Tras el naufragio se sentía en una isla. Su vida había cambiado pero, solo su vida, lo demás continuaba igual. Los niños jugaban en el parque, los semáforos funcionaban: verde, ámbar, rojo... la playa, los barcos, nada se había detenido, solo su corazón, latía sí, pero ella no comprendía como todo podía continuar igual.
¡Tiempo, necesitas tiempo! Cuánto llegó a odiar esas palabras. En su isla era un Robinsón sin su amigo Viernes para hablar con él, ella tenía a su mascota que la escuchaba.
Fue buscando y reuniendo rocas, hizo un gran círculo para sentirse protegida, cada roca era un gran escudo. Amanecía, anochecía, semanas, meses y más meses, hasta que en un soleado día, paseando por la playa de su vida apareció una nave, de ella vio como arriaban un pequeño bote que se acercaba a la orilla y subió a bordo sin mirar atrás para despedirse de la isla y abandonarla para siempre.
Navegaba la gran nave. Cada vez estaba más y más cerca y estaba ahí, esperándola, con una escala desplegada. Antes de trepar miró hacia arriba y en un lado de estribor, cerca de proa, leyó el nombre del navío: “El Esperanza”.
Ana Pérez Urquiza
Diciembre 2011
1 comentario:
Hay barcos que tienen nombres adecuados para cada momento. Tú, Ana, lo supiste reconocer en este escrito.
Sé que ves más allá de cualquier isla y sé, que en cualquier isla, podrías escribir estas pequeñas bellezas, que como las violetas, hacen hermosos ramos de sensibilidad. A-brazo-partido.Lns
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