martes, 24 de enero de 2012

LA ISLA DE MI CASA.


En mi casa hay una isla. En realidad es un mueble plantado en medio de la cocina, pero cuando el carpintero le colocó allí, dijo que el local quedaría partido en dos por medio de aquella isla. Isla le llamó él, e isla le seguimos llamando. Y eso es lo que parece, porque si las islas lo son por estar rodeadas de agua por todas partes, esta lo es por estar rodeada por todas partes, de nada.

Metro y medio de larga por sesenta centímetros de ancha, y ochenta de altura, tendrá la isla, que no la tengo medida. Aunque bien pudiera hacerlo en cuanto llegara a casa, más si espero a tomar medidas antes de seguir escribiendo, mucho me temo que se me pasaran las ganas de seguir haciéndolo sobre un tema con tan poca consistencia como es este..

La cubierta de mi isla es de granito pulido y de color gris lo mismo que los fogones de la cocina, y justo en el centro hay un jarrón que casi siempre suele tener flores frescas. Hay veces que escucho ronronear a mi mujer diciendo que tiene que cambiarlas, y ocurre que cuando lo dice, es cuando después se olvida y tarda una semana, con lo que para entonces más que flores, son vegetales muertos sobre el borde del jarrón. Pero a pesar de ello, también tienen su encanto.

Suele ser también la isla de los sermones. Como está tan placentera, con frecuencia dejo sobre ella los objetos más variados que lleve entre las manos, como por ejemplo las llaves del coche, cualquier herramienta, cartapacios o papeles. También las cáscaras de unas nueces o los guantes de la huerta, y es entonces cuando ella se lamenta preguntándome de qué le sirve limpiar si vengo yo detrás dejándolo como lo dejo…

Me suele argumentar que no es limpio quien siempre está limpiando, sino quien sabe conservar lo que se limpió. Yo le respondo que tiene toda la razón del mundo, no porque la tenga, pues sería muy discutible razonar que, si la encimera de la isla es una superficie, nadie, (salvo ella,) ha dicho que tal superficie solo sea para colocar un jarrón con flores, un cesto de cristal con frutas, y una sopera antigua en cuyas entrañas guarda ella mil cosas inútiles. Pero como los años vividos me han enseñado que es mucho más cómodo no tratar de meter al vecino en raciocinios, sin más argumentos abro una puerta de aquél mueble donde siempre encuentro una chuchería para llevarme a la boca, con lo que en vez de convertir la isla en un tema de discusión, busco en ella algo que, agradando al paladar, sea motivo de satisfacción.

A un lado de la isla, se guisa. Al otro lado se come. Además de comer, se ve la televisión, y hasta se duerme la siesta. Bueno, no es precisamente la siesta. Hay allí, adosadas a la isla dos butacas que siempre ocupamos tras el yantar, con la sana intención de ver las noticias de las tres, y hay veces que lo logramos. Otras no. Otras empiezan a pesar de tal forma los párpados, que sin darnos cuenta se cierran, y ya puede decir la locutora que el mundo se está hundiendo, que a nosotros nos da lo mismo. Respiramos despacio y profundo, y hasta si nos descuidamos un poco se nos resbala por la comisura de los labios un hilillo de saliva. Solo son cinco minutos. Diez, a lo máximo. Estoy seguro que a esto no puede llamársele siesta. En mi pueblo teníamos un nombre para ello, pero resulta que he consultado el diccionario, y el cabrón de él, desconoce la palabra. “Desconsueño” . Desconsoñar, llamamos nosotros a eso que otros dicen “dar una cabezada”. Pero, claro, dar una cabezada sería, en todo caso, la definición de desconsueño.

Si, la siesta es otra cosa. No tiene nada que ver con el desconsueño que decimos en mi pueblo. La siesta es… ¡Seguro! Es tema para otro escrito, ya lo verás.


Jesús González González ©
Diciembre 2011

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