viernes, 25 de febrero de 2011

LA CASA ENCANTADA


La casa era pequeña, pero con una finca grande que cuidaban unos guardeses. Su dueño era un médico que la quería para guardar sus más preciados tesoros, sus libros, y retirarse a investigar cuando su trabajo se lo permitía. Allí se pasaba los fines de semana, ya que no tenía familia.

La casa, como digo, era chiquita pero acogedora. En el porche te saludaban unos bancos de cerámica de Talavera preciosos a ambos lados, que le daban un toque muy especial junto con la hiedra, que penetraba amenazando con cubrirlo todo, como el resto de la fachada.

Según se entraba, te recibía una chimenea de piedra y ladrillo con un gran fuelle. Su repisa era de madera y en ella lucían un sinfín de cachivaches. A la derecha un aseo y una diminuta cocina; a la izquierda el salón-despacho-dormitorio, con la pared del frente toda de estanterías con sus queridos libros. La habitación tenía un ventanal desde el que se apreciaba gran parte del jardín. Lo primero que contemplabas eran unos monolitos de piedra rodeados de rosas de todos los colores donde descansaban sus más fieles amigos, dos mastines que durante años fueron sus mejores compañeros. A la derecha dos magníficos magnolios con la gran mesa de piedra para las ocasiones del verano, en hacía alguna comida con amigos o colegas.

Detrás de la casa, por un sendero lleno de camelias rosas y blancas llegabas a un pequeño estanque.

Aquella noche de sábado veraniego, pensó que había leído y trabajado demasiado, así que salió a cenar al jardín, y a continuación decidió darse un paseo, ¡la luna llena invitaba a ello!. Cogió la bifurcación que le llevaba a la zona de los frutales cerca de la casa de los guardeses. Según caminaba notaba como una presencia detrás de él; se asustó un poco y miró para atrás pero solo veía los frutales. Era todo muy desconcertante.

Decidió ir hasta el estanque y sentarse en el hermoso banco también revestido de cerámica. Se estaba bien allí, pensó.¡Qué paz y qué sosiego!

Sus ojos se iban aclimatando a la semipenumbra y podía ver mejor. ¡Quedó perplejo! ¿Qué eran aquellos bultos tumbados en el suelo?. Eran blancos con manchas negras y relucían que era un primor. ¡Yo diría que parecen mis perros! –se dijo lleno de estupor- con un hilo de voz y el corazón desbocado. No pudo reprimirse y se abalanzó sobre ellos, pero cayó en la hierba y se esfumó la visión.

¿Pero qué está pasando aquí? Un bronco gemido escapó de su pecho. Parecía que veía visiones.

Después de tan inusitado trance, decidió meterse en la casa para irse a dormir si es que podía tras lo sucedido. Pero no se habían acabado los sustos. En el porche, sus dos mastines lo esperaban de nuevo. Esta vez sentados sobre sus patas traseras, jadeando y con las lenguas afuera y con una consistencia tan real que se quedó petrificado. ¡Ahora sí, que sí! Los fue a acariciar y se volvieron a esfumar.

Estaba desconcertado y seriamente preocupado. Su cerebro parecía estarle jugando una mala pasada.

Entró en la casa y fue directamente al salón a poner un poco de música a ver si se calmaba y deslizó hacia el suelo su cama plegada como si fuera un armario más. Se acostó, la luz de la luna llena se colaba por el ventanal, (no se acordó de bajar la persiana). De pronto se sobresaltó, ¿qué era aquello agazapado que resplandecía en el suelo encima de la alfombra? Otra vez dos manchas blancas tumbadas en el suelo. Esta vez no le importó, sus ojos se fueron cerrando y se sintió más protegido que nunca. ¡Sus perros, sus queridos perros seguían junto a él!.


Mª Eulalia Delgado González ©
Febrero 2011

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