro, subía las escaleras en una oscuridad absoluta y con algo de
inseguridad, pero sin detenerme; y en el último escalón, encendí el micrófono,
dejando que mis cuerdas vocales rompieran la música instrumental. Todo
desapareció, simplemente era la música y yo. La primera canción pasó en un
abrir y cerrar de ojos, dejando paso a la segunda. La gente cantaba a coro
conmigo, eso era magia y no la de Disney. Me di cuenta de que mi cara se veía
en las pantallas mientras cantaba, intercalándose con imágenes del público en
directo. Tras la tercera canción, con baile incluido, decidí saludar al público,
tan maravilloso.
Llevaba
menos de dos minutos de discurso/bienvenida, cuando…
La
puerta del baño se abrió de golpe. El ruido fue tal que, del susto, el cepillo
del pelo se me cayó de las manos, yendo a parar al lavabo, salpicando todo el
espejo, haciendo que yo tropezara con la alfombrilla de la ducha y quedara
sentada en el suelo con una pierna dentro de la bañera.
–Beyoncé,
que dice mamá que acabes ya el concierto, que tiene la cena lista y se va a
enfriar –me gritó desde el marco de
la puerta, con una sonrisa triunfal.
Me
quité la toalla de la cabeza, me levanté un poco dolorida; toda digna, coloqué
las cosas en su sitio y, cuando estaba dejando el cepillo del pelo, miré al
espejo, me despedí de mi público hasta la siguiente actuación y, al llegar a la
altura de mi hermana, le pedí el dinero de la entrada.
–Yo soy la hermana de la artista y no pago; y mamá
tampoco, que es tu manager.
Y
así fue mi primer concierto, pero no el último.
Jezabel Luguera©
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