domingo, 21 de noviembre de 2010

LA CASA VIEJA

En un puente del “Día de La Hispanidad”, unos amigos les invitaron a pasarlo en la casa de la abuela de Kiko.

Kiko y Belén eran una pareja de recién casados, al igual que nuestros protagonistas, María y Santi que aceptaron gustosos. Por la mañana, partieron los cuatro en coche. Tras dos horas de carretera, llegaron a la plaza del pueblo y allí estaba “la casa”, pero no era vieja, era antigua, con trescientos años a su espalda. En el pueblo la llamaban “el palacio“, era la típica casa del sur que exteriormente no refleja el impresionante interior.

Entraron por un gran portón que antes fue las caballerizas y aparcaron; Kiko llamo:

-¡Esperanza!

Al rato apareció una señora de unos setenta años, enlutada, bajita, con el pelo corto y cano, regordeta y adorable. Fue su “tata” cuando niño y de sus seis hermanos, ahora fiel compañera de su abuela Asunción, aunque ésta no se encontraba en la casa por la festividad.

Cruzaron el patio, lleno de plantas y flores de todos los colores, a continuación de un gran salón con muebles antiguos pulcramente conservados. A María y Santi, les llamó la atención el techo, pues estaba decorado con cerámica en relieves de flores, angelitos... en suaves tonos pastel, y con vitrinas y óleos.

Una vez acomodados en las respectivas habitaciones, por Esperanza, los cuatro bajaron a la gran cocina, acogedora y grande, con ollas de cobre decorando las paredes, cocina de carbón negra y dorada, mesa y sillas de madera. Se sentaron a las órdenes de ella. Al rato llegó un primo de Kiko con su mujer, tras las presentaciones la comida, unas deliciosas migas del sur con vino del lugar.

Después del café, Kiko enseñó el resto de la casa a María y Santi. Les impactó sobre todo, la habitación de la abuela, pues ésta comunicaba por una pequeña ventana de celosías, directamente a la iglesia del pueblo.

La tarde se empezó a poner gris y tormentosa, la lluvia comenzó. Las mujeres se quedaron en el salón, Esperanza les contó que el primer Señor del palacio se le apareció cuando ella tenia apenas quince años, tras unas cortinas, allí mismo en ese salón. A María que estas cosas no le gustaban nada, la tenía sobrecogida de tal manera que no quería oír lo que Esperanza relataba tan segura.

Tras la cena se reunieron para jugar al póker; Belén y la mujer del primo se fueron a dormir, pero María estaba muerta de miedo y no quiso separarse de Santi, era la única mujer y sin tener ni idea del juego. Al grupo se unió el capataz , un hombre serio y enjuto que miraba con muy mala cara a María, pero esto no le importaba, prefería esto, antes que estar sola en la habitación.

Comenzó el juego, reparto de cartas... Ella como en otro mundo. Santi le apretó la mano para tranquilizarla... de pronto, con la tormenta, la luz se fue; encendieron velas. María no daba crédito a lo ocurrido; se aferró al brazo de Santi. El juego cesó, los truenos seguían, los dos se dirigieron a su habitación portando una vela en la mano. Pasaron por un largo y oscuro pasillo; de pronto un busto con la figura de Cristo, que a la luz de la vela parecía que movía las pupilas. María se pegó más a Santi. Llegaron a la habitación, se acostaron. Fue una noche de película de terror, truenos, ruidos y miedo.

Al día siguiente todo había cambiado. Sol radiante y luminoso. El sur es así. Las tres parejas desayunaron juntas; ¡sorpresa!, Esperanza regaló a cada mujer, un bonito sombrero de paja típico del pueblo con una cinta de color alrededor; la de María era azul.

María y Santi siempre recordaron aquella casa antigua, que no vieja, altiva, sobria a la par que acogedora, y entrañable. Quizás en esto último tenía mucho que ver la singular y leal Esperanza.

Ana Pérez Urquiza Urquiza ©
Noviembre 2010

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