martes, 24 de enero de 2012

ENCERRADA EN SU ISLA


Se acercaba Navidad. Sonia vagaba por las calles mirando escaparates y dejándose envolver por esas luces de colores que manaban por doquier. Por un buen rato se sintió casi feliz. La gente iba y venía con paquetes y se notaba ese aire de fiesta que tanto nos gusta a todos. Pero de pronto sus pensamientos volvieron y se sintió perdida en medio del bullicio; sola como en una isla solitaria en medio de un océano encrespado y malicioso y en el que todas las olas fuesen a chocar contra ella.

Por más que pensaba no llegaba a ninguna solución, y contarlo no servía de nada porque era una decisión suya y muy personal la que tenía que tomar. ¿Dejaría lo que tanto amaba?; su familia, su ciudad y hasta su amor quizás se resquebrajase. Por más que pensaba que las comunicaciones ahora son otra cosa… que los vuelos no son caros…, pero ¡tendrían que coger aviones y más aviones!

Sería casi como romper con todo y comenzar de cero otra vez, pero ese puesto de trabajo la tentaba. ¿De verdad estaría a la altura, sabría desarrollarlo? Por más que se decía que sí, que era lo que siempre había querido, que tenía estudios suficientes, no se decidía a dar el paso.

Y llegó la Navidad, con sus cenas, comidas, villancicos y regalos. Tuvo que hablar claro a todos. Había decidido irse. Vio caras de pena, pero también de alegría en su familia. La cara de Francisco era un poema. Se juraron amor y prometieron seguir viéndose todo lo que pudiesen.

Ya había pasado Reyes. Se tenía que incorporar al puesto en breve. Ahora Sonia volaba. Pensaba en las despedidas, los brazos en alto y agitación de manos como palmeritas meciéndose en un día de viento, las disimuladas lágrimas, las sonrisas forzadas dando ánimos y los besos de su amor y se sintió de nuevo otra vez sola como en otra isla, pero esta vez rodeada de aire. Por la ventanilla vio su ciudad, sus montañas y sus ríos como hilos de plata. Cada vez todo se hacía más y más pequeño y ella se sintió también así.

Su mano tropezó con la pulsera que llevaba puesta y se aferró a ella como a un salvavidas; era el regalo de Francisco y pensó que no se la quitaría ni para dormir.


Mª Eulalia Delgado González ©
Diciembre 2011

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