sábado, 18 de junio de 2011

LA MIRADA


Paula se despertó sobresaltada: ya el sol se colaba por las rendijas de la ventana; su corazón le dio un vuelco. El niño no la había despertado para tomar el biberón. Se abalanzó sobre la cuna; el bebé al verla sonrió, y su mirada de color azul chispeante, como lucecitas fue el mejor de los regalos. En cuanto la vio se puso a patalear y a agitar los bracitos con el sonajero. En esos momentos se sintió la más feliz y tierna de las madres, y su mirada fue tan dulce como una tarta de cumpleaños. Los dos se lo pasaron de lo lindo; el niño con sus risas y sus gorjeos, y ella con ese embeleso que solo se sabe cuando se tiene la experiencia de ser madre.

Pero el tiempo pasaba. Tenía que esperar a su sobrina para que se quedase con el niño, y poder ir a ver a su padre ingresado en el hospital con una dolencia de mal pronóstico.

Se vistió de prisa y salió a la calle dispuesta a coger el autobús. Al volver la esquina de su casa se encontró de golpe con una escena que no le gustó nada. Dos hombres estaban discutiendo en plena calle. Uno le cogía por la pechera al otro insultándole y sus miradas por desgracia irradiaban mucho odio. Intentó separarles, pero solo consiguió que uno de ellos le diese un empellón.

-¡Señora, no se meta donde no la llaman!- Seguían insultándose, pero gracias a Dios se escuchó una sirena de policía y siguió su camino.

Ya en la parada del autobús, su mirada se posó distraída en la gente que allí estaba. De pronto se sintió desasosegada; miró hacia atrás y se tropezó con una mirada libidinosa. Un hombre entrado en años, no le perdía ojo. Se sintió mal. Cuando llegó el autobús fue hacia el final, pero el susodicho no se arredró y fue tras ella. Una parada, dos, tres… La tocó bajarse. El hospital quedaba delante de su vista. ¡Por fin se sintió liberada! Aquella mirada la asqueó en lo más profundo de su ser.

El pasillo largo le dio la bienvenida. Planta quinta, habitación 210. Su corazón se aceleró. ¿Cómo encontraría a su padre? Se paró delante de la puerta. No se sentía con fuerzas para franquearla; las piernas le temblaban, pero no tuvo más remedio que abrir, y lo primero que vislumbró fue la mirada de su madre; una mirada de miedo, de susto, pero también de querer afrontar el problema y seguir tirando. Miró a su padre; estaba de espaldas medio dormido, volvió la cabeza y sus miradas se encontraron. Vio resignación en aquellos ojos oscuros y enérgicos, pero también una chispa de fortaleza para luchar. ¡Nunca se sabe a ciencia cierta donde está el fin! Le cogió una mano, se la acarició y besó

¡Ánimo, papá!

Entró el médico y escudriñó su mirada, pero esta era impersonal y distante; muy amable, eso sí, pero se le notaba que no quería dar falsas esperanzas.

Cuando su padre se quedó dormido puso un rato la televisión. En la cadena que dio echaban una película y se dispuso a seguirla, pero ante sus ojos, por la mirada inyectada en sangre del protagonista supo que iba de asesinatos. Cambió de canal, este prometía ser más entretenido, eran periodistas hablando del mundo de los famosos, pero allí descubrió miradas de rencor, de envidia, de mal disimulada sutileza entre ellos, amén de forzar la voz hasta límites insospechados para ver quien tapaba a quien. Acabó apagando ese dichoso trasto del que ya casi no podemos prescindir, que debe informar, formar y entretener…

Volvió a casa. La casa de su hijo. Atenderle atenuó la pena de su corazón. Escuchó la llave de la puerta. Su marido llegaba y se echó en sus brazos. Se sintió reconfortada.

Cuando la casa quedó en silencio y pudieron compartir el lecho, sus miradas se encontraron, esas miradas que hablan sin palabras y lo cuentan todo, con leves caricias que son el preludio de una noche de amor.

Mª Eulalia Delgado González ©
Mayo 2011

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