sábado, 18 de junio de 2011

LA MIRADA


La mirada solo es una, pero puede tener mil formas. Así, de repente, me recuerdo especialmente de una: Hace muchos, muchísimos años vivían en Vallines José Hevia y su esposa Faustina. Vivían en una casucha miserable, y la cuadra que tenían a la salida del pueblo donde es posible que en algún tiempo anterior hubieran tenido una vaca que les proporcionara la leche que bebieron, hasta donde llegan mis recuerdos, ya solo era una ruina. A la puerta de esta ruina estaba siempre asomado José con barbas de siete días y una colilla pringosa y apagada, como soldada a su labio inferior. Faustina, diminuta y arrugada como una manzana seca, subía y bajaba tras él de casa a la cuadra y de la cuadra a casa envuelta en harapos negros, como si fuera su sombra. José le llamábamos, pero entre los del pueblo era más conocido por el apelativo de el Cestero. Le llamábamos así porque mientras pudo vivió de hacer cestos con madera de avellano y venderlos por los pueblos cercanos. Su decadencia de artesano comenzó el día que Marcelino, el hijo apocado que le ayudaba, se cayó muerto hundiendo la cabeza en el balde de agua donde remojaba las delgadas ristras de madera con que hacían sus cestos.

Cuando yo me casé, el hombre vivía ya en la mendicidad. No andaba otros pueblos que no fueran los del propio ayuntamiento, cuyas gentes, por conocido, eran con él más generosos que con otros mendigantes.

Los indigentes de la posguerra tenían dos formas de llamar cuando iban de puerta en puerta: Alabado sea Dios, o Ave María Purísima, y las amas de casa dos formas de responder: Para siempre sea alabado, o Sin pecado concebida. José el cestero no se consideraba mendigo de profesión, sentía como vergüenza de pedir, y al llegar a cada casa procuraba llamar a la dueña por su nombre.

Mi mujer estaba cosiendo sentada al sol en el balcón de la casa, y junto a ella, jugando con una muñeca nueva, nuestra hija Celia de tres años. El Cestero ni siquiera necesidad tuvo de llamarla.

-Traes buena mañana de sol, José.- Le dijo, y dirigiéndose a la niña añadió: Baja, junto a la radio hay dinero, cógelo y dáselo al Cestero.

El Cestero se fue, Adelina siguió cosiendo, y la niña volvió a subir para seguir con sus juegos. Media hora más o menos había pasado cuando el Cestero estaba de nuevo llamando a la puerta.

-Pero José, No te dio antes la niña…-José no la dejó seguir hablando:

--Si, me dio esto….. Yo lo guardé, y más tarde lo saqué del bolsu pa amiralo mejor. Volvílo a guardar, y cuando iba por la carretera del Llanu saquelo otra vez del bolsu. Lo amiré, lo golví a amirar, y dije: Cá, esto no pué ser. Tuvieron que equivocase….porque lo que diome la nenuca fue esto… y esto nadie lo da de limosna- Y el Cestero devolvió el billete de cien pesetas que la cría le había dado en vez de las monedas sueltas que había junto a la radio.

Efectivamente, cien pesetas eran entonces muchas pesetas para una limosna, Sin duda significaban bastante más que lo que puedan significar hoy cien euros actuales.

Pensé inmediatamente en la mirada que el Cestero le echó al billete. Tuvo que haber sido una mirada increíblemente asombrosa. Una mirada capaz de llenar de un brillo especial aquellos ojos hundidos de párpados pegajosos… Luego volvió a mirar el billete. Le miró de otra manera…Fue sin duda una mirada imprecisa que se fue transformando hasta convertirse en la hoy tan extraña mirada de la honradez. Una mirada que hizo que aquél hombre miserable y hambriento volviera sobre sus pasos para devolver lo que su conciencia no le permitió quedarse… Miradas como aquella, desgraciadamente hoy quedan muy pocas

J. González González. ©
Mayo 2011

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