sábado, 10 de marzo de 2012

EL PARQUE DE ARMENTIA.


Nos casábamos el mismo cumpleaños de la primavera.

Al Este del parque, se alza la ermita románica de San Prudencio. Al Norte, se alinean orgullosos arces embellecidos por farolas artesanales. En el Oeste, aparece un riachuelo de aguas cantarinas, que con saltitos y croar de rana, permite cruzarlo al vergel de manzanos, perales –con florecillas blancas para tejer el ramo de la novia- y que la noche de boda desaparecerá feliz a lomos de la corriente, por el Oeste. El círculo delimitado se cubrirá de carpas blancas, superpuestas; tendrán la obligación de mantener a raya el relente exterior y proteger la atmósfera de amor y amistad, sin fisuras.

En mayo, habíamos recibido un regalo un tanto inusual de los amigos y amigas: una invitación a conocer el bosque de Osma.

Emprendimos el ascenso con brío -incluso yo-, el final se veía a tiro de piedra, pero tras una avanzadilla aparecía un recodo y el término del sendero quedaba a la misma distancia. Mi prometida me soltó la mano, y muy montañera ella fue ascendiendo rauda ante mis ojos.

-Vamos, Telmo, que no se diga que el novio es un debilucho, sin fuelle; ¡ale! -me animó mi amiga- mientras me ofrecía su mano.

-¡AY!, Andrea. No te mofes: siento verdadera asfixia; sólo me llega oxígeno de un pulmón.

-Probablemente sea este interminable ascenso que te está dejando sin resuello.

Por fin, la sombra en el descenso a las entrañas del Bosque Encantado. Se me hacía difícil mantener la verticalidad; los pies podían patinar mortalmente mientras los ojos “erre que erre” seguían enfrentándose a los ojos penetrantes de los árboles. Luego, vi soles, y más soles en aquella penumbra. Se asomó un brochazo rojo, enlazándose con uno rosa del siguiente árbol, y después uno anaranjado y así se daban la mano los colores del arco iris: un buen abanico para inspirar más aire. Tumbado boca arriba cerré los ojos. Durante un minuto me hice el muerto, y me sentí parte de la misma Naturaleza; no sentí el mal en mis entrañas. De la mano de mi prometida, me encontré en el paraíso.

En el microbús, tomé el micrófono y agradecí a mis amigos por aquel periplo. Todavía mantenía los ojos irisados y los pulmones revitalizados por el sudor de las coníferas.

Dos días antes del enlace, me topé con Andrea a la salida del Hospital.

-Salgo del módulo de operaciones: me acaban de practicar una biopsia. El equipo oncológico es optimista, dicen que será una simple calcificación, o a lo peor, un quiste sin más importancia -me informó Andrea...

Ante su cautivadora y eterna sonrisa la invité a un café. Los flecos que quedaban de la boda, saludos a médicos, enfermeras… y pedimos otro café. Quería tenerla cerca del alma. Su sonrisa, su incombustible ánimo, su silenciosa comprensión me hizo tomarle las manos y los especialistas y enfermeras que me conocían pasaron a ser “Andreas amorosas”

El día de la Gran Ceremonia, disfruté de la Primavera de Verdi, de la Novena Sinfonía de Beethoven, del Gure Aita - a cargo de la coral de la ciudad. Y antes de la Eucaristía, saboreé la esencia que me llegaba de mi esposa: un espíritu puro en un cuerpo perfecto; sentí el escozor triste y reprimido de mi madre; y atrapé la V que me dibujaba Andrea. VICTORIA, VIDA NUEVA… Comulgué.

San Vicente de la Barquera, 3 de marzo de 2012
Isabel Bascaran

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