domingo, 21 de noviembre de 2010

LA CASA VIEJA


Piluca está de vacaciones. Es final de verano, ya queda poca gente y se siente aburrida en la playa de un pueblecito asturiano en el que está veraneando con sus padres. Tan ensimismada estaba que no se enteraba de que alguien la observaba.

-¡Hola! Me llamo Jorge. -A Piluca se le ilumina la cara. Ya tiene un amigo de más o menos su misma edad, 12 años.

Chapotearon bañándose, se rieron y contaron historias.

-Ayer he descubierto una casa abandonada –dijo Jorge.

-¿Quieres que esta tarde echemos un vistazo?

Quedaron a las seis de la tarde; se encontraron cada uno dando sus buenos mordiscos al “bocata” de la merienda.

Enfilaron por un camino. Al final del pueblo allí estaba. Con lo primero que se encontraron fue con la verja grande y bastante llena de herrumbre de la entrada. Jorge empujó y la puerta cedió. La casa era grande y vieja, de dos plantas, un tanto descuidada pero hermosa. Ante ellos un círculo ajardinado con un gran magnolio en el centro les dio la bienvenida. A la puerta de entrada se accedía por los lados con sendas escaleras y barandilla de forja.

La casa en verdad que estaba muy descuidada; oscuras paredes y desconchones por doquier dejaban ver su piedra descubierta cual sangrantes heridas. Pero a Piluca no le acababa de convencer que fuese una casa abandonada.

-¿No ves que alrededor de la casa hay muchas flores? –le dijo. Margaritas grandes entrelazadas con rosas, caléndulas de vivo color anaranjado con geránios de diversos colores e hileras de hortensias bajo sus ventanas altas y de y de pintura muy deslucida.

-¿Buscáis a alguien? –dijo una voz detrás de ellos.

¡Ahhhh! –dieron un grito. Volvieron lentamente la cabeza y se encontraron con una señora un tanto mayor pero de cara bondadosa. Piluca avergonzada dijo:

-Jorge pensaba que era una casa abandonada.

-¿Queréis que os la enseñe?

-¡Oh, sí, -dijo Jorge.

Entraron. Todo era muy oscuro. Un pasillo largo iba de lado a lado de la casa con otra puerta al final que daba junto a la cocina. El suelo de madera ancha y muy oscura crujía que era un primor. De las paredes colgaban cuadros grandes un tanto ajados y oscuros de un color que casi no se apreciaban los paisajes pintados en ellos.

Abrió una puerta; era un despacho. Vieron muchos libros metidos en una vitrina y una mesa grande y oscura con un sillón muy labrado con el asiento de terciopelo rojo. A Piluca le gustó el pisapapeles que estaba encima de la mesa, una bola de cristal con muchos colores

-Esta es mi habitación, -dijo abriendo la siguiente puerta. Una cama altísima de hierro forjado y bolas de latón dorado presidía la estancia. Pero a Piluca le gustó aquella colcha de vivos colores, aquellas rosas en un jarroncito de cristal finísimo encima de la cómoda y el sol que entraba por los visillos transparentes por donde se podía ver el jardín. Era acogedora.

Estaba mirando un reloj de cuco muy gracioso y de pronto ¡las ocho!. El pajarito les devolvió a la realidad. Tenían que irse.

Al salir vieron en medio del pasillo una escalinata ancha que subía al piso de arriba.

-Os emplazo para otro día a merendar y seguir conociendo mi casa, -dijo Amparo- que así se llamaba la Sra.

-¡Claro que sí! Contestaron al unísono. Todavía les quedaban unos días hasta el comienzo de las clases.


II


Dos días después, Piluca y Jorge decidieron volver a la casa vieja que creían abandonada.

Esta vez entraron deseosos de ver a Amparo. La encontraron rastrillando hierba debajo de una higuera. Les sonrió y señaló los frutos gordos y dulces que comenzaban a madurar en sus ramas. Ni cortos ni perezosos se lo pasaron en grande, no solo comiendo higos, también ciruelas, claudias y peras de los frutales plantados a lo largo del camino que conducía al establo. Solo quedaba una lustrosa vaca que Amparo ordeñó delante de ellos en una jarra.

La finca seguía con una gran pomarada, llena de manzanas de diversas tonalidades según su clase, con las que harían sidra en un “lagar” que la familia tenía en el pueblo cercano.

Se adentraron en la casa sin olvidarse de la leche y los condujo directamente a la cocina. Era muy grande. Dos ventanales delante del fogón dejaban ver el camino de frutales que acababan de recorrer. Al otro lado una mesa para varios comensales les llamó la atención por su gran frutero de cristal tallado repleto de jugosas manzanas rojas, muy pulidas y brillantes. Encima, una barra de hierro, que en otra época colgaban todos los productos de la matanza, ahora solo tenía una ristra de chorizo, pero en cambio no faltaban las cebollas, ajos y pimientos choriceros, dando una nota de color a aquella vetusta y descolorida cocina.

Pero Amparo les dijo que harían un buen bizcocho para tomar con la leche, así que se pusieron manos a la obra. Había que cerner bien la harina, mezclar las yemas de huevo con la nata que tenía guardada y batir las claras a punto de nieve para que saliese esponjoso.

En un lateral de la cocina estaba la despensa, ahora bastante desprovista, pero no faltaban tarros de mermelada hecha por Amparo, y de tomate frito. Hasta dos botellas de Pacharán casero con sus guindas dentro reposando. Todo delicadamente expuesto en las repisas con puntillas de ganchillo. –Labores de invierno –como diría. Al fondo un montón de leña esperaba para ser encendida en la cocina de carbón, en cuanto los fríos llegasen.

Después de “ponerse las botas” merendando, subieron al piso de arriba por la escalera de desgastados peldaños y pasamanos pulido y brillante del sobe de los años.

Amparo les explicó que esta parte de la casa se usaba sólo cuando venían sus hijos, pero en el distribuidor encontraron “el arcón de los tesoros”. Estaba lleno de ropa antigua y los dejó un rato a sus anchas probándose estolas, vestidos de volantes con puntillas antiquísimas. Hasta encontraron un abanico lacado negro, con rosas rojas pintadas, espectacular y un sombrero adornado con plumas y cintas de lo más original.

Antes de irse. Amparo los dio una bolsa a cada uno para que pudiesen llevarles a sus padres un poco de fruta recién cogida. Seguro que les haría ilusión.

Todo había sido muy agradable y lo recordarían en esas tardes de domingo frías de invierno como algo cálido y entrañable. Ya Amparo sería una amiga muy especial para siempre. -“¡Hasta el año que viene!”, -Se despidieron.

Mª Eulalia Delgado González
Noviembre 2010

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