martes, 29 de noviembre de 2011

PASIEGA

Las campanas repicaban, Laura y Antonio se casaban, con cantos flores y chocolate con sobaos. La Iglesia, el Santuario de Valvanúz, altiva en medio de la campa con sus tres campanas y sus grandes árboles que la enmarcan.


Laura, allí te bautizaron, y cuando tuviste siete años, fuiste con tu vestidito blanco, tu medalla del Carmen y tu rosario de nácar claro a recibir a Jesús Sacramentado el día de tu cumpleaños. Los días pasaban y ya en tu vientre un hijo daba saltos. ¡Qué alegría, que ganas de ver su carita, arrullarlo, abrazarlo y besarlo!

Llegó el día del parto. Apretaste cuanto pudiste, pero te costaba mucho y estuviste al borde del infarto. Al fin salió un poco amoratado, pero ¡Ya lo tenías en tus brazos! Lo abrigaste y arrimaste a tu pecho, pero no tenía fuerza ni para chupar ni para irrumpir en llanto y el pobre se te quedó en sueño eterno. Cogiste presta un poco de agua diciendo: Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Fuiste como loca a la Iglesia, mesándote los cabellos, te agarrabas a los barrotes gritando: ¡Por qué Señor, por qué! ¿Es que ya no me quieres, o es que quieres a mi hijo demasiado? No tenías consuelo, Ni siquiera tu marido confortaba tu llanto. ¿Qué hacer con aquella leche que a tus pechos subía y se desbordaba de tanto en tanto?

En la Casa de la Beata, un peregrino te dio las señas de una familia en la capital de provincia. Allí podrías criar al hijo de una pobre enferma entretanto.

Y allá te fuiste, dejando marido y pueblo, con lo puesto, una hogaza de pan y queso blando. Caminabas hasta casi desmayarte. Subías riscos y atravesabas pueblo tras pueblo, durmiendo bajo tejavanas o pórticos desiertos.

Aquella leche que seguía subiendo, la tenías que ordeñar para servirte también de alimento. Por fin llegaste a la Capital. Vistes el mar inmenso y te extasiaste contemplándolo pero no podías perder el tiempo.

Cuando por fin llamaste a la casa, salieron presto, pero no podían lo que veían dar crédito, tal era el estado en que se encontraba tu cuerpo.

Te bañaron en una gran bañera con patas de león de cuento. Te vistieron con una blusa blanca de bodoques y puntillas, con gran abertura por donde dar el alimento, un corpiño, una falda de terciopelo y también un gran delantal completaba el atuendo. Tu melena en gran moño con lindas agujas de plata también recogieron. Por fin, ante la Sra. te llevaron. La cuna estaba junto a ella; te sonrió sin fuerzas y te puso a su hijo con su carita de terciopelo junto a tus pechos.

Y se obró el milagro, aquel pedacito de carne, se agarró y succionó del rico manantial que se desbordaba por su cara y su pecho.

Mª Eulalia Delgado González ©
Noviembre 2011

1 comentario:

nreigadasn dijo...

Precioso relato.
Me recuerda las historias de las amas de cría que viajaban desde La Vega de Pas a la capital para amamantar a los niños de la Corte.
Me ha encantado.
Nieves